“Como convenía a un hombre de su poder, Seyss-Inquart tuvo que mudarse a una residencia noble. Los palacios reales estaban a su disposición, pero tuvo el suficiente tacto como para darse cuenta de que residir en uno de ellos provocaría mucha hostilidad en los holandeses. La elección recayó en la propiedad Clingendael del siglo XVII entre La Haya y Wassenaar (hoy en día la residencia del Instituto Holandés de Relaciones Internacionales). Hizo algunos cambios y se mudó allí en el otoño de 1940. A diferencia de muchos otros de alto rango, que se permitieron todo el lujo que tenían disponible, el estilo de vida de Seyss-Inquart era muy austero. No era un lugar para grandes fiestas y, en caso de una recepción, no se toleraba la embriaguez y solo se servían cenas sobrias a los invitados”. (www.tracesofwar.com)
Veinte años después de mi primera visita, volví al Museo de la Guerra de Overloon con la intención de preguntar por el origen del piano de Arthur Seyss-Inquart, allí expuesto. También quise fotografiarlo de nuevo. El tiempo modifica la mirada, la mirada sitúa los objetos en otro lugar, es como si los nombrase con nuevas palabras, ese conocido efecto que produce “revisitar” antiguos sitios. Buscaba una nueva fotografía igual a aquella con la intención de articular ambas imágenes una junta a otra, en principio idénticas, pero con diferentes fechas, ese pie de foto que dirige el sentido de las fotografías. Supuse mal que el piano se encontraría ubicado en el mismo lugar, en el mismo estado, pensé que todo seguiría igual a excepción de mi intención –una fotografía hecha “desde/sobre” otra fotografía–, pero el piano había sido restaurado y situado en una sala bien acondicionada, bien iluminada; de hecho, todo el museo/memorial había sido remodelado. Mi proyecto de obtener una conceptual documentary photograph –dicho en términos que he leído en alguna parte–, quedaba frustrado. Sin embargo, esta restauración, esta nueva puesta en escena, me permitió pensar en una posibilidad con la que no había contado, tenía la opción de “un antes y un después”, lo cual me pareció que pudiera ser interesante.
También me confirmó que en realidad no se trataba de un piano, sino de un bonito clavicordio construido en Múnich por el taller Maendler-Schramm. En mi primer encuentro tan solo tuve tiempo de obtener una fotografía bajo una luz tan tenue que me obligó a desplegar apresuradamente el trípode, en un espacio mínimo –como un estrecho lugar de paso–, y tenía prisa, quizá no estaba permitido fotografiar, al menos con trípode y con una vieja Hasselblad que no recuerda a la cámara de un aficionado recolector de recuerdos. Tan solo comprobé que la tapa del teclado estaba bloqueada. Intenté ver la marca del instrumento, me extrañó su pátina mate y áspera tan diferente a ese brillo plastificado de los pianos de cola. En definitiva fue mi imaginación, quise que fuese un piano, y a pesar de que fue un niño taciturno, tuvo dificultades para hacer amigos y muy dado a la soledad y a las mínimas palabras, percibí más a Arthur Seyss-Inquart al teclado de un piano que al de un clavicordio, un instrumento delicado y de poca sonoridad y, si bien el piano era un instrumento que muchos hogares ya poseían y a cuyo alrededor se bebía glühwein entre familiares y amigos, parecía más adecuado para brillar con grandes orquestas y amplios auditorios: perfecto para ser tocado por Glenn Gould junto al ya “desnazificado” Herbert von Karajan en aquella legendaria grabación del Concierto n.º 3 de Beethoven (Berlín, 1957).
El clavicordio perfeccionaba el clave al responder al tacto –al ataque–, pero carecía de la fuerza percutiva del martillo del pianoforte, instrumento cuya invención se atribuye a Bartolomeo Cristofori de Padua en una fecha que no creía tan temprana: los Médici hablan del nuevo instrumento ya en 1709. El piano es un “hijastro” del clavicordio –su manera de producir sonido es diferente–, pueden llegar a parecerse en su aspecto, pero el clavicordio también tiene otro contexto, más privado, parecería más apropiado para momentos más íntimos, ideal para relajarse en soledad tras una jornada de trabajo; es posible que el carácter de Seyss-Inquart apreciara esa intimidad, ese oasis de silencio en el medio del ruido del mundo, si bien Adenoid Hynkel parecía desfogarse a gusto con un piano en momentos de grave melancolía.
El clavicordio parece idóneo para conciertos de petit comité, excelente para la sonata. Se le califica como un instrumento suave, también brillante y nasal, siempre de bajo volumen –aunque de alto tono, puede portar una gran intensidad y expresividad–, inspirador para pintores como Johannes Vermeer, Jan Steen, o Gabriel Metsu, en aquel siglo XVII holandés que apreciaba su sonido. Es quizá, ante todo, el instrumento con el que Carl Philipp Emanuel Bach (hijo de Johann Sebastian Bach) fue un extraordinario virtuoso, y para el que compuso excelentes sonatas y conciertos en la corte de Federico el Grande. Suyo es el comentario de que “un músico no puede mover los afectos del publico si no está conmovido él mismo”, así habla la música. C. P. E. Bach nació en Weimar, la ciudad de Goethe, de Schiller y de Buchenwald y murió en Hamburgo, la ciudad que Seyss-Inquart vio arrasada antes de morir en Núremberg, la ciudad de Durero.
Surge la pregunta acerca de cuál de los dos instrumentos pudiera ser más apropiado para interpretar a C. E. P. Bach o al propio J. S. Bach. Desde un punto de vista historicista parece más apropiado el clavicordio, aunque, de hecho, el piano ya se estaba desarrollando en los días en los que Bach, padre e hijo, componían sus obras. La conclusión parece apuntar a que sus composiciones pueden interpretarse y escucharse en ambos instrumentos con igual placer, y como prueba de ello se llevó a cabo un concierto “comparativo” con las dos opciones y que la Fundación March ofreció en diciembre de 2013 en Madrid. Con respecto a la versión pianística, una referencia a tener siempre en cuenta es la interpretación de las Variaciones Goldberg, de J. S. Bach por Glenn Gould en su histórica grabación de 1953. Lo cierto es que el clavicémbalo es ya prácticamente un instrumento museístico y es tocado por excelentes concertistas comprometidos con su recuperación. A pesar de ello siempre surgen obras de gran calidad como es el Concierto para clave y cinco instrumentos, de Manuel de Falla, o el Doble concierto para piano, clavicordio y dos orquestas de cámara, de Elliot Carter. También Paul McCartney se fijó en él tocándolo para su canción ‘For no One’, del disco Revolver, y sin duda, el “acorde-trallazo” de ‘A Hard Day’s Night’ pediría un clavicémbalo.
Se puede comprobar que en muchas de las pinturas de los grandes maestros en las que el clavicordio hace acto de presencia son mujeres quienes están frente al teclado. De hecho, podemos citar a algunas extraordinarias concertistas de este instrumento que coincidieron en tiempo y en espacio con Seyss-Inquart, y quizá fueron admiradas por él. Una de ellas fue Yella Pessi (1906-1991), estadounidense nacida en Viena y con estudios en aquella ciudad. Superdotada en clavicémbalo como en piano y en órgano, su fuerte fue J. S. Bach, pero ello no impidió que en 1938 acompañase a la familia Trapp en sus conciertos. Otra de ellas fue la también vienesa Isolde Ahlgrimm (1914-1995), gran amiga de Richard Strauss y para quien interpretó en 1943 en la Koncerthaus de Viena un concierto de celebración del 79º cumpleaños del compositor. Un año antes Strauss había compuesto la ópera Capricchio, con texto previo de Stefan Zweig, y estrenada en Múnich en octubre de 1942. De ella había extraído una suite de danzas que pidió a Alhgrimm que arreglase para clavicordio, y que la concertista estrenó en 1946. De 1958 a 1962 Isolde Alhgrimm fue profesora en el Mozarteum de Salzburgo, conocido entre otras cosas por ser el lugar donde el pianista Wertheimer coincidió como estudiante con Glenn Gould, y cuyo encontronazo con el talento extremo y la imposibilidad de rozarlo le llevó al suicidio. Son hechos que narra el escritor, también austriaco, Thomas Bernhard en su novela El malogrado.
Menos fortuna que Yella Pessi e Isolde Ahlgrimm tuvo la checa Zuzana Ruzickova, primera intérprete en grabar la obra completa de J. S. Bach para teclado. Una biografía más difícil que la de Yella Pessi, pues ésta había emigrado a Estados Unidos en 1931, quizá fue un presentimiento, y allí disfrutó de un éxito extraordinario hasta su muerte –al igual que el también emigrado Erich Wolfgang Korngold–, aunque en ocasiones tuvo que luchar contra graves desórdenes mentales. También fue muy diferente la de Isolde Ahlgrimm, protegida de Richard Strauss en unos tiempos en los que, sin duda, era una buena situación.
Zuzana Ruzikova nació en Praga en 1927, y con 15 años, cuando se disponía a proseguir sus estudios musicales en París –ya era una firme promesa–, fue internada en el campo de concentración de Terezin (también fueron llevados allí Pavel Haas e Ilse Weber). De allí fue trasladada a Auschwitz (también Pavel Haas e Ilse Weber), y de Auschwitz a Bergen-Belsen, el mismo recorrido que hizo Ana Frank. Eran los tiempos en los que Rotterdam era reducida a escombros, o George Maduro, el joven teniente y resistente holandés, moría en Dachau y por cuya memoria sus padres construirían el parque Madurodam en La Haya. De nuevo en Praga, también eran los días en los que Reinhard Heydrich paseaba por la ciudad, un apasionado de la buena música que se refugiaba en su violín y con el que impresionaba a sus amistades por su talento al tocarlo. Heydrich era hijo del cantante de ópera Richard Bruno Heydrich, fundador del Conservatorio de Música y Teatro de Halle an der Saale (su ciudad natal), y su madre impartía clases de piano allí. Una familia con una gran tradición musical, su abuelo materno había sido el director de Real Conservatorio de Dresde.
Por fortuna, el destino de Zuzana Ruzikova no fue el de Ana Frank; estuvo a punto de serlo. Fue liberada –rescatada– en abril de 1945, aunque tan solo para encontrarse con el régimen comunista checo que, entre otras cosas, condenó el clavicordio al silencio al decretarlo instrumento decadente, feudal y religioso; en la década de los 80, Ruzikova consiguió que el clavicordio fuese aceptado en los conciertos. Sufrió persecución junto a su marido, el compositor VIktor Kalabis (autor de un concierto para clavicordio y cuerdas), por negarse a afiliarse al partido, y tras dar conciertos por todo el mundo durante medio siglo y un centenar de grabaciones, murió en 2017. Finalmente –last but not least–, Wanda Landowska (1879-1959), cuyas Variaciones Goldberg –en una grabación RCA– pudiera ser muy bien esa versión de clavicordio que propondríamos frente a la de piano de Glenn Gould. El Concierto para clave y cinco instrumentos fue escrito por Manuel de Falla para Wanda Landowska, y se estrenó el 5 de noviembre de 1926 en Barcelona.
Allí en Overloon, en una fría mañana de noviembre, en un bonito bosque que un día fue un infierno –el museo se encuentra en el interior del bosque–, en el que carros de combate destrozados, restos de aviones y un largo etcétera de chatarra con olor a muerte era parte de un paisaje envuelto en niebla, parecería un bosque aún humeante, me preguntaba qué hacía aquel instrumento allí; quizá pudiera entenderse como un trofeo de guerra, en todo caso de confuso sentido, de incierta finalidad. Mis pesquisas, dos décadas después, no dieron muchos resultados, tan solo obtuve que el clavicordio había sido restaurado en 2008 en Roosendaal, tenía graves fisuras y la chapa estaba cuarteada por la sequedad del ambiente, pero no se sabía cómo llegó a Overloon, se supondría que desde La Haya, residencia de Seyss-Inquart.
La decepción que sufrí en un primer momento en mi visita de 2018 ante el lavado de cara del clavicordio, y ciertamente del bosque, ya sin hierros retorcidos, ya un bosque ajardinado con armamento “en perfecto estado”, tuvo que ver con lo que consideré una “deconstrucción” –destrucción– de la instalación que yo había conocido y fotografiado, y no fue tanto el nuevo brillo y presencia que había adquirido con su restauración, como su nuevo contexto. Mi primera fotografía quedaría, en principio, como un documento de una instalación temporal, efímera, y como tantas otras impregnadas de modernidad, condenada a su desaparición. Esta idea me llevó a otros lugares y como fotógrafo consciente del potencial del gesto fotográfico para “mover” los objetos de sitio, me interesó.
Mi afición por el arte me llevaba a especular con la silla de Joseph Kosuth como si hubiese sido reemplazada por una Luis XVI, y en ningún caso con el afán de poner bigotes a La Gioconda o a Marina Abramovic –ningún gesto que tuviese que ver con una nueva vuelta de tuerca del arte-, sino tan solo porque las sillas Luis XVI pudieran ser más decorativas, más vistosas, que la “silla indiferente” que proponía Kosuth para su texto; una silla, por otra parte, ya deteriorada por el largo tiempo transcurrido desde 1965 cuando se le arrancó su utilidad al ser “renombrada”, si bien “no estetizada” como el trono del Palacio de Invierno, hoy Hermitage. Los objetos tienden a ser “estetizados” cuando se les priva de su utilidad, si bien el gesto de “renombrar” frente al de “estetizar” fue una práctica –un nuevo intento del arte– más habitual en los días en los que Kosuth eligió una silla sin mucho brillo.
En cualquier caso, el visitante no puede sentarse en ninguna de las dos sillas, y no tan solo porque está terminantemente prohibido, sino porque de hecho no son sillas para sentarse sino para mostrarse; porque hay algo que las rodea que no es amable, especialmente la de Kosuth que parece menos sólida, incluso podría jugarnos una mala pasada sin nos sentásemos en ella, pudiera ser como el corte que recibiríamos de las figuras de Duane Hanson si fuésemos a saludarlas. Hay una cierta “hiperrealidad” que nos incomoda y nos aleja –es el efecto de la estetización o renombramiento–, es como que no sabemos qué hacer cuando el niño se sienta en el trono dedicado a la memoria de Pedro el Grande –ha quebrado la representación, ha roto el silencio reinante–, un trono, por otra parte, enfatizado con un “pie de foto” que nos recuerda al propuesto para el “antiguo” clavicémablo de Seyss-Inquart: sobre el trono una pintura realizada por Jocopo Amigoni en la que se representa a Pedro el Grande con Minerva. Finalmente son obras de museo, y sin duda muy útiles para una museística que equipara como clásicas las obras contemporáneas y las ya denominadas clásicas. Tengamos en cuenta que las sillas de Kosuth o el urinario de Duchamp se exhiben y se miran con el mismo orgullo, la misma admiración, con el mismo silencio, respeto, e interés –el visitante habla en voz baja, opina con cuidado– que la Adoración de los Magos. Son todas obras clásicas, y como tales, decorativas, el gesto que un día las nombró o “renombró” alcanza hasta donde alcanza el deseo de que decoren el salón de nuestra casa o las paredes de un museo. Me preguntaba si el clavicémbalo de Seyss-Inquart era decorativo allí en su nueva sede.
Finalmente es muy difícil sentarse en la silla de Kosuth porque es una “silla-texto”, pertenece al dominio de las palabras, de las imágenes y de los objetos fulminados por la mirada. Es una dificultad parecida a la que conlleva orinar en el urinario de Duchamp, si bien la frustración del arte –sus dificultades–, no deja de intentarlo, parece una obsesión: en su desesperación quiere –incluso más de un siglo después de que la cerradura fuese descerrajada– convertir en ready made todo lo que toca; no solo los propios urinarios del museo sino también los urinarios que se exhiben en sus salas.
Son reflexiones que me venían a la cabeza al hilo de mi estancia en la nueva sala del Museo de Overloon –realmente bien acondicionada–, donde se encuentra el clavicémbalo restaurado de Arthur Seyss Inquart, porque por un momento pude llegar a sentir que me encontraba en la Casa del Maestro de Baile, allí en Salzburgo, la residencia donde vivió la familia Mozart de 1773 a 1787. Allí se encuentran instrumentos que fueron tocados por el genial músico; la misma puesta en escena, la misma prestancia, ninguna diferencia en cuanto a una impecable puesta en escena. En ambos casos –en ambas estancias– también está prohibido tocar los instrumentos en el sentido del conocido cartel “Se ruega no tocar”, o bien “Prohibido tocar”.
Pensé que el clavicémbalo de Arthur Seyss pudiera tener todas las cualidades de un ready made, la imposibilidad de arrancarle una nota –al tiempo que presentaba un excelente aspecto–, porque no había sido restaurado para hacerlo sonar; el clavicémbalo es también un “objeto-texto”. Ocurre que las cosas se deterioran con el tiempo si no se cuidan y en principio, para respaldar el texto, para poder “nombrar” el objeto, en principio habría que preservarlo (aunque pudiera ser posible una teoría acerca del objeto ausente/inexistente y nombrado). Pero el trabajo de restauración llevado a cabo es tan excelente que no parecería estar tan solo relegado a salvar su apariencia, sino que prometería un inmejorable sonido a la vista de sus impecables dos teclados ya visibles: sí parecía restaurado para que sonase en todo su esplendor. Sin embargo, no puede ser tan simple –continué pensando, y quizá erróneamente– para un clavicémbalo que fue embargado, arrancado de sus días de Glühwein y rosas, y trasladado a lo que yo presupuse desde un primer momento como una celda de castigo abierta para la vergüenza –también la de un cierto público– como si de un hombre elefante cualquiera se tratara. Su nueva puesta en escena me confundía porque aquellas fotografías, aquella oscuridad, aquel abandono, y aquellos elementos textuales que proponían un sentido, habían desaparecido.
En realidad, son objetos disecados –silenciados– por la metaironía, digamos “duchampiana” para simplificar y entendernos. Sin embargo, el caso del clavicémbalo no encaja en esta categoría, porque la ironía, aún en sus más oscuras apariciones, siempre demanda el juego como espacio de actuación, y en el caso del objet-trouvé –nunca mejor dicho– de Arthur Seyss-Inquart, al menos en principio en el pensamiento de una civilización civilizada que busca la redención con un mea culpa, la ironía no tiene lugar, el “juego lingüístico” divertido e inteligente a veces del arte, no parece tener gracia, es ese no poder hablar –y menos escribir– cuando de lo que no se puede hablar es mejor callarse –Wittgenstein dixit–, es ese “mejor no digas nada”. Parece poco probable –al menos por el momento, e incluso desde una ética de perdón y reparación– celebrar la restauración del bonito instrumento arrestado y encarcelado en una vitrina en su nueva sede invitando a Zuzana Ruzikova con unas sonatas de Bach.
El silencio del clavicémbalo de Seyss-Inquart (1998) es un silencio diferente que el de Fontaine, de Duchamp. Son objetos distintos aunque tengamos la tentación –al menos en mi caso– de insonorizarlos en la misma sala. El de Overloon, en realidad, es un mutismo, es como un grito que no arranca, recuerda al de Edvard Munch, que, aunque se nos clava en el cerebro, no nos llega la expresión de su sonido. No puede haber ironía ni sonido donde no hay aire, y es por ello que no es un “no-sonar” como el que produce el piano de John Cage; el suyo es un silencio juguetón, y que como premio recibe el aplauso de un público aportando una cierta melodía a la obra. No parece un clavicémbalo oportuno para una obra como 4’ 33”, aunque nunca se sabe, la museística postmoderna, la que ha restaurado urinarios firmados y está dispuesta a sustituir la silla de Kosuth por otra con mejor “acabado”, propondría una invitación a John Cage para que interpretase su obra más famosa en ese clavicémbalo. Sin embargo, no alcanzará el grado de verdad requerido, no es una obra de un auténtico silencio, no es un silencio ensordecedor, la ironía lo delata. Incluso pudiera ser una propuesta que llegaría ya “tocada”, tarde, es una obra de postguerra (1952), carece de la visión del mundo de quien vivió cuando atreverse era de valientes: es un recuerdo a Erwin Schulhoff.
Hay que remontarse de nuevo a tiempos pasados en los que los urinarios eran arrancados del espacio privado que les correspondía, su hábitat natural; se titularían Fontaine y estarían firmados por Richard Mutt, al menos a partir de 1917, en plena Gran Guerra. Una vez más Wikipedia viene a ayudar, pues nos dice que en 1982 se encontraron unas cartas de Marcel Duchamp a su hermana en las que escribía: “Una amiga, empleando el seudónimo de Richard Mutt, me envió un urinario de porcelana a modo de escultura para ser expuesto; como no tenía nada de indecente, no había ningún motivo para rechazarlo”. Durante un tiempo se creyó que era una broma privada, pero nuevos datos recopilados, así como un exhaustivo trabajo realizado por Irene Gammel respaldan la teoría de que Fontaine fue idea de Elsa von Freytag. La baronesa murió en 1927 sin haber recibido ningún reconocimiento en vida, pero el urinario escandalizó al mundo del arte cuando Duchamp lo presentó en 1917 a una exposición que organizaba la Sociedad de Artistas Independientes de Nueva York.
Dos años después del affair Duchamp es cuando el compositor checo –Praga ahí de nuevo–, Erwin Schulhoff, compondría su obra Futurum (1919), adelantándose en más de tres décadas a la propuesta de los cuatro minutos y treinta y tres segundos de John Cage. Schulhoff no tuvo la oportunidad de hablar con Cage sobre el asunto, ya que murió en el campo de concentración de Wurzburgo en 1942. Quizá el clavicémbalo de Arthur Seyss-Inquart, todavía en su antigua sede, hubiese sido el instrumento para interpretar Futurum, ese gesto de dolor, de tristeza, de respeto, e incluso de ira, como el que ha dado pie a esas obras memorables –“memoriales”– que surgen del más profundo vacío, quizá la Tercera sinfonía, de Henrik Gorecki; quizá Auschwitz Oratorium, de Kristoff Penderecki, o quizá Nekrolog, de Arvo Part, entre otras muchas. La música continúa siendo esa tabla de salvación cuando ya parece que no queda mucho de lo que hablar.
Mi interés por el arte clásico –y la deformación de la mirada que ello conlleva– me hacía leer todo lo que veía y no podía por menos que buscar una solución viable para el clavicémbalo. Su situación me parecía insostenible, no conseguía descifrar su texto en su nuevo contexto. Pasó un tiempo hasta que finalmente fui consciente de que la visión que yo proyectaba no era la adecuada, era una carencia mía, una cierta miopía hacia los nuevos tiempos. Había vivido la instalación del piano y de aquellas fotografías en aquella oscura pared como una opción impagable para cualquier museo que entendiese las buenas instalaciones que el arte conceptual puede proponer. En una rápida ojeada lo consideré perfecto para el Centro de Arte Reina Sofía, ese cambio de lugar, de “situación”, emplazaría la obra anónima (extraña obra de arte moderno sin firma) en un lugar privilegiado en lo que a expresión artística se refiere. Sin embargo, y de ahí mi confusión –en aquel tiempo mi cabeza tan solo parecía estar disponible para un arte que se lee, que se analiza como objeto de reflexión, que busca la potencia –belleza– del lenguaje, pero en absoluto preparada para una postmodernidad que no atiende a razones, que en su verdad no tiene sitio un piano en un ángulo oscuro (como si del arpa de Gustavo Adolfo Bécquer se tratase).
Leí a Byung-Chul Han porque explica lo que ocurre, pensé que podría ayudarme a entender la nueva situación, y vino a confirmarme en la idea de que en los nuevos tiempos las cosas deben mostrarse de otra manera, deben ser positivas, pulidas, limpias, bien acabadas, con brillo, decorativas, sin plantear preguntas incómodas y aburridas; es el esfuerzo que exige obtener un “me gusta” –sigo a Byung-Chul Han–, es lo que pudiera necesitar el nuevo clavicémbalo de Seyss-Inquart para ser contemporáneo –siempre expuesto en una vitrina, protegido, como la perfecta reproducción 3D de La joven de la perla en la Galería Mauritshuis de La Haya–, y no una reliquia de un pasado ya superado en el que la ética estuvo a punto de acabar con la estética. Aunque se puede entender, fue una reacción a hechos a los que la “posverdad” está atenta, no pasa por alto, y sabe que debe emplearse a fondo para sumergirlos en un olvido irreparable.
Me confunde lo que he percibido como una “rehabilitación”. Sobre la pared, como fondo al “antiguo” clavicordio, se encontraba una serie de fotografías actuando a modo de una narración visual del Medievo en una catedral gótica, didácticas, explicativas, proponían una biografía visual a leer –como si fuese una biblia pauperum–, un texto definitivo –lúcido– para significar la instalación de una manera clara y nítida. En el “nuevo” clavicordio se encuentra un retrato fotográfico enmarcado de Seyss-Inquart, esa costumbre de poner fotografías familiares con su bonito marco sobre el piano en muchos hogares que disfrutan de un piano. El retrato es clásico, un retrato de estudio de la época, digamos que muy a gusto del cliente, favorecedor, con carácter, de suave textura e iluminación, muy lejano a las propuestas radicales de la fotografía alemana durante la República de Weimar y a las que denominaron “Nueva Objetividad”. Como toda fotografía, el retrato de Seyss-Inquart sobre su clavicordio porta su puctum y su studium –es la manera en la que a las fotografías se les puede arrancar algo de sus susurros–, y algún día habrá que intentar averiguar cuáles son.
Glenn Gould usaba una silla con patas recortadas para tener el teclado a la altura de la barbilla. La silla se conserva y se exhibe en un lugar de honor –ya “estetizada”, también en una vitrina– en la Biblioteca Nacional de Canadá, y al igual que pudiera ocurrirle a la de Kosuth, quizá sea “pulida” algún día.
Texto y fotos: Eduardo Momeñe