[En octubre de 2015, David Gistau, que falleció el pasado 9 de febrero a causa de una lesión cerebral, escribió un epílogo para el libro de Pedro Simón Siniestro Total, editado por Los libros de fronterad ese mismo año. Simón recogía en su obra varias series de reportajes sobre los efectos de la crisis económica en España (2012-2015) publicadas en el diario El Mundo, una de las cuales le valió el Premio Ortega y Gasset de Periodismo de 2015. Gistau aceptó la invitación de su compañero y de la editorial y escribió un texto en el que reflexiona con su habitual brillantez sobre el sentido de la profesión y que ofrecemos aquí como homenaje póstumo al gran periodista. C. G. S. C.]
El encargo que me ha hecho Pedro Simón con estas líneas es una faena. Lo es porque me obliga a enfrentarme a algunas de mis tiranteces internas, de mis recelos con cierta concepción del oficio que ambos compartimos. De hecho, sólo he aceptado por una certeza más importante: más allá de nuestras discrepancias –y nuestra amistad resiste a pesar de discrepar en todo, hasta en fútbol: tenemos que querernos mucho–, hay algo de Pedro Simón ante lo cual me rindo y me reconozco peor que él. Su instinto para las historias. Su capacidad de empatía con la gente. Sus denuncias carentes de rencor. Su resistencia a creer que los folios se llenan en los cenáculos y no en la calle. Su convicción –que no comparto– de que al contar ciertas cosas es posible contribuir a la creación de un mundo mejor, de un barrio mejor, al menos, o de una sola vida mejor, con eso tal vez ya alcance. En definitiva, el gran reportero que ha surgido de un encuentro, el de una vocación y una sensibilidad –diríamos sensibilidad social, como la de los poetas comprometidos de Gil de Biedma–, que le ha permitido convertirse en uno de los cronistas de la crisis cuyos reportajes tienen todos hilazón argumental. Y que servirán, en el futuro, para comprender nuestro presente: a qué otra posteridad mejor que ésta podría aspirar el periodismo. Pedro Simón ha encontrado algo que muchos periodistas mueren sin haber llegado a sospechar siquiera: un propósito, un espacio propio en el tiempo que le tocó vivir. Un Omaha Beach por otros medios.
La honestidad de Pedro Simón y su talento cuando cuenta historias me reconcilian por tanto con todos esos recelos. Los de la vanidad de los periodistas/sanadores que convierten el dolor ajeno en el parque temático de sus ocupaciones y parecen tener detectores de gente jodida con la que resolver la página del domingo. Y los de la politización de la tragedia que también está detrás de muchos relatos tremendistas cuyo propósito no es periodístico, sino de servicio ideológico: predicar el apocalipsis para que toda revolución encuentre un ambiente propicio. Estas discrepancias son las que pedí permiso a Pedro para incluir en este texto. Él no es responsable de ellas. Él es lo que siempre esperé de un reportero cuando aprendí a amar este oficio que luego me hizo cínico: el arponero de historias que sale a cazarlas. El que además no trata a sus personajes como meros argumentos, sino como a seres humanos cuyas emociones comparte. Pedro Simón puede estar convencido de algo que ni usted y yo diremos de nosotros: hizo mejor la vida de alguien, alguna vez, sólo con preocuparse, con hacer las preguntas adecuadas y con escribir un texto. En el Juicio Final, le servirá como eximente ante el tribunal por las cosas del Atleti. Por ésas, está condenado.