Desde que me sumergí en la catástrofe sueño despierto bastante, pero obviamente también lo hago cuando estoy dormido. Probablemente porque vivo, como la gran mayoría, en una realidad irreal debido a la reclusión obligatoria. Tengo apariciones, no sé si en algunos casos las debería calificar de alucinaciones. Sin falta, me digo, habrá que consultar con el psicoanalista antes de que vaya mañana temprano a hacer la compra, pertrechado de unos guantes no muy reglamentarios y esa mascarilla pañal, grotesca, que me dejaron sobre la cama con una nota no muy cariñosa el de la coleta y sus intrigantes acompañantes.
Ansioso estaba ayer esperando el regreso de esos misteriosos personajes de la madrugada cuando se me ocurrió rebuscar entre mi colección de vídeos Fahrenheit 451, una peli que rodó el genial Truffaut en los sesenta basada en una novela de ciencia ficción de los cincuenta del no menos genial Ray Bradbury.
Busqué y rebusqué durante más de dos horas por estanterías, armarios y escondrijos para dar con la cinta. No la encontraba y me maldecía, cómo no, por haberme desprendido de gran parte de mi videoteca y librería antes de regresar del autoexilio campestre al asfalto. Pero, de repente, me topé con ella entre una novela de Moravia y una biografía de Renato Curzio, el líder y fundador del grupo terrorista italiano Brigadas Rojas. Vaya orden que tengo, grité. Soy un obseso de la organización y luego descubro encima del armarito del baño la colección de unas cartas de un amor perdido, doloroso como todos los que perdí, y en la estantería de uno de los cuartos unos rosarios bendecidos por el Papa Montini heredados de mi santa madre y el misalito del padre Regina de mi Primera Comunión. Qué día más horrible, recordé. Mi madre me dio tres o cuatro cachetes muy merecidos porque el niño mimado se negaba a vestirse con el traje de marinerito. Al final no tuve otra que aceptar el disfraz, pero le pregunté después de la ceremonia si se había confesado antes de comulgar por haberme pegado. A la pobre se le saltaron las lágrimas ante el monstruo que estaba criando.
Pero son recuerdos que a nada bueno conducen. Prefiero disfrutar de lo que acabo de rescatar en lo más alto de uno de los cuerpos de librería, repanchingarme en el sofá, introducir la cinta en el reproductor y concentrarme en el visionado. Había visto por primera vez la película al mes de terminar el bachillerato. Recuerdo que me enamoré como un bendito de la protagonista, Julie Christie. Qué maravilla de rostro y que preciosidad de ojos azules. Me acompañó a lo largo de muchos años como mi gran amor de la pantalla. Creo haber visto el resto de sus filmes. Yo he solido ser por lo general muy leal con las actrices que me han atraído. Sin embargo, tiempo después, se cruzó en mi vida, es un decir, la escocesa francesa Jacqueline Bisset. Traicioné los azulísimos ojos de Julie por los verdes de Jacqueline. Más tarde les fue infieles con otras muchas, reconozco.
No sé muy bien mi interés en volver a ver durante este periodo de confinamiento Fahrenheit 451, en la que se describe un país donde los libros están prohibidos, son incendiados por la autoridades y sus propietarios son perseguidos y condenados. Al final, los amantes de la lectura huyen al bosque y allí se recluyen memorizando alguna de las obras que han leído. Lo sé: no tiene ninguna semejanza con la realidad presente. Y sin embargo, no me impide reflexionar sobre los temores a que el mundo del futuro sea una sociedad vigilada y vigilante en la que el bien de la colectividad prevalezca sobre las libertades individuales.
Seguramente estamos lejos de eso, pensé para calmarme cuando acabó la película y me dispuse ir a dormir. Apagué la luz e intenté conciliar el sueño sin más tarea que la de marchar a la compra a la mañana siguiente y realizar la tabla de gimnasia. Cuántas cosas, debo grabarlas en el móvil por si se me olvidan, suspiré con un punto de humor.
No había pasado ni media hora cuando escuché un ruido similar al de sillas que se mueven y unos carraspeos. No, no eran esta vez los molestos vecinos de arriba. Inmediatamente pensé que se trataba del retorno de los misteriosos visitantes de madrugadas anteriores. Pero tampoco se trataba de eso. No encendí la luz, permanecí a oscuras pese a que de nuevo regresaron los sudores y las palpitaciones, aunque en esta ocasión pude contener mi vejiga. Voy aprendiendo a controlarme ante tanta actividad e imprevisto nocturno que registra mi piso desde la reclusión. Debo aplaudirme por ello, me dije.
Frente a mí emergieron unas luces difuminadas que gradualmente fueron haciéndose más claras antes de convertirse en una especie de imagen tridimensional. Mostraba una habitación vacía de muebles con dos sillas como las que tienen los directores en un rodaje ocupadas por dos individuos, uno anciano y el otro en la cincuentena. El de la izquierda vestía una chaqueta de espiguilla y una camisa de leñador a cuadros con unos pantalones de pana marrones y unas deportivas. Tenía una abundante cabellera blanca y unas gafas de concha. Era desde luego mucho más mayor que el otro, pero me llamó la atención su gran sonrisa de persona tranquila y sabia. El de la derecha, de cabello oscuro despeinado, también con atuendo desenfadado, vestía una cazadora de piel oscura, una camisa azul con una corbata medio anudada y unos pantalones negros con unos mocasines de igual color. Su sonrisa no era tan abierta y reflejaba timidez.
Hola, soy Ray, Ray Bradbury. Y yo me llamo Francois Truffaut, dijeron casi al unísono en un inglés americano el primero y el segundo en francés.
Yo no daba a crédito a mis ojos de lo que me estaba ocurriendo esta noche y las anteriores. Vaya, pensé, algo positivo tiene esta reclusión obligada.
Hablaron en inglés, con más esfuerzo el segundo. En varios momentos Truffaut se disculpó por su trabajoso inglés afrancesado. Morí sin haber conseguido aprenderlo. Con Julie tenía que servirme de la ayuda de la script. Con Jacqueline fue todo mucho más sencillo. Hablábamos en mi idioma, me explicó siempre en ese tono de excusa.
¿Y a qué se debe su presencia, señores?, me atreví a preguntar.
Fue Bradbury quien me explicó que ante todo querían expresarme su solidaridad por la tragedia, por los miles de muertos, pero agregó que sentía envidia de no poder estar viviendo este momento. Tan único, tan genial, tan dramático, pero tan creativo para un escritor. Esto supera cualquier previsión que un autor de ciencia ficción como yo jamás pudiera imaginar, remató.
Ciertamente, añadió Truffaut, para agregar: Si yo estuviera vivo estaría ya escribiendo un guión sobre esta pandemia y lo que ocurra después.
Eso, el día después, es lo más atractivo, lo más interesante y al mismo tiempo lo más inquietante. Ni ustedes ni nosotros sabemos cómo será el mundo de mañana. Ojalá el cambio que sin duda se producirá traiga cosas buenas…pero tengo mis dudas, sentenció el novelista norteamericano.
Y yo también, señor Bradbury, yo también…, apostillé.
Se despidieron sonrientes saludando con la mano y la imagen se desvaneció en un segundo.
A la mañana siguiente me desperté cansado. Ni rastro de los dos protagonistas nocturnos. Cuántas emociones, cuántos personajes, reales o irreales, qué más da, aparecen en mis madrugadas de reclusión, pensé. Casi, casi estoy tentado en solicitar a las autoridades que la prolonguen más tiempo para aquellos ciudadanos que lo deseen. Hoy por hoy, lo de afuera no es más atractivo que lo que vivo dentro de mis cuatro paredes.