En esa obra de arte que es Otra mujer Woody Allen convierte a Gena Rowlands en una profesora de filosofía que, durante un verano, alquila un piso para poder trabajar en su nuevo ensayo. Tras unas cuantas jornadas de trabajo, le llegan un día las voces apagadas que se filtran a través de un respiradero del piso de al lado. Allí pasa consulta un psicoterapeuta, y las voces dan forma al flujo de pensamientos de una mujer interpretada, claro, por Mia Farrow. Rowlands, obsesionada por ese personaje, la observa de cerca, hasta que se da por fin un encuentro más o menos casual y puede invitarla a comer. Y en ese momento de intimidad inesperada, el personaje de Rowlands –mujer controlada, de emoción comedida e inteligencia afilada– termina bebiéndose casi una botella de vino y hablando de sí misma ante aquella desconocida de cuyos tormentos es partícipe, entre involuntaria y voluntariamente. Más tarde tendrá que escuchar cómo el personaje de Farrow relata el episodio de ese encuentro a su psicoterapeuta, y oirá una descripción de sí misma en la que la tristeza y la incertidumbre son el centro. Sus propias confesiones filtradas a través de ese respiradero.
Es un viernes por la noche cuando mi editora me avisa de que va a estar en Madrid, presentando Penumbras, una antología de la poesía de Jordi Valls traducida al castellano por José García Obrero. Ese viernes llueve y buena parte del mundillo literario de Madrid está en el Círculo de Bellas Artes, donde se celebra el festival Eñe. A unos metros está el Centro Cultural Blanquerna, y allí estamos unos cuantos, como una nota al pie de la literatura que saldrá ese fin de semana de invierno en los grandes medios. Yo, como le confieso a mi editora después, he ido a Madrid en realidad a recibir el abrazo de una amiga, y si es rodeada de poesía, mejor, pero no he leído aún a Jordi Valls. No he leído aún esto (‘Evolución’):
“Ahora que soy más complejo, mastico antes el oficio de vivir, porque la muerte se reedita cada cierto tiempo y bajo la mala sangre de la íntima injusticia. No creo, por tanto, en las brujas ni que todo llegue a buen puerto. Sé que cuando todo acabe dejaré muchas cosas a medio hacer, tus ojos de lector/a, por ejemplo”.
Ni esto (‘Violencia gratuita’):
“Solo soy carne de cañón,/ un bistec más a la plancha insatisfecho/ y anónimo, un fracaso cualquiera, como tú./ Por ello, cada día vivido, cada noche,/es un magnífico triunfo sin precedentes,/ un todo ganado a la violencia gratuita”.
Ni esto (‘De repente’):
“Bebé que observa al niño que corre y acecha/ al hombre jovial y despierto en los altos hitos/ que le esperan, pero baja la altivez y poco a poco cansado se sienta, alza el rostro repleto de arrugas y enigmático/ se duerme”.
Con los primeros poemas de Valls me siento como esa otra mujer de Woody Allen. Al desnudarse en su poesía, Valls, sin pretenderlo, despoja a esta lectora de todas sus defensas, y allí, a plena luz de la sala del Blanquerna, y más tarde en la noche caminando, y los días siguientes leyendo en un café o en la penumbra de mi habitación, levanto la cabeza como avergonzada y temerosa, pensando que todo el mundo debe de ser consciente del tumulto de voces que me aturullan y se filtran hacia fuera, seguro, a través de la poesía de Valls, como a través de ese respiradero de un piso de Nueva York.
Pero esa noche de noviembre siento sobre todo conmoción, y de camino a casa escribo, a modo de postal: “Jordi me ha conmovido hasta el exceso. Sigo pensando en ese poema en el que el sexo se le cae por la ventana. Tras años, décadas, en que las mujeres tenemos la sensación de que hay que escribir ‘como un hombre’ para ser valorada, porque en el momento en el que aparece la palabra ‘alfombra’ se dice que es una poesía de lo doméstico, este poema suyo se me ha metido dentro. Y he tenido que contener las lágrimas… También cuando Jordi ha dado la respuesta más bella que he escuchado nunca a la pregunta acerca de si existe una poesía femenina: ‘existe una poesía humana’, contesta, ‘pero ese lado de la humanidad no lo habíamos visto hasta ahora’. La grandeza y la humildad, cuando coinciden en una persona, me conmueven inmensamente”.
Cuando ahora releo esa postal, regresa con ella un recuerdo de hace mucho tiempo: Corren los años 90. La facultad de filología es nuestra casa, y entramos y salimos compartiendo atisbos de lo que después llegaremos a ser. Esa tarde tiene lugar la primera sesión de una asignatura optativa de literatura (de las que yo compagino con mi ardua especialización en lingüística), cuyo título es, creo: “Literatura escrita por mujeres de habla inglesa en los siglos XIX y XX”. La profesora reparte un relato fotocopiado que leemos en diez minutos. Nos pide que lo analicemos en pequeños grupos, para compartirlo más tarde en plenaria. El objetivo del análisis es extraer de ese relato los rasgos de lo que entonces vamos a llamar ‘literatura femenina’. Por supuesto, el nombre de la autora no nos es desvelado. Tras la puesta en común se da un consenso general acerca de lo que constituye esa columna vertebral de la literatura escrita por mujeres. Y ese relato, concuerda la mayoría, es un excelente modelo. Finaliza la clase. La autora resulta ser Henry James. Termina la sesión y comienza la asignatura.
Han pasado veinte años desde aquella primera sesión de clase, pero la asignatura, para mí, no ha terminado. El poema que motiva la postal que escribí la noche de la presentación y que, precisamente, cierra el libro de Valls, comienza: “Se me ha caído el sexo desde la ventana del ático, y se ha escuchado el estrépito en su rotura. Qué pereza ir a la calle ahora y cómo explicar que soy un hombre y no una mujer”, y termina:
“Como voy distraído no me doy cuenta de que entre la vegetación avanzan los primeros indígenas que se me aproximan con curiosidad, quieren palparme ansiosos. Reclamo al jefe de mi pandilla el collarcito donde lleva colgado mi sexo como si fuera un trofeo. Me dice, con una sonrisa encantadora, que soy la chica más bonita que ha visto nunca. Y se me suben los colores, erizada, como un gato doméstico en manos del veterinario que tiene cara de nube y no puede parar de llorar”.
Jordi Valls es Henry James en esa clase de hace veinte años.
Hablo hace unos meses con un hombre a quien adoro, treinta años mayor que yo, que me pregunta por la concepción del amor romántico y la crítica actual. Me pregunta con interés genuino, algo confundido. Yo respondo a su pregunta a mi manera; pero meses más tarde, cuando en esta antología encuentro el poema ‘Carrer Verdi’, pienso que debo guardarlo para cuando vuelva a hablar con ese hombre genuinamente interesado. “Todo eso que te dije entonces, táchalo”, me gustaría decirle, “y sustitúyelo por este poema”:
“Nos ha sorprendido la lluvia al salir de casa, todo el mundo corre a refugiarse bajo los balcones, me tomas de la mano al cobijo de una tienda y miramos el escaparate con curiosidad, veo pósteres de modelos luminosas como un sueño. Solo te amo a ti, pero no puedo dejar de repasar con los ojos las formas de sus cuerpos mientras el agua me moja la pernera del pantalón y el frío asciende por tu mano y soy consciente de la poca delicadeza con que te ofrezco mi fidelidad y mis ojos para siempre. ¿Quién puede abarcar el amor eterno? ¿No lo hacemos ahora?”.
Y así, entre esas Penumbras camina “la vida, esa antología de gritos y alegrías”, esos muchos yoes de Valls, esos pensamientos filtrados de la otra mujer, de las otras mujeres. Y la noche en el Blanquerna pasa a formar parte de mi propia antología de gritos y alegrías. Y es, claro, ambos. Guárdenme el secreto.
Penumbras, de Jordi Valls. Edición, traducción y prólogo de José García Obrero. Edición bilingüe en castellano y catalán. Godall edicions.