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Mientras tantoNo sé cómo vengarme de este año maldito

No sé cómo vengarme de este año maldito


Cada vez que escribo la fecha e identifico el año en el que vivo mi reacción mezcla el terror con la rabia y el dolor. Y últimamente hasta con un deseo inconfesable de venganza sin saber dónde poner el punto de mira: en mí, en la sociedad, en nuestro modo de vida. No lo sé bien. Qué candidez la mía al pensar que éste iba a ser un año bonito, triunfal y viajero. Me gustaba cómo sonaba. Era, además, capicúa y bisiesto. Yo estaba dispuesto a salir de la cueva marítima, a relacionarme más, a encontrar nuevos amores y en definitiva a ser más sensible y solidario con el otro. Dispuesto a escuchar, a sentir la diferencia del prójimo y a meter en un cajón el absurdo narcisismo que tengo y pienso que tienen mis congéneres para esconder nuestra debilidad y nuestra inseguridad.

Pero está visto que lo mío no es la prospección, la previsión o siquiera la intuición. He creído tenerlas en algún momento y ahora descubro que estoy en pañales, en párvulos de la asignatura llamada vida. Bueno, no me sumiré a hora temprana en el autoflagelo, la autodestrucción, el lamento, porque en esta cosa llamada Covid-19 pocos, empezando por la ciencia, pudieron prever lo que iba a ocurrir. Pero no se escuchó suficientemente a los que alertaron de la gravedad, del efecto dominó. Profetas del fatalismo. Ni siquiera ahora prestamos demasiados oídos a lo que afirma la OMS sobre el serio peligro de un rebrote si empezamos tempranamente con medidas de relajación, con la desescalada como dicen ahora. No querría estar en la piel de quien me gobierna. Sin embargo, quienes dirigen mi país y el resto del planeta deberán hacer una severa autocrítica una vez que la pandemia sea dominada. No me parece que hasta ahora lo hayan hecho más allá de enfatizar lo inédito de la situación y el cumplimiento de lo que les recomiendan los expertos científicos, lo cual es bastante discutible que sea así. Unos despuntan la incompetencia disfrazada de arrogancia. Otros la inepcia, la mentira y la vergüenza ajena. La salud o la economía, nos cuenta el actual inquilino de la Casa Blanca que es su dilema, y me hace creer que es la decisión más difícil que ha tenido que tomar en su vida como si uno no supiera lo que en el fondo pretende ese señor en un año electoral.

Esta pandemia tal vez podría haberse evitado o reducido su gran magnitud. Al menos, podríamos haber estado mejor preparados y dejado a un lado tanta palabrería barata, tantos odios de trinchera, tanta doctrina ideológica y tantas masivas concentraciones de pancartas, abrazos y aplausos. Sería bueno que un experto en el comportamiento humano hiciera un análisis a modo de resumen de las estupideces que hemos dicho o escrito desde que el coronavirus desembarcó en Europa. Y, cuidado, porque aún no hemos llegado a la orilla y podemos superarnos en la idiotez. Los pobres profesionales de la sanidad, a quienes cada hora elogiamos con justicia por su entrega y sacrificio, y hasta por su vida. seguramente hubiesen preferido ser menos protagonistas y estar mejor pertrechados antes que escuchar los vivas, las palmas y los himnos patrióticos frente a la guerra contra un enemigo invisible.

El disidente artista chino Ai Weiwei  piensa que el mundo ha caído en el caos. Yo también lo creo. Esta tragedia tendrá más capítulos en lo virológico, en lo sanitario, en lo político, económico, comercial y en definitiva en lo social. El capitalismo ha llegado a su fin, no puede continuar desarrollándose moral y éticamente, los humanos hemos violado demasiados principios morales, sentencia el intelectual chino. Yo tengo mis dudas de que el sistema tal como está organizada la sociedad se derrumbe tan fácilmente, tan rápidamente como un castillo de naipes y eso que concuerdo con Ai Weiwei en que hemos tocado fondo.

Sin embargo, recuerdo ahora lo que declaró  Nicolas Sarkozy cuando estalló la crisis financiera de 2008. «Hay que reinventar el capitalismo», sentenció el entonces presidente francés. Hubo parches y maquillajes, pero el mundo continuó siendo injusto, la brecha social se agudizó con la masiva migración de ciudadanos de países en ruinas al primer mundo, no frenó el desmedido enriquecimiento de unos pocos y el planeta continuó con su degradación ambiental por culpa de la irresponsabilidad de quienes lo habitamos. La globalización, ese fenómeno que ahora algunos sostienen ser causa de todos los males, empezó a resquebrajarse. Emergieron ideas que podrían poner en peligro mis derechos fundamentales, mi libertad de pensar diferente, movimientos populistas radicales y nacionalismos fanáticos que en lugar de unir nos separaban unos a otros, que nos pretendían diferenciarnos en razón de una identidad, de una lengua y de un pensamiento único. Yo eso no lo quiero y si en eso se va a convertir el mundo me regreso a las profundidades marinas sin billete de retorno.

No es verdad que esta pandemia nos golpea por igual. No es cierto que nos iguala. Muy al contrario, lo que hace es agudizar las diferencias sociales. Me viene a la memoria una anécdota que me chocó en los primeros días después del decreto del estado de alarma. Un policía municipal paró en una calle de Madrid a un individuo y le instó a regresar a su casa. ¿Qué casa, señor agente, si yo no tengo?

Como enuncia una maravillosa canción de Sting, qué frágiles somos los humanos. Qué frágil soy. Y cada día más conforme pasan los años y dudo más. Pero esa fragilidad no nos iguala. Nos diferencia. No todos jugamos en las mismas ligas. Nuestros gobernantes repiten el mantra, y nosotros con ellos, de que de esta crisis saldremos. Habrá que ver cómo sale cada uno de esta pesadilla.

 

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