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ArpaEl infierno de los jemeres rojos

El infierno de los jemeres rojos

Cuando los jemeres rojos tomaron el poder de Camboya en 1975, Denise Affonço trabajaba en la embajada francesa en Phnom Penh. Junto a su familia fue deportada a una zona rural, donde se vio obligada a trabajar la tierra en condiciones infrahumanas, soportando humillaciones, hambrunas y enfermedades. En el libro «El infierno de los jemeres rojos», que está a punto de publicar la editorial Libros del Asteroide, Affonço (1944) relata sus experiencias durante los cuatros años de terror de un régimen que eliminó sistemáticamente a la cuarta parte de la población, cerca de dos millones de personas, incluidos su marido y su hija. El relato, basado en los cuadernos que la autora escribió al poco de su liberación en 1979, mientras preparaba su declaración en el proceso contra Pol Pot, es uno de los escasos testimonios publicados sobre el tema. A continuación les adelantamos uno de sus capítulos.

 

 

Segunda «residencia»

 

Nuestro pueblo «de adopción» también estaba distri­buido en krums. Había cinco, cada uno de ellos dirigido por un jefe. Junto a mi cuñada, fuimos transferidos al krum número dos, cuyo jefe se llamaba Pouk Sem.

     Los lugareños marcaron inmediatamente sus diferencias con los refugiados, a los que llamaban neak thmey (nue­vos habitantes). Ellos era los neak chak (antiguos habi­tantes). Cada familia de antiguos habitantes debía aco­ger a dos o tres familias de los nuevos, en función del tamaño de su choza. Nos mandaron a la casa de una mujer joven, madre de dos hijos, simpática pero muy interesada. Su marido trabajaba en Chuop y sólo iba a ver a su familia de vez en cuando.

     Después de que Pouk Sem hiciera las presentaciones, nuestra «anfitriona» nos enseñó el espacio que nos había reservado. No había electricidad, como era de prever en un lugar tan apartado como aquél, pero tampoco río, de manera que no disponíamos de tanta agua como en Tuk­veal. A la salida del pueblo se encontraban charcas don­de los hombres y los animales acudían a saciar su sed. Para hacer nuestras necesidades, había un espacio reservado detrás de la choza; había que cavar un agujero cada vez y taparlo después; las hojas muertas hacían las veces de papel higiénico.

     Nos instalamos. Pouk Sem nos distribuyó arroz y sal para la cena y al día siguiente nos convocaron a una reu­nión de lavado de cerebro donde escuchamos el discurso habitual, las mismas recomendaciones y las mismas pro­hibiciones. Sólo debíamos hablar en jemer; no debía­mos hablar de noche, porque Angkar tenía oídos por todas partes; ni llevar gafas, símbolo de los intelectuales. El día anterior, nada más llegar, un yauthea se había acercado a un hombre miope de nuestro grupo y le había preguntado brutalmente: «¿De verdad necesita ver de lejos? ¡No!». Después, con un gesto brusco, le quitó las gafas, las tiró al suelo, las pisó y le dijo, con un tono despectivo: «A partir de ahora, ya no necesita ese objeto para ver con claridad».

     Teníamos que trabajar para ganar nuestra ración dia­ria de arroz, pero sólo teníamos derecho a dos comidas al día y no debíamos comer arroz sólido, sino potaje de arroz, porque la región era muy pobre. También nos dis­tribuían algunos pescados salados secos. No había fru­tas ni verduras.

     Impusieron la prohibición absoluta de corregir a nues­tros hijos, que a partir de ese momento eran «los hijos de Angkar». Poco tiempo después de nuestra llegada al pue­blo, me llamaron al orden por esta cuestión. Una tarde, en efecto, fatigada y consumida por las privaciones, no soporté el llanto incesante de mi pobre Jeannie, ator­mentada por el hambre; perdí la paciencia y le di una bofe­tada que, en vez de calmarla, la hizo llorar más. Un schlop vio la escena y delante de mi hija, que seguía llo­rando, me amonestó severamente, diciendo que ya no tenía derecho a levantarle la mano.

     Así que ahí estaba la distribución de órdenes y prohi­biciones. Por paradójico que pueda parecer, Angkar seguía prometiéndonos una vida mejor. En poco tiempo, seríamos recompensados. Y todos, de manera irracio­nal, lo esperábamos.

 

 

Tras nuestra primera reunión de reeducación, Pouk Sem fue a ver a cada familia para que redactáramos una espe­cie de currículo en el que debíamos consignar la verdad, toda la verdad. La selección continuaba… Siguiendo escrupulosamente los consejos de sinceridad de mi mari­do ausente (en ese momento, Seng seguía vivo para mí), declaré que hasta el 17 de abril de 1975 había sido secre­taria en la embajada de Francia, lo que desencadenó el desprecio inmediato del pequeño jefe, que me contestó con sarcasmo: «A partir de ahora Angkar no necesita buró­cratas, sino kamakors y kaksekors».

     Después, una vez que hubimos cumplido las formali­dades administrativas, para nuestro doloroso estupor e inmensa angustia, Pouk Sem ordenó a las tres hijas de Li –Leng, Hoa y Phan– y a mi hijo Jean-Jacques que reco­gieran sus cosas porque debían ir a trabajar lejos del pueblo. Angkar necesitaba urgentemente mano de obra para la construcción de diques (tonoups) en Choup, Svay Sisophon y Taphon. Los jóvenes eran considerados la primera fuerza de trabajo. Los primeros en ser movili­zados fueron los chicos y las chicas mayores de diez años. Pouk Sem nos aseguró que nuestros hijos estarían bien ali­mentados y serían bien tratados, pero los pobrecitos sólo tendrían derecho a la misma comida que nosotros y se verían obligados a trabajar quince horas al día.

     Li y yo, pilladas por sorpresa y desesperadas, empeza­mos a llorar. Pouk Sem nos llamó brutalmente al orden: las lágrimas estaban prohibidas en cualquier circuns­tancia, y se trataba de una decisión de Angkar, ni más ni menos, y toda decisión de Angkar Leu (de Arriba) era irre­vocable. Muertas de pena, miramos partir a nuestros hijos, preguntándonos con qué se encontrarían.

     De todas formas, no teníamos tiempo de compadecer­nos de su suerte, pues debíamos ocuparnos de los dos pequeños, Ha y]eannie, y de nosotras mismas, en la lucha cotidiana contra la fatiga, el hambre que nos atenazaba día y noche y las enfermedades que empezaban a asomar.

     En el pueblo nos esperaban mil tareas cada día: des­brozar los campos de patatas, de mandioca, de maíz; confeccionar láminas con hojas de palmera de azúcar para la techumbre de las chozas, desmontar los bosques. Íbamos al trabajo cuando cantaba el gallo, con un tazón de agua y un grano de sal en el vientre. La sal sólo da sen­sación de saciedad, pero no alimenta. Nos distribuían la sal gruesa en granos, sin refinar y negra, pero había que esconderla para que no desapareciera. Cuando el hambre me despertaba en mitad de la noche, chupaba un grano de sal, pensaba que era un bombón y bebía un gran ta­zón de agua. Eso me daba la falsa sensación de haberme tomado un tentempié. Al mediodía y por la noche, engu­llíamos un tazón de sopa de arroz. Los días de suerte, podíamos ver flotar uno o dos trozos de mandioca en cada cazo de sopa, pero la mayor parte de las veces era un líqui­do insípido en el que apenas se podía repescar una cucha­rada de arroz.

     Sufríamos física y moralmente, y los niños se marchi­taban ante nuestros ojos impotentes.

     Angkar no tomó ninguna medida a propósito para abastecer esos campos alejados y la penuria se revelaba cruelmente un día tras otro. Todos estábamos condena­dos a una muerte segura. Completábamos nuestras comi­das con los productos locales que recolectábamos: hojas de boniatos y de mandioca, brotes de bambú, espinacas salvajes con espinas o brotes de kapok. Cuando llegamos, los sapos pululaban por el pueblo. Si atrapaba uno a lo largo del día, me lo metía en el bolsillo, que ataba bien para que el animal no pudiera huir. Notaba que el pobre bicho encerrado en la oscuridad se hinchaba y hacía pis. Por la tarde, lo sacaba de su prisión y ¡clac!, de un golpe seco le cortaba la cabeza. Pronto, dejó de oírse el croar de los batracios en el pueblo, pues nos los habíamos comido todos antes de que pudieran reproducirse.

     Los alimentos que nos daban se compartían, en prin­cipio, entre todos, pero la ración se establecía por fami­lia. Como cuando nos registramos Pouk Sem nos reunió a Li y a mí en una sola familia, siempre salíamos per­diendo en la distribución de productos, como el pescado seco, la mandioca o el boniato; sólo teníamos una parte en lugar de dos. En cuanto a la ración de arroz, se con­taba por persona y día, pero ese reparto tampoco era equitativo: los antiguos habitantes recibían raciones el doble de grandes que los nuevos y las semanas de esca­sez, como si fuera un milagro, ellos tenían reservas y venían a decirnos que no sabíamos administrarnos.

     Y siempre sería así: cuando comíamos un tazón de arroz sólido, los lugareños comían el doble; cuando está­bamos a régimen de sémola de arroz salada, los lugare­ños y los yautheas se alimentaban de arroz sólido, de sopas de pescado, boniatos, plátanos, azúcar de palma…

     Si queríamos comer más, debíamos cambiar los obje­tos de valor que siguieran en nuestras manos. ¡Menos mal que habíamos salido de Phnom Penh cargados como mulas! En cada etapa, los jemeres rojos nos desvalijaban un poco más; al cabo de unos meses, no nos quedaría nada, salvo una manta, una mosquitera (muy valiosa) y contadísimas piezas de ropa y vajilla, pero ninguna joya que cambiar, no obstante las pruebas que nos esperaban serían cada vez más duras y dolorosas.

 

 

 

En noviembre empezaron las primeras cosechas del arroz plantado antes de nuestra llegada al pueblo. Todas las mujeres fueron reclutadas. El aprendizaje era muy peno­so. En Koh Tukveal, había trabajado en los campos de maíz, mandioca y boniato, secando hojas de maíz, pero todavía no en los arrozales. Nunca había cogido una hoz y la primera semana me cortaba cada dos por tres un dedo de la mano izquierda. Cuando tuve los cinco dedos cubiertos de cortes, empecé a pillarle el tranquillo.

     Pero la prueba más repugnante eran las sanguijuelas; en todos los arrozales de Camboya, uno encuentra peque­ños peces, cangrejos, caracoles, pero también sanguijue­las. Esos bichos horribles, muy rápidos, se te enganchan en los pies o las piernas, incluso se te meten en el sexo sin que te des cuenta. No salían ni caían hasta que se habían hartado de sangre, ¡era espantoso!

     La primera vez que me tocó segar en un arrozal inun­dado, no me atrevía a entrar en el agua. Al instante se pre­sentaron las malvadas de las schlops y me ordenaron brutalmente que obedeciera: «Mira, francesa vieja, si no te metes, esta noche no tendrás tu ración. ¡ Y eso vale para todos los que no quieran meterse en los arrozales lle­nos de sanguijuelas!».

     Al ver mi angustia, una anciana me dio algunos consejos para impedir que las sanguijuelas se me pegaran al cuer­po: «Te subes las perneras del pantalón hasta las rodillas, te las atas con cordeles de junco y así los bichos se te enganchan en los puños o en las pantorrillas, pero no suben más arriba». Seguí sus consejos y entré en el arro­zal con los ojos cerrados. La llamada del estómago era más fuerte que nada, no podía dejar de pensar en la ración de arroz, tan importante para mi hija y para mí. A pesar de todo, era repugnante salir de ahí con esa espe­cie de ventosas verdinegras pegadas a los pulgares o las piernas. Sólo caen cuando están en contacto con el calor, por ejemplo, de un cigarrillo, pero como el cigarrillo se había convertido en un producto casi imposible de encon­trar, me contentaba con arrancármelas con la hoz.

 

 

En la época de la cosecha, de noviembre de 1975 a ene­ro de 1976, la vida nos pareció un poco más leve. Pouk Sem nos distribuía una o dos veces por semana pequeños trozos de azúcar de palma que yo conservaba cuidado­samente para ]eannie, que comenzaba a sufrir una seve­ra anemia; con impotencia y tristeza, la veía adelgazar día a día. Como ella no trabajaba, no tenía derecho más que a la mitad de la ración, así que seguí privándome para darle parte de la mía. Afortunadamente, durante los tres meses de cosecha, nuestra parte se dobló: ¡dos raciones de arroz por persona y día para los nuevos y cuatro para los antiguos, siguiendo así el cacareado principio de igualdad del régimen comunista!

     Mientras yo participaba en la siega, Li pidió participar en el trabajo de descascarillado del arroz; se trataba de una tarea muy penosa, pero, al final del día, recibía salvado de arroz que los jemeres rojos guardaban para alimentar a los cerdos y que nosotros aceptábamos como un extra, porque daba un poco más de consistencia a nuestras comi­das. Además, el salvado de arroz tenía muchas vitaminas y, sin duda, gracias a este sucedáneo sobreviví al régimen de PoI Pot sin perder los dientes ni los cabellos. Desgraciada­mente, cada «placer» entraña una pena, y nuestros intestinos terminaron afectados y sufríamos una diarrea incesante.

 

 

Cuando yo era una «intelectual», no sabía que había que descascarillar el arroz para obtener el grano. Así, el primer día en que en el pueblo faltó el arroz y nos lo distribuyeron con cáscara, me contenté con meterlo tal cual en una cacerola, con agua para hervirlo. Dos horas y toda una gavilla de leña más tarde, el arroz con cásca­ra seguía intacto. Sin comprender lo que pasaba, se lo pre­gunté a mi anfitriona, que se burló de mí con maldad: «Mira a los de ciudad, hasta hoy han comido arroz, mucho arroz, sin preguntarse cómo llegaba a su mesa».

     Con todo, se avino a explicarme cómo extraer el grano sin estropeado demasiado, después de pasado por una espe­cie de cesta de mimbre que hacía las veces de tamiz para separar la cáscara por una parte, el salvado y los granos por otro. Fue una suerte que me iniciara con ella en esta técnica, porque en los lugares a los que se nos destinó más tarde nunca volvieron a distribuirnos arroz y, cuan­do conseguíamos hurtar un poco de los campos, teníamos que arreglárnoslas para descascarillado.

     Arrancados brutalmente de nuestra comodidad coti­diana y trasladados de la noche a la mañana a la vida de campo, tuvimos que aprender mil cosas, como que los cangrejos se comen los peces pequeños si los pones jun­tos. Así, un día estuve a punto de gritar «¡Al ladrón!» al no encontrar más que los cangrejos en la tartera en la que los había metido con unos alevines cogidos por la maña­na en los arrozales, durante el trasplante.

     El trabajo del descascarillado empezaba a las cinco de la madrugada. Cada krum tenía a su disposición tres manos de mortero. A las once de la mañana, todo esta­ba terminado, pues sólo se descascarillaban veinte sacos de arroz por día para cinco krums (cincuenta familias).

     Fuera de las horas de trabajo, tanto en la siega como en el descascarillado, podíamos ir a pescar, aunque llamar­lo pescar era ridículo: diría más bien buscar un poco de morralla en los arrozales con la ayuda de una cesta de mimbre de dos asas. Rascábamos el fondo de los cam­pos inundados hasta cuarenta o cincuenta centímetros, levantábamos el cesto que se vaciaba por los agujeros y luego seleccionábamos lo que quedaba en el fondo: rena­cuajos, pequeños cangrejos de agua dulce, peces peque­ños, caracoles, a veces pequeñas culebras de agua y, siem­pre, sanguijuelas. Todo lo demás era comestible: hasta la gamba más pequeña es una fuente de proteínas. Con mucho o poco azúcar, no era momento de andarse con remilgos. Atenazados por el hambre, comíamos cual­quier cosa. La carne de vaca o de cerdo era tan escasa que sólo la comíamos en las grandes ocasiones, como en el ani­versario de la victoria de los jemeres rojos, en abril. Ter­minamos incluso comiendo carne podrida y cubierta de gusanos. Un día, mataron dos bueyes enfermos y ente­rraron los cadáveres; unos días más tarde fuimos con otras dos mujeres a desenterrarlos. Estaban en un avan­zado estado de descomposición, la carne era verde y amarga y estaba cubierta de gusanos, pero teníamos que calmar nuestros estómagos. Cuando no quedaron peces ni espinacas acuáticas, llegó el turno de las cucarachas. Pululaban por las chozas y de noche, después del traba­jo, las cazábamos en las grietas de la pared. Al final, aquella especie también empezó a escasear …

     Así es como Angkar quería que muriéramos uno tras otro: de agotamiento, de hambre y de enfermedad (ape­nas quedaba un comprimido de aspirina o de quinina). Una muerte lenta, sin coste alguno. Por otra parte, los pri­meros días de nuestro cautiverio ya nos lo habían adver­tido: «Sois prisioneros de guerra, y Angkar no tiene medios para meteros una bala en la cabeza, Angkar os va a dejar morir a fuego lento, de manera natural… ».

     Cuando terminó la época de la cosecha, en enero, los yautheas vinieron a repartir el arroz con cáscara, pero sólo dejaron a los habitantes del pueblo el mínimo estricto has­ta la siguiente recolección. El resto de las existencias se marchó con ellos.

     Nosotros no paramos. En febrero, tuvimos que cavar balsas para recoger el agua de lluvia, un producto esca­so y valioso en la región. Más tarde, nos enteramos de que esas supuestas reservas de agua no eran otra cosa que nuestra futura tumba. No había ninguna máquina para ayudarnos: cavábamos y picábamos en una tierra endu­recida por la sequía.

 

 

 

En marzo de 1976 los rumores comenzaron a circular de nuevo. Angkar iba a tomar medidas para repatriar a todo el mundo a Phnom Penh. ¡Otra vez! Yo no me lo creí, porque durante las «reuniones de reforzamiento moral o de educación», que tenían lugar todas las tardes, los yau­theas nos decían que dejáramos de obsesionarnos con el deseo de volver a nuestra ciudad. No había regreso posi­ble, decían, pero ¿por qué íbamos a entristecernos si, de todos modos, Angkar nos prometía una vida mejor que la que sufríamos, perdón, que vivíamos actualmente? Pron­to nos desplazaríamos otra vez, pero no hacia la capital. No llevaríamos más que un plato o una tartera (en el lugar al que íbamos, no habría que cocinar), dos sarongs y dos camisas para cambiarnos -negras, por supuesto-, una estera y una mosquitera: siempre había que tener una a mano para protegerse de los mosquitos portadores de la malaria. ¡Una larga pesadilla en perspectiva!

 

 

A mediados de marzo, nos enteramos de que Angkar pedía a toda la población (antiguos y nuevos) que eva­cuara los pueblos situados al pie de Phnom Traloch. Pri­mera razón aducida: la inminente escasez de agua. Segun­da razón: la situación militar, muy mala y preocupante.

     En lo que respecta al agua, sus previsiones se confirmaron: ya hacía calor, había sequía y las primeras lluvias no llega­ron hasta junio o julio. ¡Qué dificultades para conseguir un cubo de agua de sospechoso color café con leche! Todos los días, después del trabajo, me veía obligada a caminar, con mi pobre hija enclenque, hasta una especie de balsa situada a tres kilómetros del pueblo. Vacas y búfalos iban a piso­tearla; los hombres y las mujeres se lavaban, completamente vestidos bajo un sol de plomo, cubriendo sus ropas con la suciedad que había en el agua.

     Tras un aseo sumario, Jeannie y yo llevábamos peno­samente al pueblo dos cubos de agua. Yo llevaba uno en la mano derecha y con la izquierda ayudaba a Jeannie a llevar el segundo. Metíamos dentro unos granos de sal gruesa, dejábamos que el líquido decantara, después lo recogíamos, un poco más claro, y lo poníamos a hervir. Después de todos estos tratamientos, obteníamos un agua más o menos potable, pero ¡salada! Eso o morir de sed. Aquellos sufrimientos físicos y morales se queda­rían grabados en nosotros para siempre. ¿Quién esca­paría? Los que no habían sido ejecutados aún parecían condenados a una muerte lenta y sin violencia, segura, que no le costaría nada a Angkar.

     Con el anuncio de la nueva evacuación, la esperanza que albergaban los refugiados de regresar a Phnom Penh se extinguió tan deprisa como había nacido: Pouk Sem nos dijo que nos estableceríamos en Loti-Batran, en el río Loti.

 

 

«El infierno de los jemeres rojos. Testimonio de una superviviente», de Denise Affonço, se publica el próximo 11 de octubre en la editorial Libros del Asteroide

 

 


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