Vivir en una comunidad de propietarios, aunque sea mediante el pago riguroso de una cuota de alquiler, no difiere demasiado de lo que sería hacerlo, en algunas circunstancias, entre las claustrofóbicas paredes de un ascensor desvencijado, sobre todo si atendemos a la convivencia. Así, las relaciones vecinales responden, como un elevador, a la física de los engranajes y de las poleas, y a veces pueden ir hacia arriba; otras, hacia abajo; y, en una irremediable y angustiosa proporción, obligarnos a quedarnos atrapados, escuchando en bucle las canciones típicas de un trayecto en montacargas y forzándonos a mantener activos los niveles mínimos de interacción.
En ‘Pequeña flor’ (Literatura Random House, 2015), la quinta novela del escritor y guionista argentino Iosi Havilio, sucede que su protagonista, tras sufrir un pequeño percance que le obliga a quedarse trabajando en casa durante un tiempo indefinido, encuentra consuelo y distracción en las visitas periódicas que le empieza a realizar a su vecino, que acaba de mudarse a la urbanización. Como en la vida, los comienzos son prometedores: hay invitaciones a un aperitivo, a café, a whisky, a escuchar una colección de obras maestras del jazz… Pero, cuando todo eso se vuelve repetitivo e insoportable, no tardan en llegar los problemas, y tampoco sus consecuentes -y desesperadas- soluciones. En este caso, Guillermo -que así es como se llamaba el nuevo propietario- «me hizo escuchar una infinidad de temas, las horas corrieron a un ritmo acelerado. En su momento, sonaba una trompeta melosa y acompasada, Guillermo se puso a bailotear en el centro del living. Me sorprendió su desenfado. Qué tarde se hizo, dije como un autómata pero algo dentro mío ya andaba mal (…). Fue entonces que me agaché, empuñé la pala por el mango extrayéndola limpia de entre las bolsas y en una maniobra continua, atrás, arriba y abajo, la hundí con firmeza en la nuca de Guillermo». Después de una situación así, a todos nos hubiera entrado el pánico y hubiésemos salido huyendo; pero, por suerte, el protagonista de la historia «tenía un poder, un poder absurdo y maravilloso», y logró convertir sus preocupaciones en oportunidad. A fin de cuentas, a los pocos días del asesinato descubrió que su vecino seguía con vida y que, por tanto, tenía entre sus manos el poder de la resurrección, y supo enfocarlo en lo que muchos -estos días- no hubiesen ni dudado: en desahogar con el vecino sus propias frustraciones, como la incapacidad de teletrabajar correctamente o el odio a una canción determinada que suena a todas horas por el patio interior. ¿Cómo? Matándolo una vez a la semana, y viéndolo resucitar, tranquilamente y sin prejuicios, después del horror.
«Cada jueves, en cuanto llegaba Laura a casa, entrábamos en lo que yo llamaba para mis adentros el “pase doméstico” (…). En otro tenor, en otra lengua, ahí también existía una rutina». ¿Y a quién no le gustaría empezar una costumbre que -lejos del pecado- supusiera un desahogo frente a la falta de respeto vecinal? ¿A quién no le gustaría darle una lección a ese vecino que se ha puesto a hacer chapuzas en su casa con el taladro, o a ese otro desconsiderado que no deja de poner reguetón de madrugada? Pero con la certeza de que siempre, pase lo que pase, volverán. Y mejor aún: con la certeza de que, ocurra lo que ocurra, no estaremos solos.
En realidad, mi descontento comunitario no es más que otro ejemplo del altibajo emocional al que hemos sido expuestos durante estas últimas semanas. Cuando era pequeño, sin embargo, me moría por conocer a cualquiera que viviese en los alrededores. Y lo confieso: soñaba con enamorarme a través de una ventana, como veía en las películas de Hollywood, y mantener, así, una relación por medio de un teléfono casero, de esos que se hacían con un poco de hilo y un par de envases de yogur. Desgraciadamente, nunca sucedió; y lo más cerca que he estado estos días de lograrlo fue cuando una vecina, en el aplauso de las ocho de la tarde del miércoles pasado, me pidió que la siguiese en Instagram. «¡Hola!, ¿nos hemos visto antes?», «¡Toma, esta es mi cuenta! A ver si hablamos por ahí», y, a partir de entonces, todo salió mal. No en balde, resultó que era influencer, y yo terminé siendo igual de relevante que una lágrima en el mar. ¡Qué digo en el mar, en el océano de seguidores que pretendía! Para colmo, días después puso una pancarta en su balcón con la que se declaraba: «os amo», y con ella me di cuenta de la trampa: no me amaba sólo a mí, sino que, directamente, amaba a todo el mundo.
No obstante, a mitad del altibajo emocional, además de un desamor, se ha asomado una certeza. Tal y como cantaban Lucía Bosé y Gregorio Paniagua a finales de los años cuarenta, en Italia: «Nadie se conoce. Habitamos la misma ciudad, vivimos bajo el mismo cielo, respiramos los mismos virus, pisamos las mismas aceras (…). Dime quién eres, desconocido vecino». Ahora bien, no sé hasta dónde estoy dispuesto a llegar para seguir haciendo amigos.
Recuerdo, llegados a este punto, al misterioso vecino de Jep Gambardella en ‘La gran belleza’ (2013), de Paolo Sorrentino. Un tipo que, por su elegancia y su mutismo, despertaba constantemente la curiosidad del protagonista, y al que, cada vez que se encontraban en el ascensor, Gambardella le inquiría: «¿El traje es de Catellani, el sastre?», llevándose como única respuesta un portazo que disuadía, simple y llanamente, cualquier atisbo de conversación. Al final, resultaba que el famoso vecino era Giulio Moneta, uno de los diez fugitivos más buscados del mundo, y Gambardella no se había dado ni cuenta. Eso sí, antes de ser detenido, confesó: «Para ser sincero, Catellani, desde hace unos años, no tiene buenos tejidos trenzados. Para mí, el mejor sastre de Roma es Rebbechi». De todos modos, estos días, los vecinos sólo preguntan por una prenda en particular, que es la mascarilla sanitaria. Y sólo vemos detenciones en la calle, cuando algún irresponsable ha decidido salir sin motivo y saltarse la cuarentena.
Así están las cosas. Poco más de tres semanas de confinamiento y mi único consuelo es pensar en la novela de Iosi Havilio, donde los vecinos mueren una y otra vez, resucitan una y otra vez. En realidad, creo que no hay mejor metáfora para definir -a partes iguales- el tedio y la necesidad de sentirse todo el rato acompañado. Quizá, acaso, una pequeña idea de Tolstói rescatada por el personaje central de la novela de Havilio, en la que se decía que «hasta en la ciudad la primavera será siempre primavera», pero no sabría por cuál decantarme. Sea como sea, así es como están las cosas: un día pueden ir hacia arriba y al día siguiente, sin avisar, pueden venirse abajo, o atraparnos, pero nunca estando solos. Y eso es, a fin de cuentas, lo que verdaderamente importa.