Nunca fue más reveladora cierta frase de Nietzsche proveniente de las lejanas y mal llevadas lecturas de adolescencia: “La política es el campo de trabajo para los cerebros mediocres.”
A su regreso a México en 2006, luego de doctorarse en Epidemiología en Johns Hopkins, nada menos que la universidad que inventó dicha especialización, Hugo López-Gatell vivió en carne propia las puniciones que la política termina imponiendo, inevitablemente y fatídicamente, a los cerebros mejor dotados —sin excluir, mucho me temo, el suyo.
Se trata de una trama más o menos conocida, al menos en su fase inicial. Sus implicaciones en la persona y profesionista llamado Hugo López-Gatell, no tanto.
Estamos en plena crisis (otra) del virus AH1N1, año 2009: país en guerra, el gobierno federal en manos (una vez más) de un grupito deleznable, el narco ya para entonces campeando a sus anchas, la Ciudad de México amurallada, en lucha a muerte contra la epidemia. El doctor López-Gatell ocupa una dirección general adjunta de Epidemiología en la secretaría de Salud. Es decir: abajo del Director General, quien a su vez se halla abajo del subsecretario quien a su vez le responde (todavía en esos tiempos, ahora ya no) al secretario de ramo. Se trata de un cargo técnico, no político, de talacha, no de lucimiento.
En 2009 tenemos pandemia y en Palacio las cosas no están para bollos pero sí para negocios. Hay quien señala a Ernesto Cordero, entonces secretario de Desarrollo Social, como principal interesado en la puja por los tests masivos. El caso es que la pandilla política entonces entronada decide pasar por alto (o por donde usted prefiera) la ciencia del doctor López-Gatell e importar 16 máquinas que pueden procesar mil pruebas al día, recién estrenadas por el Instituto de Diagnóstico y Referencia Epidemiológicos.
El tema y la tarea de levantar pruebas ocurre sin importar lo que diga o piense Hugo López-Gatell y pasa (de manera arbitraria, como siempre) a manos de la doctora Celia Alpuche, muy apta y capaz infectóloga pediatra, entonces jefa de jefas del Instituto de Diagnóstico y Referencia Epidemiológicos y hoy día, ya lo adivinó usted, sí: directora general adjunta del hoy desconocido (ojo: nunca aparece en los informes de las siete de la noche) Centro de Investigación Sobre Enfermedades Infecciosas.
La orden es clara (en la medida en que son claras estas cosas en política: o sea pura nubosidad) y así baja desde lo alto de la pirámide de la presidencia de la República: que cuál es la cifra de muertos por influenza y cómo diablos la atajamos, es decir: hacemos pruebas o no, justificamos con dinero público o no un negociazo.
El doctor López-Gatell hace bien su tarea, como siempre: la ciencia dice que no es necesario hacer pruebas. Nótese que, paso siguiente, el director general adjunto López Gatell, no tiene un pelo de tonto, sabe que la presión desde dentro y fuera de la secretaría de Salud es muy fuerte, se halla por primera vez en su vida ante la clásica y resbalosa disyuntiva que un señor llamado Max Weber planteaba entre la ética de la responsabilidad y la ética de la convicción.
El doctor López-Gatell, se decanta previsiblemente por la ética de la responsabilidad, es decir por aquello que indica la ciencia. Y digo previsiblemente porque el doctor ocupa entonces un cargo que se lo permite: otros tendrán que responder por las subjetivas convicciones, un director general adjunto, no. López-Gatell se ciñe estrictamente a las conclusiones de su actuar científico, los datos hablan, López-Gatell no cede ni otorga un solo centímetro: las pruebas ni son necesarias ni son útiles y eso sí, son muy caras. Desde esos años expone con detalle, defiende a capa y espada, la eficacia del método Centinela. Intuye que en ello no le irá la vida, tampoco es para tanto, pero sí el puesto. Sin saberlo del todo, el doctor López-Gatell también cita a Shakespeare: To be or not to be, ser o no ser —de eso se trata.
Precisamente porque cuestan mucho, las pruebas masivas para la influenza (AH1N1) le parecen un negocio muy jugoso a la caterva entonces ungida en el poder. Después de todo, algo similar ocurrió con el lucrativo negocio de la guerra contra las drogas. Hoy sabemos que Genaro García Luna y la secretaría de Seguridad Pública recibieron parte de los 1.6 mil millones de dólares (leyó usted bien, más de mil millones, y de dólares) en equipamiento: ¿Quién vendió la idea? Sobre todo: ¿quién la facilitó y quién la cabildeó entre contactos con vendedores de armas y tecnologías de la guerra?
No me estoy saliendo por la tangente: se trata de la misma opacidad y más o menos de la misma calaña, ante la cual el doctor López-Gatell, montado en el tanque invencible de una educación sólida como el acero y armado hasta los dientes con investigaciones epidemiológicas de primerísimo nivel, tuvo que doblegarse. Sí, leyó usted bien: doblegarse. Y por las malas, por si fuera poco.
El entonces presidente Felipe de Jesús Calderón Hinojosa acomete (nunca este verbo fue tan indicado en un mandatario que vistió con orgullo y cero porte la casaca militar) el tiro de gracia: le pide sus bases de datos al médico y doctor en Epidemiología y se las entrega para su supuesto análisis al director de imagen y encuestas de la presidencia de la República, un licenciado en ciencias sociales por el ITAM con masters cutre o “patito” de la universidad de Connecticut (1 año de gloriosos y esforzados estudios en el programa de investigación de mercados) de nombre Rafael Giménez, posteriormente consultor y dueño de una fantasmagórica empresa de medios y opinión.
Este es entonces el punto de inflexión, otros dirían “moraleja” de esta larga historia: López-Gatell recoge sus chivas pero guarda sus cartas, jamás procesa el trancazo burocrático. Al contrario, mientras desde su cubículo del Instituto Nacional de Salud Pública, donde es nombrado director de Innovación en Vigilancia y Control de Enfermedades Infecciosas, encuentra tiempo para rumiar su creciente resentimiento hacia la clase política y continuar sus investigaciones acerca de los virus del Zika y Chikugunya y el uso de retrovirales para combatir el VIH/Sida.
Pasa el sexenio de Peña Nieto. Seis largos años son suficientes para hartar a cualquiera, al doctor López-Gatell y al país entero. Las elecciones del 1º de julio de 2018 traen la promesa, pero sobre todo, la oportunidad, espejismo incluido, de entrarle al toro por los cuernos. López-Gatell es nombrado subsecretario de Prevención y Promoción de la Salud, donde desde el 1º de diciembre se dedica a ídem. Siguiendo con Max Weber, las mesas se tornan para el científico Hugo López-Gatell: “La ética de la responsabilidad y la ética de la convicción no son términos absolutamente opuestos, sino elementos complementarios que han de concurrir para formar al hombre auténtico, al hombre que puede tener vocación política”.
El subse López-Gatell dice: ¡Yo puedo! Las cosas están de la patada, los gobiernos neoliberales dejaron (otra vez esa expresión) hecho un chiquero. ¡Hay que arreglar el mundo!
Pero no será sino hasta el advenimiento del Coronavirus a escala global, su verdadera y única naturaleza, cuando el doctor Hugo López-Gatell comenzará a vivir su hora más alta. Y si las cosas siguen como van, quizás también la más baja (o la menos alta, como prefiera usted).
Derivado del encontronazo con el muñeco del tele-prompter, Javier Alatorre y de la entrada del país a la fase 3 de la epidemia, López-Gatell ha mostrado que también es doctorado en Hegel: si la realidad no se ajusta a mi ciencia, peor para la realidad.
A muchos mexicanos que viven en el siglo XXI, la familia como institución primordial y la solidaridad, etcétera, no les dice mucho, o poco. A millones de ellos sin cobertura de salud, menos todavía.
Si las cosas le salen bien al doctor López-Gatell, entonces le saldrán mejor a México. Si terminamos por ver la misma y nueva película (recitar el mantra burocrático que apunta siempre hacia la figura infalible del señor presidente, mientras los hospitales se desbordan y la gente, como en España, se muere miserable, en su casa), López-Gatell solamente mantendrá su estatuto de Sex-Symbol entre quienes vivan felices en su propio Boko Haram de la mente.
Quien lea en la entrevista que concedió López-Gatell al tal Alatorre el doblegamiento de este último al primero, se equivoca rotundamente. Primero porque hay que ver el lenguaje corporal (el doctor se mantiene rígido como una rama cada vez más torcida y el “periodista” pregunta lo que realmente quiere y no trae consigna), segundo porque ya el jefe de López-Gatell se ha encargado de dejar más que claro que a los intereses detrás del ventrílocuo de TV Azteca, no se les toca ni con el pétalo de un apercibimiento público: siga usted yendo a su tienda Elecktra de preferencia, no deje de pagar a plazos su lavadora de ropa ni deje de cobrar, a través de su tarjeta Banco Azteca del Bienestar o como se llame. El punto es que no hay virus que detenga el negociazo.
Con cada día que pasa, el doctor López-Gatell recibe mayores (en realidad una avalancha cada 24 horas) presiones de los frentes políticos, no son pocos ni débiles sus rivales en el gabinete, en primera instancia de su jefe, que no es el secretario de Salud, y del frente económico/mediático, del cual ya recibió los primeros fuegos “amigos”.
La ideología siempre juega un papel importantísimo en la política, digan lo que digan los realistas y los cinicazos del momento. A los ideólogos de la llamada Cuarta Transformación les encanta abolir el pasado, por neoliberal o por la razón que sea (por miedosos, corruptos, conservadores, salinistas, etcétera). Pero el pasado habla en la persona de Hugo López-Gatell: el funcionario y político (que nadie venga con el cuento que se trata de un científico y nada más) tiene en el bolsillo a todo el sector salud de México. Enfermeras y médicos, al menos una docena de miles de ellos, podrían iniciar bajo su liderazgo (¿cuál otro hay en el país?) un movimiento con mayor fuerza que el que ocurrió entre los sexenios de López Mateos y Díaz Ordaz, años 1964-1965 y que llegó a representar a las clases medias de entonces, mucho menos atormentadas y maltratadas que las clases medias de hoy, quizás apenas existentes debido al cataclismo del Covid-19.
Para acabar con esta historia (en progreso, sin libreto) que no está en manos de nadie, trátese de quien se trate, no queda más que citar (ni modo) al conde de Chateaubriand y traer de regreso aquello que pensó cuando, en su paso por los recién creados Estados Unidos, se le impuso la figura de George Washington: “No es su destino lo que dirige a este héroe de una especie nueva; es el de su país; no se permite jugar con lo que no le pertenece.”