Esta salvaje crisis, si tiene algo positivo, es que me permite reflexionar sobre lo que está sucediendo, enclaustrado y con el mar como mi mejor y única compañía. Confieso que cualquier muerte de un ser humano duele incluso a los roedores asociales, clase privilegiada, como yo. Me invade una gran tristeza cuando escucho o leo historias de ancianos que han caído en residencias de mayores infectados por el coronavirus. Poco me importa si ha sido por descuido, desbordamiento, falta de recursos y de personal o porque les llegó su hora. Es una tragedia. Una tragedia muy injusta e inmerecida. Soy egoísta y pienso que tengo fortuna por no haberla vivido como hijo o como nieto y hasta me consuelo al recordar que mi padre y mi madre fallecieron hace más de una veintena de años de una manera digna. Fueron incinerados y acompañados de sus seres queridos hasta el final y les pudimos rendir tributo.
Algo que no han tenido igual suerte los familiares de los ancianos que el bicho se ha llevado por delante. Esta mañana me he entretenido -qué palabra tan inoportuna en este momento- revisando en internet noticias y vídeos de pobres gentes anónimas que fallecieron en el último mes y medio. Podría escribir un libro con tantas historias que me han impactado. Bastante más de la mitad de fallecidos por el Covid-19 son personas que tenían más de 70 años. La gran mayoría, por no decir todos, no pudo siquiera despedirse de sus familias ni éstas asistir al funeral y el entierro. Quién me asegura que no se hayan producido hasta equivocaciones en los féretros en esas morgues improvisadas puesto que ya no se daba abasto.
¿Supieron que se estaban muriendo? ¿Pidieron auxilio? Es fácil caer en el dramatismo y no domino ni deseo dominar el género. Me desagrada. Lo aborrezco. Sin embargo, mi cabeza me lleva a comparar la muerte de mi padre con la de ese abuelo que paseaba con su nieto por el parque ejercitando la memoria. O la de esa anciana, que anunciaba a su parentela que el planeta se aproximaba hacia una catástrofe por culpa de una aterradora tormenta de arena. No os riáis que es muy serio lo que os estoy explicando, afirmaba ante la carcajada general de los nietos. Mi padre, con quien mi relación fue regular, tuvo una muerte dolorosa porque era consciente desde hacía meses de que se le apagaba la vida. Yo viví fuera de España durante gran parte de su enfermedad, pero cada vez que iba a visitarlo observaba que poseía aún lucidez e interés para hablar de política internacional. Semanas antes de fallecer sí que recuerdo que me dijo que le estaba resultando muy duro morir. Aceptaba su final, pero no tanto el dolor que eso comportaba. ¿Y quién no? Mi madre murió más anciana, pero tuvo una muerte más placentera. Dejó de existir una madrugada mientras dormía, aunque la pobre no tuvo una vida demasiado feliz como seguramente merecía .
Pero aparto a un lado la muerte, aunque sé bien que eso es imposible. Prefiero ahora pensar en los humanos de edad avanzada que tuve la suerte de conocer en los últimos tiempos, sobre todo durante mi autoexilio extremeño. Tengo la esperanza y hasta la firme convicción de que hoy no son un número más en la estadística mortuoria. Al contrario: que están vivos y deseando seguir estándolo. Y lo celebro. Pero, ¿qué pensará de esta catástrofe, por ejemplo, Atanasio?, ese peculiar jardinero que tuve durante un tiempo en la finca. Estaba en una lista de espera eterna para ser intervenido de una hernia. Era tempranero y cada vez que llegaba a la verja, a las siete de la mañana, con esa moto descacharrada me recordaba al actor Luis Ciges en Amanece que no es poco, temeroso de que mis bonachones mastines pretendieran recibirlo con un ladrido. Terminábamos la jornada bebiendo una cervezas ante la atenta mirada de los perros. ¿O cómo estará viviendo la pandemia mi buena amiga Manuela?, compañera de tantas charlas en su casa de pueblo, quejosa por el dolor de rodillas pero muy atenta a todo lo que sucedía fuera y dentro de esa familia suya un poquito complicada. ¿Habrá llamado a su nonagenaria amiga francesa? No sé si esta señora, a la que yo conocí acompañando a Manuela y su hija un verano al sur de Francia, vivirá. De Manuela no tengo la menor duda de que siga viva y ojalá que por muchos años.
Pongo en marcha el retroproyector que me recomendó un colega de Sigmund que comprara en Viena en el siglo pasado. Me costó tres nóminas y la paga de beneficios, generosa en aquellos tiempos de bonanza periodística. Me adentro en ese pueblecito tranquilo de Florida donde residen parejas ancianas no lejos de donde viven los hijos y nietos. Recuerdo más o menos la historia gracias a Cocoon, una peli de mediados de los ochenta. Gozaban en general de buena salud más allá de los achaques propios de la edad. La mayoría de ellos se resignaba a aceptar que la vida tenía un final. Hasta que un día aparece un tipo extraño, un extraterrestre de aspecto humano, que les invita a viajar hasta el lugar donde él reside. Tendrán garantizada una juventud eterna, pero no podrán llevar a sus familiares. Unos pocos se atreven a la aventura mientras que el resto siente miedo y tristeza de tener que abandonar a sus familias.
Me pregunto qué hubiesen hecho tantos y tantos de esos pobres ancianos que han fallecido en circunstancias tan trágicas si se hubieran encontrado en una situación similar a la de esos paisanos suyos norteamericanos y un momento de lucidez. Esa pequeña lucidez que uno aún muestra. Señores, no hay tiempo que perder, gritan las enfermeras en los pabellones. La radio anuncia que los soldados del dictador Covid-19 están ya en los arrabales de la capital, avanzan sin encontrar resistencia y causando una carnicería a su paso. No hay vuelta atrás. La milicia no se ensaña con la naturaleza ni con las viviendas. Ni siquiera con los animales. Tiene claro el objetivo. Persiguen despiadadamente a los humanos, esos seres inteligentes causantes en parte de la tragedia a la que la humanidad se enfrenta. Un reportero de televisión asegura casi sollozando que el Rey, y su padre, el emérito, ya se han entregado y que están siendo devorados por los chacales patógenos. ¿Qué hacer?