Cuando te dispones a participar en un torneo de póquer cuya inscripción cuesta más de 10.000 euros y el primer premio se acerca a los dos millones, te planteas una serie de preguntas, desde las más frívolas (¿cómo me disfrazo?) a las más profundas: ¿debo jugar muchas manos para disfrutar o huir de las complicaciones y agarrarme a la mesa como una garrapata?, ¿es posible enseñar los dientes, sin que te los partan, a las alimañas del naipe?, ¿es preferible disimular la inexperiencia o intentar aprovecharla?, ¿conviene limpear (entrar en bote sin subir, es decir, aceptando la apuesta) una pareja pequeña en UTG?
PokerStars, la empresa de póquer más grande del mundo, me invitó a participar en la gran final del European Póker Tour de Montecarlo, que se disponía a cerrar su sexta edición si el volcán islandés no seguía vomitando sobre Europa. Es el sueño de cualquier aficionado y de todos aquellos profesionales que no pueden permitirse la aventura. ¿Cómo conseguí semejante privilegio? Hace dos años ni siquiera conocía las reglas del Texas Holdem, la modalidad más popular de póquer de los últimos tiempos. Incluso detestaba los juegos de cartas. Para un aficionado al ajedrez, dejar la victoria en manos del azar me parecía un triunfo de las mentes limitadas.
El caso es que un buen día, alguien consiguió mi teléfono y pensó que yo estaría interesado (y capacitado) para escribir un reportaje sobre una de las grandes citas anuales del circuito: la PokerStars Caribbean Adventure (PCA). Dado que se jugaba en un hotel de lujo de las islas Bahamas, mostré mi disposición a acudir, lo mismo que si me hubieran propuesto asistir a la semifinal panamericana de fútbol chapa. Ya sólo me faltaba aprender las reglas y empaparme de una cultura que sólo conocía gracias a películas como El rey del juego, El golpe, El póquer de la muerte, Rounders y Lucky you.
En cuatro semanas devoré los libros que encontré sobre el juego (los obligatorios escritos por Harrington y Sklansky, el manual de Carreño y la guía de los Pelayo) y descubrí que, detrás del orden caprichoso con que aparecen los naipes, hay un océano de posibilidades matemáticas, estadísticas y probabilidades que aunque sea imposible controlarlas, pueden llegar a estudiarse para adquirir cierta ventaja. El póquer no es la bonoloto.
Una vez en Isla Paraíso, me gané el derecho de disfrutar de las espectaculares instalaciones el Hotel Atlantis pasando innumerables horas de pie en la sala de juego (a partir de la octava hora los riñones cobran vida propia) y entrevistando a decenas de jugadores. Allí aprendí a distinguir el estilo de un americano y de un nórdico, o a los cachorros matemáticos de Internet de los “socios del círculo de lectores”, expresión despectiva con la que los primeros definen a los entusiastas del juego en vivo, siempre atentos a la menor falla en la cara de póker del prójimo.
El reportaje de las Bahamas quedó perfecto y no tardaron en llegar nuevas invitaciones. De repente había un loco que escribía sobre póquer en un periódico, entre las noticias de política y los entrenamientos del Real Madrid. No llovieron las ofertas, pero pude escoger las Series Mundiales de Las Vegas como destino más apetecible, esta vez por cortesía de Everest Póker.
El camino hacia la cima acababa de empezar. Había pasado de jugar con dinero falso a arriesgar un poco e incluso a ganar pequeños torneos. Recuerdo con emoción el día que terminé primero entre 180 jugadores y multipliqué con generosidad mi inversión de cuatro dólares. Cuando te alzas con el triunfo entre cuatro o cinco mil personas, el premio puede alcanzar más de tres ceros, dependiendo de lo que cueste la inscripción. Esto nos lleva a una nueva digresión:
Hay dos tipos de jugadores, los tecnológicos y los presenciales. A su vez, la entomología poqueril distingue entre aficionados a los torneos y al cash (dinero en efectivo). La primera es una modalidad más o menos deportiva que se asemeja al ajedrez y en la que sólo se arriesga el precio de la inscripción. Lo malo es que en los grandes torneos ésta suele ser una cantidad escandalosa. Los segundos, los del dinero en efectivo, arriesgan directamente en cada mano el dinero que ponen sobre la mesa, que pueden ser diez céntimos o 100.000 billetes. En este caso es más fácil perder (o ganar) cantidades indecentes. Si un jugador de cash se mezcla con un avezado internauta, podemos encontrarnos con especímenes que en edades más que tempranas juegan decenas de partidas a la vez. Es el caso del valenciano Vedast, que suele abrir 24 mesas, sin parar de ganar; del alemán Boku87 quien demostró en YouTube que podía convertir 100 dólares en 100.000 en quince habilísimos días, jugando hasta 50 torneos a la vez. El perfil es: joven, inteligente, constante y capaz de bailar con lady Varianza. No es infrecuente que se conviertan en millonarios antes de cumplir los veinticinco años, lo que genera en algunos graves crisis de identidad cuando parecen carecer de objetivos en la vida.
Pero volvamos a Montecarlo, un país que sólo se debe recorrer de dos maneras, a pie o en Ferrari. Este reportero, que apenas ha empezado a trastear con los programas informáticos que utilizan los profesionales (Holdem Manager y PokerTracker son los más conocidos), se disponía a medirse con los Rafa Nadal del tapete. Además, en un torneo como la final del EPT la estructura es lenta y los buenos jugadores tienen ventaja. Cuanto más despacio suben las ciegas (o apuestas mínimas) y más grande es la pila de fichas inicial, más tiempo tienen para estudiar a sus víctimas y poner en práctica sus mejores movimientos. En un torneo turbo, por el contrario, con un poco de suerte y las cartas adecuadas en dos o tres momentos clave, el más tonto puede triunfar.
En el Monte Carlo Bay Hotel & Resort, para llegar a la sala de juego hay que bordear la piscina, en la que suele haber un grupo de señoritas en monokini. Es la primera trampa con la que el novato puede empezar a distraerse. En Las Vegas, conocida como la ciudad del vicio o del pecado, fuera de determinados ambientes, impera cierto puritanismo. Por ejemplo, en la piscina del Río, donde se juegan las Series Mundiales, en la zona principal no está permitido el exhibicionismo gratuito. En cambio sí que lo está el exhibicionismo de pago. Hay una zona VIP, para gente importante, adornada con chicas en top-less, espontáneas o pagadas, a la que no se puede acceder con cámara de fotos y sólo previo pago de 30 dólares.
En Mónaco, donde las mujeres están mejor moldeadas y la cirugía es más sutil, el segundo filtro son las medidas de seguridad, inexistentes en años anteriores. El reciente atraco en el EPT de Berlín, donde varios encapuchados armados se llevaron el dinero de las inscripciones, obligó a la organización a someter a los participantes y al público a bastantes incomodidades. En la mesa me esperaban 30.000 euros en fichas que tenían que durarme el máximo tiempo posible. En principio, hay que ser cauto y esperar buenas cartas sin volverse loco. Pero entonces, ¿por qué varios ex campeones del mundo cayeron nada más comenzar? Aquí entra en juego el estilo de cada uno. Muchos grandes jugadores son muy agresivos desde el principio, con el objetivo de aumentar rápidamente su pila de fichas. Si no caen en el proceso, se vuelven más agresivos todavía. Abusan de su posición dominante y obligan a los rivales a abandonar manos en las que podrían ir por delante. No es fácil jugarse el torneo en un minuto cuando se piensa en lo que cuesta llegar hasta allí.
Las dos mejores cartas que se pueden recibir en Texas Holdem son dos ases. Las American Airlines, el poblado indio, las pocket rockers, ganan en el 80 por ciento de las veces. Visto por un pesimista, una de cada cinco veces el afortunado se quedará con cara de tonto. Mi mayor temor antes de comenzar, lo confieso, era recibir los dichosos ases en las primeras rondas. Suena ridículo, pero con esa mano es difícil no verte arrastrado hasta el final si el rival se empeña. Hablamos de la modalidad sin límite, en la que cualquiera puede poner todas sus fichas en el centro de la mesa en el momento más inesperado. Yo sabía que era muy difícil que me eliminaran con un 7 y un 2, pero con dos ases… No es tan infrecuente caer así, y mi primer objetivo era no caer en el primer asalto, demostrar que después de todo no era un inútil disparando con pólvora ajena.
Con o sin miedo, cuando te sientas en la mesa y ves todas esas fichas (lo primero era comprobar cuánto valía cada una) el corazón se encoge y el pulso se acelera. Quizá por eso, cuando te llegan las dos mejores cartas de la baraja es difícil mantener la compostura. Algo dentro de ti empieza a bombear sangre en todas direcciones con una fuerza inusual. La principal preocupación es que los rivales no puedan leer con meridiana claridad lo que te traes entre manos, que no se te empañen las gafas, que un enano con un cartel no se pasee por tu azotea, a la vista de todos. Pensar mientras se evita todo eso en la estrategia más adecuada es una quimera. No faltan partidarios de cocer los ases a fuego lento (los extranjeros lo llaman hacer slowplay) para engañar a los demás. Es como más dinero se puede extraer y, a la vez, el camino más directo hacia la ruina si alguien engancha un trío cualquiera, unas dobles parejas, una escalerita por aquí o un color por allá. Dos veces los recibí y las dos (en los primeros minutos, demasiado pronto para intentar algo más creativo) hice la subida reglamentaria y me llevé el bote, nunca demasiado grande.
Mucho más rentable, aunque tampoco lo suficiente, resultó una mano en la que yo era el último en hablar, con un cinco y un tres. Cuando llegó mi turno, se habían apuntado cuatro personas al bote. Con unas pocas fichas pude sumarme a la fiesta. ¿Quién podía sospechar mi mano si cazaba algo por casualidad?
Para aclarar la situación: En el Texas Holdem cada participante recibe dos cartas. Luego aparecerán cinco más, boca arriba y a disposición de todos, en distintos turnos. Las tres primeras llegan de golpe: es el flop. Después se descubre la cuarta, el turn. La última es el river. Se trata de formar la mejor combinación posible de cinco cartas. Un jugador puede utilizar tres de la mesa y dos suyas, cuatro y una o incluso las cinco de la mesa, aunque en ese caso nunca tendrá más que los demás.
Cualquier pro o aficionado avanzado podría reírse ante mi forma de jugar y por el análisis posterior. Correremos ese riesgo. El flop que salió era casi ideal: 5, 3, 2 rainbow (cada una de distinto palo). Sólo me preocupaba alguna escalera agazapada, si alguien llevaba un As y un cuatro, por ejemplo; algo verosímil a tenor de la fortaleza mostrada por los implicados. De cualquier modo, aposté una cantidad cercana a la mitad del bote. Dos de los villanos me igualaron y los otros dos se rajaron. Ahí es cuando sale otro cinco maravilloso, que me da un full casi insuperable. Y ahora hagamos otro alto para analizar los antecedentes.
A esas alturas del torneo me había metido en muchas más refriegas de las que había previsto y había salido ileso. En las primeras seis o siete escaramuzas en las que me embarqué me llevé el bote, aumentando mis 30.000 fichas iniciales a más de 40.000. Las manos ya no me temblaban e incluso había empezado a marcarme faroles. Había jugado, en definitiva, las veces suficientes para que mi imagen no fuera la de una rata agarrada a la mesa a la espera de cartas invencibles. En ese momento, si alguno de mis rivales tenía damas o reyes, idea que por algún motivo me rondaba la cabeza, les iba a sacar mucho dinero.
Una vez que sale el cinco, sin pensármelo demasiado para que no parezca teatro, hago una nueva apuesta, que sólo iguala un jugador, bastante conservador hasta ese momento. Mi sospecha de que tenía una pareja más alta era creciente. La crupier sacó entonces un rey, que me hizo dudar mucho y, muy probablemente, cometer un grave error. Por un lado, si de verdad tenía pareja de reyes, había pillado un full más alto que el mío. Por otro, mi idea era pasar para mostrar miedo y debilidad y, si él subía como yo esperaba, volver a subir para sacarle más fichas (algo que se contradecía con mis temores anteriores, lo sé). En cualquier caso, para mi desgracia, mi rival también pasó y enseñó una miserable pareja de sietes. Había adivinado su mano (pareja más alta que las cartas del flop), pero no los detalles. ¿Habría pagado él si llego a hacer una apuesta de valor en lugar de pasar? Quizás no, asustado por el rey, pero tal y como actué no conseguí nada.
Sea como fuere, aquello marcó el punto de inflexión de mi breve carrera como jugador de póquer profesional. Después de esa mano gané algunos botes más, pero la cuesta abajo fue tan lenta como inexorable, hasta que llegó el mayor error que he cometido nunca, por culpa de un despiste clamoroso. Sencillamente, me equivoqué de cartas, confundido con la mano anterior, en la que había ganado con As-J, volví a subir con J-Diez de corazones. Otro volvió a subir la apuesta y yo lo vi. En la mesa había un As y dos cartas pequeñas. Debido a mi monumental confusión (que llevara casi ocho horas jugando no es excusa), estaba convencido de que llevaba el As. Al mismo tiempo, sabía que mi rival no tenía nada y sólo pretendía echarme a farolazos. La lectura fue acertada pero el juego catastrófico. Hizo una apuesta relativamente pequeña en el river, y supe que le había vencido. Bastaba con que yo volviera a subir o incluso que me envidara, pero convencido como estaba de que yo tenía el As, hice el ridículo al decir “I call” -veo-. El villano enseñó humo, con un rey como carta más alta, y con cara de sentirse atrapado. Hasta con una pareja de cuatros le habría ganado, pero mi diez y mi Jack eran insuficientes, ante el asombro de toda la mesa.
El mordisco de fichas fue doloroso, pero nada comparado con el castigo a mi ego. Incluso ahora me siento tentado de borrar el párrafo anterior. Lo que queda no tiene mayor interés. En el reportaje publicado en el diario madrileño ABC conté alguna mano más o menos interesante, como cuando escapé de la muerte con pareja de damas frente a pareja de reyes. El destino quiso que al final fueran precisamente los monarcas unidos los que me dieran la puntilla, en un último intento desesperado. No salió el As o el diez que yo necesitaba y me fui a la calle, satisfecho de lo conseguido y al mismo tiempo herido en mi amor propio, porque sabía que había perdido una oportunidad quizá irrepetible de conseguir algo importante.
También sé que en un momento dado cometí el imperdonable error de sentir que había cumplido, que nadie esperaba que durara tanto en una mesa repleta de tiburones, con el campeón del mundo a la cabeza. Mis retos iniciales habían sido superados: primera mano vivo, primera ronda coleando, primera hora respirando (sumando fichas), vi desfilar el cadáver de varios compañeros de mesa, comprobé que profesionales conocidos habían caído a mi alrededor… Ya me lo dijo Juan Maceiras, un gallego del equipo de PokerStars procedente de una familia en la que, según comentan sus víctimas, hasta el perro puede ganarte: “¿Estás nervioso? Eso es bueno, te mantiene atento”. Y efectivamente, en cuanto me confié y pensé que el primo de la mesa no era yo…