Escena ‘Love in the afternoon’ (español) from Revista FronteraD on Vimeo.
Escena de ‘Love in the afternoon’ (inglés) from Revista FronteraD on Vimeo.
Como mi nombre indica soy un extranjero, pero vivo en España y estoy bastante metido en la cultura que me rodea. He trabajado en el cine durante décadas y sigo metido en ello. Soy una de esas personas a las que le sigue emocionando ir al cine y sentarse en una butaca. Vivo en Madrid y llevo treinta años viviendo en este país por elección personal. Me gusta y me conmueva mucho de mi cultura adoptiva pero desde hace algún tiempo he dejado de ver películas españolas porque lo que he visto, con alguna excepción, no me convence del todo, y creo que sé porque.
Los retos más graves del cine español según la prensa y la gente del gremio son las dificultades omnipresentes a la hora de conseguir financiación para rodar y la distribución y exhibición del producto final. Son problemas compartidos por cineastas de muchos países. En España hay un factor añadido que igual se da en otros lugares donde el Estado tiene demasiado protagonismo. Es un factor de tipo político que tiene que ver con subvenciones, cuotas y tejemanejes televisivos, elementos asociados con lo que aquí se llama la ley del cine, una legislación que salta a la palestra cada vez que hay un cambio de gobierno y que da lugar a entrevistas entre productores, políticos y ministros y que desde fuera no resulta nada fácil de entender.
El hecho es que un porcentaje elevado de las películas que logran finalmente rodarse en España tienen poco éxito en taquilla. Esto desespera a los inversores y deja perplejos a los actores, técnicos y directores. Y para las películas que aspiran a competir en el mercado internacional el panorama es todavía mucho peor.
Los directores y productores de cine españoles que se dedican a hacer películas artísticas o de autor, esos filmes que solo llegan a salas de arte y ensayo -las salas donde se ve el cine de calidad de todo el mundo, y que deben ser la flor y nata del cine español-, suelen justificar sus pérdidas y la falta de atención que les presta la crítica internacional haciendo hincapié en la falta de apoyo (estatal) y el descenso del público más o menos culto dispuesto a tomarse la molestia de ver películas en el cine. Se consuelan con la idea de que por lo menos están haciendo algo que tiene un valor indudable, al margen de los parámetros del éxito comercial.
Estas quejas tienen sin duda su razón de ser, pero ignoran algo mucho más nocivo (¡por si faltaba!), algo endémico que quizás les cueste percibir. Y aquí entra mi teoría, una que no va a gustar a casi nadie y que va a molestar a muchos, y cuya solución es extremadamente difícil pero no imposible. El problema fundamental, visto y oído desde la butaca en que me siento yo, es cultural y tiene que ver con conceptos de autenticidad e individualidad. La lengua española tal y como está expresada en su cine no casa bien con el medio.
Hay notables excepciones, y haré mención de ellas, pero sigo pensando que son las que confirman una norma desafortunada todavía vigente. Si uno quiere enterarse de lo que mantiene a las películas españolas encasilladas solo hace falta prestar atención a los anuncios todavía enraizados en los años sesenta que se escuchan en la radio mientras rueda en cualquier taxi por las calles de Madrid. Solo hace falta encender la televisión para ver y oír las voces, los gestos y las muecas, teatrales y forzados, que predominan allí. Solo hace falta frecuentar los bares y tiendas por doquier y observar cómo la gente habla y se relaciona entre sí.
La gran mayoría de los españoles utiliza frases hechas acopladas a un lenguaje corporal que atraviesan membranas generacionales y regionales. He cenado con vascos radicales y con catalanes nacionalistas y aunque hablen en sus propios idiomas para gran sorpresa mía utilizan los mismos gestos y tonos de voz que proliferan en el madrileño barrio de Salamanca o en la Plaza Bib-Rambla en Granada. Las frases y sus movimientos correspondientes se reproducen con una fidelidad fascinante y con la doble función de esconder sentimientos verdaderos y mayormente inconscientes y potenciar una homogeneidad social difícil de penetrar. A pesar de los inmigrantes que se ven cada vez más en casi todas las regiones autonómicas, España sigue siendo un país que parece una fraternidad o una hermandad femenina donde todos y todas han experimentado la misma novatada.
Este fenómeno es un rasgo observado también en otras culturas y en el ser humano en general. Lo que llama la atención en España es el grado de persistencia y hasta qué punto se impone al que se quiera integrar sin reservas en la vida oficial del país.
Una sociedad más homogénea todavía sería por ejemplo Japón. Pero la homogeneidad japonesa sí se acopla bien al séptimo arte. La rigidez nipona tiene que ver con ritos y autocontrol, y con un nivel de discreción tan llamativo como psicoanalíticamente rico. Vista a través de un lente cinematográfico el efecto que produce no incomoda, no parece inverosímil y deja espacio para que pequeñas variaciones -una mirada mantenida un milisegundo más de lo normal- descubra profundas emociones. El código de comportamiento español tiene por el contrario que ver con una mezcla turbia de pudor, falsa campechanería y una fuerte dosis de ansiedad existencial maquillados por gestos y tonos de voz nada suaves. La manera española es la equivalente vocal de un uniforme (uno marrón y verde con toques austriacos) que muchos visten sin darse cuenta. La cámara y el micrófono perciben y potencian esos rasgos inmediatamente.
Esa homogenización y el afán casi tribal de compartir las mismas actitudes, juntos y al mismo tiempo, y que en ocasiones incluso puede resultar consolador -sobre todo cuando uno lleva tiempo fuera del país y regresa con ganas de arroparse con ese abrigo de acogedora familiaridad- son una fuente de problemas cuando se trasladan al cine. Aunque la cosa está mejorando gracias al paso del tiempo y a cambios generacionales, quedan áreas importantes que todavía se arrastran del pasado. En las películas españolas sigue habiendo una preponderancia de una manera estándar de hablar que me imagino viene del teatro y del largo periodo de rechazo oficial a los acentos regionales y extranjeros. Si Marlon Brando, Al Pacino, Robert De Niro, Marilyn Monroe, Robert Mitchum o Judy Holliday hubieran nacido aquí ninguno de ellos habría encontrado trabajo como actores: por el mero hecho de que cada uno de ellos hablaba de forma original y particular. Los directores españoles, y son ellos los que tienen la responsabilidad más grande en todo esto (muchos de los cuales saben más sobre los iconos del cine americano que los propios críticos estadounidenses), en cuanto empiezan a rodar caen en el mismo pozo de siempre. Vuelven a contentarse con voces y actuaciones que presentan la misma falta de naturalidad y estrechez de registros de toda la vida, ignorando la sabiduría que uno supone que han cosechado de sus años de estudio y admiración por las actuaciones más naturales y espontáneas que definen lo mejor del cine extranjero.
A lo mejor, y visto así, se podría decir que las películas españolas reflejan de forma fidedigna la sociedad que les rodea. Se puede decir que la gran mayoría de los directores y sus actores sí logran actuaciones naturalistas porque las películas y las secuencias que las componen reflejan con fidelidad cómo la gente del lugar se relaciona: con toda su teatralidad, falsedad y uniformidad. Pero la cámara es acultural, neutra. No penetra ese mundo. La cámara mira, sencillamente, y los resultados para alguien que conoce ese mundo muy bien, pero que no pertenece a ese modo de vida, resultan chocantes: esas voces tan espantosas que dan a los niños, aquellas tan graves de los galanes y de los malos, las voces agudas y altas de los que hacen comedia, las protestas fingidas de las heroínas… Y todo eso acompañado de un lenguaje corporal nervioso y cortante. Los hombros de todos suben cada dos por tres con cada tosca declaración.
Érase una vez, en el exterior, cuando surgía el tema del cine español los enterados hablaban de Carlos Saura (ininteligible: un señor con un talento más bien mediocre que tuvo la gran suerte de estar en el sitio adecuado en el momento adecuado) y de Víctor Erice (absolutamente inteligible: un cineasta hasta la médula, finísimo, que sí tiene un agudo olfato para cualquier exceso de teatralidad). Ahora casi nadie habla de ellos y la figura que todos reconocen enseguida es Pedro Almodóvar. Pero el éxito de su trabajo no contradice mi teoría. Lo que hace él en las películas que han tenido más éxito es exagerar las tendencias aquí mencionadas: las celebra y las lleva a un extremo casi surrealista haciendo farsas, y así ha logrado hacer algunos filmes de una frescura absoluta, logrando en ocasiones momentos de gran belleza. Su genio reside en su inteligencia y en su habilidad para trucar el sistema, sacando provecho de ello en vez de dejar que se reduzca. Pe ro cuando Almodóvar ha intentado alejarse de la farsa, cuando busca interpretaciones más naturales con historias más tradicionalmente dramáticas los resultados también han reflejado los problemas citados aquí.
Un elemento absolutamente clave que no ha ayudado nada fue y sigue siendo la práctica del doblaje. La gran mayoría de los entendidos del cine español, tan enamorados de las obras de Billy Wilder, Douglas Sirk, John Ford y Nicholas Ray se familiarizaron con ellos a través de las voces de cinco dobladores que tradujeron toda la sutileza contenida en las almas de los grandes actores norteamericanos en voces que se escuchaban en el teatro de la Zarzuela. Se amputaron la naturalidad, la autenticidad, la espontaneidad y la especificad imponiendo un filtro de un castellano duro y regimentado revestido con los mismos clichés de tono que se oyen hoy todavía. Esto indica dos cosas: que las películas eran tan buenas que se trasmitieron bien a pesar de semejante salvajismo, y, acostumbraron a los futuros directores españoles a no dar demasiada importancia a la voz. Pero la voz de un actor (y de todo el mundo) forma una parte crucial de su identidad.
Si hacemos caso omiso de lo políticamente correcto un momento hay que reconocer que hay acentos que gustan más que otros -esto es algo sujetivo por supuesto-. Hablando por mí, el clásico acento madrileño no me gusta demasiado. Es verdad que me he acostumbrado a él y hasta le tengo cierto cariño, pero no deja de ser cortante y ametrallador. Los acentos de la gente de Andalucía, Extremadura y Galicia me resultan bastante más agradables al oído. Pero es el acento madrileño, de Castilla, el que, aparte del caso catalán, domina tanto en cine como en los anuncios.
Los ingleses, los franceses y los norteamericanos son muy conscientes de sus acentos regionales y juegan con ellos con sofisticación. Aquí, en España, el juego suele reducirse a burla y a menudo se trata de un actor de la meseta central imitando sin ninguna sutileza a un andaluz o un gallego. (¡Pondremos a los Morancos en un estante aparte!) En Inglaterra el acento liverpooliano, de barrio bajo, el de los Beatles y de Lily Allen me resulta encantador. El acento macarra de los rockeros madrileños, en absoluto. El acento argentino molesta a veces -los argentinos suenan a veces como Peter Lorre con catarro- pero hay algo en su suavidad que, en las películas buenas realizadas allí, funciona bien.
Hay secuencias de películas clásicas cuya grandeza se debe a una combinación sutil del idioma y de su manera de hablarlo. Imagínense cómo sería en el castellano madrileño la secuencia entre Gary Cooper y Audrey Hepburn en el suite del hotel Ritz en París en Love in the Afternoon (Arriana), de Billy Wilder (1957), cuando Cooper convence a la Hepburn para que vuelva a verle el día siguiente. En la versión original -él con su acento del medio-oeste/oeste e stadounidense y con esa sencillez absolutamente característico de él, y ella con su acento medio inventado que sonaba en parte británico y en parte pan-europeo de familia bien- los dos hablan en susurros contra la pared. Esta película doblada pierde el 80% de la gracia. La diferencia entre las voces de Cooper y Hepburn no es sólo una de registro (ella un soprano alto y él un tenor) como podría pensar el público de la versión doblada. La voz de cada uno y la dinámica entre ellas están cargadas de un abanico de matices que depende precisamente de esas voces.
En una cultura como ésta, donde se expresa el entusiasmo levantando la voz y repitiendo una frase tres o cuatro veces para dar énfasis, es difícil escenificar una secuencia de seducción que funcione con gracia y sutileza. Entre las mejores escenas en el cine español figuran las conversaciones entre las dos niñas en El espíritu de la colmena, Ana Torrent y Isabel Tellería, jovencísimas, hablando en susurros en su cuarto. La usanza del español que predomina en su cine se presta muy bien a peleas, discusiones y discursos, pero no tanto a conversaciones íntimas, a no ser que haya un tirano de director español con la capacidad de insistir una y otra vez a sus actores hasta que vivan la escena de forma íntima y emocional, desde dentro y quietecitos, olvidándose de que están actuando y olvidándose de sus tonos de siempre.
Como un ejemplo, véase la belleza de la versión de Don Quijote que hizo Albert Serra (Quixotic / Honor de Caballería, 2006), en la cual los diálogos entre el caballero errante y Sancho Panza trascurren (¡en catalán!) con una naturalidad verdaderamente hermosa -y luego compárela con la versión muy correcta que hizo Manuel Gutiérrez Aragón (Don Quijote de la Mancha, 1991), en la cual el maravilloso Fernando Rey declama con voz de doblador oficial del Estado como si estuviera en un enorme teatro preocupado de que los espectadores sentados en la última fila no le oyeran.
Hay directores españoles, muchos de ellos jóvenes y vinculados más a la actualidad global que, aunque a lo mejor no estén de acuerdo conmigo, comparten lo más importante de lo que estoy diciendo casi por instinto, cada uno a su manera, y están en ello. Curiosamente, de vez en cuando en las series de televisión españolas se ve más variedad y naturalidad que en su cine. La compañía de teatro Animalario es genial. Llama la atención que buena parte de los mejores actores españoles emergentes incluyendo a Javier Bardem, reciben o han recibido clases en el estudio de actuación de Juan Carlos Corazza, un argentino que aborrece el cliché. Se habrá notado que Javier Bardem no rueda tanto ahora en España con directores españoles. Estoy seguro de que no se trata solo de cuestiones económicas, sino artísticas. (Aunque creo que su presencia y actuación tan lamentable en la nueva película embarazosa de Julia Roberts fue un tremendo error. Antes de entrar en su fase decadente como hizo Robert De Niro hace falta primero que haga su El Padrino II, su Toro Salvaje). Es una persona que ama su cultura y su cine y rueda cuando se presenta la oportunidad con gente como Fernando León de Aranoa, un señor que como Enrique Urbizu, Isabel Coixet, Agustín Díaz Yanes, Icíar Bollaín, Albert Serra, Álvaro Pastor, Antonio Naharro y bastantes más se esfuerzan para que sus actores salgan de las camisas de fuerza impuestos por muchos de los demás que vienen de una generación anterior y que siguen mandando bastante.
Desconozco si los problemas que estoy dibujando tienen algo que ver con la historia particular de España en el siglo XX, es decir, con la existencia de un régimen autoritario que se prolongó durante tanto tiempo (de 1939 a 1976), mientras los países vecinos se desarrollaban con más normalidad. Desde luego se trata de una época que coincidía con un período clave en la historia del cine. Lo más probable es que los códigos de conducta de los que hablo tengan sus orígenes en un pasado bastante más lejano. Pero alguna influencia habrá tenido. En un estudio realizado por Soledad Fox Maura, historiadora y especialista en la Guerra Civil, titulado: El arte de la censura: cine y doblaje bajo el franquismo, se establece la tradición arraigada en España de hacer del cine un instrumento de castellanización homogénea. La autora menciona cómo “el régimen se había inspirado en la Ley de Defensa del Idioma aprobada en Italia por Mussolini” y que era “el falangista Tomás-Borrás, jefe supremo del Sindicato Nacional del Espectáculo que fue el impulsor de la necesidad del doblaje obligatorio”. Luego cita uno de grandes defensores del doblaje español, Emilio Frey, sacada de un libro escrito por Alejandro Ávila, La censura del doblaje cinematográfico: “es nuestro mayor interés que todos esos millones de seres reciban la influencia de Norteamérica, a través de nuestro purificado e incomparable idioma, exento de los modismos y peculiaridades propias de cada uno de los países de habla hispana. No dudamos que nuestros gobernantes se darán perfecta cuenta de esta nuestra afirmación y procurarán, en bien no solo de nuestra próspera industria española, sino también en beneficio de nuestra influencia que puedan doblarse de Nuevo en España las películas de fama mundial que habrán de recorrer el Mundo entero, proclamando la espiritualidad española”.
Para concluir, y generalizando mucho, se puede decir que el pueblo español tiene unas cualidades maravillosas: humor, generosidad, paciencia, profesionalidad y una nobleza innata que se percibe en todas partes. En casi todas las demás artes (arquitectura, gastronomía, literatura, pintura, danza y cante) hay artistas españoles que triunfan por todo el mundo. Pero hay algo, todavía, a causa de una manera de expresarse que muchos siguen perpetuando que, sencillamente, no casa con el cine. Conozco a varios actores procedentes de países no hispanohablantes con mucho talento que viven en España y que han estudiado con maestros excelentes y que sin embargo encuentran grandes dificultades para obtener trabajo si su acento no encaja en las normas establecidas. Este provincialismo retrógrado y autodestructivo es sintomático del problema al que me refiero. La caja de herramientas asociada con la expresividad que todavía se utiliza aquí de manera tan fiel y rigorosa es tan limitada que los extranjeros que vienen a vivir a España y consiguen integrarse terminan imitando las mismas frases y modales.
Lo que hace falta en el sector audiovisual español es una revolución. España necesita su propia nouvelle vague. El talento está ahí, y sobra. Solo faltan osadía y astucia. ¿Dónde están el Eric Rohmer español, el Jean Luc Godard (el de los años 60 y 70)? Es necesario remover las normas, apartarse de la propia historia, olvidarse del teatro, terminar con el doblaje, indagar en la cultura española actual ejerciendo un rechazo férreo y constante de los manierismos, gustos y voces que siguen siendo un pesado lastre arrastrado desde los años 40.
Madrid, septiembre de 2010
* John J. Healey es director de los documentales: Federico García Lorca (1998) y The Practice of The Wild (2010). Una versión reducida de este artículo se publicó en el diario El País el 2 de agosto de este año.