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Mientras tantoCrónica Brasil (V): 25.08.2019 - ¡A las barcas!

Crónica Brasil (V): 25.08.2019 – ¡A las barcas!

25 de agosto de 2019 – Barreirinhas, MA (región nordeste)

La embarcación, ese sustrato incomparable del litoral atlántico. Riquezas dentro de la pobreza, el mar es un mundo aparte. Los ríos, por extensión, también. El espejo del agua refleja, a medias, miserias y dichas. Hasta la brisa marina, que a unos quema la piel, a otros se la broncea de modo incomparable. Pero a todos deja ese sabor a salitre o a terral húmedo dulzón. Es el olor dominical de hoy. La mañana amanece cálida. Corro las cortinas de la cocina y me asalta la primera imagen fabulosa del día. La belleza de la sencillez: una madre lava a su pequeño en una pila metálica del patio de casa. Frente a mi ventana, bajo un porche de teja rojiza parcheado de algo que parece uralita.

El niño chapotea, ajeno a todo, disfrutando del ritual matutino de jabón y pechos olorosos. Vestido leve ella, libre de calzado. Mamá joven. Al fondo, una manguera enorme brinda su sombra al quintal; dos bananeros y un suelo de arena blanca. Un varalzinho con trapos tendidos al Lorenzo. ¿Será para ellos la cerca el horizonte del mundo, hecho de maderas exóticas e irregulares? Enciendo un Rothmans de la industria a falta de otra cosa mientras cae el café, libre y oloroso. Incapaz hasta ahora de encontrar tabaco local comercializado; dominio británico en esa parcela a precios relativamente bajos en comparación a España. Recuerdo de los terribles Gauloises franceses distribuidos en Marruecos. Quién quisiera aquella picadura para cachimbo (pipa) que encontré una vez en las profundidades del Parque Lage carioca, tan negro y espeso él…

Salgo a la calle. El sol hace burbujear el fondo del alma. Echo en falta al instante mi boina belga Herman, que está en buenas manos en Madrid. Se la regalé a Javier tras despedirnos en Adolfo Suárez. En voz baja externa y a grito interno me quejo de los carros de son, esos coches cutres y caribeños que atronan la ciudad con eslóganes insensatos. Polución sonora y visual misma. Desde luego, si por casualidades del destino conviniese huir de aquí, esa sería la razón número uno. No echaré de menos práctica tan invasiva. Ojalá la bendición de la sutileza llegue pronto. Nada tengo contra la publicidad, de la que suelo hacer caso omiso, pero me ataca en mis principios la máxima no respetada de ‘vive y deja vivir’, aplicable también a buscavidas y vendehumos.

Hoy es un día curioso. Aprovecho la mañana para mis asuntos en el centro, pues la tarde está ocupada. Asisto a mi primer chá de bebê. Así es como llaman en Brasil a la costumbre de celebrar por adelantado el nacimiento de un hijo. Creo que es la mejor definición posible para una práctica a prueba de supersticiosos, aquellos que ven mala suerte en festejar lo que no ha llegado. Sin argumentos en contra o a favor. Invitados por una pareja joven. La oportunidad promete como aprendizaje sociológico, y acepto con gusto, también por el aprecio que siento hacia los organizadores. La tarjeta de invitación reza que nos corresponde llevar un paquete de pañales –desconocía que hubiera tanta variedad en este campo– y una bolsa mediana para guardar artefactos al sacar a la criatura de casa. Solvento la prueba con una buena nota que me sorprende hasta a mí.

Nos esperan en una plaza del distrito viejo, a las tres en punto. Arrastramos un atraso justificable según el canon de puntualidad brasileña y deniego la primera oferta recibida para montar en moto con dos personas más. Seguridad. El evento se celebra en uno de los poblados de la ciudad ubicado al otro lado del río Preguiças. Desconozco si dicho poblado se desarrolló después de fundada la ciudad, cuando algunos moradores fijaron residencia en la selva del otro margen del río, o si ya estaban antes. Hoy en día, es la parte que conozco menos avanzada en infraestructura. Como no hay puente alguno que conecte ambas partes de la ciudad, restan dos opciones: tirar de embarcadero o subir al transbordador.

El transbordador es gratis y capaz de cruzar vehículos y personas, pero se ubica en uno de los meandros del río al fondo del barrio de Cruzeiro, lindando ya con Carnaubal. Optamos por una barquichuela a dos reales la cabeza (menos de cincuenta céntimos de euro al cambio actual), que sale de un entrante de agua salpicado de rocas planas. Altas probabilidades de volcar en las tranquilas aguas del río Perezas, pues ésa es la traducción de su nombre. Armazón de madera colorida, bella a más no poder, piloto joven y risueño al mando de la expedición, motor trasero de arranque manual. Dimensiones: apenas medio metro sumando puntal y calado, ídem de manga y tres metros de eslora. Poca cosa, pero utilizado diariamente por los habitantes hasta para comprar el pan, qué remedio.

Contubernio de invitados y paquetes regalo en la barquita. Vaivén de inestabilidades y charlas cruzadas. Seis personas por navío contando al piloto, un muchacho cuyo nombre no recuerdo a pesar de que me dio la bienvenida al Brasil conforme al protocolo de amabilidad local. Agradecido. Todos vamos a lo mismo. Navegando las reposadas aguas de este río, entiendo el nombre que le dieron. Una auténtica fiesta el paseo, definiendo el cauce una vegetación densa que otrora fuera hogar de los perezosos, hoy casi extintos en la región a causa del hombre. Árboles desconocidos a cada paso –cacaotero, cocotero, otros palmerales de diversa altura, variedades de trepadoras– y un extenso manguezal (manglar) a cada lado. Un viejo barco encallado del que apenas queda la coraza es devorado por el follaje del manglar. Compensa la afrenta diaria de coches de sonido solo para vivir estas experiencias.

Embarcación abandonada en una de las márgenes del Preguiças. / Ó.SJ.H.

Atravesamos un atajo más o menos corto que surge entre el manglar a la derecha del Preguiças, hacia el este. «Jacares!», se carcajea el piloto. La maleza es cerrada; más de una vez agachamos las cabezas. El paisaje es de una belleza abrumadora. Como la naturaleza no hay nada, pienso. El baile de olores es otra erección para los sentidos. Conforme nos alejamos del entablado marítimo de Barreirinhas, se achican las casas de la primera línea de río, entre ellas un viejo hotel hoy aparentemente inutilizado. De estilo colonial rural, llama mi atención; pórticos redondeados en cada terraza, barandas de madera antigua orientadas al agua. En cambio, se agrandan a los ojos nuevas construcciones, no pocas en palafita, que van surgiendo de la nada en las márgenes, y que se prolongan en perpendicular al curso adentrándose en el follaje. Son en su mayoría posadas, hoteles o resorts de propietarios foráneos, que tienen este paraíso como segunda, tercera o vaya a saber cuál residencia, donde gastar reales en pos de su desconexión. Muchas propiedades rondan el millón de reales en ese enclave, precio del paraíso según curioseo en la plataforma de compra y venta OLX. También restaurantes, con terraza suspendida sobre el agua, o pubs del mismo estilo donde beber sin posibilidad de comunicación interpersonal.

Llegamos cuando el reloj marca las cuatro y poco, pues el trayecto es lento y habíamos salido con retraso. Menos de dos horas de luz quedan. Un restaurante nos recibe. Pasarela de madera y hierro hasta él. No recuerdo el nombre. Luce bonito, con unas chozas de paja de buriti en la terraza para combatir el sol, numerosas plantas y un conjunto de hamacas tendidas sobre el mismo río para beber bañándose. Colorido. Al subir, ayudo con los preparativos del acto cargando mobiliario desde una vivienda privada hasta el espacio del restaurante. En un corredor ventilado, breve conversación a gritos con dos papagayos verdes muy habladores. «Olá! Olá!». Todo muy surrealista, en la onda de Cortázar. Decoración que recuerda a telenovelas de infancia.

El chá de bebê llega después del esfuerzo, de un baño merecido y de un helado casero de aguacate. En esas condiciones, más cercanas a lo salvaje, todo sabe mejor. Si no seré urbanita, me digo, pensando estas cosas. Justo antes de dar por iniciado el acto, me ducho en un cuarto que me ofrecen y vacío una cerveza a la local –grande y fría– casi en solitario, pues el resto de la concurrencia se entrega al refresco. Me cuesta esta aversión al alcohol suave, pues excepto un joven al que llamaré Batista, que me confiesa sus viejos problemas con la bebida, el resto parecen rechazarlo por religión o costumbre, que no sé qué es peor. De la primera poco que decir, allá cada cual con su conciencia; con la segunda hay que romper, al menos de vez en cuando. Reivindico el chuletón y la cerveza, en la línea del gran G. K. Chesterton, azote del vegetarianismo, aunque para opiniones los colores.

Recibida toda la familia y amigos de quienes celebran el chá, nos sientan por mesas organizados según criterios bastante lógicos. Mesa numerosa la nuestra, formada por aparentes abstemios sociales, compañeros de trabajo de los organizadores. La conversación roza lo forzado en ocasiones, pues varios de los presentes dan señales de impaciencia conforme el evento se retrasa y solo miran sus pantallas. Droga! Ronda de aperitivos (petiscos) antes de la apertura de regalos. Primero un mingau de milho del que quedo irremediablemente enamorado. Batista, simpático él, pide ración extra por y para mí. Lo celebro llenando el estómago entre las risas de los presentes, pues soy la novedad sin escape posible. Esta receta brasileña, común para niños y adultos, consiste en un dulce a base de maíz y leche.

Lo sigue una ronda de salgados no tan sabrosos, del tipo pãozinho de queijo, coxinha o pastéis de carne. Más refresco, para algunos café. Iniciada la ceremonia, no me aventuro a pedir una nueva cerveza y me amoldo al dicho de ‘allá a donde fueres, haz lo que vieres’, pues ya desentono bastante. Lleno antes de que llegue la tarta, casera como todo lo demás y que se entrega en el momento en que la pareja debe comenzar a abrir los regalos. Curioso: como preliminar, ambos se someten a un juego en el que deben bañar en un balde de agua sendos muñecos de plástico a modo de práctica de lo que les espera una vez nazca el crío. Los presentes asisten la competición entre risas.

Supuestamente gana ella, por rapidez y maña, y porque si mal no recuerdo, a él se le cae el muñeco al agua, lo que en la vida real significaría ahogamiento o, cuanto menos, un buen susto. Después, dos almas caritativas, suegra y cuñada, vendan los ojos a la pareja. El pasatiempo consiste ahora en saber de qué regalo se trata sin recurrir al sentido de la vista. La cosa se prolonga otros diez minutos, donde nuevamente destaca ella sobre él. Qué tendrán las madres, meu Deus! Mis aplausos responden no tanto a mi divertimento como a mis respetos hacia las tradiciones ajenas. Algo de escepticismo también siento.

Aumenta enormemente mi aprecio hacia la pareja. Son cariñosos y generosos como pocas personas. Varias veces me agradecen por estar presente –soy yo el agradecido por la invitación– y se interesan por el devenir de la tarde, si está todo bien o no. Él es una gran persona, y ella más de lo mismo. Omito nombres por intrascendencia para el caso. Varias fotos de recuerdo cierran el acto, y el contubernio debate, ahora con más energía que antes, sobre la forma de volver al otro lado de la ciudad. La noche cayó a las seis de la tarde, y mi analógico da ya las ocho largas. El joven de antes, también presente en la fiesta, se niega a llevarnos de vuelta en su barca. «É perigoso agora», argumenta. No hay coletes (chalecos salvavidas) ni luces en ese tipo de embarcación.

Un morador que ronda la sesentena se ofrece a hacerlo al precio aumentado de cinco reales por persona, más del doble que la ida. Aceptamos valientes. Mismo procedimiento que antes, a seis vidas por barca. El pescador se orienta durante el trayecto con una linterna que va enfocando siempre hacia la margen opuesta a aquella por la que transita. Es la forma de detectar el meandro y corregir el rumbo en tal oscuridad, sin mapa de navegación nocturna. Suerte que la luna no es menguante y alumbra lo suyo. La barca surca las aguas tranquilas siguiendo su margen. A poco de iniciado el viaje, el motor se apaga; ante la cercanía con el manglar, la barca deriva con calma hacia la maleza.

El hombre no habla. Se acabó la gasolina. Tras varias tentativas de arranque, detecta el problema y logra llenar el pequeño depósito de popa antes de que la embarcación entre en el manglar por la proa, desde donde Aguiar –nombre ficticio– ríe con soltura. Enderezado el aparato, solo disfrutar del destello gris plata del astro sobre el agua y acariciar la superficie con los dedos. En veinte minutos estamos en el mismo ‘puerto’ que a comienzos de tarde, en una esquina de la Praça da Matriz. Saludos corteses y cada cual a su morada. Cansancio acumulado.

 

*

 

De camino a casa, toca disfrutar del último día del festival Lençois Jazz e Blues 2019, entre la Beira Rio y la céntrica Praça do Trabalhador. Asistimos a la actuación del momento. No conozco a ningún grupo, aunque disfruto. Una caipirinha a doce reales en uno de los puestos pasa los acordes con gusto. Poca gente para ser el cierre del evento, que alcanza este año su decimoprimera edición barreirinhense.

Ayer, que asistí a la fiesta en compañía de varios conocidos, la afluencia fue mayor. Todos coinciden en señalar que el barreirinhense no siente mucha atracción por ese tipo de música digamos más de culto. Se inclinan por el forró, el brega y su variante rave, el technobrega, con ritmos propios de la Loirinha de Pará, o Lambasaia y su Mulher psicopata. Letras, como diría uno que yo me sé, de esas de «raspar os chifres pelo chão». Traición y pasión, crímenes y despechos. Una suerte de reguetón brasileño, con idénticos efectos sobre estado de ánimo y tímpanos; reproducido las más de las veces excediendo los decibelios recomendados por el sentido común, lo que sobresatura el audio.

Converso con mi pareja sobre la jornada que termina y sobre el día de ayer, sábado, en el festival. Recordamos entre risas la caída de espaldas de un borracho etilizado cerca de una de las carpas del evento, a quien ayudé a auxiliar sin que pasase del susto. Poco antes de suceder eso, les comentaba a mis acompañantes que en España es costumbre beber más, afirmación para la que en realidad no tengo grandes bases. Quizá hablé pensando en San Fermín y el turismo de borrachera. El caso es que fue hablar yo y desplomarse él. El circuito Barreirinhas, como se conoce a la variante local del festival de jazz –que tuvo su fase primera en São Luís, este año del 16 al 17 de agosto–, termina poco después de marchar nosotros a casa. Final con banda sonora inimitable y los mejores ritmos del Brasil. Bossa nova y tropicalismo para cerrar la semana.

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