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Mientras tantoPor su nombre

Por su nombre


Lo primero que ha cambiado en su día a día es la hora a la que suena el despertador. Desde la irrupción del coronavirus, cada mañana tiene que asistir a una reunión antes de empezar su turno, por lo que madruga más. En el salón de actos, guardando la distancia de seguridad, todos los médicos se preparan para la incertidumbre; se organizan en función de la escasez de medios. María José es neumóloga y trabaja en la Comunidad de Madrid.

José Ignacio, por su parte, es médico de ambulancia en la provincia de Málaga. Aunque los accidentes de tráfico se han reducido, a los casos habituales se han añadido las infecciones respiratorias por coronavirus, de modo que la actividad se ha incrementado. Además, si antes bajaba de la ambulancia y se dirigía directamente al lugar en que era requerido, ahora tiene que ponerse previamente el equipo de protección individual, lo que le lleva unos diez minutos. Y todo esto rodeado de tensión, de prisa, de insistencia. Pero no pueden permitirse aumentar el daño existente, es decir, que la asistencia a un enfermo suponga más contagios.

En el hospital en el que trabaja María José, las unidades de cuidados intensivos están repletas, y han tenido que habilitar la cafetería y el gimnasio para los enfermos menos graves. En Andalucía, en cambio, todavía no han llegado a ese nivel de saturación, aunque ya se preparan para ello. Enfermos que normalmente ingresarían en la UCI sin plazas disponibles: eso es a lo que pueden enfrentarse.

En el hospital del distrito en el que trabaja Carlos, médico de familia en Sevilla, los positivos por coronavirus se multiplicaron por diez en una semana, y se espera que aumente la cifra. En relación con los medios materiales de los que disponen, allí trabajan con batas de un solo uso durante días, y también tienen que reutilizar mascarillas. Mientras esperan la llegada de más material, subsisten gracias a las donaciones.

En cuanto al miedo, intentan extraer algo positivo: les ayuda a permanecer alerta, a no bajar la guardia ante la posibilidad de contagiar o ser contagiados. Y recalcan lo aparatoso de quitarse el equipo de protección individual, maniobra secuenciada para evitar riesgos. Su labor termina del mismo modo que empieza: con precaución.

Al llegar a casa, José Ignacio se pregunta en qué momento ha podido equivocarse, si alguna vez no ha llevado mascarilla y debería haberlo hecho. Le preocupa por la persona con la que vive, por lo que implica un médico contagiado y por él mismo, lógicamente. Lo primero que hace tras cada jornada es lavar la ropa y ducharse. «Me falta echarme un bote de lejía en el pecho», me dice. Ya no ve los pomos de las puertas como antes.

Todos agradecen los aplausos de las ocho de la tarde. Les anima el apoyo de la gente. Pero ninguno se siente identificado con las metáforas bélicas con las que medios de comunicación e instituciones se refieren a ellos y a su labor. Les hablan en un idioma que no es el suyo, y cambiarían toda esa retórica por mejores condiciones laborales. No hay guerras, no hay soldados, no hay vencedores ni vencidos. Y todos desean lo mismo: retomar la normalidad, volver a casa y reunirse con sus familiares y amigos. Ninguno de ellos trabaja en la ciudad en la que nació.

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