En Camboya hay un camino en el infierno. Un camino que lleva de la pobreza a la miseria absoluta. Un trayecto en el que, los que menos tienen, son despojados de sus escasas pertenencias y arrojados a su propia suerte. Es el camino de las expropiaciones, que se han incrementado de forma drástica durante los últimos diez años en nombre del desarrollo y el bienestar común.
Durante el año pasado, al menos 20.000 personas han sido desahuciadas de sus hogares en la capital del país, Phnom Penh, y enviadas a varios kilómetros de su antigua residencia, según los datos del Grupo de Trabajo por el Derecho a la Vivienda, una agrupación de ONGs que vela por los derechos de los desalojados. En 2009, se produjeron el mayor número de desplazamientos en Camboya desde 1975, cuando el régimen de los Jemeres Rojos sacó a todos los habitantes de las ciudades y los llevó a trabajar al campo. En el resto de las provincias del país también se vive el mismo drama, y desde 2003 han sido desplazadas unas 250.000 personas, según los datos del grupo defensor de los derechos humanos LICADHO.
Boeung Kak podría considerarse el punto de partida del camino. Hasta hace escasos meses, este lugar era uno de los pocos espacios abiertos de Phnom Penh, un inmenso lago que atraía a turistas y locales por su tranquilidad. Ahora es símbolo de avaricia, corrupción y locura urbanística. En febrero de 2007, el ayuntamiento de Phnom Penh concedió a la compañía Shukaku Inc, perteneciente a un senador miembro del partido en el poder, la gestión del lago por un periodo de 99 años para construir un complejo de apartamentos de lujo, oficinas y centros comerciales. En el contrato se conceden a dicha empresa 133 hectáreas, que incluyen el lago y sus alrededores, por los que tan sólo pagará 79 millones de dólares, un 0,03 por ciento de su valor real en el mercado libre.
La mayor parte del terreno concedido era agua, lo que reducía enormemente las posibilidades de construir en la zona. Por ello decidieron que la mejor solución sería drenarla. En agosto de 2008 aparecieron las primeras máquinas, que comenzaron a echar arena sobre inmenso lago, provocando inundaciones en los barrios adyacentes, y algunas de las casas construidas sobre el agua se derrumbaron como consecuencia de las vibraciones. Actualmente se ha desecado algo más del 75 por ciento del lago y están cerca de conseguir su objetivo de cubrir el 90 por ciento del total de su superficie. Hasta el momento, 1.000 familias han sido desalojadas y otras 3.000 esperan su turno. “Nos echan de aquí porque somos pobres. Quieren limpiar Phnom Penh de pobres”, asegura Soy Kolap, vecina de uno de los poblados de Boeung Kak.
Kolap vive en una pequeña casa de madera sobre el agua cuya superficie no supera los 25 metros cuadrados. En ella viven cinco personas. Sólo hay una habitación, un salón con una cocina improvisada y un pequeño rincón para asearse. Se gana la vida vendiendo verduras, lo que apenas le permite mantener a su familia. “Nos han dicho que nos dan 8.000 dólares si nos vamos, pero con ese dinero es imposible comprar una casa en Phnom Penh”, asegura. La segunda posibilidad es aceptar 500 dólares y el traslado a otro poblado, a 25 kilómetros de la capital. “Allí no hay hospitales, no hay escuelas, no hay trabajo”, asegura Be Pharom, hermana de Kolap. “No queremos irnos allí”.
La economía de las familias de Boeung Kak se basaba principalmente en la agricultura, la artesanía y la pesca. Las obras en el lago han extinguido la mayor parte de los peces y han dificultado el cultivo de verduras. La zona se había convertido además en un popular barrio para los turistas mochileros, quienes aportaban unos suculentos ingresos para unas cuantas familias. “Aquí el 90 por ciento de la gente es pobre y un 10 por ciento, los que viven de los turistas, podrán comprarse otra casa. Pero la compensación es la misma para todos”, asegura Kolap.
Todos tienen miedo a perder su casa de forma violenta y no poder ni siquiera recoger sus pertenencias. Boreth mira con ojos taciturnos la vivienda derruida a unos pocos metros de la su madre. “Se cayó hace unos meses. La gente que vivía aquí tuvo que marcharse. No sé a dónde fueron”, asegura. El pasado mes de marzo, 170 familias tuvieron que abandonar sus hogares después de que un incendio destrozara sus rudimentarias casas. Algunos afectados apuntaron a un fuego provocado para poder seguir urbanizando la zona, ya que se les ofreció otro emplazamiento pero no la reconstrucción de todas las casas. Nadie les ha dicho cuándo será el momento de abandonar Boeung Kak, así que viven en la incertidumbre sin saber si empaquetar sus pocas pertenencias. “Nos pueden echar en cualquier momento, lo único que sabemos es que será pronto, pero nadie nos ha dado una fecha exacta”, asegura Be Pharom.
Camboya, en venta
Un país en venta. Así titula la organización no gubernamental Global Witness -Testigo Global- su último informe sobre Camboya. Un informe donde se detalla cómo se están concediendo las tierras de forma masiva a personas cercanas al gobierno y a empresas extranjeras, principalmente chinas y vietnamitas. “Después de haberse enriquecido con la tala de gran parte de los recursos forestales del país, la élite camboyana ha diversificado sus intereses comerciales para abarcar otras formas de activos estatales. Estos incluyen la tierra, la pesca, las islas tropicales y playas, los minerales y el petróleo. El país está siendo rápidamente parcelado y vendido. En los últimos 15 años, el 45 por ciento de las tierras ha sido comprado por intereses privados”, asegura el informe.
Cada día se aprueban nuevos proyectos urbanísticos que obligan al desalojo de miles de habitantes. Según un estudio de Amnistía Internacional, unas 150.000 personas se encuentran bajo amenaza de expropiación, de las que 70.000 se encuentran sólo en Phnom Penh. La construcción de presas hidroeléctricas y los planes de desarrollo minero del Gobierno son los que provocan las principales preocupaciones para los residentes.
Esta venta de tierras ha hecho que las disputas por el suelo se incrementen cada año. En 2009, el número de conflictos aumentó un 36,5 por ciento. Y el 2010 será aún peor. Sólo en los primeros meses, estas disputas se han incrementado ya un 34,3 por ciento. En un país donde la justicia se compra, un 67,4 por ciento de estos contenciosos quedan sin resolución.
Una de las principales denuncias de las organizaciones defensoras de los derechos humanos que trabajan en Camboya es que la mayor parte de las expropiaciones se están realizando en contra de la ley, sin las compensaciones adecuadas y con desalojos violentos. “El problema es que no hay una ley clara sobre cómo deben ser los desahucios. Pero lo que está claro es que los traslados no están siguiendo los estándares internacionales y no están asegurando unos mínimos para la gente desalojada”, asegura Kim Rattana, director adjunto de Caritas Camboya.
Según la Ley del Suelo de 2001, no se puede privar de la propiedad de una tierra sin un proceso justo, y concede esa propiedad a todas aquellas personas que hayan estado en posesión de los terrenos durante al menos cinco años. La Constitución camboyana establece además que el Gobierno sólo podrá expropiar a alguien por interés público y previo pago de una compensación justa.
No son las únicas leyes violadas. En julio de 2003, el Gobierno camboyano aprobó una serie de concesiones de tierras a cuatro comunidades sin recursos para que sus emplazamientos temporales se convirtieran en residencias fijas. El primer ministro de Camboya, Hun Sen, anunció entonces que el objetivo era ayudar a 100 comunidades pobres al año durante un periodo de cinco años para que mejoraran sus hogares. Las cuatro poblaciones incluidas en el texto han sido desahuciadas y enviadas fuera de Phnom Penh. Otras muchas han seguido el mismo camino y ya han sido desalojadas más de 300 de las 569 comunidades pobres que había en la capital. Tan sólo unas pocas familias han recibido una casa nueva en el mismo sitio en el que vivían. “Aprobaron esta legislación para dar tierra en el centro de Phnom Penh a personas bien conectadas, amigos del Gobierno, con la excusa de las concesiones sociales”, asegura Manfred Hornung, consultor legal de LICADHO.
El Gobierno alega que estos asentamientos en realidad son ilegales, ya que al ser temporales el derecho de propiedad es sólo transitorio. Un vacío legal muy conveniente para poder conceder el suelo a los intereses empresariales. Para ello la administarción ha pasado recientemente una circular en la que, además de declararlos oficialmente ilegales, establece los mecanismos para acabar con ellos a través de traslados, mejoras de los asentamientos existentes o compensación económica.
Las irregularidades registradas han hecho intervenir al Banco Mundial, que ha abierto una investigación para averiguar el destino de los 28 millones de dólares que ha concedido para asegurar la propiedad de la tierra a las comunidades pobres del lago Boeung Kak. Sus habitantes denunciaron que habían sido excluidos del programa y que el dinero no se estaba utilizando para los fines previstos. “Gente del Banco Mundial ha venido para hablar con nosotros, para ver qué está pasando. Les hemos dicho que sólo queremos una compensación justa”, asegura Be Pharom.
Una operación encubierta
Los procesos de desahucio son una especie de operación encubierta donde la comunicación directa entre las autoridades y los afectados brilla por su ausencia. “Aquí nadie sabe nada, el gobierno no nos ha informado. La gente habla, rumorea, pero no tenemos información oficial”, asegura Yong Yuth.
Yuth vive al otro lado del lago, donde ya no queda agua. Ha pasado los últimos 20 años en Boeung Kak. Ahora le echan y ni siquiera le han dicho por qué. “Yo quiero protestar, hacer algo, pero no podemos quejarnos, porque podemos perder las compensaciones que nos han prometido”, asegura. Trabaja como motodop, la versión camboyana de los taxis de dos ruedas, con lo que da de comer a sus tres hijos. “Yo me voy a quedar en Phnom Penh. No tengo otra forma de ganarme la vida”, afirma decidido.
La mayor parte de la información la obtienen de la prensa y de las organizaciones no gubernamentales. Muchos de ellos ni siquiera tienen claro si deberán marcharse o no. “Yo no sé nada, no sé si tengo que irme o no. Nadie me ha dicho nada, pero yo no quiero marcharme a un sitio donde no haya ni colegios ni trabajo”, asegura una de las vecinas del llamado Poblado 3. Lo cierto es que ella se había salvado, pero pocos días antes el ayuntamiento decidió que el lujoso complejo necesitaría un acceso más apropiado y que éste pasaría por encima de ese asentamiento.
“Me preocupé cuando vi que empezaban a rellenar el lago. No entendía nada. Queremos información, pero nos da miedo preguntar por las represalias”, continúa. La conversación termina ahí, antes de que pueda desvelar su nombre. Dos miembros de la seguridad de la empresa constructora se acercan. Uno de ellos lleva impresa una pistola en la parte trasera de su camiseta. Las buenas palabras pronto cambian de tono y el guardia nos invita a marcharnos y a no hacer más preguntas.
Los llantos de los niños invaden el ambiente. La tierra se impregna a los zapatos, o a la piel de los que no tienen nada con que calzarse. No hay agua corriente ni electricidad, y las casas están fabricadas con cuatro maderos y un pedazo de tela. El final del camino tiene una cara aún más desoladora que el principio.
Udong Community es uno de los puntos de destino. Acoge a 465 familias procedentes de Drey Krahorm, una de las comunidades incluidas en el programa de concesiones sociales. La tierra le había sido otorgada en 2003, pero la empresa 7NG y los líderes de la comunidad sellaron un acuerdo para utilizar el terreno en un proyecto privado y trasladar a los residentes a Damnak Trayoeng, a 25 kilómetros de Phnom Penh. Los residentes nunca fueron informados de que se estaban vendiendo sus propiedades, ni de que el acuerdo era ilegal según el derecho camboyano. 7NG va a construir ahora un gimnasio de lujo sobre lo que antes fueron sus casas.
El desahucio de Drey Krahorm en enero de 2009 ha sido uno de los más violentos que se recuerdan. Los bulldozers entraron de madrugada sin previo aviso, echaron a sus residentes sin permitirles coger sus escasas pertenencias y arrasaron las casas. Sus habitantes fueron atacados con gas lacrimógeno, cañones de agua y balas de goma, todo bajo la mirada de la policía que no intervino en ningún momento. El desahucio tuvo lugar cuando las negociaciones sobre las compensaciones que debían recibir los afincados aún no habían sido cerradas.
No todos los residentes pudieron quedarse en Damnak Trayoeng. Los que no tenían un título de propiedad fueron expulsados una segunda vez y trasladados a Udong community, a 40 kilómetros de Phnom Penh. “Las condiciones eran mejores al principio, pero aquí por lo menos la tierra nos pertenece. Si nos hubiéramos quejado, también hubiéramos perdido esta propiedad”, asegura Srey Khuoch mientras sujeta a su bebé.
Khuoch mira su casa. Es algo mejor que la de los demás, incluso tiene las cuatro paredes. Pero su tierra no vale prácticamente nada, unos 4,50 dólares por metro cuadrado frente a los 2.000 que se puede alcanzar en Phnom Penh. La tuvo que hipotecar para poder construir la vivienda. Sólo consiguió 50 dólares por la parcela. “Ahora tenemos casas un poco mejores, pero la vida sigue siendo complicada aquí. A veces sólo podemos comer dos veces al día porque no hay arroz”, asegura uno de los vecinos, que prefiere no desvelar su nombre. Tampoco es posible encontrar trabajo en Udong Community y cada uno se las tiene que ingeniar para poder sobrevivir. Algunos han comenzado a plantar en una tierra prácticamente improductiva, otros hacen bolsos con desechos de plástico o fabrican telas para venderlas en el mercado. Pero muchos tienen que volver a la capital para poder trabajar. “Los más pobres no se pueden quedar aquí. Tienen que ir a Phnom Penh a ganar algo de dinero. Pero no les compensa porque es demasiado caro”, asegura Phearum Sia, director del Grupo de Trabajo sobre Derechos a la Vivienda.
Varias organizaciones trabajan en Udong Community para asegurar la comida y los medicamentos. Una ayuda controvertida, ya que al minimizar las consecuencias negativas de las expropiaciones también las estimula. “Las organizaciones estamos en una posición complicada. No queremos abandonarlos, pero si nos ocupamos de estas comunidades quiere decir que estamos apoyando las expropiaciones e incitando al Gobierno a que las siga haciendo”, explica Phearum Sia.
A pesar de que su propiedad vale poco y no interesa a casi nadie, la intranquilidad no desaparece. “La tierra ahora nos pertenece pero aún tenemos miedo, porque si ya nos han desalojado una vez, nos pueden volver a echar cuando quieran. El gobierno no se preocupa de la gente”, asegura Chum Sary, otro de los vecinos desahuciados. Sary baja entonces la mirada. Es consciente de que ha emprendido, como otros tantos camboyanos, un camino sin fin.