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Mientras tantoUn mismo grafiti para todas las portadas

Un mismo grafiti para todas las portadas


«CORONA», escrito así, en mayúsculas, en una lona de obra de Madrid.
«CORONA», escrito así, en mayúsculas, en una lona de obra de Madrid.

En 2002 se estrenaba en España la película ‘El robo más grande jamás contado’, dirigida por Daniel Monzón y protagonizada por Antonio Resines. En ella, un ladrón de pacotilla conocido como ‘El Santo’ trata de cometer el hurto más impresionante de la historia y, para ello, no deja de inventar absurdas empresas que le llevan de paseo por las cárceles más cutres y bizarras de toda la geografía española, donde siempre le terminan concediendo la libertad condicional. Fue lo que le ocurrió, al menos, con el robo de un globo aerostático en las fiestas de San Isidro de Madrid, o con su golpe más reciente: el robo de un piano de cola de la orquesta de Radio Televisión Española. Todos sus intentos, sin embargo, solían acabar igual: con un par de cargos en el expediente, dos días en la cárcel y la inmediata puesta en libertad; pero ‘El Santo’ no estaba hecho para disfrutar del sosiego y de la calma, no; él necesitaba robar por prestigio, por arrogancia, por amor propio, como El Dioni o Ronnie Biggs. «¿Y el respeto, Angelito?», dice al comienzo de la cinta; «¿Y el respeto? Esta vez lo tenía, Angelito, lo tenía todo para salir en la portada si no hubiese sido por esa puta oveja. Anda que no tiene días el año; pues a estos tíos se les ocurre clonar a la puta oveja el mismo día en que robo yo el piano. Mira, mira, nada… una columnita y sin fotos». «–O sea, digamos que tu robas para salir en los periódicos. –Hombre, ¿y a quién no le gusta que le reconozcan su trabajo? (…) En este mundo hay gente que pasa por la vida y gente que hace historia; pues mírame bien y quédate con mi cara: yo soy de los que hacen historia».

La trama de la película de Monzón, vista en casa -por casualidad- durante las pasadas navidades, me recordó a una de las anécdotas que contó Darryl McCray, más y mejor conocido como Cornbread, en su paso por ‘La Resistencia’, el Late-Late Night Show de David Broncano para Movistar+. Allí, el artista del grafiti norteamericano, famoso por ser considerado como el primer artista urbano de la historia, admitió que, después de haber pintado sobre aviones, rascacielos y trenes, lo que más le gustaba era descubrir qué contaban los periódicos de él al día siguiente; una costumbre que empezó en 1971, cuando un diario de Filadelfia publicó que había muerto por error. Entonces, en la mente del artista surgió una idea: «¿Qué tengo que hacer para volver a las noticias y demostrar que sigo estando vivo?», y se le ocurrió colarse de madrugada en un zoológico y pintar los dos costados de un elefante dormido, las jaulas y el resto del recinto en general. Al día siguiente, claro, los responsables de la institución y los jefes de seguridad llamaron a la policía y a la prensa, y todos se encontraron con una verdadera declaración de intenciones: «Cornbread lives!»; es decir, «¡Cornbread vive!».

Con estas dos historias en mente andaba yo tan tranquilo por la calle el otro día cuando, de repente, me asaltó la visión de una malla de obra pintarrajeada con algo familiar. Era como el retrato robot de un fugitivo, algo que intuyes pero que no terminas de reconocer, como sucede con los rostros borrosos que rescata algunas veces la memoria; sin embargo, cuando estuve lo suficientemente cerca alcancé a leer el grueso del mensaje: «CORONA», decorado con una especie de gota que surcaba la lona verde y azul. ¡Ah, viejo conocido! Pensábamos todos que ya te habías ido sin despedirte y un grafitero nos recuerda que todavía sigues aquí, entre nosotros, y que sigues teniendo ganas de salir. ¡Ah, Corona, Corona, tú sólo te querías divertir…!

La verdad es que, a estas alturas, firmar con el nombre de «CORONA» en cualquier parte sólo puede significar, o que el COVID-19 haya mutado y se esté haciendo pasar por uno de nosotros o que haya gente más sensata que nosotros y que se empeña en recordarnos que el coronavirus sigue siendo igual de preocupante que en abril. Yo, particularmente, me inclino más por lo segundo; básicamente, porque los grafiteros han hecho más por este mundo que muchos personajes públicos de cualquier país. Ahí están Banksy, Jean-Michel Basquiat -en sus inicios- y hasta un buen número de ejemplos literarios que se inventó Arturo Pérez-Reverte para su novela ‘El francotirador paciente’ (Alfaguara, 2013).

En ella, es también una periodista especializada en arte urbano la que se pondrá tras la pista de Sniper, un reconocido exponente del mundo del grafiti al que muy pocos conocen de verdad y al que, como a ‘El Santo’ o a Cornbread, le encanta llenar las portadas de los medios de comunicación. ¿Su filosofía? «Lanzar sobre la ciudad dudas como si fueran bombas. El grafiti necesita campos de batalla, y esto es lo que los escritores tenemos más a mano. El arte es una cosa muerta, mientras que un grafitero está vivo. Bombardear periódicamente es necesario»; y ahora, incluso, más.

Ir paseando por la calle tranquilamente y encontrarte, de casualidad, con una pintada al frente, con una duda que te asalta -como las bombas de las que hablaba Sniper– se agradece algunas veces; sobre todo si la pintada en cuestión sirve para recordarnos que las cosas siguen estando complicadas; que, aunque no hayamos salido en mucho tiempo de la cueva por culpa del coronavirus, el bicho todavía sigue ahí, como el dinosaurio de Augusto Monterroso. Y si a los periódicos les diese, de nuevo, por poner historias de grafitis y de grafiteros en sus portadas, lo ideal sería que pusieran todos ésta y nos recordaran, así, que aún nos queda mucho COVID-19 por sufrir, y que, como la enfermedad, uno nunca sabe dónde va a actuar, de nuevo, el siguiente grafitero, ni con qué nombre va a firmar. Sea como sea, una pintada de «CORONA» como ésta parece sugerir una advertencia: el coronavirus, mejor tendido sobre la lona que colapsando nuestra sanidad.

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