Sesenta y seis años han pasado desde que Hiroshima fuera destruida por una bomba atómica que mató a 100.000 personas. Un año después de la catástrofe, en 1946, la revista norteamericana The New Yorker publicó un extenso reportaje del periodista John Hersey. Los editores y el escritor buscaban darle otra mirada a una historia demasiado centrada en las cifras y las explicaciones científico-tecnológicas de la barbarie. Hallar el rostro humano escondido en las dos dimensiones de un periodismo agobiado por los datos y las prisas. La receta para dotar de vida el reportaje vino de la mano de la incorporación de los, hasta entonces, inexplorados recursos literarios. «El periodismo permite a los lectores ser testigos de la historia; la literatura les da una oportunidad de vivirla», sostenía Hersey. Una frase que contiene los gérmenes de lo que, con posterioridad, se daría en llamar “Nuevo Periodismo” o “Periodismo Literario”.
El extenso reportaje se apoya en la historia de seis supervivientes que adquieren el estatus de personajes: una joven oficinista, un médico, la viuda de un sastre con tres hijos, un cirujano, un sacerdote alemán de la misión jesuita y un pastor de la Iglesia Metodista. Para realizar su reconstrucción sobre los acontecimientos posteriores al lanzamiento de la bomba, Hersey desistió de las fuentes autorizadas y las palabras rimbombantes para centrarse, a través de un lenguaje sencillo y desapasionado, en la información vivencial lograda a base de exhaustivas entrevistas. Frente a la chatura de los individuos retratados en las noticias, la profundidad de los personajes literarios aportaba una dimensión emocional a sus protagonistas. “El periodismo se mueve siempre en un plano horizontal al contar una historia, mientras que la narrativa -la buena narrativa- se mueve verticalmente, profundizando en los personajes y en los acontecimientos», afirmaba otro precursor del género, Truman Capote.
La presencia de un narrador omnisciente y neutral, que no se permite aparecer en el relato, tiene claros antecedentes en la novela realista de Balzac, Stendhal y Flaubert, entre otros. Así como Madame Bovary vivía de manera quijotesca a través de la ficción, la complejidad con la que Flaubert describe a su protagonista convierte la ficción en un universo casi real para el lector. El proceso de adquisición de verosimilitud de la literatura necesita de esa empatía emocional que el periodismo por tanto tiempo descuidó por su obsesión con los hechos.
La sutileza de la objetividad
La distancia del narrador queda explicitada en Hiroshima a través de una tercera persona casi invisible que describe a sus personajes principalmente a través de sus acciones y reacciones. Aunque en el reportaje la personalidad y emociones de Hersey quedan fuera de plano, la objetividad no oculta la sutileza de la pluma que escribe: «Sería imposible saber qué horrores quedaron grabados en la memoria de los niños que vivieron el día del bombardeo de Hiroshima. Superficialmente, sus recuerdos, meses después del desastre, parecían ser los de una excitante aventura».
Hiroshima fue todo un éxito en el momento de su publicación y representó un hito en la historia del periodismo. Fue publicado en una sola entrega, ocupando de esta forma la totalidad de la revista The New Yorker. Sus números se agotaron en pocas horas, se revendieron muy por encima de su valor y el reportaje fue leído por radio durante cuatro horas y media. Hiroshima se convirtió con posterioridad en libro y, cuarenta años después, Hersey volvió a la ciudad japonesa para rencontrarse con sus personajes y cerrar aquel capítulo pendiente.
Después de Hiroshima
Si bien A sangre fría de Truman Capote es considerado el texto fundamental que dio lugar al Nuevo Periodismo (aunque el autor prefiriera la denominación “novela de no ficción”), Hiroshima de John Hersey representó uno de los primeros ejemplos de técnicas literarias aplicadas a él. La “revolución de las costumbres y las éticas” de la década del sesenta propició el surgimiento de periodistas de la talla de Tom Wolfe, Norman Mailer y Hunter Thompson. Este último creó el periodismo gonzo, en el que primaba la visión subjetiva y el protagonismo del narrador.
Hersey incorporó a su relato técnicas poco utilizadas hasta el momento, que luego tuvieron mucha repercusión: utilización de la trama (introducción, nudo y desenlace), uso de escenas, punto de vista de los personajes, suspenso, lenguaje descriptivo, simbolismo, montaje paralelo en un mismo espacio temporal o la incorporación de textos no tradicionales al interior del reportaje (como las cartas del Sr. Tanimoto o los telegramas confidenciales entre Japón y Estados Unidos).
Aún hoy, el estilo de Hersey se mantiene intacto y acaso inexplorado por las nuevas generaciones. Su mayor virtud fue la de no haber cometido los excesos de algunos de sus seguidores. El “Nuevo Periodismo” colocó en un lugar exageradamente importante a la figura del escritor, dándole un estatus de celebridad: Tom Wolfe, el dandi de traje blanco; Hunter Thompson, el equilibrista de las drogas y el alcohol. El egocentrismo de autor derivó, en algunos casos, en la pérdida de ángulo de los sujetos y situaciones que estaban siendo documentadas. “El estilo chato era deliberado”, afirmaba Hersey cuarenta años después de la publicación de su libro. “Un estilo altamente literario, un exceso de pasión, me hubiera situado en la historia como un mediador. Quise evitarlo para que la experiencia del lector fuera lo más directa posible.”
La vigencia de Hersey es aún mayor cuando contemplamos el estado de los medios en la era de internet: una versión edulcorada del viejo periodismo de los “hechos sagrados y las opiniones libres” sesgado por la inmediatez, la superficialidad y el news business. Una vuelta por las páginas de Hiroshima es algo más que una sana añoranza: es la prueba documental de una necesidad de cambio.
El pastor de la bomba atómica
Tic Tac. “Buenas noches damas y caballeros y bienvenidos a Esta es su vida«. Sentado en la apócrifa sala de estar de un plató de televisión en Los Ángeles, el embotado y sudoroso reverendo de la Iglesia Metodista de Hiroshima, Kyoshi Tanimoto, asiste a la representación de su tragedia para cuarenta millones de norteamericanos. Su contextura es pequeña y en su rostro destaca un hueso frontal que contrasta con la pequeñez del bigote, la boca y el mentón. “El tic tac que escuchan de fondo es el de un reloj que cuenta los segundos que faltan para las 8.15 de la mañana del 6 de agosto de 1945… Esto es Hiroshima”, dice Ralph Edwards, el presentador. Una nube en forma de hongo se dibuja en las pantallas convexas de aquellos televisores de la década del cincuenta. De repente, entra al plató un hombre robusto y borracho que se identifica como el copiloto del Enola Gay, el avión desde el que se tiró la bomba. Tanimoto permanece impávido. A los pocos minutos esboza una mueca de sorpresa: su mujer entra en el plató luciendo un atuendo que nunca había usado: un kimono.
Un kimono… Podía recordar aquella mañana en la que corrió hacia la ciudad de Hiroshima (en el momento de la explosión se encontraba a tres kilómetros) en busca de su familia y su iglesia. En el camino se cruzó con cientos de heridos, desnudos o vestidos con harapos, con el cuerpo quemado y la piel colgando. En la epidermis de algunas mujeres, por el calor que conducía el color negro, se habían dibujado las formas de las flores de sus kimonos.
El japonés americano
Cinco años después de la tragedia, el Sr. Tanimoto realizaba uno de sus tantos viajes a Estados Unidos para recaudar fondos para crear un centro de paz y posibilitar la cirugía estética de las jóvenes que padecen queloides (crecimiento exagerado del tejido cicatricial en el sitio de una lesión de la piel que ha sanado). Con una energía envidiable para un hibakusha (nombre dado a los supervivientes de las bombas nucleares, que suelen tener problemas de salud a causa de la radiación), recorrió 221 ciudades en ocho meses. Poco antes de finalizar su viaje pronunció una oración para abrir la sesión en el Senado: “Padre nuestro que estás en los cielos, te damos gracias por la gran bendición que has dado a América al permitirle construir en esta última década la más grande civilización de la historia humana… Te damos gracias por haber permitido que Japón sea uno de los afortunados destinatarios de la generosidad norteamericana. Te damos gracias por haber dado a nuestra gente el don de la libertad, que les permite levantarse de las cenizas de la ruina y nacer de nuevo… Dios bendiga a todos los miembros de este Senado”.
En un telegrama de la oficina de Tokio dirigido al secretario de Estado norteamericano se informaba que Tanimoto era percibido como “cazador de publicidad”. Los japoneses lo veían como a una figura mediática: lo llamaban el Pastor de la Bomba A. La desconfianza fue un obstáculo contra la que el Pastor se enfrentó toda su vida. En tiempos de guerra, lo verosímil es casi más importante que la verdad.
El Sr. Tanimoto hablaba un perfecto inglés. Había estudiado Teología en Atlanta y mantenía un vínculo afectivo con Estados Unidos. Su fluida correspondencia y su ropa americana habían generado desconfianza entre sus vecinos. Uno de ellos, el Sr. Tanaka, lo acusaba de ser un espía. Para demostrar su inocencia y guiado por el alto valor del honor japonés, el pastor asumió la presidencia de su asociación de vecinos. Cuando cayó la bomba, el Sr. Tanaka recibió serias quemaduras y en su agonía pidió por Tanimoto. El pastor olvidó los viejos rencores y estuvo a su lado, entonando un salmo hasta que ocurrió su deceso.
El peso de la carga
El Sr. Tanaka no fue la única persona que Tanimoto socorrió. En los días posteriores al estallido de la bomba trabajó incansablemente: transportó a heridos, organizó las tareas de rescate y la comida, ayudó a personas con los cuerpos viscosos y los rostros desfigurados. “Son seres humanos” pensaba para darse fuerzas. El estar sano le hacía sentirse culpable: “Perdonen que no lleve una carga como la suya”, repetía.
El horror no le hizo perder su sentido del respeto. En una ocasión encontró un bote en la orilla de un río con cinco personas fallecidas dentro. “Por favor perdonen que me lleve este bote, lo necesito para ayudar a otros que están vivos” se lamentó. Durante varios días remó transportando heridos con la sola ayuda de un poste de bambú seco.
Tic tac. El tiempo del Sr. Tanimoto se terminó y a pesar de su esfuerzo no consiguió que dejaran de mirarlo con desconfianza desde ambos bandos. Se retiró en 1982. A sus setenta años, junto a su mujer y en su pequeña casa, parecía que por fin comenzaba a descansar.