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Mientras tantoDía del patinete

Día del patinete


Con luz crepuscular y Miles Davis a la trompeta concluye esta jornada, tan especial y tan emocionante. No para mí, sino para mis sobrinos Lucía y Jaime, que salieron a mediodía, nerviosos pero alegres y ansiosos con sus bicis y mascarillas durante una hora después de mes y medio de reclusión por culpa del bicho y en cumplimiento de unas medidas draconianas y según parece necesarias que mi gobernante se encarga de explicarme, sin que yo logre entenderlo del todo y con riesgo de que me reaparezca la jaqueca, que son las más duras, las más avanzadas y las más vigilantes del mundo mundial. Las más.

Como Lucía y Jaime supongo que unos seis millones de niños españoles de cero a a 14 años esperaban con entusiasmo la gran mañana, como si fuera la del día de Reyes, enjaulados las veinticuatro horas, cansados de hacer los deberes, de ver pelis, de jugar con sus muñecos, de corretear, de no entender lo que estaba ocurriendo afuera. Y con ellos, sus padres, a punto del ataque de nervios alternando la atención y cuidado de su parentela con la del teletrabajo. Así pues, hay que felicitar, y lo hago desde la cueva, a unos y otros. Tengo entendido que en comunidades como la de Aragón, su presidente ha extendido diplomas personales de buena ciudadanía a la chavalería y se los ha hecho llegar a través del correo.

En plan Jim Stewart en La ventana indiscreta, planté guardia desde temprano en la terraza de la cueva. Descubrí media hora después del levantamiento temporal del toque de queda a los primeros aventureros, un hombre joven portando un bebé en un carrito, ciertamente éste ajeno a las reglas establecidas. Luego fueron apareciendo poco a poco más humanos acompañando a otros más pequeños, que con patinetes y bicicletas estaban deseando disfrutar del aire fresco y de la vista del mar. Pero, cuidado, debían mantener la distancia social de un metro o metro y medio y no acercarse a otros seres como ellos por peligro de contagio. Caray, pensé, qué modo tan particular de socializar tienen los humanos. Cuántas cosas me quedan aún por aprender, pero presiento que por desgracia el tiempo va lentamente agotándose.

Había tenido una madrugada complicada y no por culpa de los vecinos de abajo. Mi cabeza volvió a hacer de las suyas. Últimamente estoy muy hipersensible. Mi psicoanalista jamaicano me dice que me tranquilice, que todos, humanos y humanoides como yo, estamos atravesando una etapa muy complicada y de incierto futuro. «Usted no más que otros. No abuse de mi paciencia, señor Esteruelas», responde Jacques-Marie McFarlane desde su tranquilo refugio de Kingston. Me ha prometido hacerme una visita cuando esto acabe siempre y cuando sea respetuoso y no inquisitivo con su pasado de amoríos granadinos, porque para analizarse se basta y se sobra él mismo. Ya tuvo que tragarse más de mil horas de sesiones con su padre escocés.

Tuve una pesadilla que me atrevería a calificar de angustiosa, pues desperté gritando y dando un manotazo a la pila de libros que tenía sobre la mesilla de noche que cayeron al suelo. Yo era uno de esos niños como mis sobrinos Lucía y Jaime llamado a gozar de una hora de libertad acompañado de un mayor. En este caso mi madre, que bien provista de un reloj minutero había salido conmigo caminando hasta El Cabezo, un parque de mi ciudad natal, Zaragoza. Íbamos tranquilos y contentos. Había que aprovechar sesenta minutos de paseo sin socializar conforme marcaba nuestro gobernante. Para mí magnífico, pues ya apuntaba maneras de ser un niño poco inclinado a lo social. Ella con unas gafas de sol, un vestido estampado de primavera que estrenaba con motivo del levantamiento del toque de queda y un bolso grande y blanco. Su pequeño, es decir yo, con un jersey a rayas y un pantalón corto gris, montaba ufano mi gran triciclo rojo que me habían traído sus majestades de Oriente cuatro meses antes. Con él y junto a mi madre me consideraba invencible, capaz de dejar muertos de envidia a mis compañeros del cole. Pronto iba a cumplir seis años y ya había estado en el extranjero, a diferencia de ellos. Ni más ni menos que en París donde trabajaba mi peculiar padre.

Héte aquí que cuando nos disponíamos a poner fin a la tranquila caminata apareció de entre los arbustos un señor uniformado de traje verde y un tricornio acharolado, de media edad, pienso yo, y con abundantes pegatinas en la pechera. ¿Qué sería eso? ¿Chiclés?. «Señora, lo siento mucho, pero debo ponerle una multa de cien pesetas por haber rebasado el tiempo de recreo de su infante», manifestó. «Pero, qué dice usted. No diga tonterías, señor, si apenas es mediodía», respondió agitada mi pobre madre. «Señora, se lo ruego, no complique más las cosas. Ha rebasado con creces el tiempo reglamentado y, además, lo que es más grave, tenemos constancia de que su pequeño forma parte de un llamado club de la bata infantil, que se encarga de propagar bulos por el colegio», replicó el uniformado. «¡Pero qué estupideces me cuenta, si mi hijo apenas sabe escribir…!», gritó ella y ya perdiendo el control: «¡¿Cómo se atreve a decir eso y, por cierto, quién es usted?!». «Señora, soy José Manuel Santiago, general jefe del estado mayor de la Benemérita, a quien estos malditos me han encargado la tarea de monitorizar redes sociales que hablen mal del poder establecido. Su crío, aunque con esa apariencia de no haber roto un plato, representa pese a su corta edad un peligro potencial. Deben acompañarme a comisaría», sentenció. Y ahí fue cuando me desperté gritando, dando un manotazo a los libros y pegándome un coscorrón contra el cabezal tapizado de color gris de la cama que me había traído de mi exilio extremeño.

Estoy más que harto de estas jugarretas que me hace mi cerebro de un tiempo a esta parte, llevándome como una pelota del presente al pasado y del pasado al presente, me quejé amargamente. No hay derecho ni de esto ni de tener que tragarme día sí y día también las filípicas condescendientes de mi gobernante. La culpa es de él, me dije, de su vicedós y de su Rasputín vasco, y, por supuesto, del odioso McFarlane, quien con su bisturí me saca las vísceras y mi dinero. Claro, remaché, la culpa es de ellos y jamás mía. Como la cosa apuntaba a tormenta, traté de calmarme. Encendí la lamparilla, fui a beber agua a la cocina y allí estaban absortas en su juego del cinquillo las tres ratazas del otro día y las crías cantarinas en el fregadero, que me saludaron al estilo del Dúo Dinámico con ese «Resistiré», canción que, tengo entendido, España llevará a la primera edición del World Coronavirus Festival, cuya sede y fecha aún no han sido fijadas ni tampoco quién nos representará.

Mientras regresaba al dormitorio por el pasillo me pregunté que si esos asquerosos roedores aparentaban ser felices, por qué diablos no podía serlo yo también. Cogí una preciosa y breve novela del fallecido por el bicho Luis Sepúlveda, El viejo que leía novelas de amor, hasta que me entró de nuevo el sueño.

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