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Frontera DigitalLa Privada Moderna

La Privada Moderna

Este texto pertenece a la novela por entregas La Privada Moderna

Capítulo 15. Llegan los yankees

Los extranjeros, con la boca abierta, se dedicaban a hacer fotografías «Spain is different, Spain is different». Pero con tal mala suerte, que a veintidós mari­neros americanos de la VI Flota, que estaban formados y con las máquinas en ristre, aunque sin pantalones, se les vino la avalancha encima y se tragaron los aparatos fotográficos. Los ojos comenzaron a darles vueltas por­que las máquinas eran muy sofisticadas y no paraban de hacer fotos ya que estaban programadas para se­senta y dos exposiciones. Lo malo es que, como eran automáticas, las fotografías les iban saliendo reveladas por los sitios más inverosímiles. Las afligidas mujeres, pensando que eran estampitas, las iban cogiendo y se­guían adelante.

Los chulos arrastraban cada vez con más furor y cantaban las cuarenta con mayor ahínco presagiando lo que se les iba a venir encima. Un vendedor de cor­batas que era cojo de ambas piernas y andaba, por de­cir de alguna manera, con el culo metido en media llanta de Firestone y con un palo en alto con las corba­tas de colores, vio como las afligidas le iban quitando las corbatas y se las echaban al cuello como escapula­rios. En vano gritaba el cojo desde el suelo «¡Que hay que pagarlas, que hay que pagarlas!»

Narciso el Capullo seguía caminando, subiendo y bajando la cremallera del mono, con ese tic que le que­dara, y a pocos pasos le seguía Saturnino el Feroz, des­pechado y mala lengua. Las mujeres de la comitiva al­canzaban ya la cifra, bien a gusto, de tres mil seiscien­tas. Aquello era un mar de dolor. En ese momento, hi­zo su entrada por uno de los laterales de la calle, un cuerpo de ejército escocés que había recalado en el puerto y que habían subido a la Herrería, no por nada, pero por ver si caía algo, ya se sabe, a veces había que ayudar a un borracho o, con suerte, eran golpeados y corridos a cantazos por los chavales y entonces los pro­tegían los chulos que les invitaban a beber gin con cer­veza y demás. Siempre podía suceder un happening. Cuando vieron aquella comitiva detrás de aquellos amantes, que ellos bien comprendieron de que iba, se pusieron todos firmes, entonaron el himno nacional escocés mientras desenvainaban llorando. Alguno se confun­dió, pero envainó enseguida y se abrazaron a las afligi­das putas como a hermanas. Estas, ante tamaña expre­sión de solidaridad, arreciaron en sus lamentos y grite­ríos. Entonces ellos se agarraron a las gaitas y se unie­ron a la comitiva.

Carmen la Lunares, una puta de Córdoba muy lucida, desde que oyera el estruendo de la comitiva y oteara la procesión, se había puesto de rodillas para en­tonar una saeta aunque no lograba encontrar el La. Fue cuando se puso a blasfemar. Esto que oyeron, se echa­ron todos a ella. La que se armó. Landelino pitando, los marinos americanos, veintisiete, con la boca abierta vomitaban fotografías sin poderse contener, el cojo gri­tando por sus corbatas, las viejas alumbrando aunque para mejor ver quemaban los culos de los que iban de­lante, el cuerpo de ejército escocés que no paraba de envainar y de desenvainar fueron abucheados por obs­cenos. A las mujeres les hizo gracia el ver a aquellos es­coceses cantando y tocando la gaita con los faldellines a cuadros que se les subían y se les bajaban por delan­te, y quisieron ver lo que tenían debajo…

Nunca tal hicieran. Ellos soplando en sus gaitas mientras con alguna mano intentaban bajarse la falda a cuadros, ellas gritando y dando vueltas porque con­fundieron el son de guerra de las gaitas con unas mui- ñeiras, ¡qué brutas!, Landelino aludiendo al derecho internacional, a las convenciones de Varsovia y de Gi­nebra y al derecho de ingerencia humanitario, los chu­los arrastrando ya en el aire, porque las cartas habían desfondado las mesas sobre las que jugaban…

En esto que, en dirección contraria, aparecen Eu­femia y Casilda, al frente de un pelotón de negros ma­rines que habían conseguido en el puerto a un precio de saldo. Serían unos trescientos treinta y nueve. Todos negros, con su gorrita blanca, todos excitados. Eufemia y Casilda, cantando Barras y Estrellas, cogidas del bra­zo ven subir hacia ellas a Narciso el Capullo seguido de la Pena Negra y por aquel hervidero de putas, esco­ceses, viejas con velas y chulos sin cartas que ya se ha­bían sumado a la comitiva al olor de los negros. El ne­gocio es el negocio. «¡Ajajá!», gritaba Casilda mientras se levantaba la falda debajo de la cual nunca llevaba nada. «¡Hoy es fiesta! ¡Hoy es fiesta!»

El Capullo la miraba y decía por lo bajo «Menuda fiesta te espera, vieja pelleja». Eufemia que oyó lo que le llamaba el Capullo a su hermana, hizo un gesto y di­jo algo en yankee a los marines negros, trescientos treinta y nueve, que pasaron por la piedra a Narciso el Capullo y, después, a Saturnino Siete lenguas y, ya me­tidos en danza, se calcaron al cuerpo del Ejército esco­cés y ya se iban a por las putas, cuando hicieron su apa­rición los chulos y dijeron, así como muy serios, «Se­ñores, que esto no es el Maine». Pero ahí fue cuando se comenzó a estropear todo.

Narciso el Capullo era muy obseso pero aquella vez anduvo una semana con todo en cabestrillo. Cómo sería que no le dejaban salir de casa. Por los cables de al­ta tensión. ¡Claro!

***

La lluvia se adelantó a la noticia y las gentes, te­miendo lo peor, metieron las gallinas en casa y a los ni­ños los metieron en ataúdes para despistar a la muerte. Fue todo muy comentado bajo las negras carpas que les servían de paraguas. Sí. Eran muy pesadas. Sobre todo los palos con los trapecios colgando que no hacían más que enredárseles en los rulos. Imaginaros la que se ar­mó en casa de los Trullos donde siempre estaban pei­nándose. Fueron tan brutas las tías de los Trullos, aque­llas que venían siempre de Río Bravo y Villarubia a ca­sa de su hermana Olegaria… la bizca que andaba en chancletas… esa. Bueno, pues las tías de los Trullos se confundieron y clavaban las horquillas en la doble tela de la carpa. Por eso se mojaron tanto y no crecieron, que eran retacas. Y siempre, siempre de negro.

El viento no apareció. La carpa giraba mansa bajo la lluvia llevada por el fragor del miedo. Las gentes ex­trañas no veían nada en el lugar que normalmente ocu­paban los Gazules. Lo atribuían a la lluvia. Y a las cir­cunstancias. Por eso nunca preguntaban.

(Continuará…)

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