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Mientras tantoEl hombre disperso en la playa verde, 4

El hombre disperso en la playa verde, 4

 

MIS LIBROS ILUSTRADOS

En cada libro que abro encuentro dibujos que pinté un día.

 

RELATOS SIN MIEDO

La mosca otra vez

Vi llegar la mosca por el aire de la cúpula de cerámica del techo de la iglesia, yo estaba sentada en uno de los asientos alargados. Era una mosca de las grandes, negra, como un bigote teñido, se posó encima de la correa dorada del reloj que me regaló un día mi marido. Enseguida agité el brazo con un movimiento seco, pero el animal ni se inmutó, parecía estar pegado a la correa. Lo intenté de nuevo sacudiendo el brazo, pude haberle atizado con la mano izquierda pero me dio asco aplastarla, hasta que perdí la paciencia y ya no me importó lo que pasase, alcé despacio la mano izquierda y en un rápido movimiento intenté cazarla, pero se me escapó. La mosca se elevó hacia la imagen de los náufragos que salvaba la Virgen del Carmen de las olas furiosas del mar.

Abrí el pequeño misal blanco arado de palabras y comencé mi lectura silenciosa. De repente la vi posada en una esquina del libro como una piedra oscura atenta a lo que dominaba. Creé un temblor en sus dominios y emprendió el vuelo sobre el misal y mi cuerpo. El sacerdote apareció de verde intenso y besó el altar. La mosca se posó en la llama de una veta de la madera del banco y se quedó a mi lado. El sacerdote ordenó que nos levantáramos y la mosca lo hizo también. Después de un rato una mujer pasó y estiró ante mí el brazo con la bolsita de las limosnas, y la mosca estaba allí, en el borde de la bolsa fiscalizando mi donativo.

Me levanté a comulgar y el insecto me siguió detrás, mucho más pesado que nunca, podía sentir su zumbido detrás de la nuca, después me acompañó hasta mi asiento, y se elevó para volar por encima de las imágenes de los santos respetando mi oración.

Apareció de nuevo en el camino de vuelta a casa, en la luz que enseña los diminutos mosquitos, bajó a mi lado por las escaleras de piedra, se acercó a los envases de zumos del suelo, a las vinagretas de flores amarillas. Luego la vi borrosa ante el sol y se alejó por un momento y voló por encima de la vegetación despeinada de las ruinas de la antigua iglesia, revoloteó mi nube de cabello blanco y la oí cercana mientras observaba unos gorriones que comían en el camino. ¿Será por la crema de la cara, o por el olor de mi piel?, pensé.

Al llegar a casa dejé el abrigo en la percha de la entrada, me recibió León acariciando sinuosamente mis piernas. No sabes que cansada vengo, le dije. Dejé el monedero sobre el mármol rosado de la cocina esperando que el gato se subiese, como siempre, relamiéndose y atento a que le pusiese su comida, pero en su lugar estaba la maldita mosca y a mi espalda oí un bufido. Siempre tuve mucha paciencia pero ya estaba harta del insecto. Se posó en el pan y en las migas, luego voló y cambió de dirección insistentemente como si estuviese desesperada, hasta que aterrizó en un melocotón. Abrí el cajón de los cubiertos y pude ver los tenedores a la derecha, las cucharas a la izquierda y la mosca entre los cuchillos, ¡no puede ser!, fui a por un paño y le arreé, pensé que había acabado con su vida diminuta, pero ella ya volaba en el techo. Cerré los ojos y la obvié, subí las escaleras de la casa, hice la cama perfecta, las volví a bajar, limpié y planché la ropa, preparé la comida y por fin me senté en la mesa. Entonces la vi, aterrizaba suavemente delante de mí, sobre el mantel bordado de flores, en el lugar que durante cincuenta años ocupó mi marido a la hora de comer.

Mucho más tarde cuando llevé el zumo de limón al dormitorio, al encender la luz de la mesilla la vi en la duna de la almohada. Siempre tuve sobresaltos a lo largo de mi vida como si un espectro pasase de largo rozándome, pero esa noche tuve una sospecha descabellada. Salí de la cama con cuidado y fui a por la lupa que utilizaba Gerardo para leer sus novelas de vaqueros, volví al dormitorio con ella y la acerqué muy despacio al puñetero insecto. En ese instante salió de mis entrañas un grito aterrador, era él, no cabía duda, había algo en la manera que movía sus patas, en la actitud, en el gesto, en su mirada severa, y recordé aterrada la que había sido su personalidad: pelma e insistente. Y di gracias por mi falta de puntería, no se si podría soportar matarlo una vez más.

 

IMAGENES MENTALES

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