En estos días voy siguiendo (bueno: contemplando) la actualidad lingüística “de género” y la abrumadora cantidad de propuestas y manuales para hacer de todos nosotros hominus inclusivus. Tras treinta años largos dedicada a la lingüística por vocación y por mi ánimo anatómico-forense de analizar y destripar el lenguaje y sus trampas, me sorprende (y a veces me sobresalta, y ya no digamos las que me indigna) comprobar la irresponsabilidad con que se tiende a demonizar ciertas palabras, para sustituirlas por otras que se consideran menos perniciosas. Eso de por sí me parece un error de perspectiva: no se puede llevar al cadalso a las palabras. Si ha de existir un juicio sumarísimo para su ejecución debería hacerse, como siempre, por convención de sus hablantes (o, lo que es lo mismo, por la inercia de los usos).
Por convención “luna” es femenino en español y “sol” masculino. Por el peso de esa convención histórica y etimológica se ha generado toda una tradición poética que canta a la luna como un sujeto femenino –ay, esa luna lunera, cascabelera…–. Pero hete aquí que en alemán “luna” es masculina y “sol” es femenino. ¿Creamos una moción para que la feminidad de la luna y toda la producción lírica en torno a su figura sea universal y pedimos formalmente a los germano-hablantes que dignifiquen la feminidad de la luna y conviertan el vocablo en femenino? En holandés las palabras en diminutivo son, por definición, neutras. “Chica”/“muchacha”, que es palabra que se utiliza siempre en diminutivo en holandés, es neutra, frente a la mujer, que es femenina (por cierto los artículos determinados son iguales en masculino y femenino… ¡Qué atroz para los que defienden la diversidad matándola!). ¿Qué hacemos? ¿Convocamos un acto de desagravio para que “chica”, “muchacha”, no pierda las marcas de su feminidad y evitar que se pierda en la noche de lo neutro, donde reina la oscuridad tenebrosa de la indefinición?
Hace unos años, impartiendo clases de español a holandeses del mundo de los negocios, me sorprendió que un alumno me preguntara por qué la palabra “mesa” era femenina. En honor a la verdad lo sorprendente no era que lo preguntara… si hubiera obedecido a simple curiosidad. Lo sorprendente fue que, según lo preguntaba, daba vueltas a la mesa como para detectar la marca “sexual” que permitiera constatar la marca de “género”. Pensé que era un chiste (por desgracia, no lo era) y ahora compruebo con estupor y preocupación que volvemos a un terreno pantanoso donde, por conveniencia, se mezcla o se separa sexo y género, con la consiguiente confusión que estas situaciones propician. Que una cosa es abolir el esencialismo biológico y otra muy distinta abolir la propia biología y hacerla saltar por los aires con dispositivos lingüísticos que neutralizan cualquier voluntad, y necesidad, de disidencia.
Una lengua es un organismo vivo. Matarle unas palabras y sus usos es como decidir eutanasiar a algunas criaturas que percibimos como indeseables en beneficio de otras que nos gustan más. Eutanasia selectiva. Entonces, no consigo ver que decir “la fiscala” en lugar de “la fiscal” sea algo de por sí positivo para nadie, y cómo se compadece esa propuesta con la omisión de la palabra “mujer” en ciertos contextos, que se vadea para soltar a bocajarro “sujeto gestante” que, de por sí, me parece una opción bastante más ignominiosa que decir “la fiscal”, sinceramente. Resulta que se quiere reivindicar a la mujer sin usar el término mujer. Y entonces se propone la brutalidad de la metonimia: sujeto gestante. Ahí queda eso. Para que luego hablemos de esencialismos biologicistas urdidos por los eternos enemigos de las mujeres.
Pero, además de ser irresponsable decretar sobre la vida y la muerte de las palabras en nombre del dios neopuritano de la corrección política, también se demuestra desconocer la dimensión de la lingüística histórica y de la lingüística en general, porque una lengua siempre es mucho más que la suma de las palabras y sus connotaciones. Hay, además, intencionalidad, expectativas y contextos. De nada sirve el blanqueo de un término si mi intención es la de menoscabar la dignidad de una persona o faltarle el respeto. Yo puedo decir “niñes” (con esa obsesión de llevar el transgénero al translenguaje, o de convertir en translenguaje lo transgénero) y sin embargo estar insultando a esos niños a los que interpelo, invoco o evoco. Yo puedo decir “niñes” y que pueda percibirse como agresión por mi tono o mi actitud. O sin que ni mi tono ni mi actitud supongan nada, porque la interpretación del interlocutor es libre y porque –¿les cuento un secreto?– el malentendido ¡existe! Ese malentendido tan necesario para avanzar y que ahora se percibe como una maldición de proporciones bíblicas.
¿Dónde quedan los matices cuando se decreta la muerte no natural de una palabra para entronizar otra? ¿Qué será de la sutileza interpretativa en el burdo bazar de lo obvio y de la censura disfrazada? Detrás de todo esto hay una inaudita dosis de paternalismo, una de las formas más insidiosas del prejuicio dogmático (“voy a decirte cómo tienes que hablar para ser inclusivo”). Por no mencionar que ignorar deliberadamente esas complejidades, y omitirlas, sitúa a los promotores de tales artefactos lingüísticos en el plano de la prevaricación, con lo cual se hace un flaco favor a la causa que se dice defender.
No. La clave está en lo que hacemos con el lenguaje, no en las marcas de género de las palabras ni en una neolengua complaciente.
Viene a ser algo tan inútil como querer evitar los crímenes prohibiendo los cuchillos de metal y sustituyéndolos por otros de cartón-piedra.