Sin reconciliarme con la naturaleza, el silencio que invade las calles en Alcalá de Henares anuncia una parálisis del tiempo que me parece opresiva, como la manifestación de que está ocurriendo algo trágico en muchos hogares. Eso es lo primero que experimento cuando salgo de casa, después de que me pidan que no coja el ascensor, manoseado por el resto de vecinos y convertido en un posible foco de contagio. Bajando las escaleras, descubro que me he puesto mal la mascarilla, porque la costura me arruga las pestañas y entorpece mi descenso, que hago con cuidado de no tropezarme. Por falta de costumbre, tampoco me he recogido el pelo, que no puedo retirarme del rostro, por miedo a rozarme los ojos con los guantes. No es original recordarlo, pero el cambio de indumentaria suele acompañar a las grandes crisis. Durante la Revolución, la moda se transformó notablemente en Francia. Imitando a los condenados a la guillotina, los jóvenes se cortaban la melena y dejaban su nuca al descubierto. Con pendientes que reproducían la hoja asesina, las mujeres vestían túnicas con una equis bordada, indicando el punto donde la cuchilla debía caer[1]. De paseo, descubriré que en algunos tapabocas, como llaman a las mascarillas en Colombia, el tejido recoge una espiral de dibujitos, probando que la estética siempre endulza la necesidad.
Cuando salgo del portal, me encuentro con una calle prácticamente desierta. Aunque tampoco concurrida, antes de que el coronavirus nos recluyera en casa no era raro ver a grupos de obreros departiendo o cierto vaivén en la terraza de los dos bares más cercanos. El comercio de alimentación chino de la acera de enfrente, donde suelo comprar chucherías para mis sobrinos, fue de los primeros en cerrar. El de productos rumanos sigue abierto, como también la carnicería, donde no hay clientes y suena una canción de una banda de pop británico, que me alcanza con la textura granulosa que provoca el tamiz de la radio. No sé si debería aclararlo, pero si hago énfasis en estos pormenores es para describir el espacio donde empieza este viaje, una zona humilde que presento sin orgullo ni vergüenza. Desde aquí, llegar al centro de Alcalá de Henares, una de las ciudades más afectadas por la pandemia, lleva unos treinta minutos a pie. Repetido desde la infancia, conozco de memoria el camino, que presenta dos alternativas. La primera discurre entre bloques de pisos por algunas de las calles con la renta más baja de la ciudad, un territorio poblado de rotondas –la de comentarios socarrones que hacíamos mis amigos y yo con el tema– que desemboca en el subterráneo, un túnel que permite sortear las vías del tren que conducen a Madrid o Guadalajara. La segunda atraviesa el parque O’Donnell, tras cruzar un puente que tiembla cuando pasan los convoyes. Siempre me ha parecido que ofrece una vista hermosa, como si fuera una ventana que invita a viajar.
Descartando la opción del parque, prefiero recorrer el camino donde siempre ha habido más ajetreo. Dejando atrás mi calle, me dirijo a la iglesia de San Juan Bautista, una mole de ladrillo naranja que imita la forma de un barco y está cerrada, aunque un cartel anuncie que se puede escuchar misa todos los días a las siete de la tarde. A pocos metros, percibo cómo se abren las puertas automáticas del Centro de Salud Reyes Magos, y pienso que tal vez sea oportuno que un ambulatorio esté cerca de un templo. Con mascarilla y bata blanca, una enfermera sale al encuentro de un hombre que también lleva el rostro cubierto y habla con acento sudamericano. Para la mujer, la crisis es un “tiempo de guerra”, según alcanzo a escuchar. Después de que el tipo se marche, vuelve su mirada hacia mí. Cuando me pide que hable más alto –no soy consciente de que el trapo amortigua mi voz–, subo unos peldaños para acercarme, un movimiento que frena alzando con las manos un muro invisible. Tras explicarle lo que quiero, accede a charlar: “No hay la misma avalancha de gente, pero los que vienen están más malitos que los de hace unos días”, reconoce. Quienes acuden con síntomas de coronavirus entran por una puerta diferente a los que llegan por otra causa. En la medida de lo posible, se intenta atender a la gente por teléfono. El Hospital Príncipe de Asturias, donde Médicos sin Fronteras ha levantado unas instalaciones para desahogar la carga de trabajo, continúa “muy saturado”, y padece la “falta de material”. Una de sus compañeras, con los pies envueltos en un plástico verdoso, interviene poco esperanzada: “Hoy ha muerto más gente que ayer”, recuerda. Es cierto. Del 6 al 7 de abril, la cifra de fallecidos en España pasó de 637 a 743 personas, rompiendo la tendencia a la baja de los días previos.
Sin querer decirme su nombre ni dejar que le saque una fotografía, la enfermera se despide de mí rogándome que me cuide. Tras las puertas del ambulatorio, contemplo a sus otros compañeros, sentados en la entrada como si fueran los últimos moradores de una fortaleza asediada, impasibles en su camaradería. Observo que algunas personas salen de un lateral del edificio, donde está la puerta para que entren los pacientes que no están infectados. No me atrevo a sacar la cámara, y comienzo a alejarme. Desde que comenzó la crisis en España, alrededor de 19.400 sanitarios han resultado infectados, según datos del 6 de abril[2].
En la farmacia que hace esquina, una chica con mascarilla espera su turno para entrar. Solo me encuentro con personas que van a hacer la compra, dueños de perro o gente que se desliza dentro de sus coches, mientras disfruto de la claridad con la que suena el piar de los pájaros. El recorrido despierta mi memoria. Solitario y silencioso, no se parece demasiado al de mi infancia, cuando lo hacía todas las mañanas para ir al colegio, a menudo acompañada por el tumulto del traqueteo de las mochilas de ruedas de los niños. Donde ahora hay una frutería antes estaba la tienda de muebles Paco, que me recordaba a un señor del pueblo que vivía enfrente de mi casa. Para contemplar una enorme bandera de España, me detengo frente al taller El Chorrillo. Enredada en el mástil clavado en una rotonda, la enseña ondea a media asta, y no es raro ver a patrullas de la Policía Nacional debajo, vigilando que se respete el confinamiento.
No me gusta dejarme llevar, pero es cierto que la situación produce tristeza. A la sucesión de negocios cerrados, se une la desconfianza que parece haber cundido entre las personas. Las emociones se concentran en la mirada, ahora que la sonrisa o el gesto del rostro resultan imperceptibles. Por desgracia, los ojos no suelen estar tan cerca como para apreciar las fluctuaciones de su luz, que son las que suelen revelar los matices del carácter. La desolación asalta con el paisaje, doblemente empobrecido. Cerca de mi colegio, unas cintas de plástico rayadas de blanco y rojo rodean los columpios de varias zonas ajardinadas, como si fueran la escena de un crimen. En una parada de autobús, dos tipos se giran cuando se dan cuenta de que estoy haciendo una fotografía, en apariencia molestos. La biblioteca Pío Baroja, donde iba cuando no me apetecía estudiar, descansa bajo la reja metálica que cubre la puerta. Llegando a El Oliva, una tienda de frutos secos con un escaparate tan bonito que parece adhesivo para los rostros de los niños, aprecio la cola de un supermercado llamado Tu Cash, donde una mujer se da la vuelta cuando descubre que llevo una cámara. Como ha estado lloviendo, las nubes están hinchadas y se revuelven en el cielo, y la luz se posa laminada sobre las fachadas de los edificios, que se oscurecen con el paso de las horas igual que los relojes de sol. De las barandillas de las terrazas penden más banderas, que no serán las últimas con las que me encuentre a lo largo de la tarde. Con un paquete en la mano, un repartidor pasa junto a mí y se pierde en un portal. Escucho la caída de una gota de agua persistente y el rumor de voces de hogares extraños. Detrás de los muros, continúan las vidas de miles de personas que nunca voy a conocer. Observo los cables de las vías, que transcurren detrás de un parapeto bajo el que se abre la entrada al subterráneo, y empiezo a descender, siguiendo mi camino.
Desde que he salido casa, me pregunto cómo se escribe sobre una ciudad que conozco tan bien y con la que me he peleado bastante a menudo. Pasear con la atención encendida por Alcalá de Henares me parece casi imposible. Con la mirada soñolienta de la costumbre, ¿cómo encontrar insólito lo que he visto mil veces? Lo que ocurre resulta curioso. Sin distracciones que los ahoguen, los recuerdos se esparcen por los espacios por los que voy caminando, ahora que están vacíos y parecen el escenario de un teatro donde yo pongo el atrezo y elijo la obra. En esa fuente nos tiramos globos de agua hasta acabar empapados, y en esa tienda me compraron el estuche que tanto me gustaba, y en ese césped… las americanas de intercambio nos decían que tenían un estanque con pescados, en lugar de con peces, y nos partíamos de la risa con sus historias sobre el baile de fin de curso y el primer beso bajo un porche, porque eran como las de las series de televisión.
Cuando acaba el subterráneo, las anécdotas revolotean por mi cabeza, esfumándose al descubrir a dos señores acodados en las barandillas de sus terrazas, que tienen los ojos puestos en mí. Uno es un tipo enjuto y anciano, y el otro, grueso con un mostacho considerable. Tentada a saludar, decido que lo mejor es pasar de largo. Si camino con presteza, puedo llegar al centro en diez minutos. Cruzo el barrio de la estación, antes de la calle Talamanca, donde trabajaba mi madre, y de la Escuela de Idiomas, de la que nunca llegué a ser alumna, porque los plazos terminaban sin que yo tuviera preparado el papeleo. Por el camino que conduce a la chocolatería Cibeles una señora apoyada en dos muletas se acerca hacia mí, caminando con dificultad y descargando el peso de su cuerpo sobre la pared. Cuando estamos al lado, pienso en ayudarla, pero recuerdo que tocar a alguien puede implicar hacerle daño. De su mano, cuelga una bolsita de la farmacia Daoiz y Velarde, los héroes de la Guerra de la Independencia a los que la botica rinde tributo porque su local está en la vía del mismo nombre.
Los cachivaches que exhibe el escaparate de un comercio asiático me llaman la atención por primera vez. Sevillanas y tazas de toreros conviven con budas cabezones y esmaltados y juguetes y balones de fútbol. Como las miradas fugaces no invitan a conversar, prosigo mi camino reparando en los negocios que me salen al paso, sobre todo en una casa de apuestas que se llama Nevada y ha plagiado el diseño de la N del logo de Netflix sin ninguna clase de pudor. En la pared, un cartel anuncia un tributo a Mecano para el 3 de abril, planeado cuando nada impedía que se celebrase. Una mujer musulmana, con una túnica negra y el cabello cubierto por un pañuelo azulón que termina en unos flecos, pasa por mi lado, arrastrando un carrito de la compra mientras canturrea una canción que no reconozco. A lo lejos, atisbo los cipreses de la plaza de Atilano Casado, con el caserón a su izquierda y la entrada a la calle del Tinte, que es una de las vías más populares para llegar al centro. En ese punto de la ciudad, a menudo concurrido para ir de paseo, de compras o a tomar algo con los amigos, la quietud es incómoda, y genera de manera inexplicable cansancio y plomo en el ánimo.
Cruzando la vía Complutense, donde los semáforos se han vuelto prácticamente inútiles ante la ausencia de tráfico, un señor repara en que estoy tomando notas y me pregunta si me dedico a hacer encuestas, lo que me hace reír, aunque mi sonrisa solo se vea a través de las arrugas que deben de dibujar mis párpados. Cuando le explico lo que escribo se queda mudo y prosigue su camino. En el cielo, una espiral de nubes envuelve el sol, que me parece que desprende una luz espesa y un poco apelmazada. En dos minutos llego al centro. En la intersección de la calle Libreros con la calle Mayor, donde en invierno suele haber un puesto de castañas, no se escucha nada. Durante todo el año, por allí desfila un reguero de gente, dispuesta a disfrutar del ocio de los bares y restaurantes que crecen en los alrededores de la Plaza Cervantes, rodeada de hileras de árboles con las ramas nudosas y las hojas caídas, como las manos de dos personas que se mueren de hambre. No hay nadie hoy.
Sin terrazas ni trasiego, la fila de soportales de la calle Mayor se sucede sin interrupciones hasta las proximidades de la plaza de los Santos Niños, donde se levanta la Magistral, la catedral donde reposan las reliquias de San Justo y Pastor. Por los pilares, donde todavía se pueden encontrar argollas para sujetar los caballos, descienden las tuberías plateadas, que terminan con la forma de la cabeza de un pez con cresta, que vomita el agua de la tormenta que ha caído unas horas antes. Me acompaña el sonido de las campanas de las iglesias, de una ciudad embellecida por el convento de las Mercedarias Descalzas, las Clarisas de San Diego o las Carmelitas Descalzas de la Purísima Concepción, vecinas de la casa de los Azaña, en la céntrica calle de la Imagen[3]. Don Esteban, el padre del que fuera presidente de la Segunda República, fue alcalde de Alcalá de Henares, y ordenó levantar la estatua del autor del Quijote que hoy corona la Plaza Cervantes, antes Plaza del Mercado, y que también está desierta. En soledad, alcanzo la Plaza de San Diego, en honor al Santo milagrero del cuerpo incorrupto, y contemplo vacías las zonas ajardinadas que se extienden frente a la fachada de la Universidad y del Paraninfo. Sorprendida por una patrulla de Protección Civil, enseño mis credenciales y continúo mi camino un poco absorta. De la espadaña de la capilla de San Ildefonso, donde descansa el sepulcro del cardenal Cisneros, sale una cigüeña con una ramita en la boca, y me conmueve escuchar su aleteo batiendo el aire, bajo un cielo gris y mudo. Como una cesta de mimbre, su nido reposa sobre el último arco.
En la calle Mayor me siento como si entrara en un pueblo del Lejano Oeste, donde estoy a punto de sucumbir a la emboscada de alguna banda de forajidos. Caminando por la mitad de la vía, sobre la sucesión de charcos que la tromba de agua ha ido dibujando en los adoquines, veo que de vez en cuando alguien cruza a lo lejos, saliendo de una fila de soportales y desapareciendo en la siguiente. Arrastrados por la correa que tensa el hocico de su perro, algunos vecinos aprovechan el cese de la lluvia para pasear. Frente a la puerta de un estanco, un hombre espera su turno. El negocio funciona bien, porque las adicciones establecen una clientela leal y estable. Detrás de los visillos de un balcón, me sorprende la sonrisa de una chica, que me saluda con el rostro descubierto. Dura un instante, pero su gesto me reconforta. Soy consciente de que no puedo quejarme de nada, porque he conseguido mantener la salud, pero la sensación de desamparo va creciendo con la distancia de mi paseo. Por primera vez no supone un desahogo.
Cuando llego a los alrededores de la plaza de los Santos Niños el reloj está a punto de marcar las ocho de la tarde. Como un rumor que va creciendo, comienzan los aplausos al personal sanitario, que se van extendido por la calle Mayor en una sucesión de palmas que recuerda a las primeras gotas de una tormenta. Por deseo de algún vecino, suena Satisfaction, y me adentro en la calle de san Felipe Neri mientras tarareo a los Rolling, que terminan ahogados por la voz de Mercedes Sosa. La plaza de las Bernardas, donde suelen jugar los niños, permanece impasible bajo las ramas de sus altísimos cedros, que dan sombra al Palacio Arzobispal, la cuna de Catalina de Aragón. En la calle Madre de Dios, el Himno a la alegría sucede a Gracias a la vida, y los vecinos sacan banderas y se acomodan en las barandillas de sus terrazas, disfrutando de la música como si asistieran a un concierto con entradas de palco.
Dejando atrás las murallas, abandono el centro de Alcalá y me dirijo al parque O’Donnell, donde formo un ramo de lilas para que mi madre las ponga en un jarrón y el confinamiento no nos prive por completo de la primavera. De vuelta a casa, tiro la mascarilla y los guantes a la basura, y me lavo las manos y cambio de ropa tan rápido como me resulta posible. Cuando me preguntan qué tal me ha ido, respondo la verdad: lo único que siento es cansancio.
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[1] Después del Terror, la indumentaria de los franceses recogió el trauma provocado por la guillotina. En su investigación Usurping Masculinity: The Gender Dynamics of the coiffure à la Titus in Revolutionary France, publicada bajo el auspicio de la Universidad de Michigan en 2013, la historiadora del arte Jessica Larson incluye imágenes de los pendientes con forma del siniestro instrumento que guarda el Museo Carnavalet de París, y que posiblemente datan del Directorio (1795-1799), y de una “croisure à la victime”, el vestido que señala con una equis el lugar donde la hoja debe precipitarse, publicada en el Journal des Dames et des Modes, en 1798.
Enlace: https://pdfs.semanticscholar.org/9132/7e622c833c95c4f150d2fbc8af1dd2548277.pdf
Sin entretenerme, Larson también menciona la polémica alrededor de los Bals des victimes (bailes de las víctimas), supuestas fiestas que se celebraron tras el Terror, y donde solo podían acudir los familiares de las víctimas de la guillotina. En esos eventos, las mujeres acudían con el pelo cortado y la nuca descubierta, y un chal rojo alrededor de su cuello que imitaba a un hilo de sangre, según se creyó durante años. En su artículo Gothic Thermidor: The Bals des victimes, the Fantastic, and the Production of Historical Knowledge in Post-Terror France, publicado en 1998, el historiador Ronald Schechter cuestionó su autenticidad, alegando que la mención a estos actos solo es insistente a partir de las primeras décadas del siglo XIX, escaseando en fuentes contemporáneas a los hechos.
Enlace: https://scholarworks.wm.edu/cgi/viewcontent.cgi?article=1631&context=aspubs
[2] El medio Redacción Médica informó de la cifra de sanitarios infectados el pasado 6 de abril.
[3] En Vida y tiempo de Manuel Azaña, el historiador Santos Juliá, fallecido hace meses, describe la infancia del político republicano en Alcalá de Henares. En un episodio bastante tierno cuenta que las monjas de las Carmelitas Descalzas invitaban al niño Azaña a “hablar subido a una silla”, tal vez porque manifestaba el talento de una “retórica en ciernes”.