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Mientras tantoSalto mortal

Salto mortal


No puedes evitarlo: retrasas el despertador. Cinco minutos. Diez minutos. Quince. Y el día ya empieza a cojear. No te has levantado de la cama y ya vas mal de tiempo.

Te incorporas y no aciertas a pisar directamente sobre las zapatillas, y el suelo está congelado. Maldices en silencio y caminas resignado hacia el baño. La ducha se alarga más de lo previsto, probablemente, porque te has dormido. Te vistes y pasas a la siguiente fase.

Desayunas con la certeza de que estás en el mejor momento del día, pero esa certeza no te ayuda a disfrutarlo. Nada tiene sabor, no tienes apetito, pero te viene fatal desmayarte a media mañana. Sales de casa dando por hecho que algo se te olvida y te lanzas a la calle. Frío, viento y cansancio.

Cumples con tus quehaceres diarios por inercia, arrastrado por la corriente. A medio día apenas paras para comer, y la tarde cuesta como dos mañanas. Otro día que no irás al gimnasio, otro día que no estás para heroicidades.

Vuelves a casa destruido, pateando hojas muertas. Pero llega la noche y, con ella, el descanso del guerrero. Enciendes la televisión, coges un cenicero y te preparas un vaso de leche. Durante un minuto de microondas eres solo pensamiento, hasta que suena el timbre. Con el vaso humeante entre las manos, recorres el pasillo en dirección al salón, donde por fin vas a hacer lo que llevabas todo el día esperando: desvanecerte.

Pero justo antes de sentarte, justo antes de hacer lo mismo que las decenas de días anteriores, sucede algo que nunca te había pasado: a pesar de que está donde siempre, a pesar de no haber constituido un obstáculo jamás, te tropiezas con la alfombra.

El tiempo se ralentiza: observas la leche girando en sentido ascendente mientras corriges el paso, te preparas para lo peor; sin embargo, te sorprendes teniendo reflejos suficientes como para evitar que se derrame. Ha faltado muy poco, pero has conseguido evitar el drama.

Entonces tomas conciencia de que el día podría haber ido a peor, de que podría haber sido para morirse. Miras alrededor y ves que no estás solo. Ella ha presenciado la escena, tu baile salvador, tu cabriola milagrosa, y te mira sorprendida. Manchar la alfombra era lo que faltaba para el duro, os decís mentalmente. Y os entra la risa. Y con la flojera no podéis parar. Y termináis con dolor de barriga de tanto reíros, que es una de las mejores cosas que le pueden pasar a uno en la vida.

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