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Acordeón¿Qué hacer?Educación y pandemia

Educación y pandemia

“Aquellos que educan bien a los niños merecen recibir más honores que sus propios padres, porque aquellos sólo les dieron vida, éstos el arte de vivir bien”
Aristóteles

 

Pertenezco a una generación que ha sufrido, primero como alumna y luego como profesora, todas las reformas educativas habidas y por haber en España desde 1970. Esto es, desde la llamada Ley General de Educación (LGE) del ministro Villar Palasí hasta la actual, la Ley orgánica para la mejora de la Calidad Educativa (LOMCE), que iba a reemplazar a la LOE y que, en realidad, a pesar de estar aprobada, su aplicación fue suspendida en 2016 y será sustituida por la llamada Ley Celaá. Desde la LGE ha habido en España dos leyes de educación con la UCD, cuatro con el PSOE, una con el PP (ley Wert) y la llamada ley Celaá cuya entrada en vigor será previsiblemente, y si la covid-19 o cualquier otra catástrofe natural o no tan natural lo permite, en el curso 2020-2021, convirtiéndose así en la octava ley de educación en democracia. No está nada mal. Para que luego digan en los países del norte que en este país del sur no se trabaja ¿Será por leyes? Puede que ustedes se pregunten si alguna de estas leyes ha mejorado o contribuido a mejorar el nivel educativo de nuestros estudiantes. Ya les digo yo que no, háganme caso, aunque solo sea porque llevo en la enseñanza más de media vida y estoy al día del famoso informe PISA. Los resultados del último año, 2019, que pueden ustedes consultar en san Google, nos sitúan por debajo de la media de la OCDE tanto en matemáticas como en ciencias. En comprensión lectora también, aunque aquí ha habido mucha polémica. Y si bien es cierto que es un informe más que controvertido, no sólo por la calidad de sus pruebas, sino por el uso mercantilista del mismo, sí que puede servir como indicador de que algo no va bien a pesar de tanta reforma.

Somos muchos los que llevamos años reclamando un pacto en educación como posible ayuda para mejorar el sistema. No es necesario ser docente para darse cuenta de que la educación en España ha sido, es, y me temo que seguirá siendo, un arma ideológica arrojadiza entre partidos. En medio de esta disputa estamos los ciudadanos, que cada cierto tiempo nos vemos inmersos en un vaivén de siglas, acrónimos y nomenclaturas varias en las que ya no sabemos si hemos titulado por la ley de tal o la de pascual. Si la que estaba en vigor era la del bachillerato antiguo, o la del polivalente. Si era la de eso, la de aquello o la que está por venir. Si hay que aprobar todo, o con aprobar religión ya vale, porque al fin y al cabo la ciencia y la religión pues no están tan lejanas, o…, yo qué sé. Entre tanto, ha llegado una pandemia que deja al descubierto todas las carencias que hemos acumulado en años y que muestra la debilidad de un sistema más preocupado en la lucha por el poder que en el derecho a la educación, derecho que, por cierto, recoge la Constitución. Se ve que tan ilustre marco de ordenamiento jurídico no es suficiente para que sus señorías se pongan de acuerdo en el modelo educativo.

Algunas de esas carencias son el fruto de los recortes que, aprovechando la famosa crisis del 2008, se han venido realizando y han contribuido, y mucho, en situarnos por debajo de la media de la OCDE, como ya he mencionado anteriormente.

Más o menos por el 2011 comenzó una campaña de desprestigio contra los profesores. Las llamadas mareas verdes no gustaban nada a la entonces presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, ni a su consejera de Educación, Lucía Figar (que por cierto, ¿qué ha sido de ella? ¿Imputada al igual que su jefa?). Nos llamaron vagos, nos acusaron de trabajar 20 horas a la semana, sin hacer distinción entre jornada laboral y horario lectivo. Nos llamó instigadores y estar al servicio de huelgas políticas. Así pudieron deshacerse de 3.000 profesores y recortar unos 80 millones de euros a la educación pública sólo en la Comunidad de Madrid. No está nada mal, ¿verdad? Quizás por esto y otros pequeños detalles no me extrañó que después de su fulgurante carrera política la señora Aguirre acabara de cazatalentos en la empresa privada, o quizás fuera por su habilidad por cazar ranas, según ella misma afirmó. Pero antes de esto lanzó su apuesta por el mal llamado bilingüismo. Las diferentes resoluciones en las que se especificaban los títulos o certificaciones C1 y C2, la importancia de ser un profesor nativo y otras lindezas, comenzaron a invadir los institutos públicos. Todo recayó, como siempre, sobre los profesores, que en algunas ocasiones pusieron en riesgo su salud y su peculio en busca de tan ansiada habilitación. Conozco algún caso de profesora de inglés que a pesar de serlo y de su titulación en filología inglesa no consiguió la tan ansiada habilitación, quedando así relegada en su propio departamento y viendo cómo profesores con menos años de experiencia profesional pero, eso sí, habilitados, le pasaban por delante.

Excepto en las asignaturas de lengua y matemáticas, el inglés se extendió por todos los departamentos. Lo más increíble es que, después de estos años de bilingüismo –en los que a las autoridades competentes se les olvidaron pequeños detalles como unos bien dotados laboratorios de inglés, unos programas de intercambio ágiles y a los que pudieran acceder todos los alumnos, independientemente de su situación económica, etcétera–, los alumnos españoles siguen estando a la cola del nivel de inglés comparados con sus compañeros europeos. Y eso que hasta la asignatura de Historia de España se imparte en inglés en los centros que han colgado en sus fachadas el adjetivo bilingüe. Y de que celebramos san Patrick y de que el día de los difuntos ha dejado de existir y nos hemos pasado a Halloween y también el Thanksgiving  Day, eso sí, todavía no nos ha dado por cazar un pavo y asarlo en los institutos, pero todo llegará. Un amigo que es catedrático de literatura española en la Universidad de Boston, cuando supo todo esto se llevaba las manos a la cabeza. Se preguntaba cómo era posible que un país como España, con una historia tan rica, cediera a un idioma extranjero el conocimiento de la misma. De hecho, ya son muchas las voces que apuntan a que, si seguimos así y no rectificamos, llegará un momento en el que las próximas generaciones de alumnos creerán que en realidad la conquista de Granada en vez de llevarla a cabo los Reyes Católicos y sus huestes de caballeros castellanos y aragoneses en realidad la hicieron el rey Arturo, la reina Ginebra y los caballeros de la mesa redonda. El bilingüismo a lo que ha contribuido es a la creación de una segregación socioeconómica. El problema aquí ha sido la poca cabeza y el despilfarro.

En este país hubo un tiempo en que el esfuerzo tenía sentido y se premiaba. Pero, comenzó una época, no hace mucho, en la que se empezaron a escuchar cosas como que la memoria no era importante, o que no importaba que el alumno escribiera con faltas de ortografía porque lo importante era que escribiera, que a los alumnos había que motivarlos y cuidarlos para que no se frustraran… Es decir, llegó la moda de la pedagogía, la psicología, la psicopedagogía, y no es que yo esté en contra de tan nobles saberes, pero es que con esto se infiltró la idea, que ya llevaba un tiempo flotando en el ambiente, de que los profesores de secundaria y bachillerato, por muy expertos que fuéramos en nuestra asignatura, no sabíamos dar clase. Un problema, porque los contenidos no eran lo más importante, sino la manera de trasmitirlos. Había que hacerlo con entusiasmo, con un entusiasmo contagioso, de tal manera que los alumnos se encandilaran con nuestro saber. Vale, dominar materias como las matemáticas, la historia, lengua, biología, etcétera, no era suficiente, ahora además teníamos que ser expertos en técnicas teatrales, comunicadores, showman, coach, y últimamente debemos ser capaces de detectar casos de acoso escolar, anorexias, maltrato familiar y más y más. ¡Agotador!

Entonces llegaron a nuestras vidas las programaciones didácticas, el didactismo. Los profesores, a principio de curso, tenemos que presentar en jefatura de estudios unos “testamentos” en un lenguaje psicopedagógico, lleno de conceptos, que no se sabe en muchos casos para qué nos sirven. Un lenguaje que, escudándose en la pedagogía, lo que en realidad esconde es un concepto mercantil de la enseñanza. Buena parte de ese lenguaje procede de la economía, del mundo de la empresa. No imaginan lo que me irrita escuchar frases como la de “enseñar a los alumnos a gestionar sus emociones”, o “tienen que aprender a poner en valor”, o “enseñar a implementar valores”. Luego vienen los procesos didácticos, competencias, rúbricas, estándares de aprendizaje, indicadores de logro, referentes de evaluación asociado, etcétera. Para que se hagan una idea, si hablamos de evaluar una exposición oral, por ejemplo, hay que tener en cuenta los siguientes aspectos: apoyo digital, uso del tiempo, postura del cuerpo, contacto visual, volumen, vocalización… No les digo nada cuando llegamos a la parte de los llamados criterios de calificación. Hay tantas cuadrículas que, en algunos casos, casi hay que hacer un curso de ingeniería matemática para poder dar una calificación. Toda esta palabrería no hace sino enmascarar el verdadero problema de la educación, que no es ni más menos que la falta de recursos. El abandono en el que la han situado los políticos, independientemente del color o de las siglas de su partido. El desvío de buena parte de dinero público a la enseñanza concertada, esa que, en muchos casos, sigue, en un momento como en el que estamos viviendo, cobrando por servicios que no prestan, a pesar de todo el dinero público que reciben. Nuestros vecinos portugueses han apostado por recortar los fondos en la concertada y devolvérselos a la pública, logrando así mejorar y mucho, su nivel educativo. Quizás deberíamos tomar ejemplo de ellos. La cruda realidad es que los políticos de este país no apuestan por una enseñanza pública de calidad. Lo hacen recaer todo en el esfuerzo de los profesionales que somos los que estamos en primera línea, solucionando problemas como podemos y con lo que podemos. La educación pública, al igual que la sanidad, son los sectores que más recortes y más abandono han sufrido en los últimos años. Sólo que mientras los sanitarios reciben aplausos más que merecidos los profesores seguimos siendo cuestionados e inundados hasta la asfixia de una burocracia que nos convierte más en un aburrido administrativo que en un profesor. Tanta norma seudo-pedagógica elimina frescura, originalidad, creatividad y dinamismo. Conduce al pensamiento único, a la uniformidad, a la robotización del profesor y si me apuran, a la lobotomía mental.

Llegamos así, por fin, a la tecnología. Con esta pandemia ha llegado otra acusación, la de que no estamos preparados para el cambio tecnológico. Puede que sea verdad, y puede ser también que sea una manera de decir que somos una profesión a la que, a pesar de estar durante años en contacto con los jóvenes, nos asusta la era digital y que para lo único que servimos es para vegetar en nuestras plazas de funcionarios y tener un montón de vacaciones (véanse las declaraciones del presidente de Castilla-La Mancha, el señor García Page). Lo que no se dice o por lo menos yo no lo he oído en ninguna parte, es que gracias a estos “vagos” hemos pasado de la noche a la mañana de un sistema presencial a uno digital, sin que en ningún momento ningún miembro de la Administración, empezando por el Ministerio de Educación, y siguiendo por las consejerías autonómicas, nos hayan preguntado si teníamos fibra en casa, o sólo internet con datos, o si teníamos que hacer señales de humo desde las azoteas. Si necesitábamos algún tipo de dispositivo, o algo más, para poder realizar nuestro trabajo. Y aquí estamos, usando nuestros dispositivos particulares para atender a una media de unos 100 alumnos al día, cada cual como podemos, con un sinfín de instrucciones, a cada cual más ambigua, por parte de la Administración. Pues, permítanme que les diga, no habremos levantado un hospital en un tiempo record como el de IFEMA, pero sí hemos convertido un sistema analógico presencial en uno virtual en nada de tiempo. Tan rápida ha sido esta metamorfosis, tan eficiente, que ya confundimos el timbre del microondas con el que nos marcaba el final de cada clase y el comienzo de la siguiente.

Todo esto confinados en nuestras casas al igual que el resto de la población. Con hijos, padres, madres. Unos cerca, otros más lejos, algunos en residencias o enfermos. Nuestros hijos también necesitan dispositivos tecnológicos para seguir con sus clases y no siempre hay suficientes en nuestras casas, convertidas en aulas por partida doble. Nuestros horarios han saltado por los aires y hay veces en las que ya no sabemos si le hemos enviado una tarea de nuestra materia a un alumno o la receta de un bizcocho de zanahoria. Si la videoconferencia con nuestros compañeros de profesión es para hablar de los últimos cambios que tenemos que hacer o no, si las evaluaciones serán presenciales, telemáticas o por ciencia infusa. O si damos aprobado general o no. O si enviamos con palomas mensajeras los exámenes a los alumnos con brecha digital o sin brecha. Algunos llevan descolgados del curso no sólo por la pandemia, que los hay, sino desde septiembre, y aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, pues se apuntan de nuevo, vaya a ser que “los profes” demos aprobado general y se lo pierdan. Y, para que conste, el problema para muchos de nosotros no está en aprobar, el problema surge cuando pensamos cómo se van a sentir todos esos alumnos que llevan trabajando desde el principio de curso y que siguen haciéndolo, con muchas dificultades tecnológicas y de otro tipo algunos de ellos, y que se van a encontrar con que compañeros suyos, los menos, que llevan sin hacer nada desde el comienzo de curso, van a aprovechar esta situación para obtener el mismo resultado que ellos.

Total, que si ya teníamos un volumen de trabajo a diario en los institutos ni se imaginan el de ahora. Porque si a las personas nos cuesta mucho aprender, a la Administración, con su frialdad burocrática, no hay un dios que la saque de su rigidez. Vivimos conectados a las pantallas tecnológicas las 24 horas del día como si fuéramos un after. Si muchos de nosotros protestábamos contra una educación en la que el papeleo de programaciones, informes y justificaciones varias nos asfixiaba, y sobre todo, nos restaba tiempo para atender a los alumnos, que al fin y al cabo son los que importan y a los que va destinado nuestro trabajo, ahora ese papeleo no sólo no se ha reducido, sino que ha crecido en forma de archivos con sus decenas de formatos virtuales y de cuadrículas que rellenar, y subir a no se sabe ya qué nube.

Estos días leo a expertos sociólogos, filósofos y pensadores varios. Casi todos ellos están de acuerdo en que esta pandemia debería hacernos cambiar nuestro modelo de vida, hacernos más conscientes del derroche, el estrés, el maltrato a la naturaleza o ese hiperconsumo que nos está consumiendo. Deberíamos aprovechar esta pandemia para reflexionar y decidir de una vez por todas en qué tipo de mundo queremos vivir, aunque me temo que ya es muy tarde. Si algo caracteriza al ser humano, es nuestra capacidad de autodestrucción, de tropezar dos veces, e incluso más, en la misma piedra.

La educación es fundamental en una sociedad, y más en una sociedad tan cambiante como la actual. Es lo que nos prepara para una mejor comprensión del mundo, ya sea virtual, presencial o una mezcla de ambos. Se tiene que apostar por ella, cuidar a los profesionales, confiar en ellos. Dotarla de recursos de calidad y los que tienen que hacerlo son los políticos. Deberían ya, de una vez por todas, ponerse de acuerdo en un pacto de estado que conceda estabilidad y dejar de marear a alumnos, padres y profesores con sus vaivenes ideológicos y sus luchas de poder.

Ojalá esta pandemia sirva para algo. Pero cada vez que veo los telediarios y escucho a sus señorías enzarzados en sus discursos fatuos pienso que si tuviera que calificarlos la nota sería, sin dudarlo, un suspenso.

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