Entre enero y marzo de este año corrí más de 600 kilómetros. Me colaba a la hora de comer en un vestuario subterráneo semiabandonado y daba luego vueltas al parque de la Quinta de los Molinos, al norte de Madrid. O me escurría de la cama antes que nadie los sábados y domingos y rodeaba el Retiro. Al menos cuatro días a la semana. Todas las semanas. Casi siempre solo.
No lo hacía por perder peso, ni por acumular kilómetros, ni por aburrimiento o desocupación. Quería correr el maratón de Madrid, el 25 de abril. Mi primera vez. Pero a mediados de marzo, me tropecé con las insuficiencias de un tendón. Y dentro de ese tendón, con los límites de la literatura misma.
Incapaz de seguir corriendo, comencé a escribir en un cuaderno japonés unas notas que imaginé el reverso perfecto de esos 42 kilómetros. Antes del tendón, mientras corría, pensaba mucho sobre el escribir. Supuse que sería sencillo darle la vuelta y escribir mientras pensaba en correr. No debería notar el cambio.
¿Por qué?
Lo que sucede hasta alcanzar el final es algo que sólo puede saberse yendo hasta allí, recorriendo todo el camino.
No se puede llegar al final de cualquier modo. Es imposible trampear el trayecto y no pasar por todos sus puntos. Antes de proponerme el maratón, había completado una vez la mitad de la distancia, un año antes. Ahora, mientras me preparaba, corrí dos domingos seguidos esa misma mitad. Y fue exactamente como correr dos veces esa mitad. Sólo eso. No existen atajos.
También por eso se toma el camino largo de la escritura: por descubrir qué hay al otro lado del deslumbramiento de una primera metáfora; por tirar del hilo, escarbar en un recuerdo, incomodarse, cansarse, caminar por el filo y recoger el resultado de palabras entreveradas de dolor. Es algo que sólo sucede al final, después de recorrer lo necesario para alcanzar ese final.
Cualquiera puede acercarse el día de la carrera a la meta del Retiro. Pero, claro, eso no se parece a llegar allí después de los kilómetros de los meses previos y los de ese día. Como en el viaje, el destino se construye también mientras se alcanza.
Mi tendón
No pude comprobar nada de lo anterior por culpa de la cintilla iliotibial de la rodilla derecha. Se inflamó por el roce con la cabeza del fémur. Es una lesión casi imposible de esquivar que se comporta como una herida en la boca: cuanto más se la muerde uno, más sencillo resulta que siga mordiéndosela. La cintilla se inflama aún más si uno sigue corriendo. No queda sino retirarse. Al cuaderno japonés, por ejemplo. Con el riesgo evidente de caer en la especulación biomecánica.
Lo primero que encuentro en las notas son dos teorías sobre la lesión. Ambas muy literaturizables, por supuesto. Una la atribuye a la insuficiente sedimentación del esfuerzo: demasiados kilómetros demasiado pronto. Cuando yo, tan principiante, empecé a correr 25 kilómetros, al parecer lo hice sin haber acumulado antes esfuerzos suficientes. No había pasado el tiempo necesario. Y el tiempo debe pasar, como sabe cualquiera que se haya sentado a escribir. No sucede todo en el primer instante.
La otra hipótesis apunta a la repetición invariada. A veces ese tendón se inflama cuando uno corre siempre por el mismo circuito y lo hace además en el mismo sentido. La Quinta de los Molinos y el Retiro los recorría yo siempre en el sentido contrario a las agujas del reloj. Por lo visto, este tipo de repeticiones obsesivas permiten un alcance limitado: un número de kilómetros, una cantidad de semanas. Llegado ese punto incierto, es la propia repetición –que hasta entonces había permitido avanzar– la que se convierte en muro infranqueable. Al intentar ir más lejos, sucede como cuando se pone uno a montar una novela después de años de escribir únicamente columnas de treinta y cuatro líneas. Los logros en raciones de treinta y cuatro no suman nada más que logros en raciones de treinta y cuatro.
Seguramente, las razones para aferrarse a escribir siempre la misma distancia tienen mucho que ver con las que llevan a repetir trayecto en los parques. A veces intenté correr en el sentido contrario. Entonces me veía incapaz de encontrar el túnel que ya casi llevaba a la puerta de la Quinta de los Molinos, dudaba si la rampa que subía era la que antes siempre bajaba, me saltaba el desvío de la puerta del Ángel Caído del Retiro. Como la extrañeza de despertarse a media noche en casa ajena e intentar alcanzar el lavabo tanteando paredes desconocidas.
De todas formas, el corredor tiene para su mal una solución sencillísima, si se da cuenta a tiempo. Parece un lema de autopista para camioneros: masaje y cambio de sentido. Basta con pasar por su camilla del fisio y ponerse a correr al revés. Lo que demuestra la superioridad de la carrera sobre la escritura, algo que no muchos son capaces de practicar al revés.
Territorio dolor
Inutilizado como estaba por el dolor, sin embargo no dejaba de recordar que, de algún modo, precisamente el dolor resulta indispensable para el correr. Procura cierta conexión entre los corredores, de manera subterránea pero perceptible. Uno comienza a sentir que corre cuando nota los rastros de haberlo hecho: muslos pesados, cara enrojecida, caminar dislocado, alguna ampolla. Como una puta ajetreada.
Hace un año, en la salida del medio maratón que sí corrí, el decorado más penetrante era el mentol. El réflex y el radiosalil delataban cientos de molestias en el límite de lo toreable. Huele a dolor en estas concentraciones de corredores. Muchos de los 10.000 de esa mañana no habrían llegado allí con un punto más. O si lo pensaran.
En realidad, huele a miedo. El miedo a un dolor descontrolado que los siente a rumiar en la cuneta. O sobre un cuaderno japonés.
Así corren. Optimistas pese al pánico soterrado que no les ha dejado dormir. Fijos en un músculo, un tendón, el borde de un hueso. Casi todos. Mirando el cronómetro a cada rato. Convencidos de que sin dolor irían más rápido. Más ligeros.
Sin embargo, los que ya han estado ahí más veces, saben que no es cierto. Que así es como se corre. Sobre el filo del miedo. Siempre a medias. Del mismo modo que siempre se tiene demasiado poco tiempo para escribir. Por los plazos, por un bebé, por la prisa de otro, una pared que pintar, otro proyecto inacabado, una carrera que preparar. No falta tiempo. El tiempo es así. Escribimos sumergidos en la prisa. Como los peces viven en el agua. Corremos empapados de dolor. Lo hacemos durante meses, para poder disputar un maratón, por ejemplo, donde el alivio lo transporta un pelotón de patinadoras que se deslizan ingrávidas entre los corredores. Con vaselina, parches para las ampollas y raciones de mentol.
El amigo invierno
Antes de pensar sólo en el dolor, yo sobre todo dudaba. En el corazón del invierno, mientras me enfundaba capas de ropa en la casa dormida, me preguntaba si ese día aguantaría 30 minutos, 60, 90, medio maratón, 30 kilómetros. Por suerte eso sucedía en invierno. A la duda puede derrotarla por ejemplo la fortaleza de haber atravesado diez kilómetros de lluvia helada. O de ir a hacerlo.
Como la mañana que veíamos el agua arremeter contra los cristales y a las dos en punto agarré la mochila. “¿Vas a correr con la que está cayendo?”. Eso zanja cualquier negociación interna.
Sobre todo por el regreso. Al volver de la lluvia, o del crujir de la nieve a cada pisada, uno está convencido de que todos se dan cuenta de lo que acaba de atravesar. Hasta los que no lo han visto agarrar la mochila. Camina sintiendo los rastros de la carrera seguro de que resultan evidentes para todo el mundo. Como cuando se han escrito dos párrafos perfectos. Podados hasta la asfixia.
El tiempo que pasa
Pasado el asombro del que atraviesa la nieve, llega el asombro del tiempo. Dos horas es mucho. ¿En qué piensas? ¿Qué haces dos horas sin hacer nada más? Generalmente aguantar. Es decir, pensar en nada. Desaparecer. Una especie de disolución en uno mismo. Desaparecer incluso de la música que se va escuchando.
En enero corría escuchando las listas de lo mejor del año de Disco Grande. Los diez mejores discos, las diez mejores canciones. El repaso comenzaba en el puesto diez. Luego el nueve. Yo daba vueltas al Retiro mientras Julio Ruiz avanzaba hacia la cabeza. Pero de repente estábamos en el puesto seis, por ejemplo. Había desaparecido de mí mismo ocho, nueve, diez minutos. Seguía corriendo, incluso un poco más rápido. Más leve. Diez segundos menos por kilómetro, casi un minuto menos en la vuelta de cuatro kilómetros. Como flotando sobre la pesadez de las piernas.Cuando me percataba, lo que deseaba era volver a desaparecer cuanto antes. Como cuando se escribe. La delicia de los ratos en los que desaparece el tiempo. Y uno mismo dentro de la historia, de su música. En un instante que funciona solo y se desliza colina abajo. Sin que nadie lo empuje.
Correr (o escribir) es un proceso de suelta de lastre que sucede en el filo del dolor. Desaparece uno cuando olvida de dónde salió, cuando girando alrededor de un circuito olvida adónde va. Desaparece uno cuando aparece el cansancio y susurra: para. Y uno no para. Y sigue con el cansancio encima. Y pactan avanzar sin más. Desaparece uno cuando suelta peso. Cuando el esfuerzo va evaporándolo literalmente a uno. En los casi cuatro meses y 600 kilómetros antes del maratón que no corrí, me desaparecí tres kilos. Al escribir, si sucede sobre ese filo del dolor, también se deshace uno de ciertas cargas.
Inmersión
El ensimismamiento de la evaporación sucede a gran profundidad. Es como caminar por el fondo del mar. Regresar a la superficie de uno mismo no resulta sencillo. Incluso los buzos necesitan cierta parsimonia para regresar al barco.
A mí se me hacía un salto tremendo desaparecer y volver a aparecer en el salón de casa. En el momento de colocar los cubiertos para los invitados, por ejemplo. El regreso es lento. Quizá por eso, al detenerse, los corredores dedican unos minutos a su coreografía de estiramientos. Sin moverse del sitio. Quizá por eso yo hago la última parada ante la puerta, después de abrirla, y me saco las zapatillas muy despacio antes de entrar en casa.
El último paso para salir de la carrera. Como cerrar el cuaderno y guardar la pluma después de escribir. Recoger los aparejos de la desaparición. Despacio. Respirar diez segundos con los ojos cerrados. Salir de la historia por cuyo fondo se ha estado caminando. Y regresar a poner la mesa. Al aire de la cubierta del barco.
Confianza en el plan de fuga
En esos días, los de la desaparición pura, uno no se preocupa de si servirán para algo las páginas que ha escrito, o de si con ese entrenamiento será capaz de correr el maratón. La duda sucede en los otros. Y ahí también, la carrera de fondo demuestra su superioridad sobre la literatura. No existe pulsómetro para el escribir.
Muchos planes de entrenamiento especifican a qué velocidad debe latir el corazón en cada momento. Pongamos que un día me tocaba entre 150 y 160 latidos por minuto. El aparato, que uso pocas veces, pita cuando se va por debajo o por encima de la franja recomendada. El silencio es la zona segura, la senda que lleva al final de los 42 kilómetros unos meses después. Basta seguirla. Las pisadas fuera del camino no sirven para llegar ahí.
Al correr y escuchar los pitidos, me acuerdo de vez en cuando de John Updike plantado delante de la estantería que guarda sus libros: “A veces pienso que quizá debería haber escrito menos, y entonces no puedo evitar sentir cierta repugnancia, como si fuera un elefante delante de una montaña de excremento”. Y mientras oigo mi pulsómetro, pienso en pitidos que alerten cuando uno se sienta a tomar notas que no sirven para nada. Cuando está a punto de publicar algo de lo que se arrepentirá. O cuando lleva demasiado sin escribir. O cuando lo hace recorriendo el circuito en el mismo sentido.
El hilo
Cuando pasan las semanas, lo que uno va encontrándose delante es un montón de esfuerzos dispersos. Y la carrera que se prepara, ese maratón, por ejemplo, funciona como hilo que cose lo deslavazado, esa colección de comportamientos absurdos.
Como el día que me levanté en Londres una hora antes que el resto de la expedición para cumplir con la sesión programada por Hyde Park, mientras amanecía. O el domingo de invierno que recorrí el Retiro hasta que se hizo de noche y ya no acertaba a esquivar los charcos del tramo sin farolas. O las mañanas heladas de domingo en las que los niños sacaban placas de hielo del lago del Tierno Galván haciendo palanca con una rama. O la vez que corrí crujiendo sobre la nieve. Gestos sin duda con algún tipo de belleza, pero inútiles. Como un madrugón para un tren que ya se ha ido. Como notas dispersas en varios cuadernos. Desde el principio, marchan rumbo al olvido.
Salvo que exista un modo de contarlos. Una carrera en la que encajan los esfuerzos dispersos. Como las notas se convierten en novela, cuento o columna. Es posible encontrar una narrativa para ordenar casi cualquier empeño. Un libro, una carrera. Quizá por eso resulta más sencillo repetir que hacerlo por primera vez. El marco es el contar, que abre la posibilidad del recuerdo y previene contra la desaparición perpetua. Si se puede contar, se puede compartir. Durará.
Y fracasar
Pese a todo, no llegué a participar en el maratón de Madrid. El dolor definitivo me llegó mientras corría por el circuito de 16 kilómetros de la Casa de Campo. Me avisó la rodilla y seguí corriendo hasta que se calló. Mi lesión tiene también eso: aparece, desaparece si uno no se detiene, y regresa al poco ya para acabar con todo.
Seguí porque necesitaba hacerlo para cumplir el plan del día, 32 kilómetros. Seguí corriendo hasta que desaparecí yo también y no oía la música. Seguí hasta que cada pisada era una puñalada. Dos horas. Y entonces seguí un poco más. Corría desaparecido mientras pensaba que todo lo anterior no había servido para nada. Mientras me adelantaban grupos de corredores que sí participarían en el maratón. Y me acordaba de los madrugones y de los ratos que había dejado solas a Irene y Claudia. Y seguía corriendo mientras flotaba en una especie de vacío interior provocado por el dolor y el agotamiento. Casi dos horas y media después.
De algún modo, había llegado al fin. Corría sobre el filo de ese final, que me rasgaba la rodilla a cada paso. Sin conciencia, ni fuerzas, ni piernas, que funcionaban de manera totalmente autónoma. Y allí, sobre el fin, durante la segunda vuelta, me sentí en paz sumergido en el fracaso. Con el resorte de llorar activado, pero también sin lágrimas en el agujero de mi propio vaciado. Quizá esa paz era el límite, el lugar en el que no había estado. En mitad del vacío.
Evidentemente, aún no sé si era eso. Ni siquiera después de semanas tomando notas en un cuaderno japonés utilizando los mismos ratos que tenía reservados para correr. En el reverso del correr.
En el interior de ese tendón dolorido me he encontrado, además del límite físico, el de la propia literatura. Pensar en correr desde la escritura no me ha acercado ni un milímetro al correr. Incluso me siento más lejos. Esa vida es imposible vivirla dentro del escribir. Al contrario de la del estraperlista, el espía o el conquistador sin tacto.
Correr y escribir son desaparecer para emerger en otro lugar antes inexistente. Sin embargo, después de esos 600 kilómetros, no he llegado al maratón, sino a su reverso de cuaderno japonés. Y aún no sé si se parecen.
* David Álvarez es periodista, escribe el blog Balazos