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Neurosis


En una situación tan catastrófica como la presente tiendo, al vivir solo y encerrado en la cueva, a observar mis movimientos y mis comportamientos diarios. Los comparo con los del día anterior. Los analizo y hago mis estadísticas que no suelo hacer públicas por prudencia, vergüenza y certidumbre de que no interesan ni a las cucarachas. Quizá sí a una rata categoría asocial, pero no la encuentro por ahora. En definitiva, a elaborar mis cálculos y mis propias proyecciones aun cuando soy consciente de que la pachamama, la madre naturaleza, como decían los quechuas bolivianos cuando hace unos años pasé un rato con ellos para tratar de comprender algo de la vida, no me dotó para el manejo de los números por lo que opté por el oficio de juntaletras con muy discutible fortuna.

Cotejarlos evidentemente obliga a compararme con los habitantes de mi entorno, con los seres de arriba y abajo, es decir con los vecinos del cuarto y con los del segundo. Yo estoy en medio. En el tercero. Durante dos años pensé que mis problemas venían de arriba. En cierto modo es lógico. Las pisadas con zapatos de medio tacón, los traslados de muebles a horas intempestivas, la música, las palabras en tono alto de madrugada y los actos fisiológicos humanos, muy justos y muy necesarios, deberían proceder de lo que ocurre encima del techo y no de lo que está debajo del suelo. Lo que nos interesa está arriba y no abajo. Lo de abajo ya lo hemos superado. Envidiamos y tratamos de imitar lo que no está a nuestro alcance, o sea, arriba y despreciamos abajo.

Antes del coronavirus el vecindario ya había puesto a prueba mi nivel de paciencia, poca, para ajustarme a la verdad. Aguantaba como buenamente podía la matraca vespertina a base de temas de Joaquín Sabina, que siento decir no está entre mis autores favoritos. Yo mismo me decía para calmarme que era un problema mío más que de ellos, de mis manías y en definitiva de mis neurosis. A la segunda o tercera comparecencia televisiva de mi gobernante un sábado a principios de la noche, no sé si porque había aguantado estoico con piel de franciscano dos horas de declaración oficial, al apagar la tele entró de manera atronadora en el salón sin yo autorizarlo Elton John, cantante que sí que siempre me ha gustado mucho. En un primer instante creí que estaba en Wembley, en primera fila, asistiendo a uno de esos conciertos de LiveAid de los ochenta.

Fue entonces cuando me armé de valor y llamé a los de arriba. Debieron pensar que estaba loco por mis quejas, educadas, eso sí, pero totalmente injustificadas. La vecina me dijo que no tenía puesto ningún aparato, que Elton no estaba entre sus favoritos, que no utilizaba zapatos de medio tacón y que su costumbre a horas nocturnas se limitaba a dormir y callar. Me excusé con mi buena educación burguesa. No sabía cómo actuar, cómo comportarme en lo sucesivo. El diagnóstico de neurosis era exacto, pero la causa no era arriba sino abajo como pude comprobar más tarde. Bajé y llamé a la puerta de los de «categoría inferior», es decir, a los del segundo. Evidentemente dada la hora y los nuevos hábitos a los que nos ha obligado el confinamiento se resistieron a abrir. Insistí y al rato abrió una aparentosa mujer de media edad, de cabello rubio. Le pregunté si Elton estaba tomándose un gin con ellos. Tenía buena onda la señora porque no se molestó por la ironía. Bajó el volumen de la música, pero al día siguiente vino de nuevo Sabina. Me alegré porque eso significaba que debía estar plenamente recuperado de la caída que sufrió en su último concierto madrileño, antes del Covid-19. Pienso yo que a partir de ahora habrá que fijar un antes y un después. Al menos en mis actos así pretendo hacerlo.

Desde entonces me he sentido confundido, como si mis teorías, construidas gracias a la información que contrastaba previamente con el conserje, se hubieran desmoronado tal como se nos ha caído este frágil castillo de naipes del que alardeábamos de solidez y desarrollo con la llegada del coronavirus.

Entre las cosas que día a día he descubierto gracias al maldito y enano virus es que estoy inmunizado contra la soledad, contra la multitud, contra las etiquetas sociales. Pero también que no lo estoy para superar mis inhabilidades culinarias, mi indisciplina, mi pereza, mi mal humor, mi impaciencia y mis neurosis, entre otras la del ruido como queda claro.

No es casual que cuando el director de Fronterad me invitó hace años a sumarme a su proyecto con un blog lo titulara Lejos del ruido. Es verdad que en aquel entonces vivía en un autoexilio por circunstancias que no vienen al caso, en un lugar maravilloso de la dehesa extremeña donde conseguí familiarizarme con la naturaleza, con los árboles, los pájaros y sobre todo con los perros, animales que hasta entonces me daban pavor, convivir y quererlos, a emocionarme al descubrir cómo crecían los olivos, los viñedos y los frutales, pero también a sospechar que los lugareños del pueblo más próximo me catalogaban como extraterrestre. Como no me metía con ellos y era un ser que no causaba problemas imagino que optaron por no llamar a la Guardia Civil, si bien en alguna ocasión mis nervios me hicieron estar a punto de tener dificultades con agentes de la Benemérita, cuyo modo de pensar no era igual que el mío.

Me obcequé con mis añorados mastines al pensar que puesto que no podía dotarles de habla era capaz de inculcarles la lectura. Lo intenté una y otra vez escogiendo autores y diferentes estilos. Medí mal mis fuerzas. Pequé de arrogancia y exceso de confianza, pero el fracaso fue estrepitoso. Cuanto más lo intentaba más el macho y la hembra me miraban perplejos. Ellos preferían la caricia y mejor si luego iba acompañada de una buena manduca.  ¿Estaba al límite de traspasar el umbral de la cordura?

Recordé entonces que había conocido en un centro de recreo en Jamaica a un tipo afable pero un tanto extraño que se dedicaba a lo de la psique, encontré su dirección, le escribí y fue él quien en su inglés a lo Bob Marley me recomendó abandonar tarea tan estrafalaria y poner pies en polvorosa. Nunca olvidaré que esto último lo dijo en perfecto español, con un cierto acento granadino que le enseñó en la almohada una joven de la que se enamoró como un adolescente y que a punto estuvo de enloquecerlo si no fuera porque lo rescataron las lecturas de Sigmund y luego de Lacan. Me exigió que no publicitara su nombre y apellido.

Pero hoy me resisto a continuar haciéndolo, sobre todo por su nombre, que me atrae, más que su apellido. Le he llamado esta tarde y me lo ha autorizado. Su apellido es McFarlane, escocés. Su padre era un adinerado psiquiatra y profesor de la universidad de Edimburgo. Conoció a una, al parecer, maravillosa y guapísima alumna jamaicana, mulata de ojos verdes, con la que engendró a mi hoy doctor. Aburridísimo y harto del conservadurismo del primer ministro británico Harold MacMillan emigró, acompañado de su joven amante, al inicio de los sesenta a Jamaica donde agrandó su fortuna con una plantación de tabaco. Era un enamorado de las teorías psiconalíticas de Lacan hasta el punto que como tributo al médico y filósofo francés registró a su único vástago, mulato como la madre, con el nombre de Jacques-Marie. La única licencia que me permite mi loquero es que me dirija a él por su nombre. Él prefiere simplemente Jacques. A lo mejor piensa que su padre es Lacan. Nunca me atrevo a preguntárselo.

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