Parece que Dashiell Hammett se lo pasó en grande escribiendo los guiones del cómic de aventuras Agente secreto X-9 que dibujaba Alex Raymond y publicaba William Randolph Hearst diariamente en sus periódicos en tiras sindicadas. Las historias eran tan absurdamente complicadas que no creo que ninguno de sus seguidores las comprendiera, aunque el ruido y la furia de la acción impedían reflexionar sobre su verosimilitud. La constancia no se encontraba entre las virtudes del gran novelista y pronto empezó a dar señales de desinterés mediante el socorrido recurso de no cumplir con el tiempo límite de sus entregas, por otra parte cada vez más laberínticas. (Hearst lo sustituyó un año más tarde por otro narrador menos ilustre pero igualmente popular en la época, Leslie Charteris, creador de El Santo, que una década después disfrutaría asimismo del protagonismo de una tira de prensa). Hay testimonios que dan fe de que Hammett, lejos de avergonzarse, se mostró discretamente orgulloso de haber iniciado un personaje de cómic que seguía en activo cuando él murió –y le sobreviviría más de veinte años–.
La relación entre los escritores y el cine ha constituido un filón para ensayos de especialistas y tesis universitarias. No existen, sin embargo, estudios serios sobre las colaboraciones –¿infiltraciones?– de los habituales cultivadores de las bellas letras con el universo de los cómics, quizá porque, a diferencia del caso de Dashiell Hammett, los novelistas que en algún momento prestaron su talento a las historietas procuraron olvidar aquellos deslices que pasaron a engrosar sus pecadillos de juventud. El que la mayoría procediera de la literatura popular, de los humildes pulps, no implicaba que en su escala de valores ocupara un lugar bastante menos vergonzoso firmar relatos en Black Mask Magazine que pergeñar las peripecias de algún superhéroe imitador del seminal Superman. De hecho los guiones solían ser anónimos y sólo cuando una serie había alcanzado una fama suficiente en otros medios –el cine, las revistas–, se daba crédito al nombre del autor, como fue el caso de Mike Hammer (1953) cuyas investigaciones venían garantizadas por el mismo responsable de las novelas, Mickey Spillane.
Lo que los lectores ignoraban era que Spillane había bregado anónimamente durante muchos años en las servidumbres de los comic-books y fue guionista de personajes tan célebres como, entre otros muchos, El Capitán América o El Capitán Marvel. Todavía hay menos lectores que estén al tanto de que junto a Spillane, codo con codo, alternando a menudo los guiones del mismo superhéroe, trabajaba una mujer que hoy es adorada por la intelligentsia y que hizo todo lo posible para borrar las huellas de su pasado comiquero. Me refiero a la perversa, astuta y arbitraria Patricia Highsmith.
En las entrevistas que concedió Highsmith y los textos esenciales que se han dedicado en profundidad a su vida y obra –la biografía de Andrew Wilson, el ensayo de Russell Harrison en la United States Author Series– los cómics son apenas una referencia pasajera. Ha habido que esperar a la minuciosidad exhaustiva de Joan Schenkar en su reciente The Talented Miss Highsmith para descubrir que la inventora del fascinante señor Ripley no se limitó a un contacto marginal con la industria de los comic-books, sino que durante siete largos años los cómics fueron su principal, y a menudo única, fuente de ingresos, que nunca presentó un guión fuera de plazo y que tuvo la prudencia de no abandonar ese empleo, ya como free-lance, hasta que las ventas de Extraños en un tren le aseguraron que podía ganarse las hamburguesas con otra clase de escritura. Basándose en pistas de los diarios íntimos de Highsmith, Schenkar ha escrutado los archivos de viejas casas editoriales y ha entrevistado a muchos de los supervivientes de la llamada era de oro del comic-book americano hasta trazar la formidable carrera de la guionista Patricia Highsmith, una muchacha licenciada en Letras por Barnard Collage de la Universidad de Columbia, que en 1943, a los 22 años, comenzó a trabajar en las oficinas de Sangor Pines Comics de la calle 45, oeste, de Manhattan, y pasaría luego a Timely Comics, la casa que, bajo la égida de Stan Lee, se convertiría en la legendaria Marvel.
Michael Chabon ha descrito en Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay el mundo cerrado, vertiginoso, vulgar y apasionante de los editores, dibujantes y guionistas de cómics que, siguiendo la estela triunfal del alter ego de Clark Kent, a finales de la década de los cuarenta del siglo pasado, lanzaban 300 colecciones distintas de comic-books con un total de 50 millones de ejemplares vendidos al mes. No abundaban las mujeres en el negocio y los veteranos interrogados por Schenkar sólo recuerdan una única presencia femenina en los cubículos de Sangor Pine: la concentrada Patricia Highsmith tecleando maniáticamente las sangrientas hazañas de The Black Terror y otros enmascarados enemigos de Hitler y el imperio nipón. Concretamente The Black Terror (el tímido farmacéutico Bob Benton en la vida civil) debió de encontrarse entre los favoritos de Highsmith porque, cuando en 1973 decidió responder al cuestionario de Quién es quién en los comic-books americanos, que pretendía una catalogación definitiva de autores y obras en ese campo, sólo reconoció como suyas la mencionada serie, Sergeant Bill King y la excepcionalmente humorística Crisco and Jasper.
Revisados los ficheros de las editoriales, hoy sabemos, siempre gracias a Schenkar, que Patricia Highsmith fue responsable, además, de abundantes números de las siguientes colecciones: Jap Buster Johnson, Pyroman, The Whizzer, Spy Smasher, Captain Midnight, Fighting Yank, The Champion, Ghost, Golden Arrow, The Destroyer, The Human Torch, Rangers, Betty Fairfield, Nellie the Nurse, Real Life Comics y con toda probabilidad otros no identificados. Salvo las tres últimas que se centraban en el melodrama –lo que en América llaman soap-opera–, los personajes de Highsmith siguen la tradición de la doble personalidad, la (super)heroica y la cotidiana, la que lleva pintorescos disfraces y la cobardona o apocada del traje de calle. Que la tendencia judía al escaqueo étnico se puede encontrar detrás de tanto disimulo ha sido tesis defendida por muchos indagadores de los orígenes de Superman, Batman y las legiones de esquizofrénicos imitadores. Patricia Highsmith, que no sólo no era judía sino que tuvo a gala epatar a sus amigos semitas con comentarios de una insufrible impertinencia (se refería al genocidio nazi como Holocausto Inc.), experimentaría a su manera el contacto directo en la ficción con tanto ocultamiento de identidades. ¿Podríamos deducir, según la opinión arriesgada de Schenkar, que la Antorcha Humana, digamos, es una de las semillas de los cambios de identidad del sinuoso Ripley?
Creo que sería llevar demasiado lejos la proyección de la sombra de los cómics sobre tantas novelas posteriores. Pero siete años ideando argumentos, por muy baratos que fuesen, creando suspense y distribuyendo sadismo –eran muy violentos sus personajes– no pudieron evaporarse sin dejar un rastro. Y sí nos parece legítimo pensar que en la agilidad y crueldad de los relatos de Patricia Highsmith se perciben todavía, como un humo, los cientos de guiones para los humildes cómics de los años cuarenta que ella prefirió olvidar.