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Mientras tantoCompañero de piso

Compañero de piso


Mi viejo dilema: ¿puedo seguir soñando despierto o hacerlo dormido? ¿Qué tal si lo alterno o lo simultaneo? Vaya, esto es como si los gobernantes deben escoger entre salud o economía. Al principio los asesores científicos defendían prioritariamente lo primero, pero conforme transcurría el tiempo sostuvieron que ambas estaban ligadas, que eran complementarias y podían marchar al unísono.

Un lío, uno más en los que vengo metiéndome sin pretenderlo desde que nos hizo polvo el maldito virus. Sospecho haberme aturullado tratando de resolver mi dilema. Lo cierto es que mis sueños reales se mezclan con los imaginarios, que no sé cuánto dura mi día o mi noche y que son recurrentes mis dolores de cabeza hasta el punto de que ésta no soporta mucho más la presión y estalla.

Seguramente vivo más en las sombras que en las luces a diferencia de otros semejantes, pero que como cualquier hijo de vecino siento el agobio, la angustia, la ansiedad y la preocupación. Y exagero mi estado de ánimo pese a que aún no me han metido entre los contagiados, no me han sometido a uno de esos tests rápidos poco fiables o los más historiados perrecés, ni figuro que yo sepa en la abultada cifra de muertos ni tampoco estoy pendiente de que el vicepresidente de Asuntos Sociales y Agenda 2030 me aclare si ha arreglado ya el problema de comunicación con el ministro de Seguridad Social para poner en funcionamiento la renta mínima vital o como se llame en mayo o no mucho más tarde.

Veo, oigo y sueño con el vicepresidente segundo. Se lo comento en una consulta rápida a mi psicoanalista jamaicano. Pienso que es normal. La gente tiene necesidad de un líder, hoy más que nunca. Alguien que lo guíe a salir del túnel, un Moisés que baje del Monte Sinaí con las tablas de la ley versión 2.0, amigo. Ahora bien, señor Esteruelas, me pregunto si realmente en su caso desea formar parte del rebaño o como asocial incurable que es prefiere ir por libre y sopesar los pros y los contras de la catástrofe desde la cueva. No respondo. Me quedo en silencio y el profesional de Kingston opta por cortar la comunicación no sin antes recordarme la minuta pese a la breve sesión.

En realidad, creo a veces que el individuo de la abundante cabellera atada en coleta sea mi compañero circunstancial de piso, que terminada su jornada laboral entra en casa, deja su mochila sobre el sofá del salón, me saluda sin maldad con el epíteto despectivo de otras veces y me pregunta qué hay de cena esta noche porque viene hambriento con ganas de comerse una vaca. Trato de liberarme de mis prejuicios de clase, de seguir su discurso muchas veces coherente y otras cargado de insoportable retórica mitinera y universitaria. Confieso que no me creo mucho su función, el cargo que desempeña, que me entra la risa floja, que los chicos del Ibex 35 le quitarán un buen día la batuta o lo hará el conducator cuando no le sirva más y lo arrojará a los leones. Antes su piel que la del circunstancial compañero de fatigas. Antaño, ese tipo que le provocaba insomnio si tuviera que compartir cama y cubierto en Moncloa. Un amigo, entrañable conservador, me recrimina mis comentarios y afirma que estoy muy equivocado: «Es muy real, muy inteligente, sabe bien lo que dice, lo que quiere, en definitiva, lo que busca, un cambio de régimen». Ah, vale, no sigas. Ya sé, ya sé, respondo distante y descreído. Es mi sino. No tengo remedio. A ver si se me lleva el virus. Una paga menos para la caja de pensiones.

Cuando esta mañana veo su imagen en la tele, su rostro con el entrecejo fruncido, en una charla con un entrevistador amigo, en su despacho oficial y con las banderas española y europea al fondo, esbozo una sonrisa canalla, de cómplice de juergas. No la puedo reprimir. Ahí donde lo veis sueño que éste ha venido ya dos veces a casa acompañado de otros pero liderando la basca, ha prometido reaparecer y hasta me ha dejado una cariñosa nota manuscrita junto a un enorme pañal para que yo pueda controlar mejor la vejiga. Con razón.

¿Con quién hablo? Me estoy dirigiendo al cuadro colgado sobre la chimenea, que obviamente no reacciona porque no es persona. Mi colega de piso, mi compa de colegio mayor, le anuncia al entrevistador amigo que se equivocan quienes creen que la coalición de gobierno tiene grietas. «La ultraderecha política y mediática lo busca a diario con bulos, con fakes, pero estamos más unidos que nunca». Se lo explica al conductor del programa remarcando cada una de las palabras que salen de su boca. Ay, pero siempre, con ese tonillo profesoral que tanto me irrita. Debo comentárselo cuando venga al piso esta noche y me enseñe ese borrador de proyecto de renta mínima básica, o como se llame. Es verdad, antes era peor, más arrogante cuando avisaba del tic-tac a aquel tancredo de gobernante que hoy viola por las mañanas el confinamiento para escarnio del vecindario o anunciaba que se preparasen para asaltar el cielo a sus enfervorizados seguidores.

¿Borrador de proyecto? Si por él fuera lo imprimiría como ley en el BOE sin pasar por el Consejo de Ministros. Y puede que hasta tenga razón. Sin embargo, el de Seguridad Social debe de estar que echa las muelas. Es consciente de que ha perdido el pulso. Un tipo, al parecer, bastante preparado, que sabe de sumas y de restas y que pide tiempo para evaluar lo que cuesta. Pero mi compañero de piso tiene prisa. Le falta tiempo y le sobra ambición. Es una de las ideas estrella de su programa político y sabe lo mucho que se juega. Me viene ahora a la memoria el ansia que su pareja y ministra tuvo antes del coronavirus para aprobar una ley sobre violencia de género con todo el barullo que eso comportó.

Esta noche cuando venga al piso, disfrutemos de unas pizzas margarita y unas birras antes de ver por enésima vez El Quinto Poder en la tele quizás me atreva a preguntarle si cree que está haciendo historia y si sus hijos y nietos estudiarán en el colegio que él ha sido uno de los principales líderes políticos del presente siglo. Apuesto a que se le humedecerán los ojos. En el fondo es un sentimental como yo.

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