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Mientras tantoLenta melancolía

Lenta melancolía


Lentamente voy adaptándome al cronograma de mi gobernante. Combino rutina con imaginación, realidad con irrealidad. Contenidos paseos al alba o en el crepúsculo con la serena y forzada reclusión en la cueva. El peligro estriba cuando me excedo, caliento el motor y paso de un estadio a otro de manera brusca y violenta. Es entonces cuando emergen las jaquecas, las migrañas, los dolores de cabeza o lo que malditamente tenga. Pero duele. Una neuróloga a la que pregunté recientemente a través de teleconsulta concluyó que eran tensiones musculares agudas debidas al estrés (¡¿?!) u otras causas que tendría ella que investigar una vez salgamos de la debacle.

¿Y saldremos de esto? A juzgar por lo que sostienen el poder, los medios de comunicación y mi vecindario, sin duda que lo haremos. Ignoro si más pobres, más desconfiados, más aborregados o más solidarios, más animados, más ecologistas. Todos me ensordecen con las ganas que tienen de tomarse una cervecita y una tapita, de intercambiar opiniones y experiencias con amistades viejas y nuevas. De amores renacidos o encontrados en las redes sociales, ese nuevo método que tenemos los humanos para comunicarnos. Yo trato de asentir a sus deseos, compartirlos, puesto que si no lo hago pienso que soy un extraño hasta el extremo que la brigada antivirus llame a la puerta, me pida la documentación, carezca, por ejemplo, del resguardo de compra de un traje que compré antes de la tragedia para la boda de un sobrino si lo requieren, pierda los nervios y termine el encuentro con una multa de 500 euros por ciudadano irresponsable y atentado contra la autoridad.

Me sucede algo así como cuando en medio de un grupo de amigos uno cuenta un chiste, todos se ríen y yo al final lo hago también pese a no entenderlo. No quiero quedarme desplazado y que me etiqueten como un tonto o un perro verde, que para canes y colores ya tengo bastante con los que a veces entran y salen en mis pesadillas patógenas.

Quien no suele ir por la ruta marcada por el poder y ni siquiera es consciente de ello puede tener serios problemas antes, ahora y después. Las situaciones excepcionales cercenan, a veces sin pretenderlo, las libertades cívicas, y cuando se alcanza, digamos, la «nueva normalidad» lo que ayer estaba permitido ya no lo está o al revés. En las catástrofes siempre surge alguien agazapado con vocación de domador, afirma el humanista Antonio Escohotado. El filósofo Slavoj Zizek asegura en su ensayo Pandemia que tendremos que aprender que no somos más que unos seres vivos entre otras formas de vida.

Qué es eso de que somos perennes y superiores a otras especies cuando, pese a nuestra inteligencia más desarrollada, damos pruebas a diario de nuestros atropellos, nuestras torpezas, nuestra incapacidad de vivir en paz sin hacer daño al prójimo y sin cargarnos nuestro hábitat. Quizá la gran próxima estallará no por un virus, sino por el efecto del cambio climático. Nos extinguiremos como lo hicieron hace más de doscientos millones de años los dinosaurios. Y si no, ¿por qué tenemos una visión pesimista del futuro a pesar de que es un hecho que nunca ha habido menos pobreza, hambre y analfabetismo o más logros científicos y tecnológicos como en esta época? Deberíamos sentirnos orgullosos de lo que hemos conseguido hasta ahora y, sin embargo, sucede justamente lo contrario. Nos notamos cada vez más inseguros ante el porvenir que nos aguarda a nosotros y a las generaciones venideras. Una buena lección de humildad debemos aprender de esta crisis, que nos ha pillado sin vacuna, sin protección sanitaria y con las recetas de la abuela de lavarse muy bien las manos y de mantener una distancia social por si las moscas.

En fin, elucubraciones muy mías en una tarde tranquila en mi ciudad accidental. A la izquierda, el mar y a la derecha, mis libros. No es una mala compañía de momento. Las hay mucho peores. Diría sin ironía que por ahora sigo siendo un privilegiado, aunque me achicharro con mi inconformismo, mi insatisfacción y mi problema de afectos. «Nada, absolutamente nada de lo que usted me cuenta es único. No es un ser peculiar y diferente a los demás», me contesta por mail Jacques-Marie McFarlane, mi psicoanalista jamaicano que estos pasados días me advirtió que no podría comunicarse por videoconferencia conmigo. No explicó los motivos ni yo se los demandé. Soy muy respetuoso en eso. Tan discreto como mi leal y eficiente ama de llaves. «Acéptese, queme el triciclo y salga de esa burbuja que le tiene secuestrado. Un secuestro, por cierto, que a usted le agrada», añade McFarlane en su mensaje escrito. Como en esta ocasión no tengo derecho de réplica, me digo que debo preguntarle la próxima vez qué satisfacción es esa de la que me habla. A veces estos trabajadores de la psique construyen teorías con un par de anécdotas y prejuzgan como cualquier hijo de vecino por mucho que consulten a diario las obras de Sigmund o Lacan.

Al escuchar el informativo de mediodía en la emisora donde tengo puesto el dial pese a ser muy consciente de que no es tan objetiva como proclama uno de sus anuncios publicitarios -me manipula como lo hacen otros medios-, apunto tres o cuatro noticias que me llaman la atención. La primera es la de la muerte de Billy el Niño, ese policía torturador franquista que al final ha muerto por el virus sin ser juzgado por sus múltiples fechorías. No me alegro del fallecimiento de nadie, pero me gustaría saber qué piensan los numerosos individuos, aún en vida, que fueron  víctimas de sus abusos. En los últimos años debía de haberse sentido perseguido y acosado por la prensa cada vez que salía de su domicilio en una céntrica calle madrileña. No sería cómodo, pero había hecho méritos suficientes para no poder disfrutar psicológicamente de una vejez tranquila con independencia de la pensión y las condecoraciones que había recibido por su saña contra quienes luchaban contra la dictadura. ¿Quiénes serán sus familiares? ¿Habrán estado con él en los instantes finales? Lo que no han podido hacer los tribunales de justicia lo ha hecho el Covid-19.

Y hay otras dos noticias que me golpean para darme cuenta de la magnitud de la catástrofe más allá de que un día de estos baje a tomar una cerveza con mis amigos. La primera es que 33 millones de norteamericanos se han registrado ya en las oficinas nacionales de empleo en busca de trabajo. Nunca hasta ahora, ni siquiera durante el periodo de la Gran Depresión, Estados Unidos había alcanzado tales cifra de parados. Eso tendrá obviamente consecuencias para la economía del país y a la postre mundial, y puede dificultar la reelección presidencial de Trump. No hay mal que por bien no venga, como dijo Franco tras el asesinato del almirante Carrero Blanco. No lo creo, pero renace mi optimismo de que este tipo regrese adonde nunca debió salir: la Trump Tower, en la Quinta Avenida neoyorquina

La última concierne a España. El instituto de investigación de las cajas de ahorro afirma en un informe que el índice de desempleo español podría llegar hasta el 35% en caso de que los tres millones de trabajadores que están ahora protegidos por los ERTE fueran directamente despedidos y advierte, además, de que la recuperación plena de nuestra economía no se alcanzará hasta 2023. Para entonces, me temo, bastantes de nosotros estaremos ya calvos y sin expectativas terrenales.

 

 

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