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Sociedad del espectáculoLetrasYo soy el hombre de quien todos se olvidan

Yo soy el hombre de quien todos se olvidan

 

El viernes 5 de septiembre de 1997 los periodistas esperaban en la puerta del Teatro Principal de Pontevedra a una figura ya icónica en el imaginario popular, de gruesas gafas y bastón, encorvado y provisto de una finísima ironía que desplegaba en cuanto se acercaba una grabadora; él, que llevaba medio siglo hablando con una para contarle sus cuitas y sus reflexiones, en un permanente diálogo consigo mismo, en el incesante diagnóstico del mundo y de aquellos que lo pueblan, que fueron los hombres y los sueños de los hombres con los que construyó sus grandes páginas.

       Gonzalo Torrente Ballester estaba en una ciudad que él mismo había mitificado porque en ella alcanzó una felicidad plena; una casa abuhardillada en Arzobispo Malvar, un lugar con vistas a A Caeira y al lado del río, en la zona antigua conocida como galeras, sirvió a este marino frustrado y miope como refugio de su amplia familia: “Fue el mejor de los rincones conseguidos a lo largo de mi vida (…) Los techos inclinados le prestaban ese encanto que se advierte en ciertas ilustraciones de cuentos maravillosos”. En una de esas habitaciones instaló el escritor el sofá de su abuelo, “unos pocos muebles románticos”, y en un repecho de la ventana la miniatura de un velero. “Fue donde escribí algunas de mis mejores páginas, de las más fantásticas, como el capítulo tercero de La saga/fuga de J.B.”, había recordado años antes.

       Ahora, un año y medio antes de morir, Torrente Ballester está apenas a trescientos metros de aquel paraíso en el que concibió su obra maestra. Va a ser nombrado hijo adoptivo de la ciudad y con él están amigos íntimos, como José Antonio Ponte Far y Darío Villanueva; toda la Corporación, encabezada por el alcalde Juan Luis Pedrosa; y parte de su extensa prole. Lo loaron hasta el desmayo, porque los últimos años de Torrente fueron los de una celebridad, a la que contribuía esa vejez entrañable y un humor marca de la casa, acogedor y agudo, siempre en guardia (“é unha pena, pero xa vou vello”, le dijo al periodista Lois Caeiro delante de una admiradora que lo fue a saludar en un homenaje en Santiago). Al tomar la palabra, Torrente dijo: “Tanto o alcalde como Pepe Ponte son uns esaxerados, e a min gústanme as esaxeracións, pero fan de min un globito deses que se poden inchar a vontade”. En esa intervención, la última suya pública en Pontevedra, dijo ser deudor, entre tantos, de Valle y Torcuato Ulloa, recordó emocionado sus queridas piedras de la zona vieja que tanto amó a mediados de los sesenta y, ya fuera de discurso, confirmó a los periodistas que no leía en la cama. “Me llevé un libro con quince años y no resultó”. Luego dejó un recado: “Me alegro mucho de que hoy se acuerden de mí con este reconocimiento, pero ya podían habérmelo entregado unos cuantos años antes”.

       El Concello de Pontevedra, que acaba de dedicar una estatua al Fiel Contraste, un cargo municipal que tomaba las medidas del producto del mercado en la Edad Media, no tiene en el horizonte estatua alguna de Torrente Ballester, ni calle, ni placa en la casa de Arzobispo Malvar en la que vivió y en la que empezó una de las obras universales de la literatura española, inspirada en Pontevedra y con personajes, lugares y situaciones reconocibles en el día a día de la época. Una obra, dijo José Saramago, que sentó a Torrente a la derecha de Cervantes. El centenario de este genio de la literatura universal, hijo adoptivo de Pontevedra, la Castroforte del Baralla como territorio fértil al uso de Yoknapatawpha, Macondo o la Vetusta de Clarín, pasará inadvertido en la ciudad.

 

La alegre brutalidad

“Parece mentira que con la limpieza de comunistas que hemos hecho todavía quede raíz”. Lo dijo un coronel durante el juicio militar a los huelguistas de 1962 en Asturias, cuyo mayor símbolo de represión fue el rapado al cero de las mujeres de los mineros y su paseo por las calles de Gijón. Circuló un escrito por España en el que se protestaba por la actuación del Gobierno, y el editor José Vergés se lo hizo llegar a Gonzalo Torrente Ballester. Al firmarlo, Torrente rompía las amarras con el franquismo, que no eran otra cosa que las amarras con la vida de cuentas saneadas que el Régimen facilitaba a un padre de familia numerosa. Fue perdiendo a gotazos sus cuartos: los que le procuraba ejercer de crítico en Arriba y en Radio Nacional de España, y la soldada como profesor en la cátedra de Historia en la Escuela de la Guerra Naval. Torrente había sido un veinteañero falangista militante y entusiasta autor de artículos sobre el nacionalsindicalismo y obras de teatro no estrenadas entre las que se incluye una, El retorno de Ulises, referida al mito de José Antonio, El Ausente.

 

 

       Con esa firma estampada en un escrito que ponía en entredicho a la dictadura, Torrente clausuraba los años que le habían de perseguir a él y a su obra novelística, mancillada sin consideración por la indiferencia cuando no el desprecio hacia un autor que había militado en el Partido Galleguista antes de volver de París tras estallar la Guerra Civil y toparse con las cunetas sembradas de cadáveres y en los cementerios apiñados los cuerpos de los fusilados. Muchos de ellos, los viejos compañeros y amigos del PG; dos en concreto, Xohán Carballeira y Francisco Escaño, los testigos que firmaron en su acta de boda con Josefina Malvido el 9 de mayo de 1932, y cuya copia guarda en su casa de Bueu el poeta Xaime Toxo, actual presidente del Ateneo que fundó, entre otros, Torrente. Al volver a Galicia se afilió a Falange aconsejado por un cura amigo suyo. “Yo, en realidad, no estaba definido políticamente, pero podía ser acusado genéricamente de izquierdas. Desde luego, de la cáscara amarga. En aquellos tiempos no podías andarte con bromas. En realidad, nunca pude saber si había llegado a correr peligro. Para hacer desaparecer la ambigüedad te afiliabas a Falange”, le dijo a César Alonso de los Ríos en el libro Yo tenía un camarada.

       Su amigo el periodista Lois Caeiro le escuchó contar más de una vez el viaje de regreso a Galicia desde París, como reveló en un artículo publicado en este periódico: “La sorpresa de encontrarse a viejos amigos, conocidos personajes, vestidos con camisa y correaje de falangistas. Le oí hablar del ambiente de miedo por la propia vida, de la primacía del sentimiento de supervivencia, de las responsabilidades familiares”.

       “A Torrente le atraía, joven vanguardista como era, una idea revolucionaria que permitiera ‘cambiar el mundo’ y el falangismo la asume”, escribe Sergio Campos, bibliotecario y documentalista del Instituto Cervantes de Berlín y estudioso de la obra del gallego. En un artículo publicado en la revista Orbis Tertius de la Fundación Sek, Campos documenta a pulmón los años fascistas de Torrente Ballester que duraron “lo que su esperanza en cambiar el mundo, esto es, unos cinco años”, y cuya salida oficial, después del desencanto y ya algunos roces severos, se produjo en la famosa firma de 1962. Había sido en Burgos, durante la guerra, cuando entró en el cogollo de la propaganda franquista auspiciado por Serrano Suñer. Después le esperaron en Galicia mítines y desfiles. La victoria sobre los falangistas de los ultracatólicos de nuevo cuño que desemboca en la destitución de Serrano Suñer en 1942 consumó la separación de Torrente Ballester del régimen, entonces silenciosa; un divorcio íntimo asumido sólo por una de las partes. Para el recuerdo, su presencia en el Congreso de Escritores Europeos en Weimar organizado por Joseph Goebbels, al que asiste con Ernesto Giménez Caballero: “Acojonaba”, diría años después el gallego, lacónico, sobre su encuentro con el jerarca nazi.

       Andrés Trapiello, en la edición renovada de Las armas y las letras publicada hace unas semanas, descubre una carta de Torrente dirigida a un amigo el año del levantamiento fascista: “Dura cosa la guerra. Dura y hermosa. La guerra es un deporte de hombres (…) En la propaganda radiada que, en Galicia, se dedica diariamente a la formación moral de falangistas, hay una sección que empieza: ‘Porque tu corazón está más alto que tu sexo, porque tu frente está más alta que tu corazón, que tu alma, falangista, glorifique al Señor’ (…) Yo le agradezco un lema tan excelente para la formación de nuestras juventudes, hoy guerreras, mañana constructoras, siempre militares (…) Con todo esto, mis empresas intelectuales y literarias están olvidadas en absoluto. Escribo mucho, pero destinado a formar, en el más riguroso anónimato, parte de la Prensa nacional-sindicalista. Y a que una falangista de hermosa voz lo diga ante el micrófono. O a que, convertido en carteles, adorne muros y fachadas. Siempre en combinación con otras formas de origen acaso desconocido, pero, como las mías, al servicio de España Una, Grande y Libre”.

       Pero Torrente en 1962 ya no tiene 26 años, sino 52. Va por su quinto hijo. La censura secuestró a los veinte días de llegar a las librerías Javier Mariño, su primera novela, en 1943, aunque la prohibición se levantaría años después. Ha escrito la primera parte de Los gozos y las sombras, libro premiado en 1959 por roductid=»la Fundaci�n March» w:st=»on»>la Fundación March que, paradójicamente, le dará fama casi treinta años después gracias a la televisión. Hasta el premio, en dos años, vendió 800 ejemplares. Y sin la “alegre brutalidad” de entonces que cita Trapiello, defenestrado Serrano Suñer y ampliadas las amistades a círculos críticos con el régimen, Torrente firma pidiendo transparencia a la dictadura sobre la represión de la llamada ‘huelgona’ asturiana.

 

 

       Cubre el silencio de la censura La pascua triste, última parte de Los gozos y las sombras. Cubre el fracaso Don Juan, una obra maestra sepultada en grises por la que litigó duramente en guerra con la censura eclesiástica: en nueve años vendió poco más de 700 libros. El antiguo falangista del grupo de Toledo al que Umbral se referirá como ‘los laínes’ (Dionisio Ridruejo, Luis Rosales, Laín Entralgo) se refugia ahora entre los Ferlosio, Martín Gaite, Castilla del Pino o Benet. Ha muerto ya Josefina Malvido, enferma de asma, y Torrente está casado con Fernanda Sánchez-Guisande. A los cuatros hijos huérfanos de madre se les unirá uno en breve. La vida en Madrid es ancha y Torrente la abarca a duras penas con su sueldo de catedrático de Instituto que trata de redondear con traducciones, ensayos y antologías. En 1964, dos años después de su primer desencuentro público con el franquismo, Torrente se traslada a Pontevedra. Viene a la ciudad que ya conoció cuando la familia permaneció un período breve en Bueu. Lo hace con la prole. Le esperan dos años de felicidad y la gestación de su obra más reconocida por la crítica.

       “Pontevedra aparece en su recuerdo, y lo hace con la imagen romántica, de sosiego y armonía que él tenía de esta ciudad en su juventud. En Pontevedra hay arte, hay sol y un buen clima”, escribe José Antonio Ponte Far en Pontevedra en la vida y obra de Torrente Ballester. Su hijo Gonzalo Torrente Malvido cree que el escritor piensa no tanto en su tranquilidad y en su cuenta corriente como en su obra: la decisión fue tomada “un poco subconscientemente buscando nido donde poder incubar el núcleo novelesco que, bajo el título provisional de Campana y piedra, se le ocurrió un buen día (…) Pontevedra fue, con sólo dos años y un verano que duró su estancia en ella, una de las etapas más importantes en la vida profesional del novelista, trampolín sobre un segundo ciclo de literario caudal torrentino”.

 

La vida gallega

A Gonzalo Torrente Ballester le acoge una perfecta ciudad de provincias española de mitad del siglo XX. Pontevedra mantiene casi intacto el casco viejo que bullía cuatro siglos antes intramuros; la misma piedra húmeda, la Basílica de Santa María, el Gremio de Mareantes, las calles estrechas a las que nunca da el sol que habían cruzado años atrás Castelao y Alexandre Bóveda, Manolo Quiroga y Andrés Muruais, Valle Inclán y Torcuato Ulloa; la cortina de lluvia y los cafés apacibles en los que refugiarse, como el Lar, ya desaparecido, y el Savoy, que Torrente frecuentó; la vida cultural con las colaboraciones en diarios como Faro de Vigo, donde cruzó polémicas con la Iglesia; el círculo de nuevos amigos: Filgueira Valverde; Alfonso Zulueta; José Luis Hervés; Alfredo Conde y su primera mujer, Margariña Valderrama; el taxista Manuel Gómez Outeda, que fue el primero al que conoció en Pontevedra y que interpretaría, años después, el papel de chófer de Doña Mariana en el rodaje de Los gozos y las sombras en 1982; su gran amigo el catedrático Manuel Domínguez Lores; y Valiño, cuya sastrería sobrevive en donde siempre, la calle Oliva, distinguida y señorial.

       “Mi relación con don Gonzalo se resume en esta fotografía”, dice el sastre Jesús Valiño dirigiéndose a un cuarto en el que cuelga fotografías de los ilustres que pasaron por allí, entre ellos el gigante Tachenko. Hay una imagen de Torrente paseando por Pontevedra, y firmada: “Para mi amigo Jesús Valiño, de artista a artista”. “Él vestía al modo inglés. Trajes de franela, cruzados, cachemira; trajes de estambre, chaquetones…”. Valiño cuenta que en la estatua de Torrente que hay en el café Novelty de Salamanca, lugar de peregrinaje y posado de cientos de turistas, el escritor viste un traje de él. “Tanto don Gonzalo como Fernanda nos tenían mucho cariño y siempre que estaban en Pontevedra venían aquí. Nosotros le teníamos preparada una botellita de orujo, que le encantaba”.

       “En Pontevedra renació la costumbre compostelana de los paseos nocturnos, de la inquisición atenta de los rincones, el deleite en la forma y el color de las piedras. Es una ciudad, como tantas, en trance de desaparición, no por debilidad de materiales sino por la codicia y el mal gusto de quienes se creen modernos y están en el fondo movidos por ansias tan viejas como el hombre… Cierta parte al menos del perímetro antiguo parecía  cubierto de desaguisados y ofensas. Lo aproveché y me empapé de lo que subsistía intacto. Con las piedras iba conociendo también la historia y los hombres de Pontevedra, y acopiando lo que, más tarde, había de servirme como materia de La saga/fuga de J.B.”, escribe Torrente citado por Ponte Far. Cuando salió de la ciudad destino a Nueva York para dar clase como profesor distinguido en la State University de Albany, escribió pasados cuatro años a su amigo Ridruejo: “Lo que quiero de verdad es hundirme en Pontevedra, que es una ciudad adorable si no se la toma en serio. Lo más probable, pues, es que vuelva a mi cátedra y a mi buhardilla-estudio, que es lo que aquí echo de menos: silencio y paisaje”.

       Uno de esos días que salió de paseo con sus compañeros de tertulia en Lar fue observado por un quinceañero: “Ía parapetado detrás dos seus lentes escuros e cun eterno pitillo nas mans (…) ‘É un escritor’, dixo alguén. ‘Chámanlle Torrente’. Era a primeira vez que eu vía un escritor diante de mín”, recordó Víctor Freixanes años después en un artículo en La Voz de Galicia. Freixanes en ese texto daba cuenta de que es en las pequeñas urbes donde se concentra la esencia de la literatura, algo que refrendaría el propio Torrente: “El ambiente provinciano es el único que conozco (…) En provincias es donde pasan las cosas. Lo que pasa en la gran ciudad sale en los periódicos”.

 

 

       Lo que pasó en provincias fue que Torrente tuvo conocimiento un día de la famosa historia de Andrés Muruais, piedra fundacional del carnaval pontevedrés. Él y otros soltaron por la ciudad adelante la especie de que había sido visto por las calles, de noche, un monstruo terrorífico. Y un día se le ocurrió salir de su casona de Méndez Núñez ataviado con pieles de animales, una máscara, arrastrando cadenas y dando lastimeros aullidos que aterrorizaron a los vecinos de A Moureira, un barrio que no es cualquier cosa: en ese ambiente marinero había crecido el pirata Benito Soto. Los hechos sirvieron a Torrente para sembrar el terreno de La saga/fuga: “Es la historia del hombre que se disfraza en mito”, le dijo a la profesora Carmen Becerra, una autoridad sobre la obra del escritor, en su libro Guardo la voz, cedo la palabra.

       “Eu coñecino en Madrid polo seu irmán Álvaro, que era amigo meu e compañeiro de Dereito. Fixemos unha amizade que creceu aquí, en Pontevedra”, cuenta Alfonso Zulueta. El matrimonio de los Zulueta fue uno de los íntimos que hicieron los Torrente en la ciudad, y tanto Alfonso como Gonzalo compartieron la gestación asombrosa del primer Ateneo democrático en España, en cuya directiva estaba el cogollo cultural de la ciudad entonces: el abogado socialista Gonzalo Adrio, el poeta y periodista Manuel Cuña Novás, el bibliotecario de la Misión Biológica Antonio Odriozola, el artista Agustín Portela (padre del arquitecto César Portela), el escritor Luciano del Río, el catedrático Isidoro Millán o el director del Museo, el recordado Filgueira Valverde. Junto a ellos, el delegado provincial de Información y Turismo, cuyo Ministerio cedía las instalaciones. “Foron tres anos que removeron totalmente a cultura pontevedresa. Pechou porque o Ministerio quería intervir máis decisivamente e facernos a programación. Non acabaron co Ateneo pero botáronnos dos locais de Información e Turismo”, recuerda Zulueta. Entre otros, el Ateneo había acercado a Pontevedra a Julián Marías, Domingo García-Sabell o Caro Baroja.

       “Tivemos con Torrente unha relación moi cordial e moi fonda”, dice Alfonso Zulueta. Cuando regresó de América, en la casa que el notario tiene en Aguete, Gonzalo Torrente Ballester leyó los primeros capítulos de La saga/fuga de J.B. Zulueta todavía recuerda la polvareda que levantó Torrente con uno de sus artículos publicados en Faro de Vigo (escribía la sección A modo) críticos con la Iglesia, que levantó en armas a la ortodoxia eclesiástica. Debatieron con fiereza durante días en las páginas del periódico, y los Zulueta se quedaban en la casa familiar de Arzobispo Malvar mientras el escritor se dirigía a llevar la carta en mano, porque por otro medio tenía miedo de que se la pudieran hacer desaparecer. Uno de esos días recibió un anónimo: “Ya consiguió usted lo que se proponía, ser conocido y discutido. ¿Por qué no se marcha?”. “La llegada de Torrente a Pontevedra, su inclusión en la sociedad local y su adaptación a la vida de la ciudad no pasarán inadvertidas para nadie metido en el mundillo cultural pontevedrés. Su labor periodística es fundamental para este afianzamiento entre sus nuevos conciudadanos, aunque no todos estaban de acuerdo con su pluma ágil, moderna y desinhibida”, escribe Ponte Far. Zulueta recuerda a Gonzalo Torrente como “un gran conversador; era sumamente culto e sumamente irónico, cun sentido do humor excepcional (…) Hai que xulgar á xente por toda a vida, non por uns episodios que son casuais e que obedecen a unhas fundamentacións que todo o mundo pode entender”.

       Torrente aprovecha su estancia en Pontevedra para retomar el contacto con Bueu, el pueblo al que habían destinado a su padre, Gonzalo Torrente Ballester y Piñón, como oficial de la Armada. Allí entablaría una gran relación con el padre de Xaime Toxo, Pin Cabanillas, en cuya casa paraba el escritor. Lo conocía ya de los veranos familiares en Bueu durante la República, cuando el pequeño pueblo del Morrazo concentró una particular edad dorada alrededor de Torrente Ballester y Rómulo Gallegos, con los que estaban Johan Carballeira, Augusto Ussía y Gaspar Massó, el industrial conservero con veleidades culturales que fundaría el Museo Massó en Bueu. En 1936, una pareja de enamorados se quedó atrapada en Beluso condenada a morir: Maruja Mallo y el troskista Alberto Fernández ‘Mezquita’. Ella logró escapar a Lisboa; él, a Venezuela.

       De aquel Bueu extrajo Torrente la savia de Pueblanueva del Conde, el centro de la trilogía de Los gozos y las sombras, donde quedarían retratados varios personajes de la época, algunos con rasgos nada benévolos, como el empresario Cayetano Salgado, en el que confluyen rasgos caciquiles de los hermanos Massó hasta el punto de que en 1982, en el rodaje de la serie, Torrente exclama sobre los extras que participan en una protesta contra Salgado: “Lo que tienen que gritar es: ¡Abajo Massó!”. En Bueu, en fin, se casó Chalo, como le conocían los íntimos, con Josefina Malvido, una mujer “guapa y seria en una fotografía suya que tengo aquí en mi mesa con quince años, donde aparece escotada, de encaje oscuro con perlas al cuello y en la orejas y una hondura como agitanada en el ambiente”, dice de ella su hijo, Gonzalo Torrente Malvido.

 

 

       “A pesar de ser el año 1910, yo nací en la Edad Media (en sus postrimerías, por supuesto)”, escribe Torrente de sí mismo. “Una Edad Media algo rara, sin embargo, porque, si bien es cierto que en mi aldea procurábamos, de noche, no tropezar con la Compaña, si era viernes podían verse en el cielo, jugando, los reflectores de los barcos de guerra (…)”.

       Gonzalo Torrente Ballester escribía en ferrolano, un gallego musical que no era otra cosa que el castellano cantado, tan distinto del que pregonaba él en clase. Parece ser que su amigo Ramón Piñeiro intentó que escribiese La saga/fuga en gallego, pero no lo logró. Siempre dijo, apunta Caeiro, que si pudiese escribir en inglés, lo haría por razones de mercado. “Uno debe escribir según escucha”, dijo. Y Soledad Puértolas le dio la razón: “A Gonzalo hay que escucharle, porque habla aún mejor que escribe”. Su literatura y el debate enraizado sobre su galleguidad lo resume impecablemente el constante uso de la expresión “bueeeno”, que es la palabra más gallega que existe y no está reconocida por la Real Academia Galega.

       “El que no llora no mama, y yo no lloro, y el que no está delante corre el riesgo de ser olvidado, y yo soy en muchos aspectos el amigo, el escritor, el hombre de quien sistemáticamente todos se olvidan”, le dice al magnetofón un 13 de abril de 1970, probablemente reclinado en su sofá, como solía, un hombre pequeño de gafas gruesas, en una secuencia de tantas como ésas que acabaría volcando en Los cuadernos del vate vago: “Bueno, aceptaremos la muerte en el exilio. ¿Qué le vamos a hacer, Gonzalo, qué le vamos a hacer? Mientras llega, que Dios me dé suerte y pueda sacar adelante a mis hijos”. Esos monólogos, esos susurros del escritor ante su grabadora se ven interrumpidos por el jaleo de los niños, por la vida de la casa, que le saca de su ensimismamiento al que vuelve lastimero: “Ya no sé qué estaba diciendo ni de qué me estaba quejando (…) Me resigno al regreso, declaro dos años perdidos; perdidos una casa y los muebles… ¡yo qué sé! ¡Yo qué sé, Gonzalo, yo qué sé!”.

       ¿Se inventó Torrente Ballester a sí mismo de la misma manera que inventó una ciudad, como escribió en un artículo espléndido compilado en Un país de palabras su amigo Carlos Casares? Yo no soy yo, evidentemente, tituló uno de sus libros en 1987 aquel que, como dijo Ferrín, combinó la profundidad intelectual con el realismo mágico; aquel que ordenó levitar una ciudad. Murió en Salamanca, donde dejó recuerdo profundo, y no perdonó ninguno de sus últimos veranos en Galicia, ya instalado en una casa en A Ramallosa (Nigrán), a la que llamó La Romana.

       Todas las mañanas aparecía por la cafetería Monterrey y allí bebía agua, comía un pinchito de tortilla, tomaba notas, pedía a sus amigos que le echasen a la cara el humo del tabaco y todos hablaban de cualquier conversación captada en el mercado, de una noticia leída en el periódico o de la mismísima literatura. Formaban parte de la tertulia Carlos Casares, Miguel Viqueira, Manuel Prego y Gustavo Garrido, que es hoy presidente de la Fundación Casares. Al café se acercaban en algún momento Alberto Oliart y Javier Solana, que veraneaban (Solana aún lo hace ahora) en Bueu. A Viqueira, gran amigo suyo, le había concedido una entrevista bien curiosa en 1986. En ella Torrente define el franquismo como “la apoteosis de la pequeña burguesía española” y cuenta que el peor insulto que le dijeron nunca fue “intelectual”.

       En el Monterrey, donde lo recuerda una placa, Casares le tiraba de la lengua (“¿Cómo era aquello de…?”) y Torrente se desperezaba de su vigilia atenta de oyente, y de aquel cuerpo encogido y fatigado al que no cesaban de acercarse jovencitas (“cuando yo podía, no venían”) emergía una narración extraordinaria. Se dijo que Casares lo montaba en su Harley para llevarlo de paseo, algo que “ninguno desmintió”, recuerda Gustavo Garrido.

       Fueron sus últimos años. Se le conocía a él más que se le leía, aunque lo rebatía diciendo que Los gozos y las sombras había vendido 40.000 ejemplares. Fue enterrado en Serantes y a los pies de la caja sonaron a la gaita las notas de Negra Sombra. Aquel cuerpo fue acompañado por todo el país, pues se enterraba a un fabulador mayor de la estirpe aristocrática de Valle Inclán. Murió a gusto, complacido, porque lo rodearon los nietos y él, que exclamaba desesperado “¡Esas puñeteras niñas podían ir a gritar al vientre de su madre!” cuando le interrumpían su trabajo, siempre dijo que no había encontrado en ninguna de sus novelas más satisfacción que ver crecer a sus once hijos.

 

 * Publicado en el Diario de Pontevedra

 


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