Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
Mientras tantoEl hombre disperso en la playa verde, 5

El hombre disperso en la playa verde, 5

MIS LIBROS ILUSTRADOS

En cada libro que abro encuentro dibujos

 

RELATOS SIN MIEDO

Madre no hay más que dos

Ondina siempre tuvo una conexión profunda con su madre. Antes de venir al mundo, sus diminutos dedos pulsaban desde dentro los músculos de la barriga de Enriqueta cada vez que sonaba el teléfono de casa, cuando no le gustaba una canción en la radio y la avisaba de los cambios de las mareas. En el instante en que se vieron por primera vez sonrieron las dos y después lloraron. Ondina creció tocando las emociones extremas, terca y emotiva como una ópera. De niña a menudo caía al suelo, y siempre en pavimentos de piedra o cemento, jamás en la hierba aunque llevase horas jugando, si no era un chichón, era un golpe en la boca o una herida en la rodilla. Su madre le quitaba hierro al asunto con algodón, crómer, tiritas y un “ya pasó” con un beso. Y transcurrieron los días para las dos como una tragicomedia entre risas y llantos. Su padre, se llamaba Boro y era marinero, un hombre celoso, distante como la línea del horizonte, Ondina nunca estuvo en el mar de sus planes. La niña era una mezcla de los dos pero físicamente predominaban los rasgos de su padre. Vivían en una aldea de pescadores. Cuando llegaban las mareas vivas eran tan extremas que el mar desaparecía, luego volvía vestido de grises y de verdes que traían las olas. Llegaba con tanta fuerza que el mar traspasaba la carretera, las calles del pueblo, las casas, y subía hasta sumergir el cementerio y al final hacía una visita a la iglesia, por entre los bancos, y dejaba de ofrenda un bordado de espuma alrededor del altar.

Ondina se hizo mujer en la orilla lejana. Su madre lo supo en el mismo instante que cortaba un tomate. La niña corrió asustada sobre la arena mojada bordeando las interminables rocas verdes llena de pozas y pulgas y al llegar a su casa se desmayó.

Siguieron las mareas a través del tiempo y Ondina fue a estudiar a un instituto de la ciudad de A Coruña, porque la pequeña aldea solamente disponía de una escuela primaria. Madre e hija tuvieron tal conexión en la distancia que sabían al momento de sus emociones. Como una tarde que Enriqueta hacia crucigramas y vio rodar sin lógica la pluma estilográfica sobre la mesa hasta caer al suelo y supo que algo dramático le había pasado a su hija. Corrió al teléfono angustiada y antes de que marcase los números, Ondina sabía que su madre llamaría en unos segundos. La niña sufría de un ataque de apendicitis. Sería la primera vez de muchas que Ondina pasaría por un quirófano.

Boro iba a pescar en su barco, Enriqueta 2, y fondeaba en los espejismos del mar, en un lugar preñado de agua salada y peces. Tenía el don de traer algo siempre, aunque hubiese niebla o bancos de delfines que hervían el agua, tenía suerte con sus anhelos e intuiciones, sabía como lanzar el sedal y hasta dónde debían sumergirse los anzuelos sicodélicos y los hacía brincar por las incertezas del fondo. Cuando pescaba hacía magia y el mar era una enorme chistera, porque algunos ejemplares que traía a la superficie eran tan extraños y cargados de misterio y horror, que por miedo a no venderlos por su rareza, los devolvía a las profundidades y volvía al puerto con los que conocemos: caballas, robalizas y abadejos. Traía siempre un par de cajas llenas y lo que no le vendía Enriqueta en el mercado, lo metía en su mar congelado de la cocina. A Boro, por causa de su personalidad solitaria, una tarde tediosa en el puerto, alguien cambió una consonante a su nombre y desde ese día le apodaron Bolo, el bolo es un pez estrecho que suele devolverse al mar.

Una mañana temprano Boro volvió a esos lugares de misterio y algo tiró muy fuerte de una de sus artes de pesca. Después de luchar con aquello durante un tiempo, trajo del mar una cabeza verde de ojos negros que enseñaba sus dientes afilados, sus agallas le parecieron dedos de una mano, su cuerpo era ancho y tenía tres colas. En un descuido de Boro el monstruo le mordió un brazo, y cuando se desprendió volvió a su mundo dejando una explosión de espuma. Empapado de agua salada vomitó el desayuno en el mantel del agua, se hizo un torniquete con un trapo del barco, encendió el motor como pudo y emprendió rumbo al puerto dejando una estela de miedo. Fondeó en la boya a duras penas y remó con dificultad en el bote auxiliar del Enriqueta 2 . Al salir del bote resbaló en la rampa y quedó inconsciente soñando con la oscuridad. Los marineros que andaban en sus asuntos lo socorrieron y lo llevaron al ambulatorio más próximo. Los médicos vieron que la herida era profunda y con muy mala pinta y lo derivaron en ambulancia a A Coruña, pero no pudieron hacer nada por salvarle el brazo y se lo amputaron por debajo del codo. Su mujer y su hija lo estuvieron contemplando los días que estuvo ingresado. Un viernes le dieron de alta y como era fin de semana los tres volvieron juntos a casa en un autobús de línea por una carretera que nadaba como un congrio. Boro arregló la baja y no volvió al mar. Se quedó en casa viendo la televisión para siempre, entretenido con los documentales de Jacques Cousteau y otros de fondos marinos y habitantes misteriosos de las profundidades del mar, medusas luminosas de leds azules, violetas y blancos. Veía repetidamente la película de tiburón de Steven Spielberg o Abiss de James Cameron. A veces señalaba con el dedo como si encontrase ahí al ser que le había mordido. Casi no hablaba, y si lo hacía, sus frases se reducían a sonidos guturales o monosílabos escupidos como el tabaco mascado hasta la saciedad.

Verlo allí plantado como un mueble a su familia le llegó a parecer natural. Solo cuando la pleamar coincidía con la luna como faro y el agua entraba en la casa él rompía su rutina y cambiaba su sillón por el cuarto peldaño de la escalera que daba a los dormitorios y esperaba allí sentado oliendo el mar y la brea hasta que la marea bajaba. Un día como otro de inactividad absoluta, descubrió en un documental lo que le había mordido y en ese instante enmudeció. Enriqueta ni se enteró de que el mar se había llevado su voz hasta la hora de cenar, cuando le llevó la cena en una bandeja, Boro movió su boca queriendo decir algo, pero no fue capaz. Enriqueta asintió, cubrió su boca con la mano y ladeó la cabeza en un gesto de comprensión. Volvió a la cocina, se sentó en una silla y bebió un vaso de vino, una lágrima como un diminuto pez recorrió despacio su piel.

Ellas siguieron con su especial relación en el interior de sus mentes y sus pálpitos con el teléfono. Ondina había terminado el bachillerato y estudiaba el segundo curso de una FP de Estilismo, peluquería y maquillaje en la ciudad. Por influencias de las tendencias internacionales y las clases que impartía el centro, empezó a vestir raro y a maquillarse en exceso y se hizo famosa en el pueblo cuando bajaba del autobús cada fin de semana con un aspecto nuevo. Cuando llegaba a casa también mostraba a su madre con entusiasmo las nuevas tendencias del mundo y los chismes de las revistas del corazón y eran felices las dos con sus paseos por la aldea y la playa. Mientras, Boro dormitaba en su sillón.

Con esa dependencia de su madre y tanto fin de semana, Ondina era un pez que nunca picaba en el anzuelo de los hombres.

Acabó sus estudios y comenzó a trabajar en una peluquería cerca de la plaza de María Pita. Por ser trabajadora y desmedida no pasó desapercibida y pudo colaborar como maquilladora en películas de cineastas gallegos. Cada día de rodaje hacía lo imposible por hablar con su madre desde el set. Un miércoles Ondina al contemplar el color del amanecer, tuvo un pálpito y llamó a su madre, Enriqueta salió al teléfono, Ondina nerviosa le preguntó si estaba bien, ella contestó que si, claro. Al colgar el teléfono Enriqueta se desplomó sobre la alfombra.
Ondina enterró a su madre en el cementerio de la aldea en el momento que llegaba el mar.

Cada viernes volvía a su casa para visitar y cuidar a su padre, la mujer que lo atendía tenía los fines de semana libres . Ondina se levantaba temprano y veía la luna como un sol blanco reflejado en el mar. Un sábado de esos pasó un viajante que vendía miel de la Alcarria y le preguntó por Enriqueta y le dijo que no estaba en ese momento. “¿Y cuándo volverá…? No lo sé, contestó. Ella siempre me compraba miel”… Cuando tuvo el tarro de miel en sus manos, vio su vida borrosa, oscura. Supo entonces cuál sería la solución al inmenso vacío que sentía, se haría las operaciones que hiciera falta para parecerse a su madre y así tenerla siempre delante del espejo. Comenzó a frecuentar las clínicas de cirugía estética, empezó con la nariz, la tenía muy afilada como la de su padre, Enriqueta la tenía más corta y carnosa. Después siguieron los pómulos, se afiló las cejas como cormoranes volando a lo lejos y cada vez era más su madre. Engordó para ser más ancha y se aumentó el pecho. Volvía a la playa de esa manera y caminaba por las sonrisas de la orilla, o se sentaba en una roca al sol con un filtro de algas en las rodillas como lo hacía Enriqueta.

Un sábado plomizo, de esos en los que las pinceladas grises de las nubes van cubriendo el cielo, paseó por la playa hasta el ocaso hablando con ella misma de la tormenta que se aproximaba y de la cena que tenía que preparar a su padre. A las diez de la noche, cuando le llevó el sargo dorado a la plancha a su padre, se agachó para apoyar la bandeja en la mesita auxiliar, él le acarició la cara con el muñón. Y entonces ella se confundió, fue una caricia lenta y suave. Ondina se quedó muy quieta, paralizada por la sorpresa, pero no por la caricia, sino por lo que se despertó en su interior y en ese instante la lluvia siguió al trueno y un rayo compitió con los destellos del televisor.

Esa misma noche, cuando su padre subió al dormitorio para acostarse se la encontró en su cama, con el camisón de flores verdes de manga larga y abotonado hasta la garganta con el que Enriqueta se fue. Él rodeó la cama mirando al suelo y, como cada día, se sentó en su lado, se quitó los calcetines, los pantalones grises, la camisa vainilla y se puso la azul mar del pijama. Levantó la sábana y apoyó su cabeza en la almohada, suspiró, alargó su mano hasta el interruptor y apagó la luz.

Ondina oía la tormenta que se desarrollaba en su interior y que competía con la que chocaba de forma atronadora sobre sus cabezas. Cuando sintió el muñón de su padre sobre su pecho una sonrisa nerviosa se dibujó en su rostro, se desabrochó el camisón y se lo quitó por la cabeza. Se sentó sobre su padre, le cogió el muñón con las dos manos, lo lamió y saboreó el mar. Un rayo iluminó el rosto de su padre y como una impronta la cara de Enriqueta apareció en los ojos de Boro. Ondina cabalgó las olas cuando el mar enervado por la tormenta arrancó la casa de los cimientos y la engulló como el pez que se llevó un día el brazo de su padre.

 

IMAGENES MENTALES

Más del autor

-publicidad-spot_img