Mi gobernante me acaba de anunciar que a partir del 8 de junio el pelotón volverá a rodar y que el 1 de julio próximo abrirá de par en par la piel de toro para que guiris y nacionales disfruten de nuestra tierra y nosotros, si tenemos dinero, claro, la de los demás. Mientras me lo explicaba por la tele, agotado él y agotado yo, repitiendo con crecientes canas y una anticuada corbata de rayas más de medio centenar de veces la locución «en consecuencia», desde las terrazas de mi edificio los vecinos, cacerola en mano, jaleaban a los centenares de manifestantes que circulaban en coche o moto a lo largo del paseo marítimo de mi ciudad accidental ondeando la rojigualda. Otros insectos se movían ajenos a todo por la arena de la playa.
No dejaba de ser un espectáculo peculiar: dos mundos paralelos, que por ahora no van a converger con riesgo de que el juguete lo rompamos tirando unos de un lado y otros del otro. Espero que no. Ojalá que no. En uno el conducator se esforzaba por asegurarme que casi puedo tocar con las yemas de los dedos la victoria y en otro, hormigas humanas de los dos sexos no asistían ni escuchaban su homilía sabatina, porque preferían aplaudir el paso de la caravana multicolor. A los gigantes de la ruta. Era como si uno predicara en el desierto y los otros se taparan los oídos.
Tímidamente me asomé un poquito a mi terraza y unos vecinos me saludaron sonrientes. Era una de esas sonrisas que anuncian un histórico éxito nacional, un triunfo de La Roja en el Mundial de Qatar 2022 o una medalla de oro de uno de los nuestros en los cada vez más inciertos Juegos Olímpicos de Tokio 2021 o, ya puestos, el ramo de flores que la autoridad francesa entregó al Águila de Toledo, junto a su emocionada esposa Fermina, por su victoria en el Tour 1959 hace muchísimos días y noches. Allí estábamos, presentes o ausentes, en cuerpo o en espíritu, en las gradas del Parque de los Príncipes parisino una tarde calurosa de julio. Los de la boina y alpargatas sacábamos pecho ante esa Europa judeomasónica y vengativa que nos había condenado al hambre. Al menos, eso es lo que nos decía nuestro pequeño caudillo.
Una señora tocada con una pamela de playa color crema, residente de un coqueto chalé construido en la delantera de mi mamotreto habitacional, saludaba sin descanso a los gigantes de la ruta y gritaba una y otra vez: «¡Viva España! ¡Ánimo, campeones, que juntos podemos!». Mi vecina del balcón de la izquierda, posiblemente observando mi rostro alelado, me explicó como si fuera un retrasado que la concentración la había organizado Vox: «Es para tratar de derribar a este gobierno traidor, que nos tiene secuestrados desde hace más de ocho semanas, que nos ha robado la libertad».
Hice un gesto educado de asentimiento. Lo mismo podía haberme dicho que era mediodía y que ella y su marido esperaban la llegada de sus hijos y los nietos para almorzar juntos una paella de mariscos ahora que el taciturno ministro de Sanidad nos permite reuniones de diez personas: «Usted no socializa mucho, ¿verdad? ¿Tiene algún problema? No es de aquí, ¿verdad? No es andaluz, ¿no? Nosotros los andaluces amamos la juerga, salir a la calle, tomarnos la cervecita y los espetos y este hombre nos tiene amordazados con la maldita mascarilla». Se expresó con educación y hasta ternura, sintiendo seguramente lástima de mí. No sin razón. Su marido, un individuo calvo y grueso, la interrumpió cogiéndola del brazo: «Deja en paz al señor. ¿No ves que es mudo?»
Ante eso hice mutis por el foro. Me sentí como un alienígena al tiempo que recordé que tenía una tarea aún por terminar, la del espectáculo roedor en el coso madrileño de Las Ventas. Y el tiempo avanzaba rápidamente. Casi como un autómata repetí los hábitos anteriores y me dirigí a mi particular «bar farmacéutico», abierto las veinticuatro horas en el baño de mi dormitorio sin carga alguna, a saborear uno o dos somníferos. «¡Qué bien!», me dije. «Esto es vida. Nada tengo que ver ni con mi gobernante ni con la caravana automovilística de protesta». Recordé las repetidas advertencias de no abusar de los psicotrópicos que últimamente me hace Joseph-Marie McFarlane, mi psicoanalista jamaicano: «Cuidado, amigo, que esa huida hacia delante le puede pasar factura. No tiene veinte, ni treinta, ni cuarenta, ni cincuenta años. Ya es mayorcito por mucho que se traiga a la sesión cada tarde su triciclo rojo chillón. Sí, admito, era muy bonito y a sus padres les debió costar caro». Yo siempre sospecho que sus consejos son interesados, porque lo que quiere es evitar que yo enferme, me vaya al Cielo y se quede él sin su paciente preferente y su segunda residencia frente al mar a las afueras de Kingston no pueda terminar de construirla porque el banco le retira el préstamo firmado.
De nuevo estoy al otro lado de la barrera del mundo real y me deslizo como pez en el agua por ese otro mundo de fantasía que tanto me atrae, que me da un sentido a esta vida tan extraña que llevo. Siento, además, que desde hace unos días no me duele tanto la cabeza. Estupendo. ¿Estaré muerto y no soy consciente de ello? Pero no. Eso no es posible, porque siempre al cabo de un buen rato de sueños emerjo de nuevo en la realidad. La prueba es que hace unos minutos he escuchado a mi gobernante, me he enterado de lo que me interesaba enterarme, y he presenciado desde mi terraza el paso de la serpiente multicolor.
«Cambio de planes», nos anuncia mi amigo Horacio a mí y a Freddy, Teby y Abigail. Nos explica que debido a las manifestaciones de protesta de esta mañana en Madrid y en otras ciudades el líder de Vox, el aguerrido Reconquisto, no puede venir al hotel a saludarnos. Ni tampoco Isa, la coquetuela presidenta de la Comunidad de Madrid. Su ausencia no está clara, aunque según le han contado fuentes bien informadas se le ha visto con el novio enarbolando la enseña nacional en un coche que circulaba por el paseo de la Castellana. «Eso y no otra razón es el motivo de la ausencia de ambos, pero todo sigue en pie. El espectáculo de Las Ventas se hará y el éxito está asegurado», afirma el intrépido Horacio al tiempo que me enseña un largo reportaje que publica hoy en páginas interiores el primer rotativo del país. Lo leo rápidamente en diagonal. Ni una sola mención a mi persona como principal promotor de la idea mientras que su nombre aparece varias veces. Horacio, que no es precisamente tonto, percibe mi gesto de fastidio y se adelanta a mi bufido: «Mira, mejor así. En esa empresa no dejaste buen sabor de boca y ahora lo que importa es que el festival permita recaudar mucho dinero para financiar los comedores sociales».
Me intereso por cómo va la recaudación. Declara que maravillosamente. «¿De cuánto estamos hablando?», pregunto como si fuera el Ministerio de Hacienda. «No te sé decir, pero mucho. Los fondos los está recogiendo Cáritas, que junto con otras onegés decidieron desde el primer instante sumarse a nuestro proyecto», dice. ¿Nuestro?, pienso, pero opto por no añadir más leña al fuego. Al fin y al cabo, mi amigo tiene razón. Este espectáculo no lo hemos montado para demostrar nuestra bondad, nuestro compromiso e implicación con los más golpeados por la catástrofe. Si hay que agradecer a alguien es a las tres ratas, animales inteligentes, cultivadas y limpias, que han accedido a hacer de toros durante una hora pero con la condición de no ser sacrificadas. Y claro, más de una vez me han confesado tener reservas, miedo a ser humilladas por el respetable y que alguno de los toreros se lance a por ellas hasta matarlas. «Eso no va a ocurrir. Lo prometo. Antes me dejo matar yo», les tranquilizo.
Horacio se da un pequeño cachete en la frente: «¡Pero mira que soy tonto! Se me había olvidado. Tus inquilinas pueden ir al Prado en este tiempo libre. He hecho gestiones con Solana, que como sabes es presidente de la fundación. Me ha dicho que te conocía de Bruselas. Ha aceptado encantado. Es un tipo peculiar, pero en la corta distancia es afable».
Dicho y hecho. Cuando se lo comunico a Freddy, Teby y Abigail, su alborozo es mayúsculo y ensayan en el hall del hotel Wellington unos graciosos pasos de danza. Se notan sus orígenes cubanos. La seriedad de los claustros de la neoyorquina universidad de Columbia no les ha quitado la juerga del cuerpo. Me voy habituando a su compañía y confieso con un poco de vergüenza que cuando regresen a la Gran Manzana una vez terminen su estudio sobre el comportamiento humano a raíz del Covid-19, el motivo principal que les ha traído a España, las echaré de menos. Después de todo no abundan tantas especies inteligentes y cálidas en el planeta Tierra.