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Frontera DigitalLas inolvidables verbenas

Las inolvidables verbenas

Este texto forma parte de la serie La Privada Moderna

En la Privada modernas también se celebraban fiestas. Or­ganizaban una rifa, vendíamos las papeletas, se com­praban banderitas y farolillos, iluminaban toda la ca­lle, los empleados de mi padrino colocaban un palco y contrataban a una orquesta y a un grupo de gaiteros.

¡Qué días de preparativos febriles! Todas las fami­lias participaban, menos la madre de Alan, el dueño de la fábrica, que estaba viuda y no se mezclaba en las fiestas, pero me compra­ba un taco de rifas.

Durante el baile se rifaban pollos, muñecas, cone­jos, cestas, botellas y hasta alguna vez un cordero. Tal y como era mi padrino no me hubiera extrañado que ri­fara, también, aquella vaca negra y blanca que tenía­mos. Se llamaba «Blanquita», con gran indignación de una hija del tío Baldomero que, aparte de llamarse igual, iba vestida de negro y con la cara llena de polvos de arroz, que aún los fabricaban para ella. También era un poco dada al vino y muy soltera. También fue una santa a fuerza de aguantar durante tantos años a ese padre. Porque, ¡qué padre! Tenía setenta y tantos años y toda­vía lucía amantes y dicen que una morena de tronío le endilgó un hijo del que mi familia nunca estuvo muy cierta que fuera suyo. Pero ése era su problema ya que había repartido la herencia suya y de su mujer entre sus doce hijos legítimos. El se dedicaba a negocios in­verosímiles tales como mandar gente a América.

Pero sigamos con nuestras verbenas. La música atronaba y también los gaiteros que actuaban en los descansos. Mi padrino no era gallego pero le daba «xeito» a todo lo que fuera fiesta. Si hubiera casado en Sevilla igual le daría a las sevillanas. Me refiero al baile.

Como a aquellas verbenas no asistíamos más que los de los de La Privada moderna y algunos amigos escogidos, como la familia de Borja y algunos otros del túnel o de la par­te del aserradero, – no, la rusa nunca participaba -, se preparaba un «cap» de frutas explosivo cuya receta guardaba mi madrina pero que aderezaba después mi padrino con una fantasía increíble. Y, en verdad, que era eficaz.

Lo preparaban en grandes tinajas y le echaban hielo que traían del Calvario. Entonces, aún no había frigoríficos en las casas, sino neveras con hielo que re­partían en barras. Cogían una barra con unos garfios de hierro, se lo echaban al hombro sobre un saco y echaban a correr para que no les mojase demasiado. Parte del hielo lo ponían en el «cap» y, parte, lo metían entre serrín dentro de una tinaja todavía mayor, de las de llevar la ropa, para que la bebida se conservase fres­ca. A los niños solo nos dejaban probarlo del vaso de nuestras madres. Era fuerte y creo que sabía algo a ca­nela. A lo mejor no.

En aquellas verbenas, mi madrina paseaba un po­co, saludaba, bebía un poco de «cap» y luego se retira­ba a la ventana para ver el baile. Mi padrino cerraba siempre la fiesta, pagaba a los músicos y, al final, si no había improvisado una chocolatada con churros orga­nizaba una coral de mañanitas. Qué tipo humano más fenomenal. Disfrutaba viendo a la gente feliz después de haber pasado tantas miserias durante la guerra civil así como en los años del hambre que, por entonces, se estaban viviendo. Fueron unos años de respiro porque pronto, con la derrota de Ale­mania, íbamos a conocer de nuevo lo que era el racio­namiento. ¿O no se suprimió nunca el racionamiento? No recuerdo, yo era muy pequeño pero, por aquel en­tonces, no debíamos estar muy bien porque Beltrán prefería romperse las rodillas antes que dejar caer dos huevos, y eso que su familia era dueña de una camise­ría. ¿Qué no harían los otros por dos huevos? Entonces, si aún había escasez, más a favor del hijo del Rojón, mi padrino, que divertía y espantaba los problemas a las gentes aunque fuera con una noche de verbena.

Lo del «Rojón» se lo habían puesto a su padre no por ideas políticas, sino porque era muy rubio, casi pe­lirrojo, y con los ojos muy azules. A veces lo tomaban por irlandés. La pena es que no recuerdo que mi padri­no me hablase nunca de él.

Tengo para mí que mi padrino era como un recio injerto de sangre joven en una familia antigua. Qué buenos retoños hubieran podido salir si el matrimonio no hubiera resultado estéril. Lo digo porque cuando, pasados los años, se descubrió que había tenido un hi­jo, que por entonces hacía la mili, mi madrina lo man­dó llamar e intentó hacer de él un señor. Pero ya era tarde. Aquel tallo, vivo retrato de mi padrino, que lo hubo de una mujer hermosa pero sin clase y con la cual no pudo casar, no fue capaz de asimilar toda una for­ma de vida y un estilo que, pasados los veinte años de edad, tan sólo por ambición se pueden aprender. Con el tiempo, todo aquello se reveló con el signo de la tra­gedia y, en aquellos ojos azules del hijo espigado y fuerte, había la luz de la muerte con un aleteo injusto. ¿Por qué si no le había de reventar el corazón a los veinticinco años? Y a su lado tan sólo tuvo a aquel pa­dre, del que tanto había oído hablar durante toda su vi­da, pero que no había de conocer más que para sumir­lo en la trepidación de un mundo que no era el suyo. Mi familia dijo que se ensoberbeció pero yo pienso que fue un caso más de rechazo y de angustia ahogado en un medio extraño. Sí.

José Carlos Gª Fajardo Prof. Emérito U.C.M.

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