Estamos en plena época festivalera. Con la que está cayendo en la industria musical, incluir los conciertos dentro de paquetes turísticos más amplios puede ser una de las pocas opciones rentables para salvar las naves. Las de los organizadores, claro, porque las de los músicos cada vez están más hundidas.
El FIB de Benicassim existe sólo gracias a una mayoría de guiris con mono de sol, sangría y revolcones. El 70% del público es extranjero y, dentro de éste, el 85% británico. Es una suerte de parque temático playero para hooligans indies y medianamente cultivados, donde la música sólo es un aliciente más.
La lógica del promotor de festivales a la hora de programar conciertos es clara: gastarse la pasta en dos o tres estrellas de relumbrón y unas cuantas de segunda o tercera división con prestigio, y luego llenar el cartel de grupetes desesperados que, por cama y propina, actúan agradecidos y dan sensación de abundancia. Cuanto más distintos mejor, así se puede atraer mayor variedad de tribus. El revoltijo es rentable.
En el reciente Azkena Rock de Vitoria, han mezclado en una misma noche -entre otros-, a Airbourne y a Katy, Daisy & Lewis. Al día siguiente hicieron lo mismo con Kiss e Imelda May. ¿Les parece razonable este batiburrillo? ¿No hubiera sido más lógico juntar un día a los heavies y otro a los jóvenes revisionistas de tupé airado? Ya, pero de esta forma obligan a pagar dos veces a los seguidores de ambas tribus.
Atrás quedaron también los tiempos de la especialización de los festivales. El SONAR de Barcelona, apoteosis del gafapastismo arty y experimental, este año ha acogido -bajo la excusa de que fueron muy influyentes- el retorno alimenticio de Roxy Music, un ex-grupo absolutamente mainstream. Su cantante, ese Roger Moore de la música llamado Brian Ferry, ha tenido incluso el honor -reservado sólo a unos pocos elegidos- de haber actuado en Crónicas Marcianas rodeado de las mamachicho de Sardá mientras asesinaba a Dylan.
El otro día, en los Veranos de la Villa de Madrid reunieron en la misma noche a Adriana Calcanhotto y Marianne Faithfull, dos señoras estupendas en lo suyo, pero que habitan planetas musicales situados a años luz de distancia. Con estas anómalas combinaciones, se multiplica por dos la posibilidad de atraer público, pero también el riesgo de que no acuda ni el tato. Si encima las señoras vienen sólo con acompañamiento de guitarra, en plan mínimal, pues imagínense. Este es un truco muy usado por los capos de los conciertos. Traerse a un famoso sólo con piano o guitarra, anunciarlo y cobrarlo normalmente, sin dar más detalles, y que el público descubra que no hay banda cuando entre al recinto.
Ya sabemos que cada vez hay menos gente dispuesta a pagar por la música grabada. Los más románticos pensaban que así se extendería el directo como forma de vida de los músicos. ¿Forma de qué? ¿De vida? Ni de coña, por lo menos en España. Eso sólo les pasa a los funcionarios de las orquestas clásicas y a los cuatro músicos de pop o rock a los que toque girar ese año. El resto lo tiene crudo. Es muy difícil encontrar un club que pague más de 60-70 euros por músico. Lo mismo que se pagaba hace veinte años. Entre carga y descarga, prueba de sonido y varios pases, al final se van un mínimo de cinco horas por concierto. Uno de los locales de directo más añejos y exitosos de Madrid, en la calle Covarrubias, paga hoy a los músicos -los importantes, los que cobran, porque hay quien paga por tocar- exactamente lo mismo que cuando abrió sus puertas en 1986. Las copas valen ahora tres veces más.
Más allá de unas cuantas figuras de clásica, España es un país que no respeta a los músicos. La gente puede entender perfectamente que alguien con un diplomilla de fontanería del CCC pueda ser considerado un profesional, pero no llama profesión a tocar blues, jazz o rock en un garito -después de haber estudiando años en un conservatorio-; eso es más bien un hobby. El propio aprendiz de músico acaba interiorizando esto y, entre su propio complejo de golfo y la presión exterior, terminará encontrando un trabajo como dios manda y dejando la música para desfogarse los findes, como quien va al gimnasio o a jugar al paddle. Entonces no le importará pagar por poder tocar. Molará delante de sus colegas de la ofi, se dará su pequeño baño de escenario, echarán entre todos unas risas y hasta la próxima, que mañana hay que currar. Los dueños de los clubs, felices, y a la música que le den.
Hay países, como Estados Unidos, donde por ley, cada vez que suena música en determinados medios de comunicación tiene que haber músicos haciéndola en directo, donde en las academias de danza se aprende a bailar con músicos tocando, donde la música -todas las músicas- es una profesión respetada y regulada. Igualito que aquí. Recordarán ustedes ese tristísimo episodio de competencia desleal que fueron las primeras ediciones de Operación Triunfo en TVE, un programa diabólico en el que usando un organismo público para promocionar día y noche a unos pocos aficionados elegidos, se perjudicó gravemente el trabajo del resto de los músicos. En lugar de ampliar la industria incluyendo el mayor número de artistas posibles, se concentró toda ella en unos pocos concursantes que gracias a una publicidad oficial enfermiza , casi psicótica, acapararon semana tras semana las listas de ventas.
La música ya es sólo un accesorio más. Es eso que suena en el móvil cuando alguien te llama, es con lo que te tapas las orejas para no oír el ruido de la calle, es lo que ponen en los gimnasios para que muevas las lorzas, es el hilo musical del FIB.
Hoy en España, el músico que puede vivir de la música es una especie en extinción -uno de sus grandes depredadores, el DJ, se reproduce con una virulencia incontenible- y tiene pocos ámbitos donde refugiarse dignamente. En teoría los festivales sirven para ello. He tocado en muchísimos y sigo haciéndolo cada verano. De su especialización sólo queda el nombre. Para los músicos son un tormento: desorganización, ensayos relámpago -o inexistentes-, camerinos compartidos, horarios insólitos, pésimo sonido de escenario, caches recortados, programación inverosímil. Pero, a pesar de todo, acabarán siendo nuestra única reserva natural. Bienvenidos al revoltijo rock.
* Bar Man es teclista. Lleva más de veinte años tocando rock, soul y blues como miembro de distintos grupos españoles, y colaborando en numerosas grabaciones y conciertos de otros artistas.