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Sociedad del espectáculoLetrasNegros y escritores fantasmas

Negros y escritores fantasmas

 

La película El escritor, de Roman Polansky, ha puesto en circulación el viejo asunto de los escritores por cuenta ajena, escritores fantasma o, más directa y políticamente no demasiado correcto, los negros literarios. Personajes que, desde la famosa anécdota de Alejandro Dumas que cuenta como éste prolífico escritor fue visitado por el negro de su negro tras el fallecimiento del titular, habitan en el imaginario colectivo en una atmósfera que varía entre la abyección y la envidia, de la misma manera que el autor-autor (al que se supone responsable hasta del interlineado de sus páginas) habita entre la admiración y la envidia. Por supuesto, ambas atmósferas y sus posibles variantes son absolutamente falsas.

       El escritor por fama ajena –y mucho más en estos tiempos– es un elemento imprescindible de la industria editorial. Escribir con mediana corrección es algo que no está al alcance de los 68.870 autores que deberían existir para los 68.870 originales que se publicaron en España el año pasado, de la misma forma que resulta improbable (aunque no imposible) que de un mismo teclado puedan surgir seis títulos de más de 250 páginas en el mismo periodo de tiempo.

       Un libro (cualquier texto impreso, en realidad) es un objeto que produce extrañas desviaciones de la conducta, singulares alucinaciones en gran número de personas. No bien tienen la mínima posibilidad de unir su nombre a él, lo intentan por cualquier medio sin parar en mientes. Les arrastra un impulso irrefrenable que da  lugar a un fenómeno similar al que se produciría si todos los que saben freír un huevo quisieran abrir un restaurante. No son necesarias, creo, muchas más explicaciones sobre el fenómeno de la negritud literaria; sin embargo, sí parecen pertinentes algunas aclaraciones.

       El negro-negro, es decir, el negro fetén, responsable del cien por cien de un texto (si exceptuamos la idea inicial de que éste exista, de casi todo), es una especie rara, tan rara que me inclino a pensar en su inexistencia, salvo que a la dependencia económica se una la sentimental, algo que, como sabemos, está bien documentado en la literatura española. Es como el Nessie de las letras, del que se habla e incluso existen imágenes borrosas, irreconocibles, lejanísimas, que sólo se publican en el mes de agosto. Serpientes de verano. Pero desde este porcentaje hacia abajo los negros son legión.

       Claro que los negros sólo reciben ese nombre en la intimidad. Oficialmente son documentalistas, correctores, editores, redactores complementarios e incluso coachs, una especie postmoderna de negritud que no sólo se ocupa de la sintaxis del lenguaje, sino de la sintaxis del alma, lo que a mi parecer es un salto cualitativo comparable al sufrido por el concepto de nación en la mente de Rodríguez Zapatero.

       Existe un tipo de negro, producto sin duda del amor didáctico, que es responsable de numerosos volúmenes que aparecen firmados (como autores o editores) por honorables catedráticos y profesores titulares universitarios. Pero este tipo de negritud, tan útil para el aprendizaje como para el currículo de los participantes, forma parte de la vida universitaria, un ámbito en el que la ocultación es norma, pues todo conocimiento que se precie es, y debe permanecer, oculto. En realidad se trata de un negro que surge como eslabón necesario entre el añejo director espiritual de los conventos y el postmoderno coach, un modelo que ha prestado y presta grandes servicios a la prosa académico-administrativa.

       De todos los negros posibles, que empiezan a ser tan variados como las colecciones de quiosco en el otoño, al que profeso un especial afecto es al eufemísticamente llamado corrector de estilo. Ante mi atónita mirada he visto dar la vuelta a voluminosos y obtusos ensayos hasta dejarlos legibles y, lo que resulta más admirable, intentando adivinar qué se quería decir en aquella colección de anacolutos. Naturalmente, con posteridad he leído la crítica del mismo en la que se alababa la claridad, precisión y sencillez del estilo, lo que debió de dejar muy reconfortado al negro que, además, tiene (o tenía) el honor de aparecer en el listado de empleos de Artes Gráficas (¡que gran nombre!).

       Existe una tendencia en la actualidad con la que no estoy de acuerdo, que consiste en atribuirle al proveedor de párrafos el carácter de negro. Me explico: una entidad, o un hijo amantísimo, quieren ver negro sobre blanco la vida de su fundador o de su progenitor y, a tal efecto, contratan los servicios de un constructor de párrafos (de un escritor, vamos) al que abastecen de documentación, información, anécdotas y datos. Éste escribe una biografía que, o bien no se firma, o bien aparece como una autobiografía. Esto no es negritud, el autor es autor oculto y el biografiado es autor y actor de lo que se escribe. El escritor por encargo no tiene más mérito (ni demérito, desde luego) que un ebanista al que se le encarga un armario que debe quedar a gusto de quien lo paga y, como mínimo, cumplir escrupulosamente su función. Existieron y existen notables escritores por encargo, notables ebanistas, como también existieron y existen pésimos y peores, con firma y sin ella.

       Entramos en el problema de la autoría que, aunque lo parezca, nada tiene que ver con el problema de la negritud literaria. El negro no es un autor, así sea el autor peor escritor que el negro que le escribe. Por el derrotero de la autoría iba a discurrir este artículo en un principio, pero tuve la suerte de encontrar en fronterad el ensayo Anonimato y autoría en la era digital de José Luis Madrigal, que no sólo me excusa, también me sobrepasa. Quedémonos pues en el negro y concluyamos con honestidad nuestro armario.

 

 

       Nunca como en nuestro tiempo hemos sido tan constantemente otro, incluso en plural: otros. Si pudiéramos medir la parte de nuestra vida que se desarrolla en la ficción, dentro de la ficción, en un contexto literario, gráfico o musical y muy habitualmente sabia mezcla de los tres lenguajes, quedaríamos probablemente asombrados. La vigilia es una continuación del sueño por otros medios, y si no, que se lo pregunten a los guionistas de series de televisión, proveedores de contenidos para Internet, diseñadores de videojuegos y naturalmente a todos los creativos de publicidad que, no contentos con dominar el espacio privado, avanzan sobre el público hasta convertir las calles en una prolongación de nuestra sala de estar. 

       Estos cambios, especialmente acelerados en las dos últimas décadas, hicieron imprescindible la existencia de un negro que estuviera a la altura de los tiempos, un negro incansable y omnipresente. Y así aparecieron el padre Google, su hija predilecta, Wikipedia, y los negros paradójicamente más identificados de la historia (incluso con fotografía y currículo): los millones de blogueros que en el mundo escriben tan infatigable como anónimamente. Anónimamente, porque la identidad no reside en la presencia sino en el reflejo que esa presencia suscita en otro u otros que, a su vez, han de ser identificables para el emisor. Una premisa francamente molesta, pues sin ella el cibersexo equivaldría a la cuadratura del círculo y dejaría de ser un consuelo para convertirse en la solución. Aunque a veces entiendo a quienes piensan exactamente lo  contrario.

       El negro interpretado por Ewan McGregor en la película de Polansky se atiene al canon clásico casi a la perfección, pues al hecho de renunciar a su nombre añade el servilismo al poder: el sometimiento a lo desconocido, a lo supuestamente monstruoso del poder. No pone sólo en duda su existencia, sino en peligro su vida. Por eso la película es un thriller (aunque comedido) y la historia, tan inverosímil como bien contada. Desde el punto de vista de la negritud literaria industrial que abarca, con una intensidad u otra, al noventa por ciento de la producción editorial, la especialidad política me temo que tiene tintes menos arriesgados y escasamente heroicos, entre otras cosas porque las memorias suelen hablar de eso, de memorias, del pasado, algo que ya sólo importa al que fue su protagonista y con nulos o escasos efectos sobre el presente histórico. Más riesgo, pienso, existe en la negritud aplicada a los cientos de discursos que los políticos nos endilgan cotidianamente y que habitualmente no escriben. Y curiosamente, en este tipo de negritud parece no existir humillación: la simple existencia de un poder en activo redime al negro y al ventrílocuo. Recordarán haber leído o escuchado alguna vez que “tras la brillante intervención de… se notaba la inteligente pluma de…”, cuestión que nos lleva a preguntarnos: ¿quién se hace cargo de las necedades?

       Regresemos un instante al negro global. No a Internet, que es una herramienta y un vehículo, sino a la sobreabundancia de materiales supuestamente significantes, a la hiperinflación de discursos. Desde esta perspectiva el negro de Dumas se ha quedado en lo que fue, un chascarrillo decimonónico. Una maldad de tertulia, una verdad intranscendente. El problema ahora, el problema gravísimo (y si no, al tiempo), tanto de los autores, como de los proveedores de sintaxis, será defender no ya la autoría, sino la subsistencia.

 


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