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Mientras tantoCorrida de beneficencia (13)

Corrida de beneficencia (13)


Triste jornada nipón-española. A la calle 3.000 trabajadores de la fábrica de Nissan en Barcelona, cifra que puede llegar hasta 20.000 despidos indirectos. Ahora sí que comienza el macabro baile postpandémico. Los ERTE se convertirán en ERES y estos en pérdidas de puesto de trabajo cuando las empresas ajusten sus plantillas debido a la crisis. Las compañías no tienen alma. Ya lo dijo Rodrigo Rato con gran cinismo: «Es el mercado, amigo». Hacen números y elaboran estrategias. El otoño se avecina algo más que caliente, porque el regalo de la Unión Europea (140.000 millones de euros, más de la mitad en ayuda no reembolsable) tardará bastante en llegar y está aún pendiente de la aprobación de los Veintisiete, amén que incluirá mucha letra pequeña. Los hombres de negro con sus maletines regresarán, aunque esta vez vestidos de gris y con guantes blancos. Pero exigirán.

Dejo a un lado la triste noticia y menciono de pasada el enésimo rifirrafe en la comisión parlamentaria para la reconstrucción entre el Vicedós y esta vez el número tres de Vox, insinuando el primero que a la ultraderecha le gustaría dar un golpe de Estado pero no se atreve. El vice sigue creyendo que está en una asamblea universitaria, que es un tertuliano en un plató de televisión o un político de oposición. No se da cuenta de que cada vez que abre la boca envenena todavía más la situación política, ya de por sí tensa. Allá él y sus huestes que le jalean. Allá mi gobernante si le permite continuar metiéndose en charcos. Por otra parte, era previsible, tan previsible como el cierre de Nissan. Va en su ADN. No puede refrenar su incontinencia mitinera de líder populista. No sé si eso tranquiliza al empresariado nacional o a las cabezas más influyentes de la patronal como los presidentes del Santander o Telefónica. Cada vez me recuerda más a Yanis Varoufakis, el telegénico ex ministro de Finanzas griego. Y todos sabemos cómo terminó. Dando un portazo a la coalición de izquierdas que gobernó en Grecia en el primer cuarto del presente siglo.

Lo que uno ve desde el escaparate no tiene porque ser igual que lo que encuentra en el interior. A veces es mejor, pero otras peor. Todo es relativo. Los humanos siempre nos guardamos alguna baza cuando comunicamos con otros. Lo que se cuece dentro no siempre lo descubrimos los bienintencionados ciudadanos. Ni siquiera el hotel o el restaurante más lujoso del mundo son perfectos y están inmaculadamente limpios. Mejor no entrar en la cocina de un Ritz por lo que uno puede encontrar o en la lavandería de un Mandarin. Y que conste que jamás he pisado ninguna de las dos.

Siempre se me quedó grabado lo que me dijo con humor un colega español cuando llegué a Tokio a finales de los ochenta como corresponsal para Asia. «Mira, detrás de la cortina la situación no es igual a lo que los espectadores ven desde el patio de butacas. Y en Japón todo está permitido mientras no se viole demasiado la ley». Claro, el problema está en conocer dónde está el límite. Recuerdo una vez cenando con unos amigos italianos en un restaurante japonés caro de Ometesando, un barrio céntrico de Tokio. Todo discurría con placentera tranquilidad. Los platillos de sushi y sashimi estaban frescos y deliciosos. Sonaba por el hilo musical una suave música de koto, un instrumento musical tradicional milenario nipón al tiempo que revoloteaban alrededor de la mesa dos o tres solícitas camareras, que se excusaban cada vez que traían la comanda. Qué refinada educación, pensaba yo. Qué país tan agradable. Reflexionaba sobre ello cuando de repente escuchamos un ruido tremendo que procedía de la cocina. Nos miramos perplejos. Ese ruido fue a más. Gritos y sonidos de platos que parecían volar desde el interior. Las camareras desaparecieron y fueron hasta el lugar de los hechos. La cargante música de koto seguía en el aire. No sabíamos bien qué hacer. Éramos los últimos comensales. Cuando uno de nosotros se levantó para averiguar si la sangre había llegado al río, salió de estampida por las puertas batientes de la cocina el chef, un tipo joven. Arrojó con violencia el mandil cerca de nosotros, lanzó al aire el gorro blanco, escupió a uno de sus compañeros y se largó profiriendo insultos. Las amables camareras reaparecieron y con ellas su gesto sonriente y amable. Nunca nos explicaron qué había sucedido antes. El resto de la velada procedió con normalidad y hasta nos invitaron a un whisky.

En el mundo de la comunicación pueden ocurrir escenas no del todo diferentes como ésta a las que el público es ajeno. El producto, la noticia, llega en soporte digital o en papel al lector sin que este sepa cómo se ha cocinado y quién la ha cocinado. Los que estamos dentro sabemos que no es lo mismo que la haya escrito Pedro que Luis. Uno le puede dar el sesgo que el superior aconseja y a veces impone en tanto que el otro debe aguardar turno. Pero los dos se comen el sapo. ¿Dónde están los límites del sesgo? Pueden ser sutiles o burdos. Depende de la empresa. Quien haga un estudio de los medios españoles durante la pandemia se dará cuenta cómo la enfoca uno de un modo y otro de manera distinta. Y casi nunca eso es casual ni tampoco desinteresado.

Esto se lo comento a Freddy, Teby y Abigail mientras esperamos la reunión con el líder de Vox, Reconquisto, y su lugarteniente, Boina Verde, que cada vez se retrasan más por culpa de su dichosa rueda de prensa. Espero que lleguen antes del almuerzo con las autoridades locales al que presumiblemente asistirá el Rey. Los tres roedores, para nada estúpidos, entienden perfectamente de lo que les hablo y comentan que la prensa norteamericana no está tan polarizada como la española. «Pero no crea que es una panacea. El New York Times, el Wall Street Journal o el Washington Post también tienen sus atascos», afirma Freddy.

Las ratas se han contagiado del ambiente enrarecido que existe alrededor. Leen las noticias al igual que Horacio, mi amigo periodista, y yo. Ocultan mal la inquietud. Una de ellas, la hembra, Abby, me confiesa que se va a sentir muy incómoda en la reunión con el dirigente de la ultraderecha y le desagrada sobremanera que en el sorteo ante notario le haya tocado en suerte tener que ser toreada por el aguerrido Reconquisto. «¡Ya es mala suerte, Melancholicus!», se lamenta. «Descuide, Abby, todo irá bien. Se lo prometo. Además, guste o no, este señor representa la tercera fuerza política parlamentaria y más de tres millones y medio de ciudadanos lo votaron en las pasadas elecciones de noviembre», subrayo. «Será como usted dice, pero nunca me ha gustado la derecha radical excluyente», enfatiza.

Horacio viene con noticias de última hora ligadas al propio desarrollo del espectáculo. «Según parece, aparte del himno nacional y los pasodobles de rigor se ha acordado que cada suerte de toreo será amenizada con piezas de música clásica», nos cuenta. «¿Y eso quién lo ha decidido? Cada vez me irrita más cómo están confeccionando el programa sin contar con nosotros. Olvidan que sin las ratas no hay ratomaquia que valga y veremos cómo se las apañan los diestros si de repente ven por la puerta de toriles a un morlaco de 500 kilos», manifiesto malhumorado. «¡Pero qué mal carácter tienes, amigo! Bueno siempre lo tuviste, pero con la edad se te he agriado más», responde sonriente mi amigo periodista.

Horacio nos explica que aunque no está completamente cerrado parece que Monaguillo ha escogido torear con piezas de Mozart, Isa apuesta por Tchaicovsky y su Capricho italiano y Reconquisto se decanta por el estruendo de las Walkirias de Wagner. «Estaba segura de que este señor elegiría algo de ese género. En fin, qué se le va a hacer», se lamenta Abigail.

Miro la hora. Las 12:10. En menos de dos horas tendrá lugar el almuerzo en uno de los salones del hotel. ¡Y Reconquisto sigue sin aparecer! ¿Será capaz de darnos plantón cuando todo está ya cerrado, incluido el cartel? «¿Tenemos Plan B, Horacio, por si este tipo nos falla?», pregunto. «No, que yo sepa», responde sin nervios mi colega. «Pues, mira, si éste se echa atrás llamo a Vicedós, que seguro estará encantado de sustituirlo», anuncio.

Las ratas no pierden ripio de nuestra conversación. El gesto de Abigail se relaja por un instante como si tuviera esperanza de que se vaya producir el cambio. Vana esperanza, porque por las escaleras interiores del Wellington vemos subir a Reconquisto y a su dos, Boina Verde. Horror, me digo para mí. Ojalá éste no me reconozca, porque puede haber problemas.

 

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