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Mientras tantoEl hombre disperso en la playa verde, 11

El hombre disperso en la playa verde, 11

MIS LIBROS ILUSTRADOS

En este libro hay tres dibujos, pero solo pongo dos.

 

RELATOS SIN MIEDO

Una pintura abstracta

Teo había pintado siempre y lo hacía cada día.

Comenzó a pintar con las manos y con el trapo, construyendo con la curva como lo hacen las masas de nubes que crecen gigantescas en las tardes de calor. Con la brocha reafirmó su gesto, descubriendo su geografía en momentos de inspiración, captando las anomalías del color en su retina y tonalidades que le mostraba su ojo en los resplandores del sol: rosa transparentes, blancos azulados y amarillos puros o, espejismos en la piel del color.

Huía de la figuración, como el que corre huyendo de sus pasos en el silencio de la noche y piensa que es alguien que le persigue pero la tenía en la cabeza. Para Teo, la pintura figurativa se congelaba en el tiempo, eran naturalezas muertas que vivían insensibles ante los cambios de la percepción.

Durante el proceso de trabajo se alejaba de los ritmos o gestos de la brocha que lo llevaban al recuerdo de las imágenes que le perturbaban. Cuando tenía la más mínima sospecha, deshacía lo pintado y volvía a construir, pero encontraba formas familiares por entre las tormentas de la materia y en eso se le iban las semanas, que pasaban rápidas como los coches ante su estudio.

Le gustaba ir a las galerías. Si al entrar se olía algún atisbo de figuración, su mente frenaba su interés, aún así, se obligaba a caminar hasta la sala pero ya su mirada pasaba en diagonal por las obras sin darles una oportunidad.

A veces trabajando con las sombras y con la luz natural que resbalaba desde las montañas y el valle, conseguía expresar la rabia y la furia de pequeñas y grandes frustraciones. Gracias a la intuición que solo da el trabajo constante, su mano y el giro de su muñeca trasladaban al cuadro todos sus sentimientos, la calma, la felicidad, el hastío… Así, conseguía que sus cuadros llegaran a ser caligrafías de la incertidumbre del tiempo y la vida, manchas del espíritu y la mente con colores que vivían en las rendijas de la imaginación.

Un día en el taller se propuso crear el cuadro abstracto perfecto. Preparó una gran tela, y la trabajó durante semanas, pero nada de lo que hacía lo conformaba, cuanto más tocaba la pintura más surgían imágenes reconocibles. Desesperado creaba capas y capas de materia que llegaban para quedarse como montañas en los horizontes del lienzo, pero algunas se desprendían como lágrimas hasta el suelo inundando sus zapatos de colores.

Una tarde que entró el sol en el estudio e iluminó la obra, Teo decidió que la pintura estaba concluida. Dejó que los días la secasen y cuando estuvo lista la protegió con un papel de embalar, la cargó hasta su casa con los brazos en cruz como un penitente y la colgó en la mejor pared de su salón, en frente del sofá y delante del gran ventanal.

Todos los días al llegar de trabajar se sentaba con una copa de vino bien merecida, observaba la pintura y disfrutaba de la intimidad del cuadro.

Un día de finales de junio llegó a casa pintado por el sol, impaciente se sentó en el sofá con su copa de vino y el libro que acababa de comprar: “Mirar” de John Berguer. Abrió la primera página y le gustó la dedicatoria: “Para Anthony Barnett, que está siempre mirando”. Sonrió y alzó la vista al cuadro.

No puede ser, dijo en alto, o eso le pareció, pues la frase retumbó en sus oídos con más fuerza de la deseada. Se levantó y se acercó tanto al lienzo que los vapores del óleo le excitaron más de lo que ya estaba. En el centro del cuadro había una golondrina con las alas desplegadas. Quiso desprenderla de la materia y por un segundo la sintió dentro de la palma de la mano, pero al abrirla solo encontró las líneas de la vida. Su mirada volvió a la pintura y el pájaro seguía entre las pinceladas. Pasó las yemas de los dedos sobre la superficie y comprobó que pertenecían al cuadro. Quedó más estupefacto todavía al descubrir algo reconocible cerca del pájaro, eran pinceladas que parecían dedos, eran los suyos que acababan de quedar atrapados sobre un blanco arrastrado de óleo.

Fue a la ventana intentado recuperar el aire que le faltaba y contempló a cientos de golondrinas que volaban ruidosas de un lado para otro, construyendo sus nidos por aleros y tejados. A lo lejos, el sol escondía su abdomen rosado.

Se dio la vuelta, y desde la profundidad de las pinceladas vio sus propios ojos que lo miraban, se movió por la habitación y estos lo seguían, la misma sensación que sintió cuando vio la Gioconda, pero no eran los de ella, eran los suyos. Volvió al sofá y se quedó mirándolo. Minutos después lo entendió. Al igual que los muertos permanecen vivos mientras alguien se acuerde de ellos, los cuadros cobran vida cuanto más los miremos.

Abrió el libro y leyó: “Fue entonces cuando atravesé una grave crisis moral. Experimenté cosas que no se pueden explicar con palabras. Y me lancé a hacer una pintura exorbitante que desconcertó a todo el mundo”. Teo dio un sorbo a su copa de vino y pasó la página.

 

IMÁGENES MENTALES

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