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Mientras tantoLa escritura triste

La escritura triste


El escritor argentino Adolfo Bioy Casares escribiendo en su biblioteca, acompañado por su mujer, la también escritora Silvina Ocampo.
El escritor argentino Adolfo Bioy Casares escribiendo en su biblioteca acompañado por su mujer, la también escritora Silvina Ocampo.

«Estoy tan triste que podría empezar un diario de vida», nos contaba Paulina Flores en su relato ‘Olvidar a Freddy’. Y no sería, desde luego, un mal motivo por el que lanzarse a escribir. Ya lo decía Larra en uno de sus artículos: «nunca está el hombre más filósofo que en sus malos ratos», y es que, aunque a veces nos obliguen a parar en seco, esos momentos bajos son los que nos suelen inspirar. A algunos, claro; porque yo me pregunto, ¿cómo de triste hay que estar, por ejemplo, como para escribir una autobiografía, un ensayo decadente acerca de la posmodernidad, un diario del confinamiento o una novela sobre el Covid-19?

Sin ir más lejos, la cita de Larra viene que ni pintada para ilustrar el caso del filósofo Slavoj Žižek. No en balde, ¿cuánto tardó en sacar su manifiesto sobre la pandemia, que acaba de llegar a España de la mano de ’Anagrama’? ¿Cómo de triste ha tenido que estar el propio Žižek como para terminar, en tan sólo un par de semanas, un libro sobre la enfermedad que está estremeciendo al mundo? ¿Cómo de tristes estamos todos? En la introducción a una de sus obras anteriores, titulada ‘El coraje de la desesperanza’ (Anagrama, 2018), el autor esloveno lo deja más o menos claro. «Prefiero ser pesimista: al no esperar nada, a veces me llevo alguna sorpresa». Y los escritores pueden hacer que quienes se sorprendan al leerlos sean, precisamente, los demás. «En resumen, el auténtico coraje consiste en admitir que la luz que hay al final del túnel probablemente es el faro de otro tren que se acerca en dirección contraria», y ese faro es la tristeza, que se choca con nosotros mismos y nos sacude bruscamente tras colisionar.

Desde luego, hay quienes pueden escribir estando tristes o desesperanzados y hay quienes no. «Cuando soy muy feliz escribo novelas», afirmó el autor argentino Adolfo Bioy Casares en su momento. O «escribir no quita nunca el hecho de estar triste: escribir es tan solo una manera de soportarlo, de distanciarse», anotó Elizabeth Duval en su debut narrativo, ‘Reina’ (Caballo de Troya, 2020). Y aquí es donde se pone de manifiesto lo evidente, que la literatura, al fin y al cabo, trata de imitar a la vida, donde las emociones lo invaden absolutamente todo.

Me imagino que, tras la pandemia, en las librerías aparecerá un ‘boom’ de la tristeza, o saldrá a relucir una nueva generación de poetas marcados por la melancolía. No en vano, ¿cuánta gente se habrá puesto a plasmar sus sentimientos, sus temores o su soledad en estos días de confinamiento? Seguramente, saldrán escritores con la misma facilidad con la que ahora salen runners de hasta debajo de las piedras, y justificarán sus creaciones con el manido mantra del sufrimiento como excusa y alegando lo que sólo ellos entienden como beneficios del dolor. No sé, pero a mí, personalmente, esas cosas no me van.

Al final, todos los escritores tendrían que tomarse un poco menos en serio a sí mismos e inclinarse hacia lo que decía Julio Camba, que tenía un gran sentido del humor, cuando le preguntaban por sus aspiraciones en la vida: «no tener que escribir», afirmaba; porque, mientras se viva y no se escriba, uno puede ser feliz. De la otra forma, también; pero ya hemos visto que la literatura se encuentra ligada muchas veces al vacío y a la infelicidad, y más en estos tiempos. No seamos como aquel personaje de Salter, que «imaginaba que algún día viviría en París, en una apartamento lleno de luz donde trabajaría en completa soledad, pero cuando se fue a vivir a París se sintió demasiado solo y nunca fue capaz de escribir nada». No vayamos a perderlo todo por la nostalgia de sufrir, porque, luego, podemos acabar tan tristes que hasta el propio sentimiento nos impida volver a juntar párrafos. Además, qué horror tiene que ser eso de publicar un libro en plena cuarentena, como el de Žižek o cualquier otro, y que en la faja promocional de las primeras ediciones ponga: «¡La gran obra del Covid-19!», o algo parecido. No, no; qué va: tenemos que evitar ser masoquistas.

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