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Frontera DigitalEl multiusos

El multiusos


«¡Que viene el multiusos!», gritaba alguno, y la noticia corría como la pólvora por toda la clase. Era el profesor que sustituía a los titulares de las asignaturas en caso de ausencia o enfermedad, por lo que su presencia garantizaba una hora libre. Nos faltaba aplaudir al verlo, lógicamente. Sin embargo, él no se alegraba tanto: su mirada era la de alguien que tiene la certeza de estar ante una generación perdida; una mirada, por cierto, que seguimos viendo al empezar la universidad y al ingresar en el mercado laboral. Pero es justo reconocer que fue él el primero en mostrárnosla.

Nunca se le vio animado, sino todo lo contrario. Era un hombre vencido, un hombre que vivía arrastrando su alma. Que cojeara quizá potenciaba esta idea, pero sin duda no era lo determinante. Al multiusos le daba igual tanto su vida como la nuestra, claramente. Mientras no consumiéramos drogas ni nos peleáramos, podíamos hacer lo que quisiésemos. Había perdido la esperanza. Sabía que no tenía ningún sentido intentar sacarle partido a esas horas durante las que se limitaba a estar con nosotros.

De vez en cuando nos llamaba la atención, pero lo hacía con el mismo ánimo con el que se rellena un formulario. Solo a veces mostraba cierta pasión, y a nosotros nos encantaba, porque era el más original de todos: «¿Esto es la clase media? ¡Esto es una verdulería! ¡Botarates!», gritaba a la multitud. «¿Cómo nos ha llamado hoy?», nos preguntábamos. «Nos ha llamado botarates». Y nosotros nos partíamos de la risa. Era evidente que no estaba donde quería estar, y lo llevaba fatal.

No volví a saber nada de él después del colegio, ni ha sido de los profesores recordados en las conversaciones nostálgicas de los que fuimos sus alumnos. Pero el otro día lo vi en el estanco. Recogió un paquete de Ducados del mostrador y, al girarse, se cruzó conmigo. No me reconoció, y yo no le dije nada. Solo mostró una media sonrisa de cortesía y, cojeando, se marchó. No sé si seguirá en el colegio, no sé si seguirá a pesar de no querer hacerlo; en cambio, lo que sí sé es que su actitud ante la vida ya no me resulta tan ajena.

Un día podría sustituir a la presidenta del Congreso, para evidenciar que no tiene ningún sentido intentar sacarle partido a las sesiones parlamentarias, para evidenciar con su mirada que está ante una generación perdida. Mientras no se drogasen ni se peleasen, dejaría que los diputados hicieran lo que quisiesen. Y, de vez en cuando, gritaría: «¿Esto es la clase política? ¡Esto es una verdulería! ¡Botarates!»

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