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Autodeterminación, ambigüedades y certezas en la obra de Margaret Cavendish y Penelope Fitzgerald

Margaret Cavendish y Penelope Fitzgerald

 

¿Cómo relacionar las certezas del pasado con las indirecciones del presente? En ese espacio incómodo entre el lejano ahora y el improbable después, los estragos de un quizás sin restricciones: “Solo existía una lengua en ese mundo”, sostiene la escritora Margaret Cavendish (1623-1673), “sólo había un emperador, al cual se sometían con la más grande de las servidumbres (…) lo que les permitía vivir en una continua paz y felicidad”. El género especulativo denuncia los temores que describe. Subyugado lo irremediable, el abismo de la desigualdad arroja dudas sobre el libre albedrío. “Queremos ocupaciones para nuestros sentidos y temas para nuestras discusiones”, continúa la aristócrata inglesa, “pues, si existiera solo la verdad y ninguna falsedad, no habría ocasión para discutir, y de esta manera debemos tener como objetivo y placer de nuestros esfuerzos el refutarnos y contradecirnos unos a los otros”.

La búsqueda de certezas en mitad de la fábula es elemento central del patrón explícito de implícitas ambigüedades de la novelista, poetisa, ensayista y biógrafa británica Penelope Fitzgerald (Lincoln, 1916 – Londres, 2000), donde conceptos opuestos se extralimitan para entrelazarse en una realidad que se fusiona con la invención: “El problema continuaba allí: ¿qué debían decir las voces?”. Hay que unir lo racional con lo visionario, lo antiguo y lo contemporáneo, para capturar el cambio radical que nos redefine. A pesar de la distancia cronológica entre una y otra, ambas autoras encarnan la pérdida de fe en lo que una vez fue un proyecto de país, fantásticas profecías ambientadas en una metrópolis familiar para cualquiera, en cualquier parte. La denuncia, sin embargo, no se limita a los abandonados. Contraria al impulso nacionalista, su revuelta es en favor de la humanidad.

El mundo resplandenciente

Conocemos los hechos, pero los hemos olvidado voluntariamente; nos afanamos por recorrer las ruinas de la inquietud heteropatriarcal que permea nuestro discurso; pasa el tiempo, pero nada cambia. Sigue sin haber un debate sobre la brecha salarial, nos siguen asolando las mismas plagas, todas las guerras son la misma guerra. Anuladas las ambigüedades, la utopía El mundo resplandeciente (1666), explota las vulnerabilidades de un agotamiento que opta por tranquilizar sus visualizaciones a medida que aumentan las presiones de autocensura. Clarividente, la primera novela de ciencia ficción firmada por una mujer en Europa, revela las crueldades de un nuevo lugar, oculto en el interior de la Tierra, al que se accede desde el Polo Norte.

Se suceden las implicaciones filosóficas: somos egoístas, no dejamos de crear. Confiamos en los datos, incluso cuando sabemos que están mintiendo. El miedo a los demás no es sino miedo a nosotros mismos. Se exilia Margaret Cavendish al interior de su intrincada red de genealogías. Advierte desde el Prefacio: “aunque no tengo poder ni ocasión para conquistar el mundo como lo hicieron Alejandro y César, y tampoco puedo ser dueña de uno (…) he creado un mundo por mí misma”. En él, la prócer anglosajona se afana por deconstruir desventajas, mostrarlas en sus fallas, revelar la tragedia humana en el corazón de los trastornos. Contrarresta así el tedio de una interpretación diferida que se sacia en búsquedas de significado.

Meritocrática, la pensadora de Philosophical and Physical Opinions (1655) promulga rutas de escape que difuminen la frontera entre los que pertenecen y los que no: “La naturaleza es eterna e infinita”, argumenta, “y sus particulares están sujetos a infinitos cambios y transmutaciones por virtud de sus propios movimientos corpóreos figurativos. Por lo tanto, no hay nada nuevo en la naturaleza”. El mundo resplandeciente inaugura una tradición de reflexión y solidaridad que nos insta a cuestionar nuestros prejuicios. Escrita poco después del gran incendio que devastó la ciudad del Támesis en el XVII, la crónica difumina sus vocaciones de supervivencia, mientras denuncia la autoridad invisible que nos socava.

Como Robinsones, nos encontramos atrapados en su táctil y vívido entorno, “el arte de la argumentación lógica [que] trastorna más que clarifica el entendimiento de los seres y les lleva a un laberinto de donde nunca pueden salir y los hace inútiles e incapaces en sus orificios”. La Duquesa de Newcastle considera al entorno recién nacido una fortaleza culta, donde el nacional desvarío se soporta con privado estoicismo. El tono de la narradora puede ser elevado, pero el constructo que habita es llano. En él, “ninguna criatura puede ir más allá del sentido y la razón. Nosotros no somos espíritus mientras estamos en nuestros vehículos corporales”. La experiencia, por tanto, supone el eufemismo de una esclavitud patrocinada por el Estado de Derecho. La narración examina su propio universo cerrado. Plantea misterios que jamás explica, indicios que no existen en formas reconocibles.

El impacto visual de la destrucción que se deja atrás es desolador: “Al final la lluvia llegó y, de repente, todas las casas se incendiaron y cuanta más agua caía, más se quemaba y ardía todo”. Adepta a desglosar complejos conceptos en un lenguaje accesible, parte de la elocuencia de la autora liberal de Observations upon Experimental Philosophy (1668) logra hallar innumerables formas de describir los implacables tramos de nuestro presente misógino. La resiliencia, el trauma latente y el agotamiento, los distintivos que hemos llegado a asociar con el desastre londinense de 1666, siguen hoy en día: “La marea se convirtió pronto en vapor, y este vapor de aire causó no solo la destrucción de sus casas, sino también tal aridez general sobre todo el país (…) de forma que [sus habitantes] se vieron obligados a presentar su sumisión”. Se salpica el resultado de prácticos recordatorios: la heteronormatividad continúa; hemos perdido la batalla contra las limitaciones de la xenofobia; campan a sus anchas los agresores.

 Voces humanas

La vida ha enseñado a la protagonista a no enraizar demasiado en ningún lugar, mucho menos en una metrópolis que hace continuo balance de sí misma, a base de rastrear las capas de su pasado, la página en blanco de su futuro. La interlocutora considera su autodeterminación no en términos de escape, sino de fidelidad a sí misma. Creo no estar desvelando el desenlace de un suspense ingeniosamente urdido, al revelar que el objetivo, la línea de meta, literalmente la última palabra de la novela Voces humanas (1980), es el silencio. “Sobre todo –escribió por fin– echaremos de menos su voz”. El mutismo, en definitiva, convoca dos fuerzas moralmente opuestas entre sí: el conocimiento desinteresado y la interesada autocomplacencia, “tantas voces más perturbadoras alrededor, tantos acentos mucho más fuertes”. Una épica muda conforma la autenticidad de una visión, “una verdad contingente”, que reside en las ruinas de unas vidas al borde.

Algunas ideas surgen sin aparato político, sin una historia detrás, sin una teoría probada in situ, sin escritores que aporten carne a los huesos de la trama. A través de pensamientos expresos y tácitos sentimientos, se abre paso la fuerza del elocuente deseo, la callada desolación de la inminente derrota. Consciente de que “nada se experimenta si no se comparte”, teje y desteje Penelope Fitzgerald su crónica, reúne los detalles del decorado (la capital británica durante la Segunda Guerra Mundial, 1939-1945), juega con el lenguaje y el tiempo, explora la superficie, siente la profundidad, transgrede los géneros, estira los límites de la novela en sí misma, a base de reflexionar acerca del cómo y el por qué, al servicio de una idea impresa en las realidades físicas de la circunspección, el lodo, los escombros, el aparente desorden, las claves de la falacia.

La comprensión de lo evidente, la ambigüedad de lo soterrado, informa las obsesiones del elenco de empleados de la BBC durante el bombardeo alemán, “capaces de utilizar lenguajes distintos”, vívidos y articulados: Sam Brooks, RPD (director de Programas Grabados, en inglés), sus empleadas, Vi Simmons, Lise Bernard, abandonada por su novio; Annie Asra, y su amor no correspondido por Brooks, “voces humanas en las tinieblas de Europa, seguros de que más de la mitad habían de perderse (…) para que solo unas pocas dejaran huella”. Los locutores de la Broadcasting House son los agentes y los contra-agentes de un planeta aislado, que enfrenta sus ambiciones en un campo de batalla social-darwinista, al que oponer el placer de deambular involucrados en un patrón repetitivo, entremezclado con explosiones de alegría, reflexiones de la autora sobre su filosofía creativa y los hipnóticos ritmos de su escritura.

El volumen plantea un dilema moral, tanto para la autora como para el lector, acerca de si es ético escribir o leer en mitad de la barbarie. En una era asediada y definida por la desinformación, la imaginación redunda en el caos. Antes de los créditos finales, aumenta la sensación de que las casillas están marcadas; los titulares pasan de puntillas por las cuestiones que encarnan o exploran; sobre todo, suponen una nueva oportunidad perdida para la libertad de expresión. Frente al triunfalismo de la extrema derecha, la mujer solo puede ser marginal en un orden concebido en términos masculinos, reducido su papel a la mera conveniencia física, al control sexual o su ausencia. Ambientada en el siglo XX, en un país a punto de ser ocupado, Voces humanas supone un libérrimo homenaje al arbitrio. Concebida en plena amenaza de invasión germana, mientras todos sospechan de y malinterpretan a los demás, bien podría haber sido urdida en estos inciertos tiempos, en los que sigue sin haber garantía de veracidad.

Independencia

“En la parte del Mundo Resplandeciente donde reside la emperatriz siempre hay luz y nunca hay tormentas, tempestades, nieblas o brumas (…) hay tanta luz cuando no hay sol como cuando lo hay, lo que provoca que este periodo que nosotros llamamos noche sea más agradable que el día”. La memoria del fuego que todo lo arrasa se mantiene en la memoria colectiva de la megalópolis noeuropea. Podría incluirse El mundo en los parámetros de una hipótesis que prevé luchas por el control, indicios de la vorágine experimentada por las víctimas de abuso, trazas de la distopía de la infelicidad, subgénero donde la tangente física es llevada a extremos hipercapitalistas, fábula ambiental que logra ser al mismo tiempo extrapolación calculada (e involuntaria) de nuestras inquietudes anti-acoso, nacional-populistas, intergeneracionales: “Pero si no pueden soportar ser súbditos”, apostilla la inglesa, “pueden crear sus propios mundos y gobernarse a sí mismos como les plazca”.

“La verdad lleva a la confianza, pero no a la victoria y ni siquiera a la felicidad”, concluye Fitzgerald. El engaño, ¿es obra de los dioses, los hombres o el accidente? ¿Hay que proteger la veracidad o seguir mintiéndonos? Esta tensión de cuestionamiento, de duda no resuelta, hace de Voces humanas un trabajo de excavación, en el que la narradora de La librería (1978), desentierra los dramatismos, revela las mentiras. Basado en las experiencias de la ganadora del Premio Booker 1979, el flujo continuo de acción, el dominio de la técnica, aparentemente casual, desemboca en el secreto como un fin en sí mismo. Moralmente neutral, el periplo de la heroína gira en torno a una incógnita, centrada en su avance hacia un objetivo que sugiere la perfecta indiferencia de la discreción ante cualquier cosa fuera de su alcance.

Ambos volúmenes muestran diferentes versiones de la misma revolución. Comparten el esfuerzo por cambiar la realidad. Las dos autoras, recién reeditadas por Siruela e Impedimenta, asisten, con siglos de diferencia, al triunfo de la falacia mediática. Limitadas por las circunstancias, son metáfora de nuestro posmoderno forcejeo entre el encogimiento y la pertenencia, entre las múltiples identidades de la unidad. Observadoras de la enésima crisis de la democracia, Cavendish y Fitzgerald denuncian las interrupciones de la globalización, mientras dejan constancia de sus consecuencias neoliberales: el auge de los nacionalismos, la decadencia de la igualdad. Traducidas al castellano por María Antònia Martí Escayol y Eduardo Moga, respectivamente, trazan las violaciones de la confianza que engendra la desilusión con el statu quo: la indiferencia hacia las víctimas, el reemplazo de los valores públicos por la fetichización del mercado, el rescate de la imprudente y amoral industria financiera.

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