Llegué al Gran Hotel Oriente, en Londres, que ahora es el hotel Andaz, porque allí hablan tanto rato los dos personajes de Austerlitz de Sebald. En la estación aledaña, ahora Liverpool Street Station, empezaba en otra época el tren Orient Express, el hotel se construyó como el hotel insignia del Orient Express, como epítome del viaje y la partida.
Allí hablaba tanto rato (yo quería sentir la atmósfera de esa charla, revivirla en mi mente) ese personaje que tiene nombre de estación de tren, o de batalla confusa, ese hombre que no sabía de donde era, que siempre estaba de paso, que vivía como una niebla en todas partes.
El autor era una niebla, tampoco sabía quien era, y escribía novelas nebulosas, sobre la búsqueda de su identidad impalpable, sobre lugares sencillos que parecían los anillos de Saturno, sobre pasajes en la memoria que siempre serán nebulosos.
El protagonista de Austerlitz busca saber quién es, indaga en bibliotecas y en archivos, pregunta a personas ofuscadas o perdidas, obtiene datos frágiles sobre azares increíbles, descubre que fue alguien en Praga a quien alguien protegió de los nazis, que cambió de nombre, que se fue a otra parte, qué sé yo. Toda la vida es una niebla y los libros de Sebald son más que nada una niebla.
El protagonista de Austerlitz se cría en un pueblo perdido de Gales junto al mar, por pura casualidad, en la casa de un pastor protestante puritano y rígido pero que intenta al menos ser humano y sabe lo que es un niño.
Y su infancia se convierte en un montón de imágenes borrosas y de nieblas, en una serie de memorias confusas y sin agarre que lo definen. Que definen lo que no puede definirse. Y habla con frases largas, en una tarde muy larga, en la estación de Oriente de Londres, que significó el puro paso, la memoria fugaz de cosas fugaces, y en la niebla sordamente apasionada de sus palabras, intenta convencer a su amigo de quien es él. En esa estación de paso tan grande para montones de seres apresurados y perdidos, en mitad de la Historia que lo barre todo, trata de recordar quien es, o de afirmar en el presente obsesivamente quien es.
Por eso yo quise visitar esa estación. Y quería visitar una logia masónica que hay en el sótano de ese hotel, pero en esos días no se podía, porque había no sé qué congreso, y las visitas estaban clausuradas. Quería visitar el sótano masónico, porque eso también indicaba lo subterráneo y secreto de las identidades, lo perdido de los masones que un día fueron los templarios, que según la leyenda guardan un secreto que en realidad nadie conoce y todo el mundo supone. Como Sebald se suponía a sí mismo en sus novelas. Me gustaba ese tono sordo de sus libros, ese hablar en voz baja o de manera obsesiva, o como si fuera una niebla de palabras, algo que comenzó antes y continuará después, una especie de continuum o una humedad que se materializa en sus libros, que nos moja sin darnos cuenta, que nos borra los límites de la realidad y nos secuestra en la memoria.
Porque todos somos tan fugitivos como los personajes de Sebald, tan inciertos, tan perdidos en la bruma de las palabras y de sus significados ambiguos, en todas sus alusiones, en sus signos que se asoman casual o milagrosamente, en sus indicios que se asoman como boyas en el mar. Porque todos estamos perdidos en el océano furioso de la Historia y entre los restos que el viento deja en las esquinas.
Me gustaba ese viaje por el sureste de Inglaterra al que él llama Los anillos de Saturno, ese peregrinar por lugares solitarios que no gritan pero lo sugieren todo, que no tienen heroísmos ni sensacionalismos pero en sus casas humildes y en sus playas solitarias lo insinúan todo, señalan su vida, se convierten en su literatura, que no grita, que no golpea, que persiste como una lluvia fina, que continúa como un vicio, que a veces se acerca a la cara levemente como un roce de la niebla.
Me gustaba ese literaturizar esos pueblos humildes y sin historia del sureste de Inglaterra, esas excursiones sin épica, ese dar vueltas en silencio en torno de sí mismo y de su pasado, ese buscar lugares solitarios donde el mar se repita para darse cuenta de que él procede de Saturno, de que toda nuestra vida está en Saturno. Y la literatura callada y obsesiva de Sebald está en Saturno, aunque está en el sureste de Inglaterra sin glamour.
Y en Emigrados hay gente que procede de Lituania, cuyos padres fueron expulsados de todas partes, que fueron niños arrojados en mitad de las nieblas de la Historia en todas direcciones.
Yo quería acudir a aquella estación de Londres donde el personaje Austerlitz se convirtió en un viaje más, en un peregrinar por la memoria y el viaje interior sin fin, en un estar de paso como siempre en dirección a su infancia o cualquier parte tan frágil como su infancia. El escritor no tiene épica, no quiere chirriar, no ofrece experimentos sensacionales, pero en una estación de Londres quiere saber quien es, quien fue, de manera insistente, y usa las palabras de manera insistente para eso. Y yo me quedé pasmado ante aquella estación, la miré también de manera sorda, con obsesión, con niebla, con literatura.
Consuelo estaba decepcionada porque no pudimos bajar a la logia masónica, pero yo estaba encantado porque había ido al lugar donde se exponía Sebald en mitad del tiempo, en aquella estación a la que ya nadie llama Gran Estación de Oriente, a la que todo el mundo da un nombre moderno de hotel de lujo, porque todo se pierde, todo se olvida, pero los libros de Sebald quedan nebulosos, insistentes. Resisten en las estaciones, tienen nombre de estaciones o de lugares siderales aunque esté en la tierra, en la tierra tan desposeída y desconocida
Pero seguían los viejos ladrillos del Gran Hotel de Oriente, seguían las ventanas góticas y las torres elevadas, igual que siguen las obras de Sebald en algunas mentes, quedan como algo mental, algo fuera del ruido, algo apagado y persistente, algo como una obsesión, como un recuerdo que vuelve siempre, como una niebla que se rompe y reaparece. Quedan fuera de las grandes sensaciones editoriales, al margen de los grandes éxitos de las novelas negras, de las novelas históricas, quedan como algo para saborear viciosamente en las estaciones, para leer en silencio en las bibliotecas, y para comentar en voz baja a los amigos.
Seguían los viejos ladrillos del Gran Hotel de Oriente en Londres, en la calle Liverpool, y siguen las novelas de Sebald, que no suben a las listas de éxitos, que no se llevan al cine, pero que se meten dentro calladamente como los jirones de niebla, como los deseos apagados, como las pasiones nebulosas, como las frases hechas de niebla.