Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
AcordeónEstampas de Nigeria

Estampas de Nigeria

 

En África no hay fronteras, ni siquiera entre la vida y la muerte

Leopold S. Senghor

 

África será siempre la de la época de los mapas de la era victoriana, el inexplorado continente vacío con la forma de un corazón humano

Graham Greene

 

 

Aterricé en el aeropuerto Murtala Muhammed al anochecer. Mientras el avión paseaba por la pista, sucumbían las últimas reminiscencias de luz y pude observar el aeropuerto de Lagos: pequeño, destartalado, rodeado de maleza y caminos de barro. La humedad tropical me golpeó nada más bajar y al alcanzar aduanas, estaba empapado en sudor. Allí, antes de enseñar mi pasaporte tuve que mostrar mi cartilla de vacunas. Me adentraba en un mundo diferente del que venía. Un mundo caracterizado por ecosistemas variados y extremos, enfermedades mortales y la ausencia de instrumentos médicos para combatirlas. Un mundo en el que el habitante africano nunca dejará de sentirse amenazado.  

       Salí a la calle cuando era noche. Aunque soy joven y me había agenciado un carrito para llevar mis bultos, me asaltaron varios nigerianos ofreciéndose a llevarlos por mí. Decliné sus ofertas al mismo tiempo que distinguí entre la muchedumbre un cartel con mi nombre. Lo sujetaba un hombre de unos 40 años, cabeza rapada y vestido con el tradicional ropaje nigeriano. Era mi conductor y su nombre era Tunde. Mientras recorríamos un aparcamiento mal iluminado, nos íbamos cruzando con vendedores, vagabundos, cambiadores de divisa, tullidos. Ofrecían o pedían algo. Cuando por fin alcanzamos el coche, sentí un pequeño alivio.

       Mi primer viaje a África fue a Senegal en el verano de 2006. Estuve un mes en la región de La Casamançe, al sur del país, en un lugar delicioso llamado Oussouye. Mil habitantes y una avenida principal digna de un circuito de cuatro por cuatro. Era el África del trópico húmedo, una vegetación en permanente estado de germinación y multiplicación. Recuerdo que lo que más me gustaba era subir a nuestra camioneta desvencijada y ver pasar ante mis ojos el paisaje africano mientras devorábamos kilómetros. Recuerdo el calor húmedo de la jungla. Recuerdo noches al aire libre bajo un cielo estrellado, bebiendo cerveza local con mis compañeros de viaje; charlando y dejando discurrir las horas, en un escenario donde el tiempo parecía maleable y al servicio del hombre. Recuerdo los repostajes en las gasolineras, con el motor en marcha, el empleado con el cigarrillo encendido y, nosotros en el interior, mirando atónitos.

       Entonces, el campo africano me pareció agradable y mucho más habitable que las ciudades. Mi sensación durante aquel viaje fue de aislamiento total del resto del mundo. Como si nada de lo que pasase más allá de aquellas fronteras tuviese capacidad para afectarme.

       En aquel viaje llevé conmigo Ébano, a mi juicio, el mejor libro de Ryszard Kapuscinski (RK). Esta vez no lo llevé y lo he echado en falta. RK pintó un lienzo extraordinario de la cotidianeidad africana, llevando al lector de paseo por aquella realidad sin que uno tenga la sensación de recibir lecciones maestras, más bien esbozos o pistas. Preferiría perder parte de mi equipaje a este volumen manoseado y mil veces subrayado.

       Una vez en marcha y desde el asiento de atrás, entablé conversación con Tunde. Mientras le preguntaba sobre su país, su cultura y su gobierno, observaba, olfateaba, escuchaba, sentía: carreteras con tramos impracticables, gente que cruzaba alegremente la autopista sin importarles el riesgo, mujeres caminando en la oscuridad con bultos sobre sus cabezas, esqueletos de vehículos abandonados en el arcén, naturaleza indomable y desbocada, basura por todas partes…

       Deseaba ver si África será la siguiente frontera del desarrollo. Comprobar si con su crecimiento demográfico y su nueva clase consumidora, África está recorriendo un camino parecido al de la India de los últimos 15 años. Al fin y al cabo, África tiene mucho que ganar con el crecimiento de sus ciudades y se espera que su elevado ritmo de urbanismo -el más alto del mundo- impulse la industrialización y la economía a gran escala y contribuya a paliar las enormes diferencias socioeconómicas entre clases.

       Tunde respondía bonachonamente a mis preguntas. Cuando le comenté que en España éramos cuarenta y cinco millones de habitantes, no pudo contener una carcajada burlona. Y es que para los nigerianos, una prole numerosa ha sido siempre síntoma de éxito. En Nigeria y, en África en general, la familia constituye una célula vital y fuerte y en ella, cada miembro tiene asignado un papel tradicional y conoce sus obligaciones. Por otro lado y debido al alto número de nigerianos musulmanes, la poligamia es ampliamente aceptada. Sin embargo, los factores económicos empiezan a reemplazar a la necesidad de mano de obra familiar y la tasa de natalidad en el país está bajando. Aún así, su risa me pareció encerrar cierta guasa hacia la deficiente fertilidad de los blancos y nuestro escaso apego a la vida.

       El trayecto me iba adentrando en Nigeria, el país más poblado de África, y en Lagos, que si no ha superado a El Cairo como la urbe más grande, pronto lo hará. Cansado por el viaje y adormecido por el calor, las palabras de Tunde y las imágenes se mezclaban desordenadamente en mi cabeza mientras recordaba mis lecturas previas al viaje. De Leopold Shenghor, me había quedado con el amor a su tierra; de Joseph Conrad, la influencia del medio sobre el hombre; de Graham Greene, los conflictos morales de sus personajes; de Robert D. Kaplan, el análisis político; de Javier Reverte, el amor a la aventura y al viajar; y de Kapuscinski, su preocupación por lo social y el simple observar.

       Lagos es la ciudad más dura que he pisado. Antes me lo pareció la capital senegalesa con sus calles plagadas de gente con enfermedades inexistentes ya en Occidente. Dakar, Ziguinchor, Oussouye, Lagos, Abuja, Badagri, Freetown. Los habitantes del continente negro llevan su terrible historia escrita en la piel. A su lado, los occidentales resultamos una especie consentida y malcriada.

       La dureza de Lagos me confirmó lo que RK subrayó de los africanos: su enorme capacidad de resistencia. La lucha diaria por la supervivencia de esa “inmensa mayoría que desde que nace hasta que muere, vive –y padece– al calor del sol.”

       Esta ciudad atlántica es fea, sucia, caótica. Visitarla le puede quitar a uno las ganas de seguir viajando por África. Los atascos de tráfico son terroríficos y es imposible pasear por sus calles porque éstas apenas existen y no están diseñadas para el peatón. Los cortes de luz son incesantes, el agua en las casas no es apta para el consumo humano y las alcantarillas desprenden un hedor nauseabundo. Pero Lagos es también una ciudad en auge. Cálida y luminosa, bulliciosa y exuberante de vida. Repleta de gente, se le mete a uno en la piel. Uno la detesta cuando habita en ella pero de un modo extraño e incomprensible, la añora cuando se marcha.

 

 

       Mi primera noche en Lagos dormí arrullado por el generador que alimentaba de energía el complejo residencial. Al día siguiente salí a la calle. El nigeriano está todo el día al aire libre, entre la gente y del bullicio. Lagos entera parecía echarse a la calle al mediodía. En las calles, la marea humana era incesante. Los conductores de Okadas (motos que hacen las funciones de taxis) se cuentan por centenares. Algunos hombres dormitaban contorsionados sobre soportes imposibles, mujeres cargaban barreños sobres sus cabezas y a sus retoños adormilados colgados en la espalda. Las puertas de las casas permanecían abiertas y dejaban vislumbrar interiores lúgubres, oscuros y vacíos en los que deambulaban sombras imprecisas. Si una casa no se acaba de construir, así quedaba; la que estaba hecha una ruina, lo seguirá estando para siempre.

       Entre edificio y edificio se adivinaban patios que hacían las veces de huerto y basurero. En ellos crecían árboles rodeados de botellas y bidones de plástico. A los comercios se les distinguía de las demás chabolas, únicamente, por el cartel que colgaba sobre el dintel de la puerta y que anuncia la especialidad del dueño. Por las calles apenas se veían perros y gatos, tal vez porque las consideran especies comestibles.

       Paseando, la visión de la miseria de la gente tullida a ambos lados de la carretera despertaba en mí una mezcla de piedad y rechazo al mismo tiempo. El error es ceder ante uno de ellos, pues nunca están solos y enseguida te acecharán los demás. Eso me ocurrió cuando entregué a una niña una cesta de comida china que acababa de adquirir y un bote de Coca-Cola a un niño que la acompañaba. Al instante, me convertí en un oyimbo (hombre blanco) rodeado de una docena de niños, salidos de la nada, que me imploraban que les diera algo a ellos también. La visión de un blanquito inocente, rodeado de niños nigerianos suplicando limosna, debió resultar bastante cómica a todos los viandantes. Un blanco generoso no puede resolver por sí solo los problemas de África.

       En Nigeria no hay seguridad social ni Estado del Bienestar. Nadie va a poner comida en tu plato. Si quieres comer, has de trabajar. El desamparo de estas personas evidencia que Lagos es una ciudad donde el fuerte abusa del débil y el débil se aprovecha del indefenso.

       A un conocido mío, a la salida de un garito, se le acerca una mujer drogada y bebida que empieza a acosarle. Mi amigo no logra deshacerse de ella. Un policía pasa por allí. Le ofrece mil nairas (unos 8 dólares) para que le libre de ella. Ante el horror de mi amigo, el policía descarga un culatazo devastador de su AK-47 sobre la cabeza de la chica que se retira malherida.

       Al salir por Lagos era frecuente cruzarnos con policías armados. Su concepto del servir y proteger consistía en parar a todos los coches posibles para demandar, con la mejor de las sonrisas, “something for the weekend, Master.” Al principio, desconocedores de la realidad nigeriana, el miedo nos hacía cumplir con ellos, integrándonos así, en el incesante circuito de corrupción africano. Más tarde, cuando descubrimos el poder que nos otorgaba nuestro color de piel, aprendimos a rechazar estas amenazas y nos desembarazábamos de ellos entre chistes y bromas.  

       Sin embargo, lo que domina las vidas de los nigerianos no parece ser la violencia, sino la inseguridad. La política, al fin y al cabo, es un medio de hacer medrar los intereses de un determinado grupo. Para el ciudadano medio de Lagos, al igual que cualquier otro donde la autoridad no es fruto del consenso sino de la fuerza y la costumbre, no existe una red de seguridad como la que proporciona un Estado de Derecho funcional. Lo sustituye la picaresca, la suerte o el patronazgo que alguien con mayor influencia o una educación superior, puede proveer.

       Es un hecho que la mayoría de los estados africanos tienen en común un alto grado de desorden evidente, como lo prueba el elevado nivel de ineficiencia gubernamental y administrativa, la falta de institucionalización, la inobservancia general de las reglas de la política formal y de los sectores económicos, y la apelación universal a las soluciones personales y verticales de los problemas sociales.

       Así, en Nigeria, las clases ricas y medias están obligadas a sustituir a un gobierno corrompido o simplemente ausente. Que el transporte público es inadecuado y escaso, se compran un coche. Que la educación pública es un desastre, optan por la enseñanza privada. Que apenas existen líneas telefónicas, emplean móviles. Que el abastecimiento de agua no es de fiar, excavan pozos propios. Ante la falta de alcantarillado, elaboran tanques sépticos. Si hay cortes de luz cada dos por tres, emplean generadores.

       ¿No tienes dinero? Trabaja más, consigue mejores influencias. La propaganda gubernamental ha elaborado un slogan: “Lagos: centro de excelencia”. Pero este es contestado por otros muchos más ingeniosos: “Sin dinero, no hay amigos”, o, “No robes, el gobierno odia la competición”.

       Pero los políticos vienen y van. Lo que no cambia son esas fuerzas inexorables contra las que cada nigeriano medio debe luchar. Fuerzas que empujan a la gente a recorrer cientos de kilómetros atascando carreteras y caminos, que hacinan a la gente en espacios cada vez más reducidos, derrumbando y levantando edificios, contaminando el aire y el agua. Fuerzas que engrandecen fortunas pero que también atomizan y alienan a los individuos: es la fuerza provocada por el crecimiento demográfico de las ciudades.

       El ritmo al que crece la población de Nigeria es sobrecogedor. En 1950, 10 años antes de independizarse de Gran Bretaña, el país contaba con 34 millones de habitantes. Cuando el golpe de Estado de 1966, era casi el doble. Hoy, Naciones Unidas calcula que existen en torno a los 150 millones, convirtiéndose en el octavo país más poblado de la tierra, por delante de Rusia y Japón. Se calcula que de aquí hasta mediados de siglo, solamente India añadirá más gente a la población total del planeta. Para hacernos una idea de lo que significa vivir en medio de tal explosión demográfica, hay que remontarse al salto generacional que sufrieron Londres, en el siglo XIX, o Nueva York, en el XX.

       ¿Dónde demonios se mete toda esta gente? Me preguntaba a veces. La población de Lagos aumenta a un ritmo de medio millón de habitantes por año. La ciudad no tiene un sistema de alcantarillado centralizado para los desperdicios humanos, y aquellas casas que sí tienen baños, emplean tanques sépticos. Lagos tiene la mitad de las plantas de tratamiento de residuos que necesitaría para procesar lo que le llega de los tanques sépticos; los camiones que transportan el resto, simplemente vacían su contenido en la laguna. Un empleado de LAWMA (Lagos Waste Management), me comentó que recogen 9.000 toneladas de basura al día –una cantidad cercana a las 12.000 toneladas que produce Londres, una ciudad mucho más rica y desarrollada.

 

 

       Fue en Dakar donde comprendí que el elemento que hoy en día constituye el problema más grave de África es el creado por aquellas decenas de miles de personas que han abandonado el campo, llenando unas ciudades ya monstruosamente hinchadas, y sin encontrar en ellas ninguna ocupación ni un lugar propio, porque estas no pueden crecer al mismo ritmo que su población. Se produce así la alienación más absoluta y el desarraigo se convierte en el principal rasgo de estas personas, que acaban deambulando por las calles sin sentido ni dirección. Frente al campo, las urbes africanas se muestran sucias, anárquicas e inhabitables.

       Mi experiencia en África es escasa, pero percibo una clara contradicción entre el hombre y un medio inmenso y hostil. En este continente no hay avisos de los desastres naturales o humanos que ocurren tan a menudo. El resultado es un constante y justificado sentido de temporalidad, de que todo aquello que uno posee está amenazado. Por eso la gente vive al día y apenas se practica el concepto del ahorro. No se hacen planes ni se acarician sueños. La vida es frágil y no se sabe qué desgracia puede acaecer al día siguiente, así que se gasta mientras se tenga.

       La ambición pero también la desesperación han empujado a los emigrantes a las ciudades durante miles de años. Las ciudades nigerianas están siendo construidas por fuerzas más arcaicas y profundas que las del mercado. Es la misma fuerza que forjó las ciudades europeas. Muy probablemente las ciudades del futuro se asemejarán más a Lagos que a Singapur. Y ese futuro será de aquellos que mejor sepan integrarse y convivir con esos barrios marginales de chabolas. Recordé lo escrito por la economista danesa Ester Böserup, fallecida en 1999: “Un país que no invierte en infraestructuras, que emplea la riqueza de su petróleo para importar comida y que favorece las ciudades despreciando el campo, acabará con unas metrópolis sobredimensionadas, en un país plagado de miseria rural.”

       Desde el aire, Lagos debe asemejarse a un saco de harina que al caer ha desparramado su contenido sobre la tierra, extendiéndose de forma irregular y amorfa. La Organización Nacional de Censo estima que la ciudad y el resto del estado tienen en torno a los nueve millones de personas. Pero la población de Lagos puede alcanzar fácilmente los dieciocho millones, que en caso de ser cierto, la convertiría en la sexta ciudad más grande del mundo, por delante incluso de Nueva Delhi. Y sigue creciendo.

       El gobierno de Babatunde Fashola está tomando cartas en el asunto. Entre la gente de la calle, el nombre de este abogado convertido en político, provoca sonrisas y sobre todo respeto. En un país donde marcar la diferencia es una característica extraña entre la casta política, Fashola está logrando dejar huella y que su estado y su gente progrese. En los tres años que lleva como gobernador de Lagos, se han realizado muchas mejoras: se construyen carreteras, las calles están más limpias, hay más autobuses públicos y la gente se siente orgullosa su ciudad emblemática. Las típicas alcantarillas y canales abiertos entre las carreteras y las fachadas de los mercados, rebosantes de aguas negras y putrefactas -auténticos ecosistemas de microorganismos y enfermedades- están siendo sustituidas por alcantarillas cubiertas con lajas de cemento. Las montañas de basura humeante, que producían un humo maloliente y nauseabundo, han desaparecido gracias a que la Agencia Estatal encargada de la limpieza (LAWMA) está contratando a basureros freelance a los que paga por tonelada de basura recogida. 

       Las ciudades modernas pueden crecer de varios modos: hacia fuera -los suburbios-, hacia arriba, o hacia adentro, hacia casas con habitáculos más pequeños y masificados. Solamente los más acaudalados pueden permitirse viviendas en el extrarradio. La segunda opción es difícil para Lagos: un suministro intermitente de electricidad convierte los ascensores en poco fiables. Y el modelo hacia adentro no afecta solamente a los más desfavorecidos. A medida que las familias aumentan, las clases medias se enfrentan a situaciones más complicadas. Los que optan por una vivienda en los suburbios, buscando una mayor tranquilidad, sufren los atascos diarios que les obliga, en muchas ocasiones, a salir de casa a las cuatro de la mañana para poder llegar al trabajo a las ocho. Puede que no regresen a sus hogares hasta las once de la noche.

       Paseando por Lagos, observaba la miserable vida de los nigerianos. Caminos pavimentados con tierra, muros de cemento a ambos lados, vallas de metal y madera detrás de las cuáles dormían y malvivían cientos de personas apretadas en cuartos diminutos, saliendo durante el día para comerciar, regatear, sobrevivir.

       Ajegunle puede ser el barrio de chabolas más grande de Lagos, pero el más visible es Makoko. Esta situado bajo uno de los puentes más importantes de la ciudad, el de la autopista que llevaba desde Victoria Island a tierra firme. Este barrial se detecta bien con la vista o con el olfato. Es frecuente percibir el olor a madera quemada de los molinos madereros de Ebute Metta; hectáreas enteras de chamizos cubiertas de un humo repugnante. Otras veces, el olor de pescado podrido, capturado por familias pescadoras, cuyas casas sobre pilares se esparcen sobre las aguas contaminadas de la Laguna; y, a veces incluso, el olor de las defecaciones humanas. Al pasar por allí, es habitual ver a gente lavándose desnudos con una palangana a plena luz del día. Nunca tuve el valor de adentrarme en sus laberínticas callejuelas y vericuetos.

       Me gustaba ir con Bayo, otro de los conductores. Su alegre sonrisa desdentada y su cara bondadosa me ponían de buen humor. Sin embargo, tenía un fuerte temperamento y era un conductor agresivo. Cuando estábamos en un atasco, jamás permitía que otro vehículo invadiera nuestro carril y se colocara delante de nosotros. Siempre me llevaba  por rutas diferentes para que pudiera ver diferentes partes de la ciudad. Al detectar mi curiosidad por este o aquel edificio, me explicaba lo que era. Es el único nigeriano que jamás me pidió algo.

       Conduciendo un viernes por la mañana con Bayo por Makoko Road, pequeños autobuses amarillos y tuk tuks (motos con tres ruedas y cubiertas que hacen las veces de taxis) rebotaban entre los baches y esquivaban cómo podían zanjas traicioneras. Escolares en camisas moradas, algunas con velos verdes y pantalones cortos, trotaban alegremente de camino al colegio. Bayo me contó que las escuelas públicas eran gratis y que aceptaban a cualquier estudiante. Ante mi sonrisa de aprobación, me explicó que no era tan sencillo. A través de la presión para recolectar contribuciones para hacer obras en el colegio o comprar material, aquellos padres en mejor situación financiera habían logrado quedarse con todas las plazas, expulsando a los menos favorecidos. Esto era antes, me dice. Ahora, la educación pública es tan mala que, prácticamente todos los padres tratan de enviar a sus hijos a colegios privados.

 

 

       Realicé varios viajes a Abuja, la capital. Un trayecto de apenas una hora en avión. Desde el aire observaba un paisaje típicamente africano. Espacios naturales inmensos y poco alterados por el hombre. Ríos, sabana, jungla, pequeños poblados diseminados en la vastedad de una geografía hostil y que se me antojaba demasiado salvaje para ser domesticada. Apenas vi carreteras o caminos transitables que ofreciesen rutas seguras y efectivas para el transporte de mercancías y de personas. El individuo está sólo. En caso de necesidad, la ayuda del gobierno puede tardar horas, tal vez días.

       El periodista y escritor norteamericano Robert Kaplan dice: “La naturaleza es enemiga del hombre y, por esta razón, los lazos colectivos son tan fuertes ya que sólo dentro de un grupo cohesionado se podría hacer frente a unas adversidades medioambientales que no paran de aumentar.” El individualismo del que hacemos gala en Occidente, resulta impensable en un lugar como África. Ese colectivismo es su mayor fuerza, pero al mismo tiempo su mayor debilidad. Los lazos colectivos son fuertes, sí, pero no van más allá de la tribu o el grupo étnico, no superan los localismos, dificultando la construcción de un verdadero sentimiento nacional que disminuya la necesidad de mantener el orden cuando sobrevenga un desastre natural o humano y que facilite una transición pacífica del poder.

       Uno de los pocos viajes que hice fuera de Lagos fue a Badagri, situado en un pueblo costero en el sureste del país, entre Lagos y la frontera con la República de Benín. Este pueblo fue fundado en el siglo XVIII y la protección natural que brindaba su puerto hizo que se convirtiera en centro clave del tráfico de esclavos a las Américas. En la década de los cuarenta del siglo XIX, ilegalizada la esclavitud, Badagri decayó y se convirtió en un destino importante de evangelizadores y misioneros. En 1863, Badagri fue anexionada por Gran Bretaña e incorporada a la colonia de Lagos.

       Una vez en Badagri, paseamos por la calle y fuimos recibidos por un rey local que nos introdujo a una serie de costumbres del lugar. Ante él, las chicas debían arrodillarse ante él. Y los chicos postrarse tumbado en el suelo. Sin embargo, lo que nos interesaba era el museo de la esclavitud. Este resultó ser un chamizo de unos cuatro metros de largo por tres de ancho, adornado con varios grilletes y una serie de hojas impresas colgadas en la pared que explicaban cómo había funcionado el comercio de esclavos y las diferentes rutas que seguían aquellos desdichados. No impresionaba pero sí me conmovió la solemnidad con la que el guía nos explicaba y nos mostraba aquel patético museo desangelado, al igual que el recorrido que hicimos, idéntico al de los propios esclavos, hasta el barco que les llevaba hacia su trágico destino. Una parte del trayecto se realizaba en barca y la otra a pie por una isla hermosa. El punto de partida al más allá era una playa de arena blanca kilométrica, adornada con palmeras y bañada por el Atlántico.

       El episodio de la esclavitud, más que cualquier otro, ha marcado al africano. Hasta hoy día, África no se ha desprendido de esta pesadilla. Kaplan lo explica de manera magistral: “Semejante comercio marcó la psique del africano con el estigma tal vez más profundo, doloroso y duradero: el complejo de inferioridad.”

       Recordé mi visita a la Isla de Goré, en la costa de Dakar. El trayecto se hace en barco y dura una media hora. La llegada a esta isla es hermosa: una playa en forma de media luna con casas de estilo colonial y diferentes colores. La playa, las palmeras, el mar. Uno cree encontrarse en un destino turístico de veraneo y no en uno de los lugares más trágicos del continente. Me acordé de la conversación con Pierre, nuestro guía. Él consideraba aquel lugar como un recordatorio del sufrimiento africano, algo que no se debía olvidar. Ese complejo de inferioridad permanece en el imaginario africano y me atrevería a decir que son ellos quienes más los cultivan. Más de una ocasión se referían a mí como Máster.

       Lo más sobrecogedor del africano es la alegría con la que enfrenta cada día de su existencia. Miseria y corrupción rodean sus vidas pero no impiden la predisposición a la broma y a la risa y constituye una auténtica lección para todos aquellos que nos quejamos de cuestiones insubstanciales. Nada une más a la gente en África que el reírse de algo realmente gracioso.

       Robert Kaplan apunta: “Alba y crepúsculo. Son las horas más agradables en África. El sol o todavía no achicharra o ya no nos atormenta. Deja vivir, deja existir.” Yo disfrutaba especialmente los atardeceres. Desde la terraza de mi apartamento podía contemplar el brazo de mar que unía la enorme laguna de Lagos con el Atlántico. Era el momento más dulce del día. El sol se retiraba lentamente y se levantaba una deliciosa brisa marina que aliviaba los restos calurosos de la jornada. Las palmeras del jardín se mecían con el suave soplo de viento y en la orilla opuesta se contemplaba una playa con arena blanca limitada por el mar y la jungla.

       La tranquilidad era turbada sólo por la bocina de los enormes petroleros que llegaban al puerto de Apapa. Barcos que traían de regreso el petróleo nigeriano que había tenido que ser refinado en el extranjero, porque allí carecen de refinerías de calidad para hacer frente a la demanda. A la espera de la llegada de estos barcos, Nigeria sufría constantes desabastecimientos en las gasolineras que paralizaban al país. Cuando por fin arribaban, colas interminables para poder llenar el depósito. Tiempo y energía malgastados. Desde mi apartamento, asistía estupefacto a este desfile de barcos. Derroche absurdo.

       Uno detesta Lagos cuando habita en ella, pero la añora cuando se marcha.

 


Más del autor