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Mientras tantoAllegados y demás compañía

Allegados y demás compañía


La catástrofe vírica ha introducido en mi vida palabras que no existen en el diccionario como «desescalada», términos como «nueva realidad» muy de jerga política a lo Deng Xiaoping  o lo que es peor, me está obligando a definir qué es lo que entiendo por afectos o por allegados. No es materia de examen para obtener la diplomatura oficial de buen ciudadano libre de virus. Al menos no para mí. Pero sí altera mi frágil estabilidad psíquica.

Me habría gustado saber a quién de las autoridades se le ocurrió la invención del palabro, pero lo cierto es que ha cuajado y lo hemos incorporado a nuestro lenguaje cotidiano. «Buenos días, ¡qué calor hace hoy, ¿verdad?! ¡Pero viene bien para matar al bicho y favorecer la desescalada!», me saludó esta mañana, sonriente, uno de los vecinos de mi edificio cuando nos cruzamos en el vestíbulo, mascarilla en boca, él de regreso del paseo reglamentado y yo iniciándolo. «¡Vaya que sí!», respondí en un esfuerzo por ser natural y desenvolverme en el argot rutinario. Era la primera vez que nos veíamos desde que resido en el inmueble, pero me pareció un detalle afectuoso (¿?) de su parte.

Allí, con esa simple frase, fue cuando empecé a agobiarme con la palabra afecto. Con lo que yo entiendo por tal vocablo. ¿Había pretendido ser cariñoso con ese saludo, cordial hasta el extremo de invitarme a tomar un vino cuando esto se relaje, interesado en cuanto que yo era un semejante como él o directamente expresando amor solidario porque él está sufriendo como yo también lo hago? Tuve hace tiempo una pareja o lo que fuese que distinguía entre amor y afecto y eso lo enturbió todo.

Antes de salir hoy a primera hora, observé en el espejo del baño que ya no tenía cabeza de rata ni de hormiga, pero que me seguía sintiendo bastante desnortado por toda la información que a diario recibo y tengo que procesar. Comprendí que el vecino de nombre desconocido me había saludado porque vio en mí a un semejante, alguien igual que él y que no despertaba aparentemente desconfianza. Si yo hubiese salido del ascensor con cabeza de rata o siendo un minúsculo insecto semihumano, seguro que él habría gritado y pedido auxilio creyendo que yo era uno de los millonésimos coronavirus que nos rodean y hay que exterminar con moral de victoria, en cumplimiento con el lenguaje bélico que exhibe mi gobernante en las arengas sabatinas.

No entiendo muchas cosas que suceden a mi alrededor y menos aún esa voluntad del resto de mis congéneres por preguntar y repreguntar dudas respecto a la legalidad o ilegalidad de encuentros con otros seres como ellos. Me recuerda a esa persona, hombre o mujer, que en un viaje organizado una vez que el guía ha explicado al detalle el programa de la jornada levanta la mano para formular una duda pintoresca, quizá justificada, pero, ya digo, peculiar.

Es cierto que la situación que ha producido el Covid-19 ha obligado a los gobernantes a estrujarse las meninges para reglamentar todo: horas de paseo, almuerzos en restaurantes, citas en peluquerías, ocio en cafeterías y cines, horas de teletrabajo, subsidios, créditos, precio de material sanitario, tests inmunológicos, nivel de resistencia psíquica para soportar a la clase política de un signo o de otro y tantas cosas más que me dejo en el tintero y que seguro son tan importantes o más que las que acabo de mencionar. Pienso que un poco de sentido común falta. Esta mañana me topé a la entrada de una farmacia con dos mujeres mayores que marcaban una distancia social de al menos cinco metros lo cual se prestaba a confusión y a que yo sin buscarlo me colara llevándome la justa reprimenda de ambas. Tal vez pensaban que yo era el vivo retrato del virus asesino. Es verdad que no iba muy elegante ni bajé con las condecoraciones obtenidas en combate. Me irritó, en cualquier caso, el clima de desconfianza que se observa entre algunos humanos.

Es evidente que la situación es tan excepcional que tratar de regularla resulta casi imposible. Hay países europeos como los escandinavos, que están actuando sin restar libertad a sus ciudadanos, y otros, como los meridionales, cuyos gobernantes pretenden legislar absolutamente todo vía decreto con resultados muy discutibles. Es como si quisieran limpiar un complejo de culpa, conscientes de que actuaron tarde y no supieron gestionar bien una catástrofe que, admito, no era fácil de afrontar.

Pero en este ambiente irreal en el que nos movemos desde hace más de un mes y medio, pienso que cuanto más extraña es una regla, cuanto más se retuerce el lenguaje más dudas suscita y más interpretaciones genera. Además, no conviene olvidar que todo es contra natura, porque esos protocolos sociales que nos marcan, por muy lícitos que sean, resultan muchísimas veces muy difíciles de digerir y cumplir para la conducta humana. De hecho se incumplen. Al menos en la ciudad donde yo resido.

De ahí que, por ejemplo, en Italia el primer ministro ha creado uno de esos líos a la italiana cuando ha explicado la norma para autorizar las reuniones de allegados, congiunti, que es el termino italiano. Y aún lo ha complicado más cuando al tratar de precisarlo se ha referido a aquellas personas con las que se tiene una relación de amor estable. ¿Qué entiende él por amor estable? ¿Pasional? ¿Sereno? ¿Rutinario? ¿Interesado? ¿Y quién lo valora y lo juzga? Yo desde luego no me atrevería a hacerlo ni perdería el tiempo y mi dinero consultándolo vía videollamada con mi psicoanalista jamaicano.

Eso me ha dejado por completo desconcertado y temo que cuando esa norma se aplique a partir de la fase uno en España, dicho de otro modo, la semana que viene, surgirán voces curiosas e insistentes, dedos que se levanten para preguntar si se entiende por allegados a las personas que forman parte del núcleo convivencial.

¿Y qué es el núcleo convivencial? ¿Nuestras parejas y sus familiares o también nuestras amistades? ¿Y qué se entiende por amigo o amiga? ¿Habrá que rescatar el Libro de Familia del baúl del desván hoy ya en desuso? ¿Demostrar que ese señor o esa señora a quien invito a tomar un chocolate con churros en mi piso o algo mucho más fuerte al caer el sol tiene plenas garantías ganadas a través del cariño, la empatía o la piel? ¿Deberemos llevar mascarilla en esos encuentros o en aquellos más íntimos? ¿Valdrán las que generosamente han comenzado a distribuir las autoridades o por contra esas otras quirúrgicas que hoy me han costado 5,90 euros la unidad en una farmacia del centro de mi ciudad accidental?

Pues sí, tantas y tantas dudas que todo esto me produce, que si no fuera por lo que significa la tragedia, los muertos que ha causado y las consecuencias económicas y sociales tan bestiales que va a arrastrar, comenzaría a carcajearme de esta realidad irreal en la que me he metido. Y en cierto modo lo hago al escribir este artículo. Es mi única defensa a la espera de que una noche se presente no ya Vicedós, sino el rastreador, ese nueva figura social de vigilante, que me preguntará con quién he estado, qué he comido y a qué aspiro. Y si le digo que a nada, llamará a la brigada antivirus para comunicar que ha encontrado a un ciudadano sospechoso. ¿De qué?, solicitará al teléfono el agente de guardia. No lo sé, pero no me inspira confianza, responderá. Entonces, proceda, señor rastreador, contestará con voz mecánica el compañero.

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