Arribaron un día a mi orilla las botellas con mensaje que había lanzado un tal Chimista. Llegaban con años de retraso, y a la impresión causada por la belleza de sus palabras y sus imágenes se sumó la desazón de no saber si sería ya demasiado tarde. ¿Quizá el autor de esos textos había perdido la fe en ellos? ¿Y qué sentido tenía entonces que yo los leyera ahora y quisiera responder?
Los breves mensajes de Chimista conformaban un catálogo de sus gustos y obsesiones: los libros, los recuerdos, el otoño, el café… También la belleza femenina. En una de esas prosas explicaba su amor a los árboles y citaba a Tolkien, a Machado y Moratín. En otra demostraba haber leído con placer la Tertulia de boticas de Cunqueiro. Muchas las dedicaba a los tebeos y las películas que amaba: Corto Maltés, John Ford… Sorprende siempre el raro hallazgo de un alma que se le antoja a uno, así, de pronto, un alma hermana.
A esa serie de mensajes —cada uno en su botella—, el náufrago le había dado el título sugestivo de La melancolía de los ríos. Cuántas veces me habré parado a fantasear con el enigmático subtítulo: “Aguas tranquilas contra los vértigos de la memoria”. ¿Y quién será Chimista, además de un amante de Baroja? ¿Seguirá tomando tanto café? ¿A qué se dedicará en verano, cuando el calor aplasta su ciudad? Lo imagino disfrutando en silencio del desayuno en una terraza, muy temprano, antes de entrar en la oficina. Sobrellevando con paciencia las horas de trámites y gestiones. Encerrándose luego en la penumbra de su casa para pasar la tarde entre libros y películas. Hasta que llegue el momento, ya entrada la noche, de salir a pasear lentamente, siempre por los mismos viejos rincones de la pequeña capital.
¿Y no podría ser yo amigo de este hombre? Aunque sé que no basta compartir unos cuantos gustos para que la simpatía mutua esté garantizada. Además, la amistad es cosa de jóvenes. De todas formas, tengo en mi isla, a veces, la extraña sensación de escribir las cartas de la Gazeta de la melancolía para este Chimista.
Me pregunto cuántos como él no habrá por ahí, llevando vidas silenciosas y de una rara intensidad. Vidas entregadas quizá a un trabajo de servicio público poco o mal reconocido, a la familia y tres o cuatro amigos, y a sus pasiones privadas, todas ellas inofensivas. Entre las de Chimista (al que imagino como un hombre bueno, tímido y cordial), la lectura, el cultivo de la memoria, el disfrute de la belleza y la reflexión sobre un puñado de cosas: el verano, la infancia, los jardines lejanos o la alegría. ¿Y cómo será vivir en esa ciudad? Un sitio de paso, que quienes van hacia la costa miran sin interés desde la autopista. Que viva ahí me lo hace aún más simpático.
Así que… aquí va mi respuesta, mi mensaje en la botella para un tal Chimista. ¿Lo leerá?
NOTAS: 1. Chimista, al que ya dediqué mi «Farmacopea fluvial», es autor del blog «La melancolía de los ríos». 2. La ilustración de este texto en el índice de «Gazeta de la melancolía» —una viñeta de Corto Maltés, obra de Hugo Pratt— es la que usa en su blog Chimista como imagen de perfil.