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Cuadernos de Madrid (enero-junio de 2020), o el hilo roto del destino que nos ha convertido a todos en ermitaños

Al lector

Quería comentarte que estas páginas son continuación de diarios que he ido manteniendo desde hace años; sin embargo, al poco de comenzar, me preguntaba si era necesario incluir las fechas que señalaban mis reflexiones, como es normal en los diarios, especie de alfileres para fijar una memoria olvidadiza, antídotos contra el olvido. Pues estas páginas que ahora te presento no pueden considerarse propiamente un diario, como rendija para asomarse al mundo, asustado ahora por la pandemia y las estadísticas; tampoco, una reflexión puramente personal, en que se expongan las emociones, las angustias o esperanzas de esta época, sino más bien ensayos, en el sentido con que el maestro Montaigne usaba esa expresión: improvisaciones, en que se construye una rapsodia que a menudo parece no tener orden ni concierto, o es un simple adorno de un tema perdido, con la ayuda de otros pensadores y creadores que se movieron quizá en su mundo con más soltura, o eso nos parece desde nuestro inútil conocimiento.

Al poner por escrito mis pensamientos, no he tenido entonces más compañía que mis lecturas y mi memoria; con su ayuda, he podido andar esta parte del camino, a la espera de volver a abrazar a la gente que queremos y sentir el calor de la vida misma. Quizá las fechas que encabezan las páginas señalen el deseo de que nuestros sueños no se dejen arrastrar por las pesadillas, en un tiempo siempre idéntico, sin esperanza.

 

Primera Parte: Desde la corrala

1. «Desde la corrala». Fotografía de Manuela Rabasco

9 de enero, Barrio del Avapiés

Retomo esta vieja costumbre, después de tanto tiempo, feliz de haber recuperado las anteriores páginas de este diario, que creí perdidas en algún incidente informático.

En realidad, no la había dejado del todo, pues como en anteriores ocasiones tomé notas de mi último viaje por las viejas Indias, ahora ya joven Latinoamérica, feliz con el chorao y el samba de los brasileños, la inmensidad de la Patagonia y sus guanacos de patas finas como el oxígeno, los volcanes y lagos de Chile, espejo donde se miran y a veces montan en cólera como nosotros, si la imagen no nos favorece. No escribí mucho y dejé lagunas en los días pasados, a veces por una pura felicidad, a veces por desidia de viajero ya un tanto corrido y escéptico. En general, conseguí una actitud alegre y cariñosa, tanto para apreciar bellezas y comportamientos, como para soslayar dificultades y rencores.

Ahora, triste y solitario en este Madrid que se vuelve cada vez más opaco y de ritos extraños para los viajeros a contracorriente. Quizá en marzo me instale en Extremadura por un tiempo, pequeño regalo para desempolvar un poco las preciosas pepitas de oro de la amistad y la simpatía, y ¡mi biblioteca!, durmiendo con muebles y demás en un oscuro trastero, hace ya cinco años.

Estoy leyendo a Mircea Eliade, de nuevo, para sentir al menos un soplo de lo sagrado, aunque recordaba la expresión de su compatriota Emile Cioran sobre ese intento desesperado de no perder al menos ese resto disecado de lo que fue vivido: “Somos todos –y Eliade el primero– espíritus religiosos sin religión”, trabajo melancólico de los cazadores de símbolos. Esfuerzo a contracorriente –así en Trías, el propio Eliade, o Dumezil, Cassirer…–, o una melancólica aceptación de que ese es ya el último esfuerzo del pensamiento occidental: “todo lo transitorio es símbolo” –Spengler, Jünger y Jung, antes quizá el propio Nietzsche: todo lo profundo ama la máscara; así como Wagner, de quien intentaré leer un ensayo muy elogiado sobre el pensamiento que esconde toda la fanfarria de El anillo de nibelungo. Sobre la figura de Goya, también ha sido muy recomendado el ensayo de un escritor croata, Ivo Carlic, creo que se llama. (Andric en realidad, extraña circunstancia para nosotros, sus paisanos, que quizá ya lo sentimos extraño).

Lunes, 13 de enero

Sueños constantes en su temática: soy yo mismo, pero hago vida de joven. En una especie de colegio mayor, donde las muchachas parecen muy fáciles y apasionadas; beso a unas y otras, pero parecen difuminarse. Al final, una de ellas parece convertirse en un hombre maduro con bigote; nos damos toda clase de explicaciones.

La vida se repite –como los sueños– pero siempre de la misma manera, para que no nos engañemos, decía uno de los pocos aforismos de nuestro Cervantes. (“No lo pienses, si lo piensas, porque no tiene otra cosa buena el mundo, sino hacer sus acciones siempre de una misma manera, porque no se engañe nadie sino por su propia ignorancia”). Vida y mundo; una alude a nuestras íntimas torpezas, el otro a la marcha de los negocios humanos

El viernes me dirigí al cine, a ver la última película del patriarca Clint Eastwood, ejemplo de una vejez alegre y creativa, como en nuestros clásicos. Considera la historia de un pobre hombre al que le tocaría un poco de esa gloria que recrean precisamente las películas, y esa escasa felicidad se convierte en una prueba amarga en que conoce rápidamente el lado oscuro del afán por crear héroes: la necesidad inmediata de destruirlos, pues aluden a lo que ya no puede existir, la inocencia. No es un filme brillante o denso, más bien constata lo que puede salvarnos cuando los reptiles nos cercan: un amigo.

Este sábado me encontré con ánimos para hacer un poco de vida cultural y me dirigía al Reina Sofía en una mañana fría y soleada, invierno mesetario en que uno debe encogerse y echar raíces a la espera de una epifanía que quizá nunca llegue. Quería visitar una exposición personalizada en la figura de Ignacio Gómez de Liaño, rey de una “movida” madrileña todavía ligada al arte y la poesía, poco antes de las libertades y las drogas, me imagino. Acabar con la escritura, se titula, y vemos al propio autor leyendo en unos folios una declaración de intenciones, ya en un tiempo presente, perdido el carácter de “lion” que le daba su juventud iconoclasta, así como su melena; proclama anti-humanista, así como de la ausencia necesaria de lo sagrado y lo inmutable, acompañada de referencias al “Poder” manipulador, especie de señor oscuro en su torre panóptico. Frente a ello, ensayar, buscar, que es ir “más allá de la cultura”; crear un texto es destruirse, concluye (es curioso que el texto se presente a su vez en francés, lengua de la culture y que desaparece con ella). La poesía se substituye así por la acción poética, performance a veces con cierto carácter de intimidad, como en su “teatro del ojo”, a veces con aire de wunder-cámara, como en el laberinto de las palabras donde los dados no abolen el azar. Con Herminio Molero –del que recuerdo su participación en grupos pop o así– y un jovencísimo y bigotudo Pedro Almodóvar formó un grupo que debió epatar allá por los sesenta, aire más fresco frente a los catecismos políticos que imperaban.

Me dirigí a continuación a visitar la exposición de Miguel Ángel Campano, a quien creí reconocer en unas fotografías publicadas en fronterad, pero en realidad no se trataba del mismo artista (Borrego, creo era el apellido del fotógrafo de imágenes terribles). Es un repaso cronológico por su obra y una larga carrera con estancias en un París donde los colores ya giran al negro. Poussin se convierte en su pintor fetiche, al que recreará una y otra vez, en el deluge, imagen bíblica que va cobrando actualidad; todos los diluvios cierran una era y abren otra donde el mundo aparece remozado, limpio. En el cuadro del español, frente al pathos de su colega, más bien un mundo infusorio, sopa primordial que algunos científicos creyeron encontrar en los fondos marinos.

También, revisitación de los omphalos, aquellos lugares que fijan el cielo, como Delfos, en una imagen titulada Dionisos y los piratas, como grafiti extraño.

2. Miguel Angel Campano, «Ulises y los piratas»

(Nuevos temas poussinianos, Vendimia y Ruth y Boas, imágenes todavía bucólicas de las estaciones).

Y otras pinturas, más personales.

P. S.: Recordaba de Gómez de Liaño su interpretación del Jardín de las Delicias, siguiendo el hilo de su primer comentador, el fraile José de Sigüenza, así como sus estudios sobre los filósofos pos platónicos y sus métodos mnemotécnicos, saberes extraños y delicados de la decadencia. Y, cómo no, su amistad con Salvador Dalí en los últimos años del maestro, feliz de que alguien pudiera entender su aportación, extraña también y exquisitamente inteligente, al esqueje del arte contemporáneo. El arte de la mnemotecnia y la creación de figuras, que fijan el saber del Humanismo, continúa en sus trabajos sobre un curioso personaje italiano, Giulio Camillo, y su Teatro de la Memoria (La variedad del mundo). También recordar sus reflexiones sobre las Hilanderas y el Mercurio y Argos, de lo poco inteligente –en un sentido cultural – dicho sobre Velázquez, siempre con la salvedad de Foucault.

Más sueños: viajaba por los Estados Unidos, donde no he estado nunca, y me encontraba en una fiesta donde la anfitriona era M. Vostell y en la que iban apareciendo gente conocida; algunos repetían machaconamente cuál era su especialidad académica, otros reían y se les veía felices de estar allí. Me iba alejando de la mujer con quien había llegado, aunque esperaba disfrutar de su compañía, pero los personajes y mi atención se multiplicaban. En un momento, me pareció ver a una exótica mujer a quien había conocido en mi último viaje.

(Pensaba en escribir sobre las andanzas dalinianas y la fiesta quizá era una trasposición de aquellas de Port-Lligat, en un diminuendo burgués, a lo Verdurin).

*    *    *

Leyendo a Mircea Eliade; como a todo etnógrafo, la historia le parece un obstáculo más para acercarse al origen, un velo que oculta nuestra comprensión de aquello que nunca sucedió, pero siempre está presente. Curiosamente, a pesar de su ahistoricidad, la visión de Eliade arrastra una idea de “progreso” ilustrada, aspecto solar del espíritu, solo que esa actividad de la razón niega la actividad nocturna y lunar; ambas deben volver a formar parte de nuestro mundo simbólico, vieja exigencia del programa romántico y ya después de pensadores a contracorriente como Nietzsche, o C. G. Jung; en realidad, los mitos están cada vez más presentes, nos dicen, incluso en la teoría científica; así, la hipótesis física de la entropía no sería sino una trasposición de nuestra imagen histórica por excelencia, el Tercer Reino: hay un fin. Otro aspecto curioso de la obra del escritor rumano sería la idea de una “universalidad” de las formas espirituales, armas con las que el hombre se enfrenta a los elementos, y no deja de seguir también la estela ilustrada, aunque sus observaciones constatan el paso de la universalidad a lo particular, en un diminuendo en que, por ejemplo, la visión de fuerzas cósmicas, verbigracia el culto a Gaia, la diosa de la tierra en el mundo helénico, es abandonado por otros más utilitaristas, más cercanos a las necesidades de la gente, como el culto a Deméter. Gaia es también el nombre elegido en nuestros días por el científico James Lovelock para señalar una visión de la tierra como ser vivo, no puro mecanismo adaptativo, y recordaba unas desesperanzadas reflexiones suyas sobre el nuevo diluvio que acabaría con esta etapa de la humanidad. ¿Propiciaría un nuevo comienzo, como ocurre en todos los mitos diluviales?

La vida: charla y vinos con Pedro, animado a iniciar una novela en que aparezca reflejada su historia familiar, tan asociada a nuestro querido Cañaveral de las Limas, a través de la estirpe de los Lancho y sus figuras más estrambóticas, como aquel citado en una de las visitas ilustradas, quizá la de Antonio Ponz, y que tenía escandalizado al pueblo.

21 de enero

Este fin de semana vencí mi pereza para hacer un poco de vida cultural y asistí a una representación en los teatros del Canal; forma quizá parte de esa programación que comenzó llamándose Festival de Otoño, después Primavera en Otoño, después es Primavera todo el Año, después… Una compañía suiza, bajo el mando de un director berlinés, recreaba el Bayaceto de Racine a través de la mirada alucinada de Antonin Artaud. El resultado era desolador. A veces podíamos oír en buen francés algún parlamento de los protagonistas, pero las escenas principales ocurrían en unas salas que recreaban apartamento cutres, como de banlieu, donde se tejían las relaciones de locura y pasión –artaudianas, supongo– que en el escenario, vacío a menudo, eran objeto de burla o indiferencia por los actores; pensaba si el constante anuncio de la muerte de las artes afectaba también al público, que empezó pronto a abandonar la función, mientras algunos espectadores murmuraban como en trance, animados por un lenguaje y una interpretación escatológicas que suponían cuatro horas de esfuerzo. En mi caso, lo reduje a casi la mitad, pues huí en el intermedio de cervezas y sándwiches. Pensaba ya durante la representación en unos comentarios leídos en el programa de mano sobre su admiración por Brecht y sus veladas bohemias, su alegría en la Alemania comunista, y rumiaba una venganza, onanista, claro: por qué no se animaba a trazar escenas de esa vida en una sociedad estrangulada por el terror y la miseria moral, en vez de destrozar a los pobres clásicos. La locura psiquiatrizada de los disidentes pondría ese punto artaudiano.

 22 de enero

Sueños de viajero frustrado. Estaba en Brasil y debía tomar un avión rumbo a Argentina. Todo iba bien y mi simpatía lo hacía más fácil, pero de una forma extraña todo se complica: mi dinero se esfuma, la amable señora que custodiaba mi equipaje no aparece; un amigo y su novia me hablan de dificultades; alguien, al preguntarle por el aeropuerto, muestra signos de extrañeza.

Demasiadas preguntas destruyen nuestra capacidad de decisión; quizá también la de comprender.

P. D.: Ahora, las pesadillas.

Terrible escena onírica; un hombre huye de dos personajes de aspecto terrible, gordos, ávidos de sangre; por una torpeza su hijo le sigue y es capturado: lo someten a lo que parece una sodomización, y después a torturas. El padre ha huido, aunque el sufrimiento estaba presente.

Cómo conciliar libertad y responsabilidad. Ese es el enigma de nuestra época. 

24 de enero

Lecturas para intentar sentir la textura frágil de lo sagrado, a través de Mircea Eliade y su Tratado de historia de las religiones; como ocurre en todos sus libros, o los que he podido frecuentar, acaba abrumando con datos y consideraciones un tanto embrolladas. Su idea de un hombre “arcaico”, ligado al nacimiento de lo sagrado y simbólico, que después va progresando intelectualmente, a la vez que se aleja de esa primera iluminación, supone un continuum difícil de compaginar con la existencia de “arquetipos” que, si bien evolucionan, permanecen fundamentalmente idénticos a lo largo de la historia. ¿Cual sería la misión de ese saber sobre lo sagrado? La dialéctica de las hierofanías permite el redescubrimiento “espontáneo y radical de todos lo valores religiosos […] La historia de las religiones consiste así, en último análisis, en el drama provocado por las pérdidas de estos valores, perdida y redescubrimiento que nunca son ni pueden ser jamás definitivos. Como ocurre con su hermana la Etnografía, estos estudios levantan acta notarial de una falta, de una escisión. “Somos todos –y Eliade el primero– espíritus religiosos sin religión”, apuntaba su compatriota Cioran, extrañado de una erudición que no salvaba de una irreligiosidad de facto.

Ayer, en la Filmoteca, asistí a un viejo filme del viejo Jean Renoir, su versión de la Nana de Zola, acompañada por un grupo de músicos que ponía la melodía a las andanzas de los protagonistas, caracterizados y presentados en el momento de aparecer en pantalla, como en una soiré elegante. Mujer que ha perdido toda inhibición, fascina a sus víctimas, atolondradas como el pajarillo ante la serpiente, no para ser más sabios sino para llegar al fondo de sí mismos, de su capacidad de sufrimiento y abyección, como el Carlos Swann proustiano, lado oscuro de una sociedad exquisita e incapaz a menudo de disfrutar. Como en toda película muda, parecemos asistir a una sesión de espiritismo y la música añadía algo de órfico, acompañaba a las víctimas hasta sus infiernos personales.

Recensión en Babelia de la publicación de los Cuadernos de aquel terrible Cioran, que batallaba –en compañía de Ionesco–, como un Vlad rumano harto ya de sangre, contra los existencialistas, ahítos de marxismo y buenas intenciones. Me gustaría leer sus impresiones sobre algunos autores que permanecen en una especie de limbo a la espera de su bautismo progresista –aunque algunas mercancías son difíciles de falsificar.

27 de enero

Fin de semana tranquilo, con un agradable paseo por la Casa de Campo, encharcada por fin de un agua que tardaba en presentarse; a lo lejos, nieves de Gredos y torres de Madrid. Estos fines de semana solitarios se me van haciendo menos penosos, quizá por la edad, quizá por la costumbre, quizá por ambas heridas a la vez. Voy adquiriendo vicios de solitario, efectivamente: cualquier cambio en mi rutina, aunque sea para divertirme o socializar, me molesta.

31 de enero

Debe pagarse un peaje periódico al arte de la medicina, para que sus escrupulosos dioses nos dejen tranquilos por un tiempo, así como es bueno hacer algo de vida social, para volver con más alegría a nuestras soledades. Como mis médicos me conceden otra prórroga de salud, me premié asistiendo a una representación de una obra de Luis Vélez de Guevara, Reinar después de morir, que se adivina toma como argumento la historia de los amores del infante don Pedro y doña Inés de Castro “cuello de garça”, se acota en la obra. Leí algunos versos de la comedia antes de ingresar en el teatro del mismo nombre, y me gustó la facilidad, el empuje lírico de algunas estrofas. La presencia de la música como acompañamiento, o contrapunto, a la acción me dispuso favorablemente, comenzando por un leitmotiv un tanto fuera de lugar, pero sincero: “Pastores de Manzanares,/ yo me muero por Inés,/ cortesana en el aseo,/ labradora en guardar fe”, en el que la presencia de nuestro río madrileño, el Manzanarillos de las coplas, señala la facilidad y el trabajo excesivo de nuestros autores del Siglo de Oro, y disculpa estos extraños traspiés; pues muchas comedias escribió nuestro autor, de las que se dan como perdidas aún más de cien y no arreglaron el lamentable estado de su hacienda, único dato seguro de su biografía. Hombre decidor y de talante simpático parece que era, como se deduce de los testimonios de sus contemporáneos, Lope y Cervantes en primer lugar; eran famosas sus peticiones de dinero, el famoso sablazo español, dirigidas en verso a las víctimas de su ingenio y su pobreza.

Como viene siendo habitual, la representación caía en la tentación de una “contemporaneidad” forzada con que algunos directores quieren llegar al público, jubilados por cierto en su mayor, parte me pareció, espectadores resignados de un decorado espantoso, una especie de pista de skate (¿?) azulejada, así como de los gritos y la sobreactuación que se imponía sobre la melodía del verso, como para evitar que llegara con nitidez a nuestros castigados oídos. Cuando se lograba remansar un poco toda esta faramalla, por veces un aliento poético recorría la sala logrando momentos hermosos, en especial cuando la música y el canto remarcaban esa “saudade”, esa presencia del fin en pleno desarrollo de una historia, melancolía que triunfa incluso de la razón de Estado; pues, efectivamente, Inés reina después de morir, en Portugal y en el corazón de don Pedro. En la iglesia de Alcobaça sus sepulcros se enfrentan, pues el infante quiso que su primera visión para después de la resurrección fuera la del rostro de su amada.

“Diga el pensamiento,/ pues solo él siente,/adorado ausente,/ lo que de vos siento;/ mi pena y tormento/ se trueque en contento/ con dulce porfía./ Saüdade minha, /¿cuándo vos vería”.

*    *    *

Ayer mismo, jueves, asistí a la proyección en el Círculo de Bellas Artes de un documental sobre la figura del extraordinario Isidoro Valcárcel Medina, presente en la sala con su aire valleinclanesco, último español capaz de usar la capa como resumen de su figura y su talante. Se desarrolla de una manera sencilla, a través de distintos momentos de la vida y obra del autor interpretados por amigos y algunos expertos, también por el artista. La extraña humildad de sus palabras parecía contagiarse incluso a los críticos profesionales, que abandonaban en general su horrible jerga para expresar su admiración, o su cercanía, al autor. Curioso artista, en verdad, sin obra apenas, que solo resuena en las palabras de los que afirmaron haber asistido a sus peripecias, como él mismo reconoció: quizá alguien me vio u oyó, o alguien leerá las “memorias” que dejaba de sus acciones, como aquella de saludar a los trenes en un apeadero en medio de la nada mesetaria. Figura del talante de un Pessoa, o un Kafka, los incapaces de vanidad, baúles náufragos a quienes se agarrarán después sus herederos, en medio de la turbamulta y el ruido de las artes. En el siglo de revoluciones y vanguardias esa obra se labora silenciosamente, en apartamentos acorchados o en los terribles cuartos de soltero, para intentar escapar al peso de lo social, encontrar espacios aún no escudriñados por la cegadora luz del espectáculo.

P.S.: Terrible dictado sobre el mundo del arte actual; en los setenta, cuando comenzó su carrera artística, había pocos actos culturales, pero ocurrían cosas; ahora hay infinidad de actos, pero no ocurre nada.

Domingo 2 de febrero (02/02/2020, palíndromo temporal)

Visita al pueblo de Patones y después, caminata hasta Torrelaguna, del que había oído –más bien, leído– que conservaba cierto carácter. Así que en una nublada mañana de domingo tomé un autobús en Plaza de Castilla y tras hora y cuarto de carretera a través de la llanura del Jarama, llena de pueblos-dormitorio me pareció, llegamos a Patones de Abajo, pueblo en ocres desvaídos, y ya a través de un camino en escalera, hacia el conocido lugar de Patones de Arriba, límite de formaciones cársticas de la era secundaria y las viejas pizarras metamórficas, que dan a estos pueblos el nombre de “arquitectura negra”; recuerdo haber oído por primera vez esa expresión en un artículo de Luis Carandell, quizá en la revista Triunfo, nuestro carnet de militancia cultural en los años finales de la dictadura,  y entender como en un país que se había arrojado en brazos del cemento, y a toda clase de artículos de consumo a cual más horrible, se señalaba en la pobreza misma restos de una belleza despreciada, armonía entre el hombre y sus obras. El pueblo es al parecer muy conocido y así lo atestiguaba las hordas de visitantes que provocaban atascos de tráfico, así como los numerosos restaurantes, que deben constituir una de las atracciones del lugar. Paseé por las callejuelas, y antes me informé sobre la posibilidad de acercarme a Torrelaguna a pie; el pueblo conserva algunas casas con cierto carácter, aunque la mayoría han sido reedificadas, siguiendo ese estilo propio de la arquitectura de pizarra que efectivamente camufla a los pueblos en su hábitat, lo que explicaría su título de único lugar en todo el país invisible para los franceses de Bonaparte. El uso de la pizarra, las pequeñas eras, la disposición de la tierra, los tinaos y la pobre vegetación de las serranías me recordaban al lugar de las Hurdes, otro desgarro de nuestra prisa por abandonar la tradición.

Intenté encontrar el GR-10, o sendero de largo recorrido que le une a Torrelaguna y recorrería la Península Ibérica desde Valencia hasta Lisboa; me lo habían señalado las personas que atendían la oficina de turismo del lugar, pero al comenzar a seguir sus marcas rojas y blancas me encontré caminando en dirección opuesta a mi meta, según me dijeron unos amables excursionistas. Deshice el camino y seguí las marcas en la dirección correcta, lo que me llevó por una pista de servicio para las construcciones del canal de Atazar, que conduce el agua desde ese pantano hasta la capital; son como pequeñas capillas que rinden culto al nuevo dios del progreso kilovático, nacido en el agua como las diosas de la fertilidad.

Al parar para comer, se estaba bien en medio de los tomillares de estas tierras secas y duras, como continuación de la Alcarria manchega, viendo las extensiones de prados, los pequeños olivos, la propia floración del tomillo, que atraía a las abejas, las ya cercanas torres del pueblo de Torrelaguna… Al descender, me encuentro con un enorme parque de muros altos y sólidos, llamado Olivar de la Virgen, impenetrable para el viajero. La plaza conserva cierto carácter, flanqueada por la enorme mole de la iglesia gótica de la Magdalena en una de cuyas portadas creí ver la figura del paisano más ilustre del lugar, el cardenal Jiménez de Cisneros, postrado ante la Virgen. Imposible visitar la iglesia, como en casi cualquier pueblo español, que conserva retablos muy valiosos al parecer. Entre otros lugareños ilustres, aunque no fueron hijos del lugar, una página web señala al poeta Juan de Mena y al mítico boxeador Paulino Uzcudun, que la eligieron para sus últimos días y están por tanto enterrados en el cementerio de la localidad. ¿A qué lugar se pertenece? Pues al parecer el ilustre cardenal no contó con el apoyo de sus convecinos para algunos excelentes proyectos y acabó casi repudiando el lugar. El pueblo no ofrece mucho más, si exceptuamos algún resto de lienzo de murallas y algún encantador arco de entrada. También, el palacio de Salinas, del que resta apenas una sobria fachada, atribuida al gran Gil de Hontañón, hoy cuartel de la Guardia Civil.

3. Palacio Salinas

Su abandono durante siglos, rematado por bombardeos durante nuestra guerra, la fealdad de algunas restauraciones y su actual destino me recordaban a esa misma época de mi juventud donde solo encontraba algún consuelo para la terrible fealdad del país en páginas literarias como la citada, en discípulos tardíos de la generación del 98, que constató ya nuestra ruina nacional y estética. Abundando en esta misma sensación, las ruinas del monasterio franciscano de la Madre de Dios, fundación del propio cardenal Cisneros.

Lunes, 10 de febrero

Ayer, en bus hacia Segovia y después caminando en un día gris hacia Zamarramala, para llegar a la procesión de Santa Águeda, la protectora de los pechos femeninos, pues fueron la prenda de su martirio. El pueblo, hoy barrio residencial de segovianos me pareció, encaramado en una nava, bien merece su nombre: “Mirador de Alá”, pues desde la ermita del lugar se disfruta de una maravillosa vista sobre la ciudad y las sierras del Guadarrama, punteadas por algunos crespones de nieve y los hilos de los tendidos eléctricos.

No había demasiada gente, quizá  en su mayor parte hijos de la localidad repartidos por otro lugares, así que podía disfrutarse de la procesión de la santa en sus andas y portando las “teticas” en una bandeja, acompañada por las mujeres ataviadas con el traje castellano y hermosos chales que bailaban durante la procesión; cuando esta descansaba por momentos, el baile era ahora interpretado por las “alcaldesas”, pareja de mujeres distinguidas por un curioso sombrero de aire oriental, como en general todos estos trajes mesetarios y extremeños, recuerdo de las damas ibéricas.

4. Mujeres de Zamarramala

Después, la misa, en que las alcaldesas leían los textos evangélicos y portaban las ofrendas del pan y del vino. En la plaza aledaña servían bebidas y unos ricos embutidos asados. Por último, la pequeña comparsa de dulzainas y tambores que acompaña la procesión nos dirige hacia la plaza donde unas visitantes ilustres lanzan un pregón que ahora se convierte en una especie de alegato feminista, nueva puesta al día de nuestro santoral. Había leído, o escuchado, en alguna parte que en este día las mujeres tenían mando absoluto y “escobaban” a los hombres que se atrevían a salir a la calle, así como dirigían algunas coplas un tanto picarescas a su santa: “Santa Águeda bendita/ que en el cielo estás/ guárdanos las teticas/ y el tetón p’al sacristán”. El envarado discurso y las vivas de las pregoneras dieron paso a la quema del pelele, figura un tanto desvaída, adornada con cintas de tela que indicaban la quema de la injusticia, la desigualdad…, puesta al día también de esas fiestas de ciclo carnavalesco, alegría ante un invierno que comienza a ceder, como en este día también un agradable sol templaba los rigores castellanos; bien es verdad que ya, como buen etnógrafo, Caro Baroja había señalado la muerte de ese carnaval ligado a los ciclos agrícolas y antesala de la Cuaresma, mundo al revés, como el dominio de las mujeres de Zamarramala, para remozar el nuevo año, limpiarlo de las excrecencias, odios y tumores del viejo; poder así permitir que surgieran nuevos frutos y flores.

De vuelta a Segovia ya no pude visitar la iglesia de la Santa Cruz, con su planta templaria, pequeño secreto castellano, ni la iglesia del Carmelo, donde vivió y escribió su Cántico espiritual san Juan de la Cruz, pero la caminata desde el pueblo con sus vistas de este puerto de Castilla con el Alcázar como espolón hacia un mar de cereales, el paseo al que da nombre el santo místico hacia la entrada de la ciudad por la puerta de San Andrés, que conserva sus arcos arábigos, la soledad de algunos barrios con sus iglesias de hermosas torres y arcadas que se ofrecen por un instante al paseante, fueron un regalo en este día, pequeño avance de la primavera.

P. S.: Releía estos días la selección de poseía portuguesa Alma minha gentil, de título logrado, no así la selección de poemas de algunos poetas conocidos, como es evidente en el caso de Fernando Pessoa. Volví a encontrarme con el extraordinario Cesário Verde y sus rimas extrañas, paradójicas: “Nas nossas ruas, ao anoitecer/ há tal soturnidade, há tal melancolía/ que as sombras, o bulicio, o Tejo, a maresía/ despertánme un deseo absurdo de sofrer./ O céu parece baixo e de neblina,/ o gás extravasado enjoa-me, perturba-me;/ E os edifícios, com as chaminés, e a turba/ toldam-se duma cor monótona e londrina” (Sentimento de um ocidental).

País solo rico en poetas, tal que Fernando Pessoa presagiaba la llegada del quinto imperio de las profecías de Bandarra y el padre Vieira, confirmada por cálculos astronómicos y la próxima llegada de un supra-Camões, que los poetas como Verde, Nobre, Cortesão… y los grandes Antero de Quental, Guerra Junqueiro y Teixeira de Pascoaes anunciaban, de la misma manera que Chaucer lo habría hecho con el imperio inglés.

Continuo también la lectura de Mircea Eliade, ahora su estudio El chamanismo y las técnicas del éxtasis, especialmente allí donde aparece con más fuerza, en Siberia y Mongolia, antes de extenderse también por la América indígena, como todos los sueños y religiones. Todo el empeño del autor, con un aprovisionamiento inmenso de datos y teorías, sirve para demostrar que el chamanismo tiene como característica básica la búsqueda del éxtasis para… encontrar el éxtasis. Lo sitúa así en una de esos figuras o campos de fuerza en que nace lo religioso y después se transforma en la historia, o más bien adopta formas diversas. El chamanismo no sería sino resultado de la pérdida de un illud tempus en que la comunicación entre humanos y dioses era fácil, a través de ese centro que los ejes del mundo –árboles, pilares…– permitían atravesar; camino que después ya solo pueden recorrer los chamanes, para sanar, o bien acompañar las almas de los muertos, siempre reacios a abandonar sus viejas costumbres, o incluso intentar traerlas de nuevo entre los vivos, como Orfeos siberianos. Estaría así ligado a las religiones uránicas, aquellas donde los dioses principales se ocultan y desvanecen ante la llegada de los dioses del “instante”, diría Usener, como los dioses del relámpago o la lluvia, que permiten ya al lenguaje unirse a lo sagrado, marcar un espacio-tiempo que se separa de la corriente continua de las horas y los días; espacio-tiempo sagrado, en suma. Señala también la existencia de una etapa “matriarcal” que, curiosamente, testimoniarían las asociaciones masculinas de guerreros, tan fuertes entre los indígenas norteamericanos; época que la rebelión de los dioses uránicos habría cerrado.

(“Dieu s’eloigne”, Dios se aleja, reflexionaba Léon Bloy, más acertado quizá que el certificado de muerte expendido por Nietzsche. También, el Séptimo-Miau de Valle: “Dios no mira lo que hacemos; tiene la cara vuelta).

Por otro lado, creo recordar quiere ligar el bárbaro ritual chamánico a un saber más sofisticado, proveniente bien de la región caldea y sus sabios astrónomos, o de la India védica, también del budismo que llega de la vecina China; lo que puede considerarse entonces como una degeneración de una supuesta mitología originaria, situada para los primeros estudiosos en la vieja Babilonia. Lo que sí vemos es que su núcleo original, esa iluminación de algunos individuos que les señala como chamanes, se extiende por toda Asia, ya después por todo el mundo de las Indias occidentales, e incluso en África, como religión primaria de toda la humanidad, antes de su dominio por una casta en las grandes culturas; lo que no impide tampoco que continúe su existencia, de una forma más o menos tolerada, o influya decisivamente en ellas, pues recuerdo en las religiones andinas elementos que son verdaderamente chamánicos, episodios de trance ligados a la toma de sustancias alucinógenas y las metamorfosis del sacerdote; por ejemplo, en la cultura de Chavín, su transformación en jaguar. También en nuestra mitología aparecen elementos chamánicos, en la figura de Wotan, el dios nórdico, colgado nueve días y nueve noches del fresno Yggdrisil –el árbol que une los diversos mundos, otro tema chamánico– para conseguir la sabiduría de las runas, amén de la pérdida de un ojo, y quizá en el episodio de la leyenda de Sigfrido en que puede conocer el lenguaje de las aves, compañeras de los chamanes en sus visitas al mundo de los dioses, así como el carácter demoníaco del oficio de herrero, aplicable a Mime. Eliade niega expresamente la existencia de una religión “primaria”, pues la historicidad atraviesa todas las épocas, pero este saber parece iluminar las escondidas cuevas donde los viejos señores del mundo, los toros de Lascaux, así como la Gran Madre, protagonizaban una cosmogonía en que la distancia entre cielo y tierra se atenuaba.

En mi estancia con un chamán schátila, en Ecuador, me comentaba su necesidad de soledad, de purificación constante para poder conectarse con sus espíritus aliados, lo que me hacía pensar en su estrecha relación con el artista contemporáneo, intentado huir de la prisión de la vida económica, así como su pulsión extravagante, siempre cercana a la locura y la necesidad de sustancias que le permitan escapar a su alma de la prisión burguesa para encontrar la inspiración, traer de nuevo a la vida espíritus que está a punto de morir. La ambivalente posición social del chamán, entre temido y respetado, los acerca también, más que a cualquiera de los profesionales de la religión en nuestros tiempos, demasiado expuestos a la luz.

Jueves, 14 de febrero

Me olvidaba reseñar la visita al Museo del Prado para contemplar la exposición de dibujos de don Francisco de Goya, cenit de la celebración del segundo centenario de su fundación por el execrado Fernando VII, el rey narizotas. Pues allá que fui, después de haberlo postergado durante semanas, quizá porque el pintor exige una atención fuerte, una concentración que las multitudes presentes en las salas hace difícil; quizá también por el deseo de una compañía con quien compartir la sensación de encontrar un final, y a la vez un principio, para entender las luces y sombras de su época, fusión quizá imposible de fantasía y razón que el famoso grabado El sueño de la razón…, adelanta como centro del programa romántico. La exposición es completísima, me imagino, y abarca todos sus cuadernos de dibujo, así como los preparatorios de sus cuatro series de estampas, amén de otros que ilustran sobre los temas desarrollados a lo largo de su vida; cientos de dibujos que, si bien nos son ya conocidos en su mayor parte, no permiten la calma necesaria para saborearlos, a pesar de las cerca de dos horas que le dediqué. En toda la obra del pintor, sobremanera en sus grabados y dibujos, hay un balanceo en que se mezclan la crítica –a menudo, socarrona– de costumbres, una mirada terrible y dolorosa sobre una vida que gira al negro de la selección natural, y estampas que anuncian catástrofes, o la pérdida de la condición humana; así, en los dibujos de su etapa bordelesa, los terribles figuras de los locos como el titulado escuetamente El idiota, aquellos para quienes las cadenas del pasado se sustituirán por la camisa de fuerza de la nueva psiquiatría burguesa.

5. Francisco de Goya, «El idiota»

Sus íntimos dolores y fracasos aparecen en el Sueño de la mentira y la inconstancia, reflejo de sus desgraciados amores con la duquesa de Alba, fin de la elegancia dieciochesca sustituida ahora por pasiones a menudo “demoníacas”, grabado que mereció una extraña recensión por parte de su estupendo biógrafo Ramón Gómez de la Serna; lo considera eje de un cambio anímico sufrido en su corazón y en su salud, amén de una sordera que le dejó como testigo de su tiempo, cambiando su bonhomía por la de un español abrasado de rayos y centellas; el mundo como baile visto por un sordo, verdaderamente. Y mucho más, pues nos señala una lucha entre los viejos demonios cabrones de los aquelarres, ahora convertidos en parte de nuestro propio ser, y un deseo irrenunciable de amor y piedad por sus semejantes, ya no el ethos ilustrado sino la pasión que arrastra incluso el deseo de conocer: Y aún aprendo, imagen de un Cronos castrado y cojo, como se le representaba en la época medieval, ahora sabio y patético, pero siempre padre de Afrodita.

(Increíbles comentarios –¿anónimos?– de los dibujos que no le sitúan como moralista, cosa que en parte sí fue, restos carbonizados de su ilustración, sino como una especie de puritano censor de costumbres, un adelantado de lo políticamente correcto).

*    *    *

Leo también estos días a otro de los perdedores en la lucha entre mecanicismo e intuición, aquellos cómodos en el Weltgeist, estos capturando los restos de lo sagrado para una visión del hombre como sujeto y objeto de una paideuma, lucha del espíritu por elevarse frente a la naturaleza; en fin, leo a Leo Fobrenius, el etnógrafo y explorador alemán, autor de  La cultura como ser viviente, título significativo, que le emparenta con la visión de Goethe sobre la intuición y la razón como manera de acercarse al mundo como historia, frente al mecanicismo del mundo visto como naturaleza.

Martes, 18 de febrero

Sigue mi vida con una cierta tranquilidad, para lo que me viene bien alejarme de la gente. El etnógrafo Fobrenius, al hablar sobre el flujo y reflujo de lo anímico, que llega quizá a las culturas, señalaba sus etapas “sociales”, viajeras, de continuo intercambio, con aquellas otras de estudio y soledad que se corresponden en su idea de la cultura como ser viviente; así, con el invierno –concentración– y el verano –expansión– de la vida arbórea.

El sábado pasado me acerqué a la sala de exposiciones de la Telefónica, en el viejo caserón de Embajadores, que en estos inviernos madrileños parece confirmar aquella pregunta de Nietzsche: ¿No hace más frío? ¿No se hiela incluso la cosa en sí? Se presentaba una exposición de un artista catalán, Joan Rabascall, titulada Tout va bien, especie de pop latino, pues vivió en Paris su etapa artística. El pop siempre trae calidez, color y una celebración a menudo irónica del confort y el consumo, evitando a menudo la sensación de culpa que hoy todos tenemos por el mero hecho de existir, así que pensaba me ayudaría a pasear por las catacumbas de la antigua fábrica y su aire desangelado y frío. Receta para una obra maestra se titulaba el primer cuadro, aparte de una gigantesca instalación a la entrada con televisores –el leitmotiv de la exposición– y bolsas de basura, con aires de alfombra de farrapos, como rapsodia para recoger todos los estilos y emociones; ensayo, lo llamaba el maestro Montaigne, en el mundo de la creación literaria. También, recetas irónicas para crear diversos tipos de pinturas, still-lifes y otros, paisajes como marcos de la publicidad, la transición española, vista como un destape con aire de porno cutre, el amontonamiento de objetos en escaparates ad hoc, el paso del negro al color en los paisajes urbanos, que atestigua la pérdida continua del nomos, el collage postal como ataque a la publicidad misma –“Madrid me mata”–, donde el kitsch reflejaría el verdadero ser, español en este caso. El frío no se atemperaba, pues un pop crítico es una contradicción, un oxímoron, como un sol frío, o un televisor apagado.

Exposición de fotografías hechas por mujeres, “verdad contada a medias”, se acota; allí estaba la siempre inquietante Concha Jerez y sus rostros a punto de desmoronarse; Lua Ribeiro y sus subidas al cielo, especie de pop de ultratumba; Isabel Muñoz y sus diosas indígenas, mitología cuasi congelada, a lo Lévi-Strauss; la gran Ouka Leele, pop sensual y surrealista, y Eva Lootz, colocando pan en la cabeza de una muchacha, como en algunas esculturas de Dalí; recuerda al paño que llevaban las aguadoras para hacer más suave el peso del cántaro.

6. Eva Lootz, «Without Pleasure No Freedom», 1995

El domingo, en bus hacia Buitrago de Lozoya, para admirar el pueblo y quizá caminar hacia el viejo pabellón de caza de los Osuna, en las riveras del Lozoya, precisamente. El caserío ha perdido totalmente su carácter, maltratado y convertido en barriada de cualquier ciudad, y solo los torreones de la muralla crean una ilusión de fuerza, de carácter; acompañé en la visita de la misma a un grupo comandado por un experto en armamento medieval, que formaba parte de un grupo dedicado a la investigación y recuperación de viejas armas de asalto y defensa, como el lu’ap, especie de honda mecánica, o la ballesta de torno; también, de viejas máquinas de asalto romanas, como el onagro y el escorpión. Parecía saber de lo que hablaba y verdaderamente parecía que las fortalezas eran inexpugnables, al menos que se tuviera paciencia, o dineros; más han vencido fortalezas doblones que cañones, apuntaba socarrón Michel de Montaigne, aunque llevaba esta batalla al terreno amoroso, creo recordar; también señalaba, al hablar de los caprichos de Cupido, como no debíamos enfadarnos si allí donde nosotros fracasamos triunfaba cualquier mozo de mulas, pues el amor rebasa cualquier perjuicio.

En una preciosa mañana, en medio de carrascos y pinares recientes, que aún permitían una hierba fresca me dirigí hacia palacio de los Osuna –o del Infantado-, apenas una ruina que permite ver una curiosa construcción en ladrillo, con una torre central para vigilar la caza y los atardeceres del Lozoya, restos de una época feliz que Goya, gran amigo de los Osuna, supo reflejar. Al parecer, denota influencias de la arquitectura de Palladio, en que la rígida matemática del puro Renacimiento se relaja y juega con las formas a sorprendentes simetrías, como en la famosa Villa Capra, cerca de Vicenza. También su palacio en la propia fortaleza de Buitrago se corresponde con ese mudéjar isabelino que abandona el carácter guerrero a favor de un sueño oriental de placer y frescura, oasis y ya no castillo. Desde lo alto, al atardecer, la visión de la pequeña villa mejoraba, como todo en general, melancolía que crea ese sfumato en que las cosas y las gentes nos muestran un perfil más suave, más tolerable que la sensación de tiempo perdido, de lo irremediable.

P. S.: En la presentación de un libro de Ignacio Castro, Lluvia oblicua. El debate fue animado, cosa extraña en estos tiempos, sobre la superación de las dicotomías que sigue suponiendo nuestro pensamiento: norte-sur, hombre-mujer, occidente-oriente… lo que nos lleva a morirnos de asco en nuestra propia reclusión. Como se apreciaba en las intervenciones de los asistentes al acto, cuando se trata de querer situar la filosofía en el camino de una ética de acción, siempre aparece el fantasma de lo políticamente correcto, el terrible miedo a ser malinterpretado, que deriva en un lenguaje alambicado y a menudo estéril, como en toda la modernidad, o la posmodernidad. Pues la filosofía se rindió, con la ciencia, ante la voluntad de poder, o se convirtió en academicismo de cátedra. Ahora busca, como Ignacio mismo defendía, una alianza con la poesía para no caer en un simple aviso para caminantes.

Encuentro con un viejo amor, nueva experiencia para la certeza de que el corazón no envejece; su capacidad de asombro y sufrimiento está intacta, también su capacidad de amar, como una cantidad dormida, oculta a veces durante muchos años, eras íntimas en que el dolor y la esperanza inscriben sus ciclos de destrucción y recreación; como en las ruinas de los palacios, puede todavía sentirse la alegría del amor y la tristeza de las despedidas. (Por otro lado, recordaba la insensibilidad de sus expresiones, de sus palabras; quizá yo mismo la provocaba, pues quería llevarla a un reino melancólico, mientras en el suyo reinaba la alegría, el simple placer, al que se entregaba con toda su fuerza).

Lunes, 24 de febrero

De nuevo, sueños, que adquieren un carácter multitudinario: Con mi padre y otra mucha gente, en una excursión por lo que parecía Extremadura; recordaba admirar un palacio un tanto ruinoso, inmenso, que se correspondía con la visión de una ciudad recurrente en mis sueños, en que me pierdo y reconozco a retazos, de inmensas plazas, de edificios que hay que buscar pues a simple vista parecen ocultos, como en tantas ciudades levíticas españolas. ¿Son las ciudades de los muertos? No eran entonces desagradables, únicamente mi demanda de explicaciones, mi angustia, estaban de más.

El domingo, día feliz con mi familia en su casa en el campo, que va adquiriendo ya calidez de hogar, en un día también cálido, quizá excesivamente para la época; pero qué sabemos ya de climas, de regularidades. Como para los habitantes de una época convulsa, los fenómenos atmosféricos adquieren carácter de premoniciones ominosas, de señales a descifrar y no la alegría de sentirse en un tiempo cíclico, como el que señala el Carnaval, tiempo de orgía para limpiar las excrecencias del tiempo que avanza y remozarlo en el caos, en el origen. Eso hacían los vecinos de Cebreros, donde nos dirigimos para disfrutar de la fiesta, de carácter burgués, con desfiles y carrozas, no ya los Cucurrumachos ancestrales de Navalosa, de otros pueblos.

*    *    *

Leo en estos días a otro cazador de mitos, J. Campbell; me gustaron especialmente las páginas que parecen reflejar un homenaje a la vieja Eyre, allí donde el cristianismo de Kieran y Patricio logró acomodar a los gigantes y dioses en su visión del mundo, convertidos en servidores cariñosos de los santos, de la misma manera que el arte de los libros miniados recogió también las hazañas de un Thor igualado con su martillo a un Cristo en la cruz, héroes capaces de bajar a los infiernos. Monjes irlandeses, educados también en saberes druídicos, nos dice, acogían viejos símbolos y seres, como el gigante Caeilte que entrega a Patricio el oro, regalo a su vez de Finn McCool. Estos peregrinos sucesos anuncian la aparición de un nuevo cristianismo, más dinámico que el pneumático de san Agustín, personificado en la figura de Scoto Eurígena, precisamente, así como las figuras de la mitología nórdica cristalizan en elementos básicos de la nuestra propia. Como ocurre a menudo en los sabios que se detienen en nuestra mitología occidental, el carácter un tanto bárbaro de nuestra temprana mitología y creencias debe dignificarse; las relaciona entonces con un conocimiento iniciático, de temas estoicos y neoplatónicos, que hubiera reforzado las más nobles mentes de Europa. Esta influencia sería también válida para los “pelagianos” de corazón –figura de otro ilustre irlandés, el herético Pelagius–, aquellos para quienes lo viejos dioses fueron asociados a ángeles. Sin embargo, nada dice sobre las Nornas, del lado ctónico de esa mitología, aunque el título del capítulo, The weird of the Gods, alude a ese destino weird– que la hechicera cuanta a Snorri Sturlson, el gran recopilador de esa cosmogonía.

(Más acertada en ciertos aspectos me parece la visión de Dumezil, sobre todo en el decaimiento de la figura de Tyr, el dios que debería establecer la buena fe, la palabra dada y la figura de la justicia, al aceptar engañar al lobo Fenrir, hijo del astuto Loki).

P. S.: Desde ayer, cierta sensación de angustia ante el avance de la pandemia que ya ha llegado a nuestro país, indeseada consecuencia de la velocidad y la facilidad, de esa red invisible que nos conecta al todo, invisible también. Los solitarios tenemos una cierta ventaja a la hora de adaptarnos a la invisibilidad que se pide ahora también para las relaciones humanas. ¿Cómo afrontarla? Ayer, yo mismo inicié el tema con mis compañeros de voluntariado en el hospital; cuando un enfermo se refirió al asunto, afortunadamente pude ver el miedo en sus ojos y bromear un poco al respecto, ejercer ese arte olvidado de la empatía que heredé de mi padre, siempre incapaz de egoísmo; y quizá de recibir, por tanto.

Lunes, 2 de marzo

Fin de semana en Extremadura, un tanto improvisado, para acompañar a mi hijo en unos de sus trasiegos de mudanza, e intentar ver a mis viejos amigos. Llovía maravillosamente durante el camino y el paisaje monótono de la llanura manchega brillaba con el agua recién caída, como las dehesas extremeñas, espléndidas en el verde de los pastos y el oro viejo de la floración de la encina. Mi hijo lo disfrutaba más aún, pero con ese punto de angustia que los habitantes de un planeta hostil han heredado de sus padres, como los contemporáneos de Pessoa la muerte de Dios, pero no el amor a la humanidad, como ejercicios de resurrección del tiempo pasado, imposible designio, pues solo puede lograrlo la buena literatura. Ángel María me recibió con su hospitalidad de castellano viejo y estuvimos charlando sobre esto y lo otro, tirando –metafóricamente– de las orejas a nuestros amigos y conocidos; ya observaba Byron como las desgracias de nuestros amigos nos hacen a menudo sonreír, y no por maldad, más bien tenga algo de ejercicio de desdramatización, de futura empatía. Por la noche, la ciudad estaba colmada de gente en las “taperías” que ahora proliferan por todas partes y nos costó encontrar un sitio para cenar.

A la vuelta, nos aventuramos por una carretera que siempre me llamaba la atención, camino hacia las serranías de Gredos, hacia las Ventas de San Julián, un lindo topónimo, y ya después Ledrada, creo recordar, encantadora vía por dehesas cerradas que permitía observar pequeños cortijos y caseríos, lugares apartados del tráfago de la historia y ya casi de la humanidad, donde la presencia de Gaia es todavía positiva, exuberante en estos días húmedos y aborrascados, con continua presencia de la diosa Iris, la hija de Taumante.

Jueves, 5 de marzo

Mañana terrible, pues comenzó con un sentimiento de convivir ya con los fantasmas de un mundo castigado por cualquiera de los apocalipsis que unos y otros han anunciado; el ulular de las ambulancias camino de la biblioteca ponía la música para ese Ragnarök. Para los soñadores nos espera la consolatione philosophiae ante el miedo que nos causa, todavía mayor que la pandemia, la incapacidad de la clase que hoy domina el Estado para entenderse y actuar con sentido. 

Lunes, 9 de marzo

¿Quedarme, irme? Pero, ¿dónde? Como los enamorados, los solitarios nos enzarzamos en luchas agotadoras con nuestros propios fantasmas, mientras la vida, las mujeres que queremos, las amenazas y demás, siguen su camino, exuberantes, triunfadoras.

Mientras tanto, también como los soñadores, leo; en este caso, a algunos pensadores empeñados en el cultivo de un idealismo trascendental que con Kant llegó a su máxima eficacia y grandeza, difuminación de la búsqueda de la “cosa en sí”, convertida después casi en caricatura por Schopenhauer; lucha incierta contra el espíritu de su tiempo, que aceptó y aún abrazó el utilitarismo, la evolución, el mecanicismo, o cualquiera de los nombre con que reinó la vulgaridad y mediocridad en el mundo de las ciencias, y quizá también del arte. Frobenius, nuestro último alemán, consideraba esa lucha por recuperar la senda del idealismo la misión del pensamiento “alemán”, aunque curiosamente su visión de la cultura parece en principio “biologizarla”, ser viviente que pasa por las tres etapas de la vida y se renueva constantemente; pero lo biológico no crea cultura, sino que la cultura lo trasciende, como la poesía trasciende el propio lenguaje, o la danza y otros ritos, la pura sexualidad. Otro pensador alemán, a quien quería releer para entender la polaridad naturalismo-abstracción en las dos grandes áreas culturales, de cuya mutua influencia, o fricción, surge la nuestra propia: “¿Qué significa en este caso naturalismo? […] Acercamiento a lo orgánico y vitalmente verdadero, pero no porque haya querido representar un objeto natural apegándose fielmente a su corporeidad, no porque haya querido dar la ilusión de lo viviente, sino por haberse despertado la sensibilidad por la belleza de la forma orgánica y vitalmente verdadera, y por el deseo de satisfacer esta sensibilidad rectora de la voluntad artística absoluta” (Worringer).

Quería reseñar también las curiosas relaciones de Fernando Pessoa con el satanista Crowley, la Bestia 666, como él mismo gustaba de significarse, que encontré en un libro biográfico sobre el extravagante inglés proporcionado por mi hijo; ya conocía el suceso lisboeta en que Pessoa colaboró en una de las muchas mixtificaciones de la Bestia, en este caso un fingido suicidio tras el abandono de su última amante, a quien gráficamente denominaba como “Anus”. También hubo un intercambio de cartas y ese encuentro deseado por ambos, para que Pessoa se hiciera quizá cargo de la magna obra del círculo de Crowley, el Thelema, doctrina cuyo centro estaría en el “superdesarrollo de la Voluntad”, el rabelesiano “haz lo que quieras”. Pessoa, que se presentaba también como “superinsociable” –no me reconozco en nada ni nadie, le dice en sus cartas– no podía cumplir ese designio, ni tampoco, por supuesto, financiar la extravagante vida del inglés, que había gastado una fortuna familiar y arruinado a esposas, amantes y admiradores para que sostuvieran sus caprichos de gourmet erotómano –y de quien había hecho su horóscopo, como se dice en las mencionadas cartas. “Amor, amor bajo el dominio de la voluntad”, es el lema que preside las comunicaciones de los habitantes de algunas abadías “Thelemáticas”, donde la Bestia ejercía su magia sexual y sus ritos, en compañía de la Mujer Escarlata, encarnación de la gran prostituta del Apocalipsis. El mago los abandonaba de vez en cuando para buscar refugio en París o Londres, en algunos casos en situaciones lamentables, sin un centavo y condenados al hambre, o a prostituirse, para obtener dinero y alimentos. En Túnez y Palermo existieron dos de esos centros… Por lo que se dice, y lo que sus Diarios reflejarían, era una especie de Pan reencarnado, más que ese Horus que pretendía, verdadero obseso sexual, invertido lamentable, sadomasoquista, coprófilo…, profeta entonces de la revolución sexual que ya iba dejando sus primeras víctimas, como las otras; así, las primeras esposas del satanista, internadas en instituciones mentales ante su completa indiferencia, pues, como los enfants terribles que apuntan con el nacimiento de nuestra era, va dejando a su paso un rastro de destrucción y catástrofes. (Recordaba las cagadas que el adolescente Rimbaud depositaba en los armarios de las casas donde le acogían, firma de su desprecio por los hipócritas burgueses que pretenden siempre ocultarla; símbolo de oro, de renacimiento, para los alquimistas).

P. S.: La Parca toma ahora el aspecto de la mujer que tose sin parar en la biblioteca donde intento refugiarme.

La ciudad y sus habitantes vamos tomando aire de fantasmas, de seres a punto de desvanecerse. En estas situaciones entendemos que nos hemos vendido por un plato de lentejas, a pesar de todo, y ahora ya no sabemos cómo buscárnoslas sin el auxilio de toda nuestra parafernalia tecnológica. La obra se representa en plateas y campos de deportes vacíos, solo nuestros palantires televisivos nos mantienen en contacto.

Cerradas las bibliotecas, pierdo casi mi único contacto con la gente, lo que incluye también el cierre de los centros deportivos donde practicaba el solitario ejercicio de la natación. En estas terribles circunstancias, al menos los lectores, habituados a ese otro ejercicio solitario, sentimos egoístamente que nuestra costumbre nos ha preparado mejor para lo que viene, para una soledad impuesta que exigirá un difícil acomodo para todos, paso de una vida activa, frenética a menudo, al recogimiento de los ermitaños.

Así que, ahora más que nunca, mis impresiones se limitarán a las que recibo de mis lecturas, ya quizá confundidas con la vida misma, ahora aletargada, o sufriente. Continuemos entonces intentando extraer de la lectura y la escritura una pequeña pepita de oro al menos, un fulgor de la vida –ya que no la vida misma– que pueda brillar en la tristura de estos días, no la soberbia de una doctrina, o de un conocimiento que solo añada más sufrimiento al mundo.

*    *    *

Leyendo mis últimas préstamos bibliotecarios, precisamente, un libro sobre la iconografía del plateresco, de quien tenía noticias por Gómez de Liaño, guía del autor en las reflexiones sobre el ars memoriae de Camillo y Giordano Bruno, elementos de ese afán “jeroglífico” del humanismo que quería encontrar en las doctrinas neopitagóricas y en los textos del Hermes Trimegisto un lenguaje “universal” del saber –curiosamente, solo al alcance de unos pocos. Las imágenes serían así no solo una nemotecnia, sino una verdadera condensación del saber, que se desarrolla de una forma profusa en la obra de Camillo y Bruno, donde las figuras se presentan en escalones verticales y calles horizontales, verdadera ciudad del conocimiento, en cuyos cruces se condensan elementos divinos, plantarios y humanos; como en la obra que admiré en la exposición que el Reina Sofía le dedicó al propio Ignacio Gómez de Liaño. En fin, un curioso acercamiento a ese grutesco, nuestro plateresco, en que solo se admiraba el juego y la fantasía, no un saber tan sofisticado y extraño, depositario de una magia en que el saber tenía la necesidad de fabricar talismanes, y la palabra misma, condición de conjuro para penetrar, o dominar, lo real.

(Al leer estas consideraciones me acordaba de las reflexiones de Michel Foucault en su arqueología del saber, en concreto sobre lo que denomina  la etapa “mágica” del pensamiento europeo –que un especialista como Wind sitúa en el neoplatonismo– y una de cuyas características es precisamente la acumulación aparentemente absurda de ejemplos y catálogos, pues el saber no es sino acercamiento a ese Libro original, en que las palabras y las cosas encuentran un acomodo común; como en todo pensamiento “mágico” la proximidad tiene el papel de la causalidad y, como en las pandemias, produce cadenas interminables de signos).

Al hablar del fenómeno de la hibridación en el grutesco de formas humanas, animales y vegetales, cita el híbrido de dragón y humano en la sillería del coro de la catedral de León, imagen de origen medieval, pero que podría ahora relacionarse con el hombre atrapado por el amor bestial, de Ficino. Recuerdo en este caso las lucubraciones de Erwin Panofsky sobre como imágenes medievales de vicios y enfermedades fueron transformadas por el neoplatonismo en síntomas espirituales; así, la acedía de los saturnianos que pasa a convertirse en signo de la “melencolía”, a la que Alberto Durero dedicó un famoso grabado.

Por otro lado, quizá puedan venir al caso las lucubraciones de Worringer, a quien tenía ganas de releer para seguir a la caza de nuestros orígenes, aquello que a los pensadores del genio de Nietzsche les importaba un pimiento, hombres aparentemente felices en el puro caos de los acontecimientos. Su Abstracción y naturalismo recogía las imágenes del despertar de nuestra cultura, el “torbellino caligráfico” del adorno céltico-germánico, como lo definió un estudioso, verdadera voluntad de estilo que culminaría y al vez declinaría en el gótico, mientras que la herencia latina, presente en nuestro románico, sería solo una capa superficial, copia incapaz de entender ya el aliento clásico y tendería a esa abstracción que es nuestro estilo, como en tantas culturas, en especial las orientales –pero con una diferencia fundamental, lo que en estas es sujeción a ley, en el caso de los pueblos nórdicos toma la forma de una intensificación de lo expresivo, una contradictoria “vivificación de lo orgánico”. De nuevo, recuerdo algunas ideas de Erwin Panofsky al respecto –¡ay! ¡mi biblioteca!–, verbigracia, como motivos clásicos tomaron sentido cristiano y en cambio los religiosos adoptaron formas clásicas; así la imagen de Hércules portando el jabalí de Erimanto sirvió de inspiración para representar las hazañas de Cristo mismo. Respecto a esa ansia de abstracción, señalar como al parecer los arquitectos góticos hacían descender su arte de imágenes naturalistas, del propio desarrollo del árbol, extendiéndose en multitud de ramas –¿o eran los renacentistas, quizá Vasari, quien sostenía esa opinión, que en cierta manera lo minusvaloraba frente al arte de su propia época, solo atento a una matemática de la armonía?

P. S.: Ayer, por unas horas, una sensación angustiosa se hizo presente. Al dirigirme a la biblioteca que últimamente frecuentaba, en mi barrio de Lavapiés, la encontré cerrada y me informaron que la medida alcanza a todas las de la Comunidad; por un momento mi escaso peso social se tambaleó aun más y me sentí como naufrago rechazado.

(Me doy cuenta de que ya lo había señalado, pero verdaderamente estoy un tanto grogui ahora mismo, incapaz de tomar una decisión para los próximos días, en que es posible que Madrid se cierre y quedemos aquí como náufragos en la tormenta, verdaderamente. Una solicitud cívica y la presencia de mis hijos me lleva a querer seguir en este caos que parece se avecina, a pesar de que ellos me han conminado a irme de la ciudad. Así que ahora mismo no sé qué hacer, y espero, como tantos, que el azar decida por mí, o estemos en manos que puedan al menos mitigar el terrible desamparo de la gente). 

Viernes, 13 de marzo

Día nefasto, verdaderamente. ¿Qué contar en estos momentos para no caer en señalar la angustia, el sentimiento de asistir a una ceremonia para la que nadie nos había preparado?  Ayer, paseando por un Madrid fantasmal, alguna gente portaba ya las mascarillas de este Carnaval de la salud, otros, quizá yo mismo, dejábamos entrever en nuestras miradas sentimientos de extrañeza y angustia ante la desolación de la ciudad semivacía; como en toda narración de calamidades, algunas terrazas animadas señalaban un contrapunto de aire festivo a la tristeza general, como señal de un futuro más alegre, anticipación de esperanzas y no solo una cierta irresponsabilidad, pues ahora toda expresión de emociones, cualquier conducta que no sea aislarse ante los demás, sean tus amigos, familia…, parece fuera de lugar. Celebrar banquetes, orgías, abrazarse a quien amamos, supone una purificación en cierto modo, un juego con el destino –incluso, un apretón de manos a un amigo, un beso a quienes amamos, lo es, verdaderamente. Siempre las páginas del comienzo del Decamerón son toda una lección de cómo afrontamos la catástrofe: santidad o locura; aunque bien es cierto que ahora predomina una asustada tibieza, un burgués término medio en todo lo que hacemos, incluso quizá al enfrentarnos a lo peor.

Por cierto, en las lecturas que estaba dejando para mejor ocasión, señalar el llamado Decamerón negro, colección de cuentos recogidas por Leo Frobenius que indican curiosamente la pérdida de la “mímesis”, de la capacidad de contar, pues ahora solo podemos leerlos. Así ocurre entre los baluba, grandes narradores, para quienes sus tushimini (cuentos) están vivos, mientras las fábulas que los misioneros les enseñaban, muertas, pues se repetían siempre idénticas. Eran como la poesía sin la recitación, el teatro sin la representación, la música en una partitura ¿Letra muerta, entonces? De todas maneras, para nosotros el cuento quizá toma vida en cada lector, como una obra de teatro, como una música, pues todo lector, todo espectador, debe hacer un esfuerzo creativo, si se me permite la expresión; al leer, entonamos, aunque sea con una música interior que nos hace olvidarnos de la perpetua comezón de la voluntad; olvidamos por momentos, horas, la angustia y la sensación de vivir ya en el pasado, o en el futuro. 

Domingo, 15 de marzo

Quería releer la famosa Primera Jornada del Decamerón, en que se cuentan las circunstancias que dieron principio a la reclusión y distracciones del grupo de damas y caballeros a las afueras de Florencia. La descripción de la peste y sus efectos, físicos y morales, sobre la ciudad y sus habitantes, están tratados con una pluma que en ningún momento cede a la simpatía, o a la emoción, como si de un acta notarial de la conducta humana se tratase, lo que hace más vívidas las imágenes de la destrucción, tanto física como psíquica, de una humanidad atrapada entre el terrible miedo al contagio y la imperiosa voz de la naturaleza: ¡Vive! Las gentes huían unos de otros, como hacemos nosotros, como se nos obliga ya, sin espacio para el sacrificio, o la caridad, prohibidas por ley, y que nos pide que dejemos a su arbitrio a amigos, parientes, hijos…, para la salvación del Estado. También en las pestes medievales alguna gente se ofrecía para ayudar a los más desamparados, oficio que ahora es ya profesional, compete solo a los especialistas sanitarios que se juegan la vida por gente que en algún caso había decidido en estos terribles días acercarse a las playas, penúltimo episodio de este Carnaval en que ha degenerado nuestra vida social y política, reino de los chistes que todavía hoy colapsan las redes “sociales”, escape para superar el miedo en que todos los poderes se rinden ante la Necesidad; la máscara mas conocida del Carnaval veneciano, o con la que nace, es precisamente la del doctor de la peste, enormes narices para intentar filtrar el aire malsano de los enfermos.

Quizá alguna gente inteligente ha hecho ya lo mismo que los personajes del Decamerón, reunirse en algún lugar “ameno” con sus amigos más cercanos y pasar agradablemente estos días, contándose historias y disfrutando de los placeres de la vida en el campo, aunque lo dudo; pues seguimos agarrados a nuestros teléfonos y pantallas, nuestro último clavo para superar la fatalidad.

Respecto al Decamerón, de nuevo: contar historias, poetizar, tendría entonces un sentido vivificador, empujaría la fuerza creadora de una cultura a acercarse a la infancia, al período en que sentimos todavía la existencia de la magia, de lo demoníaco en el sentido clásico, para limpiar así el aire enrarecido de las ciudades y de nuestra propia conciencia.

P. S.: En el Teatro de la Memoria, de Camillo, “el jeroglífico de la triple cabeza, de perro, lobo y león, expresa el Tiempo en la grada de la Cueva, serie de Saturno”. Nuevo recuerdo para el gran Panofsky, que analiza este jeroglífico en la obra de Tiziano Alegoría de la prudencia, única ocasión en que utiliza un emblema, tan de boga entonces, y lo convierte en un estremecedor documento humano, vejez que sabe ceder el paso ante la llegada de nuevas fuerzas, plena y feliz, entonces; pues suma a las tres figuras que representan distintas etapas del tiempo, su propio retrato, el de su hijo Orazio y el de su joven ayudante Marco Vecellio. Ex preaterito/praesens prudenter agit/ Ni futura actione deturpet: “Por la experiencia del pasado, obra con prudencia el presente, para no malgastar la acción futura”, es el lema, único también en su obra, que acompaña siempre a los emblemas.

7. Tiziano, «Alegoría de la Prudencia»

 

Martes, 17 de marzo

Van pasando las horas –y ya algunos días– de encierro, todavía con el ritmo acostumbrado, sobremanera para los solitarios, lenta clepsidra en que el tiempo se iguala, más indiferente y torpe, ya no el tiempo de la ilusión y la fuerza, el de la pasión: “los amantes separados son los verdaderos relojes del tiempo”, señala el poeta Ovidio.

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El lema de la pintura ticianesca, que comentábamos ayer, señala una armonía de tiempos en que el ansía de futuro, propia de nuestra cultura, parece remansarse en una capacidad de pre-visión que marcaría la existencia de grandes hombres en todos los campos, como el propio Tiziano, ennoblecido por la monarquía española con títulos de un curioso carácter poético, “caballero de la espuela de oro”…, amén de conde y consejero aúlico, capaz por tanto de servir a la monarquía con su propio juicio y conocimiento, no solo como artista. Una voluntad “histórica” se abre paso en estas consideraciones, capacidad por tanto de prever el futuro, de dominarlo, señalado por un pasado con rostro de lobo, en la pintura asimilado al pintor mismo, un presente en forma de león y el rostro de su hijo Orazio, así como el futuro en forma de perro, unido al rostro de Marco Vezelio, su joven ayudante. Última oración de un hombre cuyo triunfo como artista, e incluso hombre político, tuvo la contrapartida de una vida familiar aciaga y dolorosa, singular paso de una visión del mundo, de inspiración neoplatónica, donde todo encaja, a la de un hombre que ha conocido como el dolor, la muerte, la desdicha son también nuestros compañeros inseparables; tiempo que ahora se ofrece en la pintura mediante esas pinceladas sueltas de las que fue un maestro y precursor, hasta llegar a nuestro Velázquez. Sobre esos fondos oscuros –pardo de taller, la urdimbre del destino– brillará la trama de los seres, el dolor, pero también la esperanza. Oigamos con nuestros ojos a los muertos:

“Por ti el gran Velázquez ha podido/ diestro cuanto ingenioso,/ ansi animar lo hermoso,/ ansi dar a lo mórbido sentido/ con las manchas distantes,/ que son verdad en él, no semejantes” (‘Al pincel’, Francisco de Quevedo)

El azar, ese presente tumultuoso en que vivimos, quedaría así encauzado, dirigido, para convertirse en destino, como en las obras de Shakespeare, para llegar incluso a finales felices, como el encuentro no solo de amantes, sino de padres e hijos, últimos momentos de Lear con Cordelia, de Pericles y su hija, inocencia que supera todas las dificultades.

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Crisis de la monarquía. El rey emérito, verdaderamente el padre de nuestra actual nación, parece envuelto en escándalos financieros a los que la actitud de desvío del monarca reinante parece dar verosimilitud. Como nuestra nación misma, ese hombre que trajo luz y alegría a la política de un país cainita y gris parece atacado por el virus de la corrupción, o a la incapacidad para resistirlo, y que ha dañado toda la obra que se hizo entonces, llegando entonces a sus cimientos, verdaderamente. “Os vellos non deben de namorarse” es una reflexión vieja también; nos ilustra sobre cómo somos incapaces de aceptar el paso del tiempo, o no aprendemos nada de ese mismo paso, queriendo alargar miserablemente nuestros placeres, e incapaces de abdicar. Más gris sobre el gris en que vivimos, como el cielo de Madrid ahora mismo, tiempo agazapado en el fondo del cuadro. ¿Surgirá de ese pesar algo valioso?

Otras reflexiones: somos siempre nosotros mismos en lo profundo, también en nuestros remordimientos, y mis perplejidades íntimas, que en estos días solitarios vuelven con más fuerza, no se refieren tanto a mis fracasos más personales como a mis derivas intelectuales, a no haber encontrado un maestro que me condujera a aquellos saberes que ahora presumo me hubieran ayudado a deshacer un tanto la madeja del destino. Recuerdo las clases de aquel brillante profesor en la Universidad de Santiago, que abandoné, como todas verdaderamente, para ejercer una rebeldía solitaria e infeliz; quizá sus conocimientos hubieran ayudado a dirigir mejor mis andanzas –intelectuales, claro– hacia esa luz que llega del origen y debemos ver desviando un tanto nuestra mirada, como los mortales con los dioses –como se transluce de lo dicho, era profesor de saberes de lo inconsciente, como la Antropología. De todas maneras, la renuncia al maestro es una de nuestras pulsiones, necesidad de creernos y criarnos solos, como los héroes, seres sin patria ni familia, condenados a vagar sin pausa en busca del grial. Recordemos la advertencia de quien han sondeado en una moral apta para la vida “civil”, no para sectas, religiosas o ideológicas tanto da: C’est une grande folie de vouloir être sage tout seul («Es gran locura querer ser sabio sin ayuda», La Rochefoucauld).

Jueves, 19 de marzo

El aburrimiento es el crítico más agudo y veraz –seguimos con los libros, pues el tedium vitae es un tema más complejo, gran monstruo que nace con la libertad y la riqueza, al que se sacrificarán reputaciones, fortunas, lazos familiares… Señalaba Michel de Montaigne como es bueno recurrir a ellos cuando falta una compañía más cálida y cariñosa.

A veces pienso si no hay únicamente dos tipos de pensadores, los que oscurecen todavía más cuestiones difíciles per se y aquellos otros capaces de traer un poco de luz a esas mismas cuestiones. Montaigne aconsejaba, si algunos libros se nos caían de las manos, les diésemos apenas una segunda oportunidad, aún considerando que la culpa fuera de nuestra propia ignorancia; también señalaba cómo la lectura era «ejercicio débil, que no enardece», prefiriendo la más dinámica conversación, como hombre civil y no apegado a la tontería de tantos sabios, capaces, cómo decía, de volver abstrusa la cuestión más simple, dinastía de hombres que se agarran al saber como parásitos, los «sorbonícolas» de su compatriota Rabelais, que han paralizado cualquier atisbo de comprensión usando el curare de las citas y el veneno de la erudición. Es verdad que él mismo señalaba para su obra una labor de adorno, únicamente realzar con figuras y flores y frutos un tema que ya viene dado, pues sus maestros latinos y griegos le parecían insuperables. Estos escritores profundamente «amateurs», provenientes de un esqueje diferente, quizá del árbol de la vida más que del conocimiento, nos limpian en apenas un párrafo de toda esa necedad de algunos sabios, capaces por tanto de entregarnos al menos un atisbo de humanidad y no la soberbia de una doctrina: Excutendia damus praecordia –te doy mi corazón para que lo examines– presentaba sus escritos.

Los aparentes ringorrangos del plateresco, de los que hablábamos hace unos días, apuntan también a esa humilde pretensión de Michel de Montaigne en sus escritos, simple adorno para un tema ya pintado, imposible de modificar, pero que quizá en su aparente caos y desorden traía una nueva visión, un subjetivismo en que era más fácil introducir humor, una cierta alegría civil y humana en las cuestiones reservadas a los pomposos sabios. Alegría que manifestará también el llamado manierismo, en que el autor ha sido a veces clasificado, descanso ante la solemnidad de los hombres del Renacimiento, empeñados en retroceder hacia el Libro originario –como Don Quijote–, libro «hermético», escrito en un lenguaje jeroglífico y solo al alcance de los sabios. El risueño escepticismo de Cervantes, Shakespeare y el propio Michel de Montaigne permiten la entrada de aire fresco a ese gabinete y evitar así convertirnos en bustos pensantes, seres castrados emocional y vitalmente, como pretende toda república gobernada por sabios. Un poco de locura, si no se quiere tener más necedad, era su remedio ante esa tiranía, adelantados quizá en su pretensión por un Erasmo que la elogiaba, pues consideraba que la ignorancia era lo que permitía precisamente un poco de felicidad a la gente del común.

 

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Otro día más de encierro. Verdaderamente, para quien no guste de la soledad, o no sepa disfrutarla y sobre todo para aquellas familias con hijos –o viejos– a su cargo, estos días constituyen una prueba terrible, llevando al límite nuestras reservas psíquicas, aquellas que precisamente se crean en un cierto aislamiento, como el de pueblos más primitivos que acabarán por inyectar sabia nueva en las viejas culturas. Quizá, al desenterrar esa soledad, así como viejas historias, cuentos y juegos para los niños, mucha gente creará esa fuerza interior para sobrellevar esta misma crisis, y lo que venga después.

Viernes, 20 de marzo

Ayer por la noche revisitaba en una plataforma cinematográfica la muy británica serie Brideshead revisited –precisamente–; en especial su último capítulo, que cierra y culmina el tema de la memoria, como el escritor Evelyn Waugh consideraba la novela que sirve de inspiración a las imágenes. Capítulo crepuscular, verdaderamente, donde el protagonista siente que toda su formación, así como su cosmopolitismo de artista y hombre de mundo, no le han preparado para lo que se le ofrece en las últimas horas de lord Marchmain, el padre de su amada Julia, y no es sino el encuentro con la muerte, el momento en que superaremos la resaca de la ola en la playa, salto a otra dimensión que tiene algo de hazaña, de esfuerzo más allá de las fuerzas humanas y no deberíamos quizá emprender solos. De una forma inevitable esas desgarradoras escenas muestran, a través de los ojos de un admirable Laurence Olivier, los desesperados esfuerzos del viejo para agarrarse avaramente a una vida que ya no puede ofrecerle los placeres a los que estaba acostumbrado, y cómo los restos de su vanidad, el miedo a enfrentarse a su próximo fin, lo está consumiendo aún más que su enfermedad…; esa lucha, decía, me llevaban a la situación de tantos viejos que ahora mismo sabemos cómo nuestra vida pende verdaderamente de un hilo, víctimas preferidas de una pandemia que actúa con toda la británica crueldad de la selección natural. Pues se nos ofrece una posible agonía en la soledad más absoluta, sin poder recibir siquiera el consuelo de despedirnos de los nuestros, de hacer ese tránsito gozando de una mirada amiga, de compañías que puedan hacerlo más llevadero, menos cruel, solos en medio de una técnica sofisticada e impotente.

Sin embargo, pensaba, ¿no es acaso así para todos nosotros, los contemporáneos del futuro? Pues esa muerte en el propio lecho ya es imposible, como nacer en la casa familiar, último tributo pagado a una ciencia cruel y fría; sirve a tranquilizar así la conciencia de nuestros familiares y amigos, nuevo rito social, como antes lo eran otros, quizá más humanos y piadosos –nuestro mito es la ciencia y su rito, la técnica, supo muy pronto Nietzsche. Sin embargo, un hombre de tan burgués sentido común como Michel de Montaigne rechazaba esos mismos ritos, pues no causaban más que incomodidades al pobre enfermo y le impedían recogerse íntimamente en sus últimas horas: duele el alma de ver el verdadero dolor de los nuestros y aún más los lamentos fingidos de tantos otros, afirmaba, y prefería para esos momentos la soledad del viajero; para lo que buscaba que su hospedaje fuera cómodo y no desentonase así con las costumbres de su vida entera, si acaso llegase el final. Sus risueños contemporáneos quizá nos sirvan de ejemplo para afrontar un paso tan duro y difícil, como Cervantes en su presentación del Persiles, adelantando el suyo propio con extraña exactitud y despidiéndose de la vida con una ironía revestida de humildad y esperanza: ¿se muere como se escribe? También, Shakespeare nos deja un último juego de palabras en su propia tumba, brindis final en el banquete de la vida.

De todas maneras, son disculpables la flaqueza de ánimo, el temor y aún el pánico, producto a veces más de la imaginación que otra cosa, pues, como el viejo Marchmain, esperamos volver a ver volar de nuevo los gansos que decoraban las paredes de su cuarto, tiempo cíclico frente a una desconocida eternidad; el propio Montaigne huyó desbocado de la peste que asolaba Burdeos, ciudad de la que además era alcalde, y aunque hablaba de la serenidad –casi indiferencia– del hombre del común ante la proximidad del fin, arañando a veces una tumba con sus últimas fuerzas, quizá ya ni él mismo, ni nosotros por tanto, podemos afrontarla con esa misma actitud: “Le soleil ni la mort ne peuvent se regarder fixement” (No podemos mirar con fijeza ni al sol ni a la muerte, afirmaba su compatriota la Rochefoucauld.

Alguien debe hacer también el duro papel de ayudarnos a despertar de nuestra inconsciencia y prepararnos a afrontar ese paso, si la propia enfermedad, o el dolor ya no lo consiguen, así como los ritos que se le destinan; alguien querido, como la propia hija de Marchmain, Cordelia –de resonancias shakesperianas–, al señalarle sus crímenes pasados, el abandono de sus deberes como padre y marido, que había olvidado con tenacidad de viejo libertino, al igual que su homónima hace patente la vanidad del viejo rey Lear para después acompañarlo en los últimos momentos, pues ya había sufrido excesivamente las consecuencias de su locura y su vanidosa generosidad. ¿De donde, entonces, sacar esas fuerzas para afrontar el último paso, cuando llegue? Quizá la memoria misma venga en nuestro auxilio, como para el protagonista de la novela con la que abríamos este interrogante; podríamos así escribir la de nuestra vida, de aquellos momentos felices en que logramos atisbar un mundo donde todavía el tiempo y la vida misma no había manchado de decepciones y fracasos. Juegos de infancia, amistades, amores, pueden orlar ese tema que ya no podemos cambiar, pero al que daremos nuestro propio sentido.

En fin, dicho está. Ya que hoy nos hemos puesto un tanto trascendentes, dejaremos para otro día el tema del aburrimiento, esa gran peste que nace curiosamente con el progreso y el confort, desdicha que alcanza primero a los “esplenéticos” ingleses, envidiosos de la ligereza y el ingenio de los decadentes franceses en medio de toda su riqueza y poder.

Sábado, 21 de marzo

Cuenta Ramón Gómez de la Serna, en su empática biografía de don Ramón del Valle-Inclán, muchas anécdotas que ilustran el talante atrabiliario y la extraña cultura del escritor, así como un carácter presidido por el lema de su juventud, “todo orgullo, nada vanidad”, escudo bohemio ante las asperezas de la vida literaria para hombres que pasaban su vida en el café, recibiendo allí a sus amigos y admiradores, como en un ceremonial cortesano, convertido en salón propio para quienes a menudo no tenían verdaderamente donde caerse muertos. Pues bien, en esa atmosfera pobretona, en aquel Madrid alucinado y hambriento, las paradojas, las anécdotas, los vituperios del escritor ponían un punto de maravilla y escándalo para los espectadores de sus ocurrencias. En una ocasión así, uno de los contertulios de su cenáculo comenzó a hablar de la melancolía de no se qué escritor como uno de los rasgos de sus obras; Valle, que no toleraba insubordinaciones en según que materia, le interpeló bruscamente: ¿En qué años se escribió esa obra de la está usted hablando? Ante la respuesta quizá amedrentada del tertuliano, “sobre 1850”, la fulminante réplica: lo que usted dice no puede ser, y ante la sorpresa general, dictaminó: “la melancolía no se inventó hasta 1870” –cito a ciegas–. ¿Puro gusto por la paradoja, por epatar? Quizá algo de esa actitud vanidosa, a pesar de todo, sí habría en sus salidas, que algunos golfantes recopilaban, o inventaban, para que llegaran frescas a los periódicos y cobrar por ello –chuletas de Valle-Inclán, las llamaban–; pero también se corresponden con la necesidad de limpiar el territorio del escritor, el lenguaje mismo, para aclarar la atmósfera un tanto sofocante de nuestra literatura, y de paso la del propio café, empeño que le llevó a un estilo que tienen algo de esa austeridad de sus costumbres, así como de chulería madrileña: “más chulo que un ocho”.

El aburrimiento, entonces, ¿cuándo se inventa? Porque recordamos cómo nuestros abuelos no se aburrían jamás, o era un aburrimiento como el de aquellos mozos que en un día así se tiraban a un pozo, o se enrolaban en una guerra, o tomaban camino de Indias. En el principio era la acción, dirá Fausto, harto de que sus noches en vela no le traigan más que íntimos fracasos, para caer después, como nuestro saber, en manos del demonio, es decir, de la voluntad de poder. En ese mismo sentido lo usa un experto en melancolías, Marcel Proust, apuntando el extraño comportamiento de algunos mozos aldeanos, incapaces de soportar la angustia del que busca, frente a la seguridad del que actúa o crea. También podemos reseñar en la obra del neurótico parisino sus observaciones sociales, en que un resto de esnobismo aflora quizá inconscientemente, señalando el destino de algunos personajes, como la marquesa de Villeparisis, a quien cree una reina de aquella exquisita sociedad, hasta que es desengañado por el barón de Charlus, neurótico experto en esos saberes mundanos. Al parecer, un atavismo irresistible llevaba a algunos aristócratas a menospreciar todos sus ventajas sociales, adquiridas por nacimiento, a dejarse resbalar por la pendiente de los escándalos, del desprecio hacia las conveniencias, con una voluntad casi neurótica; después, intentarán trabajosamente, con un esfuerzo titánico, recuperar ese lugar que alegremente despreciaron en su juventud, como la marquesa misma, ante la mirada aviesa y distante de sus más encopetados parientes, como el propio barón.

Lunes, 23 de marzo

(Ayer, súbitamente, un malestar general que me hizo temer lo peor; mi reacción no fue demasiado honrosa y comencé a perder un tanto la calma y el autocontrol. Imágenes de desolación y dolor me asaltaban, curiosamente poco después de escribir sobre los miedos y angustias que acababan con las escasas fuerzas del pobre Marchmain, hasta su reconciliación final. ¡Ay! Como se decía en los folletines, nuestra mente y nuestro corazón son insondables).

¿Quienes se aburrirán primero? Un experto en el territorio de la sinrazón, compañera del auge de una razón crítica, Michel Foucault, nos ilustra cómo se señalaba ya la enfermedad en los “espléneticos” ingleses, cara oculta de la riqueza y el confort, pues de “medios” entre el hombre y la naturaleza, como la libertad misma, han decaído en libertad de intereses. Una confirmación de esta aparente paradoja podemos encontrar en un documento muy curioso sobre la educación de un noble inglés, las Cartas de lord Chesterfield a su apagado bastardo, en que le señala la importancia de una educación a la francesa, incidiendo en la importancia de las clases de baile para lograr esas grâces que hacen la vida agradable, frente a la adustez de sus compatriotas ingleses, aburridos en medio de todo su poder y sus riquezas, como algunos contemporáneos ya señalaban. ‘El aburrimiento’ se titula uno de los capítulos del Rojo y negro stendhaliano en que el protagonista, Julien Sorel, debe fingir unos amores para intentar recuperar el de Matilde de la Môle, la bella muchacha a quien una educación religiosa ha convencido de que su posición y fortuna le dan ventajas en la carrera hacia la felicidad, inermes por tanto ante una pasión que les libra de la monotonía y la frialdad de todas las restauraciones. Quizá esa educación sea la nuestra, convencidos de que se nace para ser feliz, para lograr esa alegría que ya solo vemos en los pobres y desgraciados, observación que una prostituta rusa hace a Tony Soprano, el televisivo mafioso, y que señala como la causa misma de la angustia de los yanquis, de su carácter de niños ahítos de juguetes y caprichos. En fin…, ese monstruo vino para quedarse, dando lugar inclusos a una industria de la diversión;  nuestros primeros modernos ya lo señalaban: hemos representado la necesidad en los días laborables y el aburrimiento en los domingos, dirá el filósofo de la voluntad, cuando todavía el trabajo permitía escapar de la ratonera burguesa, mientras la vida social se iba dejando a bohemios y mujeres de fortuna, como la propia madre del filósofo, reina en la pequeña corte que el poeta Goethe disponía en Weimar. Idéntica pulsión encontramos en otros personajes, reales o ficticios, dando lugar al esnob, al ser cuya pasión secreta, devoradora, es ser aceptado en la sociedad elegante, y que precisamente por ello jamás será aceptado. El pintor Salvador Dalí conocía la reflexión con que un aristócrata francés –quizá un Poligny, sus protectores en épocas difíciles– adoctrinaba a su hijo sobre las conveniencias sociales: las fiestas se dan sobre todo para los que no asisten a ellas; irónico apunte del verdadero ser social de los hombres, de ese valor simbólico de la vanidad en que la dificultad aumenta el precio de lo que por sí no vale apenas nada. El propio pintor lo aplicó en su vida parisina, pues hacía rabiar a los surrealistas cuando les decía que iba a un salón de aristócratas, y a estos cuando se despedía para irse… con los surrealistas. “Somos prodigiosamente corporales”, señalaba más cariñosamente Michel de Montaigne cuando veía la multitud de ceremonias en que consiste principalmente la vida, pero también nos pedía que estemos listos para dejarlas en cualquier momento… En su castillo recibía a los amigos, lugar de acogida y alegría en épocas difíciles, de guerras que habían roto lazos tenidos por sagrados, isla invulnerable en medio de la violencia y el odio para su propia sorpresa, pues no tomaba ninguna precaución, o solo las corrientes, o quizá por eso mismo: el exceso de defensas atrae el peligro, creo que razonaba para explicárselo, al igual que el miedo atrae al crimen.

Al lado de esta necesidad de diversión, crece también la soledad, esa otra planta que se sembró en los albores de nuestra época, esqueje de la voluntad de poder y de la pérdida de las señales del paraíso. Pero dejemos estas reflexiones un tanto amargas para otros tiempos.

Lunes, 23 de marzo

“Nous promettons selon nos espérances y nous tennos selon nos craintes”, se lamenta Rochefoucauld de nuevo, para señalar como aquello que tememos es finalmente aquello que conseguimos, melancólica constatación que puede aplicarse a esa soledad en que tantos vivimos, agotados de rechazarla, incapaces de disfrutarla.

La escasez de diarios, de autobiografías, de libros de viajes incluso, la señalaba el doctor Marañón, creo recordar, como característica negativa de nuestras letras, falta de una exposición más personal, más íntima, de nuestra personalidad, de nuestras perplejidades, íntimas también. Esta extraña ausencia forma quizá parte de lo que algunos europeos llaman la “dureza” española –Ernst Jünger, verbigratia, incapacidad para expresar emociones, conservando siempre el dominio de la expresión y un tiránico control sobre nuestra intimidad. No creo que esta apreciación pueda aplicarse a montón, pues tenemos ejemplos de una exposición de sentimientos delicados, desde las cantigas de amigo medievales, en nuestros místicos, el gran Garcilaso y el propio Cervantes, aunque poco seguido curiosamente, no hasta Galdós quizá, discípulo no muy aventajado. Más fuerte ha sido la corriente “dura”, desde nuestros romances guerreros, burlesca a menudo, como nuestras coplas medievales de escarnio y “maldicer”, después Calderón o el gran Quevedo, y el diminuendo de expertos en pícaros, o los abstrusos culteranos. Quizá estos representen ya a una nación que se bate en retirada, puesta a la defensiva frente a la llegada de una razón más soberbia, “cogito” que la justifica y nos clasifica a los españoles con el epíteto de “melancólicos”, como nuestro don Quijote, pues nuestras locuras resplandecen ahora más con la aparición de consideraciones de carácter burgués: “no es suficiente poseer grandes cualidades; hace falta la economía”, se lamentaba La Rochefoucauld, moralista para gente elegante. Como meteoros en la oscuridad de la sinrazón resplandecen las preguntas desesperadas de don Francisco de Quevedo: “¡Ah de la vida!… ¿Nadie me responde?/ ¡Aquí de los antaños que he vivido!/ La Fortuna mis tiempos ha mordido;/ las Horas mi locura las esconde”. Un penúltimo soberbio esqueje de esta dureza, de este sobrehumano control sobre nuestras emociones lo representa quizá la llamada generación del noventayocho, criada ya en los estertores de la decadencia y defendiendo una puritana vuelta a las esencias, como nación encastillada en sueños de pureza, así como la consideración de la muerte como verdadera compañera del ser español, y la decrépita Toledo símbolo de todo ello: ¡Viva el Greco!, ¡Viva Toledo!, se gritó en una excursión de “noventayochistas” a la ciudad. En esa excursión hacia nuestro ser profundo estaba presente el gran don Ramón del Valle-Inclán, que nos sirvió de guía en las incursiones por la vida bohemia, hombre de costumbres y vida espartanas, tan insensible al dolor que fue capaz de fumarse un puro mientras le amputaban un brazo, dice su leyenda. Verdaderamente, en su obra apenas deja traslucir nada sobre su intimidad, o al menos traspasar sus sentimientos a alguno de sus personajes, si acaso al bárbaro don Juan Manuel de Montenegro, que tenía miedo de ser el diablo mismo; o las trapisondas dramáticas de la bohemia, en su Max Estrella. Defensa quizá de la burla, el maldicer de sus paisanos, que le buscaban las cosquillas de su genio para que lo afilase: ¿Qué es ser homófago?, le preguntó un impertinente contertulio en cierta ocasión, interrumpiendo su disertación: “Animal que se alimenta de los de su misma especie; por ejemplo, usted sería homófago si comiera besugo”, fue su afilada respuesta.

Martes, 24 de marzo

¿Qué decir sobre la situación de tanta gente? La mayoría de los ciudadanos solo recibimos información “profesional” sobre la terrible lucha que está ocurriendo en los hospitales, en residencias, en lugares habilitados para atender al número creciente de los infectados; solo aquellos a quienes directa o indirectamente afecta la enfermedad sienten el terrible shock del destino, de un inmisericorde azar que les va a someter a pruebas terribles en muchos casos. Reservas de fuerza y de virtudes a menudo ignoradas pueden aparecer en estos casos, frente a la miseria moral y el oportunismo de algunos.

Según pasan los días, se tiende a tener una sensación de invulnerabilidad, como si lo que está ocurriendo no pudiera afectarnos, convertida la amenaza, a través de todos los filtros con que la recibimos, en una historia “virtual”, guerra que se alimenta de las cifras y estadísticas que se nos muestran cada día al despertarnos y no fuera con nosotros, simples espectadores; como en toda política, se nos dice que se está trabajando para nuestro bien, para que volvamos a disfrutar de los espectáculos y las comodidades a las que estamos acostumbrados. El otro lado de la moneda es el continuo gotear del miedo en la clepsidra de nuestra conciencia, aumentando la angustia y el sentimiento de inutilidad de nuestras propias vidas, sintiendo la miseria de un destino incierto que acabaría por alimentar simplemente esas estadísticas, esos números.

Un buen amigo había pedido reincorporarse a su puesto de trabajo como médico y ha sido destinado a la primera línea de batalla; como en todas las guerras, los inútiles de la retaguardia miramos a los combatientes, ayer aplanados y vulgares como nosotros, como seres de una raza aparte, tocados por un halo de misterio, fraguados en fuegos más fuertes, como los héroes, y emparentados con seres mitológicos, con Asclepio mismo quizá, divinidad curadora, representado en la época helenística portando esa triple cabeza que el Renacimiento convirtió en una imagen del tiempo mismo y en alegoría de la prudencia, como vimos en el gran Tiziano. Sed prudentes también, valerosos soldados de esta guerra, y así los acobardados inútiles ciudadanos podamos abrazaros pronto de nuevo.

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Abramos un pequeño espacio para que nuestras angustias y miedos, también nuestra buena fe,  puedan recogerse y comentemos cualquier otra cosa, como lecturas, u otra actividad con que entretenemos estos días, como los afortunados jóvenes del Decamerón, contándose historias divertidas y a menudo pícaras, que acaso formarían el fondo sobre el que se podría pintar ya la nueva vida después del aislamiento; aunque nos las contemos solo a nosotros mismos, tendrá al menos el carácter de una invocación.

Desde hace algún tiempo quería leer un título del recientemente fallecido Roger Scruton sobre el Conservadurismo, esa política que parece carecer curiosamente de “principios”, de ideales, al lado de pensamientos políticos de izquierda, o el mismo liberalismo, y esa carencia fuera precisamente una de sus características propias, desapegado de la funesta Ideología, la pesadilla de Terra para Vladimir Nabokov. Pero apenas he comenzado y no he podido retomarlo, incapaz de lecturas un tanto excesivas para el estado de lector inerme en que me encuentro; verdaderamente me interesaban las lucubraciones de un inglés sobre una política que fuera de ese país no ha alcanzado relevancia, asimilada a menudo a “reaccionarismo”, defensa de privilegios y políticas que parecían ya intolerables a los profetas del porvenir, y en la vieja Europa toma a menudo disfraces curiosos: moderado, liberal-conservadores, demócrata-cristianos, o cualquier otro adjetivo que disfrace  su filiación al pasado. En cambio, para los ingleses significaba conservar esa máquina probada de su propia política, que les llevará al dominio del mundo bajo la égida de la reina Victoria, precisamente, y no la defensa de un ancien régime que habían transformado en un gobierno de la aristocracia hacía ya mucho tiempo, desde la Gloriosa revolución de 1680.

Qué sentido tiene hoy el conservadurismo, se preguntaba un pensador a contracorriente como Ernst Jünger: intentar evitar el suicidio colectivo, respondía –aunque quizá no era suya esta reflexión, la acogía como propia. Más que una política concreta, entiendo que el pensador alemán consideraba el conservadurismo como una actitud ante la historia, y su defensa una más de las batallas contra la ideas ilustrada y positivistas de progreso, así como del equivalente social del progreso mismo, el darwinismo; batalla del pensamiento alemán desde Goethe, y ya después los románticos, contra la idea de humanidad, tan francesa, a la que oponen el principio político de nación y el cultural de Volk, el pueblo, raíz de lo que se considera “cultura” como fuerza generadora de pueblos y naciones, frente al progreso “intelectual” como motor de la historia. Esta lucha se dirigirá también contra el materialismo, en que la filosofía y las ciencias biológicas unidas nos convierten en parte de la naturaleza, pero de una nature mort, no de la naturaleza “viviente” de Goethe, de nuevo, en que la metamorfosis a través de figuras produce formas que el tiempo deberá aquilatar; no la evolución inglesa, en que el tiempo es el único protagonista. Pues un idealismo trascendental sería la verdadera patria de ese pensamiento.

En fin, que no he ido mucho más allá en la lectura, pero quizá sirva para entender ese “conservatismo” en que de nuevo la prudencia pueda aparecer como centro de la política, no esa imagen de un único futuro que parece devorar cualquier posible intento de evitar –o al menos retrasar– ese suicidio colectivo que oscuramente entendemos y sentimos, cuando las cifras y el estrépito del tráfico enmudecen, como ahora mismo.

El mismo autor, al que desconocía hasta hace nada y casi a la vez que me enteraba de su fallecimiento, dedicó su último libro a la tetralogía wagneriana El anillo del Nibelungo, lo que me empujó a buscar también ese libro en concreto e intentar saber algo más de la historia de ese anillo que Richard Wagner convirtió en centro de toda una mitología, así como de su decadencia y final. 

25 de marzo

En las óperas de Richard Wagner texto y música deben caminar juntos para entender las intenciones del autor, que prefería para sus creaciones la consideración de “obra de arte total”, equivalencia romántica de la tragedia griega y su capacidad de conmover el espíritu, de enfrentarnos a nuestras angustias y recrear un nuevo ser, liberado durante esas horas de las cadenas de la voluntad. Viejas leyendas y mitos le sirvieron para esta obra en concreto, el Anillo, historias que conforman el Volskgeist, el espíritu del pueblo, saber inconsciente, profundo, que fue recogido por los jóvenes poetas del Sturm und Drang para crear una imagen de la nación alemana que escapara al frígido aire que venía de Francia, convertidos todos en ciudadanos de una única república. (Günter Grass en El rodaballo. Recordaba el capítulo dedicado a este movimiento, al grupo de jóvenes románticos que se juramentan para iniciar esa tarea, con los hermanos Grimm, Brentano , von Arnim… y Bettina, esposa de este último, especie de musa de todos ellos; el mismo rodaballo de la novela no es sino el protagonista de un cuento tradicional, pero como en la novela se recoge una versión del mismo en que la mujer no aparece como causante de la ruina de la pareja que lo encuentra y pide los tres deseos canónicos que el astuto pez les concede para conseguir su libertad). La recuperación de esos viejos cuentos y leyendas –entre ellas, la de los Nibelungos– permitiría señalar la existencia de una nación alemana en un sentido cultural, profundo, ya desde la Edad Media, desaparecida de la historia tras el final del imperio de los Stauffen, refugiada en el folklore y en la voz de sus poetas.

Como sabemos, el Cantar de los Nibelungos es una obra escrita en el siglo XIII, de la que existen varios manuscritos, y revitalizada a partir del siglo XVIII como el cantar por excelencia del pueblo alemán. Formaría parte de una literatura cortesana, elitista, de los Meistersänger o trovadores, para uso de la nobleza y las cortes, imagen histórica de una nación, como la religiosa lo es de una eternidad sin límites temporales. De todas maneras, Richard Wagner no siguió este poema como única fuente para su obra, sino que la amplió a una puesta al día de toda la mitología nórdica para entender el nacimiento del mito, precisamente en la primera parte de su tetralogía, el Oro del Rhin, donde el nibelungo Alberich renuncia al amor para poseerlo y crear ese anillo que despertará la ambición de los gigantes y los propios dioses, y a la larga su propia ruina. El héroe, el ser que desconoce el miedo, Sigfrido, se lo arrebatará para los hombres, pero sin poder romper la cadena de sufrimiento y muerte que provoca, hasta que el anillo vuelva al Rhin. Para los dioses y los héroes, significará el Götterdämmerung, el final de su reinado; para los hombres, la posibilidad de dirigir su destino.

La mitología “clásica”, esto es, de herencia griega y romana, renovada en Occidente en los continuos Renacimientos que caracterizan nuestra admiración por el mundo antiguo, se adaptó para ilustrar motivos filosóficos o religiosos; así, la imagen clásica de Hércules inspirando la del propio Cristo en la Edad Media, o bien los mitos clásicos se visten con las formas del nuevo arte, Dido y Eneas jugando al ajedrez en un jardín medieval, siguiendo las ideas de los Ovidios moralizados. Si la filosofía de Platón y Aristóteles, llegada a través de las escuelas musulmanas, servirá para entroncar con la obra de los principales teólogos medievales, esta mitología heroica de la que Wagner se hizo eco ayudará a crear nuestra imagen histórica, marcada por la presencia de un final, descanso para una historia de violencia y muerte, que solo será posible con un cambio metahistórico, fin de la historia misma y llegada de un nuevo reino. En la mitología nórdica será el de Balder, el dios muerto antes del fin por la astucia del malvado Loki y que ha escapado por tanto a la maldición; su reino será entonces una especie de paraíso en la tierra, donde los hombres vivirán en paz y armonía, presididos por al imagen de la justicia, ahora convertida en el primer rango social, no ya degradado como en la época del reinado de Wotan, pues el dios Tyr, su representante, había usado de engaño para atrapar al lobo Fenrir, el hijo de Loki que desencadenará la batalla final, el Ragnarök, a cambio de perder su propia mano, al igual que Wotan mismo había tenido que ceder un ojo para obtener la sabiduría de las runas. Los juramentos incumplidos, las promesas rotas, señalan a la larga el destino de los dioses, como la terrible figura de Erda, la Madre, le señala al propio Wotan en la obra de Richard Wagner.

P. S.: Debo recordarme a veces si lo que estamos viviendo no será la catástrofe –¿final?– de los sueños de la globalización, de un mundo en que parecían vencidos los límites espaciales y solo el futuro se resistía levemente a ceder su misterio, pues el pasado ya no importa a nadie. Pues este aislamiento, y nuestro miedo, nos lleva a veces a ignorarlo, decía ayer, como si se tratara de una más de las batallas virtuales a las que asistimos desde la comodidad de nuestros sofás, así como a no empatizar con el sufrimiento de tanta gente. Estos días novelaba acerca de la convivencia y pensaba en los vecinos de la vieja corrala en que tengo mi vivienda, habitantes a los que va llegando el sol y la luz de los días luminosos y más cálidos de la primavera. En algún caso, los imaginaba viviendo ya esa soledad a que están abocados tantos y temía si acaso alguno estuviera enfermo e incapaz de abandonar su vida de eremita ciudadano, que a nadie importa. En algún caso, me hubiera gustado saludar e iniciar un acercamiento en estos momentos tan extraños, para ofrecer mi ayuda, pero no me atreví. Después pensé si quizá alguno tendría ese mismo desasosiego respecto a sus vecinos, así como el pudor de los desheredados de la fortuna, que ni siquiera estas terribles circunstancias en que vivimos permite superar.

Viernes, 26 de marzo

Revisaba ayer imágenes de la famosa tetralogía wagneriana, sobre todo de su desenlace, el famoso Götterdämmerung, en que la valquiria Brunilda se arroja con el anillo al fuego de la tumba de Sigfrido para poner así fin a su nefasta influencia y a sus propios sufrimientos, lo que destruye también el Walhalla. En Sigfrido el encuentro entre este y un melancólico Wotan, en figura de Peregrino, o Paseante, despreciado por el héroe a quien ya in pectore había proclamado su heredero e incapaz también de evitar su destino, ligado al terrible anillo.

En su obra, Wagner no sigue la historia más común sobre esta mitología, la Edda del poeta Snorri Sturlson, nuestro Homero verdaderamente y la Volupsá, el relato de la vidente sobre el destino de Wotan y los dioses en el Ragnarök, como su final. Frente a la tumultuosa descripción en los Edda de la terrible batalla, desencadenada por las astucias del Loki, donde el peso de los gigantes rompe el arco iris que sirve de paso a los guerreros que salen a combatir desde el Walhalla, Wagner nos presenta a Wotan como un ser torturado por sus errores y el conocimiento de un final para los dioses, que solo un hombre libre sería capaz de evitar; esta sería la misión de la estirpe de los Walsengos, que él mismo había engendrado y deberá exterminar; como señala amargamente, un dios solo puede crear esclavos. A ese destino se entregará después sin apenas resistencia, como le confiesa a Erda, la Madre, imagen de la materia primordial, del misterio de la creación. También revisité las escenas en que las Nornas anuncian el final de los dioses; las Nornas, nuestras parcas, hilan el destino “fuerte” de los dioses, al lado del árbol cósmico de esta cosmogonía, el fresno Yggsidril, que temblará y desgarrará durante esta batalla escatológica, pero no se derrumbará, a la espera de una nueva era. En la obra del músico y escritor alemán, el fresno está seco y ellas hilan la urdimbre del destino en unas rocas que la desgarrará. En sus palabras aparece la razón de esa decadencia mortal del fresno, que arderá también con la pira de Sigfrido, debido a una nueva imprudencia de Wotan al arrancar una rama del fresno para procurarse una lanza, hazaña pareja al de ser colgado durante nueve días y nueve noches de sus ramas para alcanzar la sabiduría de las runas, y que para algunos estudiosos –¿Eliade?– le sitúa en la senda de los chamanes, pues podían recorrer todos los mundos de su cosmogonía, e incluso recuperar las almas de los muertos.

Las Nornas se corresponden con el componente ctónico –el lado nocturno– de la mitología nórdica y representan su triunfo final frente al mundo solar de las divinidades, pues trazan un destino al que los propios dioses están sometidos, urdimbre secreta que se impone a la trama de los dioses mismos, incapaces de vencerlo. Mientras tanto, los dioses están ciegos –o al menos, tuertos– y su soberbia y locura les lleva a su ineludible final, así como el propio Sigfrido es incapaz de escapar al encantamiento del anillo. Para Wagner, el pueblo mismo que asiste a los funerales del héroe debe tomar ahora las riendas de su destino, una vez se ha cumplido la profecía de su amigo Nietzsche sobre la muerte de Dios, que ha arrastrado también a reyes y héroes. En la mitología original, y eso es algo que a menudo no se enfatiza, habrá una nueva era, presidida por el joven dios Balder, que ha escapado al destino de los demás dioses, retenido por Loki en el Hell; será una nueva era de paz y armonía, donde los dioses hasta entonces obviados o menospreciados, dioses menos terribles, protectores de la agricultura y el comercio, vigilarán la vida de los hombres.

P. S.: ¿Y adónde conduce toda esta larga disertación? Las locuras y astucias de Wotan y Loki, la peligrosa inocencia de Sigfrido, la avaricia de los Nibelungos, ¿significan algo para nosotros? O si acaso para sus contemporáneos, ¿serían algo más que una mera retórica cortesana?

El poeta que transcribe los Edda, Snorri Sturlson, era ya cristiano, como sus compatriotas islandeses, que se habían convertido por decisión de su asamblea, el Allthing, hacia el año 1000 de nuestra era; en el propio final del Edda, la vidente considera mera superstición estas leyendas, puras fantasías paganas. Sin embargo, conformaron el imaginario de las cortes y también el popular, pues la leyenda de Sigfrido formó parte de un saber que crea el Volksgeit, llegando incluso a la cálida España, como se aprecia en la portada de la iglesia de Santa María la Real de Sangüesa, cuyos equivalentes iconográficos se encontrarían en iglesias de la lejana Noruega (en Hyllestad, al parecer). ¿Tan lejos? No olvidemos que la villa de Sangüesa estaba en el camino de la peregrinación a Santiago, camino fundador de Europa misma.

8. Leyenda de Sigurd, en Santa María la Real de Sangüesa

En la imagen de la izquierda, el herrero Regin (el Mime del Anillo) intenta forjar de nuevo a Nothung, la espada que Wotan había creado para los Walsengos; a la derecha, Sigurd, nombre con el que Sigfrido es conocido en los países nórdicos, mata a Fafner, el gigante convertido en dragón para defender el oro de Ruhin, a la vez que este muerde la mano del héroe; su sangre le permitirá entender el canto de los pájaros y conocer así las pérfidas intenciones de Mime. En otros relieves se mostraría al propio Sigurd probando la espada, o entregando a Regin el corazón de Fafner. La figura de Sigurd o Sigfrido, de carácter solar, así como el dragón simbolizaba las tinieblas, permitió una sencilla cristianización de la leyenda.

El estudio de esta mitología ha trazado una relación estrecha con la famosa cultura aria o indoeuropea, trasladada desde Irán a la India y ya después, hacia Occidente, para llegar a griegos y romanos, o a los propios pueblos nórdicos, incluso a señalar su relación con el chamanismo, como habíamos visto. Ese fondo indoeuropeo, aplicación a la historia del método de la lingüística comparada, se refiere sobre todo a la famosa tripartición de las funciones de las divinidades, así como su aplicación a la sociedad humana, con Varuna y Mitra a la cabeza, “dios soberano mago” y “dios soberano jurista”, respectivamente (G. Dumezil). En el mundo clásico, se corresponderían con las figuras de Júpiter y Fides, así como Odín –o Wotan– y Tyr en el germánico. Incluso, la guerra de los hermanos Pandava en el Mahabarata puede relacionarse con la batalla escatológica nórdica, el Ragnarök, pero aquella no supone la aniquilación de los propios dioses y el comienzo de una nueva era. Lo que sí se señala en general es el carácter guerrero de la cultura germánica, que haría palidecer precisamente las figuras asociadas al derecho como Tyr, así como la llamada tercera función, de paz y prosperidad, representada por Njörd y sus hijos, se asimila tardíamente a la estructura mitológica, ligada quizá a los dioses llamados vanes, mientras las funciones religiosas y guerreras lo están más menudo con los ases, como el propio Wotan, o el dios Thor, o unidas ambas, como en el caso del propio Wotan, mago, pero también líder guerrero, así como Tyr, más ligado a la justicia, es a menudo un dios guerrero también. (Para liar aún más el enrevesado tema, como en los adornos del arte nórdico, señalar esa guerra entre los dos grupos de dioses, pues los ases no quisieron darle ese título a los vanes, como el védico Indra con los Vaysia. Finalmente, en ambos casos la guerra se saldó con un acuerdo, sellado entre los dioses nórdicos por el hidromiel de Mimir).

Sábado, 28 de marzo                                                                                                                                                                                                     

Hoy se cumplen ya las dos semanas del aislamiento que en principio se nos impuso para intentar frenar a nuestro invisible e indeseado huésped, para rendirlo quizá por hambre, o de abandono y soledad, antes que nos ocurra a nosotros mismos; enseguida parecieron insuficientes y ese período se alargó, pues el huésped se había colado ya por todos los rincones y nuestros descuidos da ayer aparecen ahora en forma de cifras y estadísticas acerca del desamparo y la angustia; esperemos que pronto lo sean de la esperanza.

En las redes “sociales”, el aluvión de información, de ruido mediático, es incontenible, contrapunto del silencio que se vive ahora en las ciudades, donde puede oírse en pleno mediodía el trinar de los pajarillos y pasean pavos reales por el asfalto. Frente a una paz social forzada, la guerra por el dominio de las redes sigue con toda su virulencia: fakes, ataques virales, desinformación, timos…, manteniendo nuestra vigilancia, señalando nuestras debilidades y angustias, a pesar de que quisiéramos mostrarnos confiados, sobre todo ante nuestros amigos y familiares. Por otro lado, en cuanto la tensión afloja mínimamente, la gente vuelve a su rutina “mediática” y los chistes, o la malevolencia, vuelven por sus fueros, muestras de una profunda herida social que no se cierra ni siquiera en estas terribles circunstancias. Críticas venenosas, furiosas o entusiastas, aparecen de nuevo –así como extrañas conductas en quien deben tomar decisiones– avaladas por nuestros propios políticos a menudo, para señalar ese deseo de autodestrucción que nos caracteriza desde hace años, veneno que ha ido penetrando en nuestra vida y nos muestra como una sociedad verdaderamente enferma, no solo del cuerpo.

Otras cifras e imágenes señalan cómo, mientras la humanidad enferma, el planeta aparece cada vez más sano, señalando los traumas de una convivencia que ya no parece posible.

Ahora, sigamos con el Götterdämmerung…

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Esta mitología “germánica”, que nos resulta extraña por ser quizá nuestra, asombraba a un estudioso de su literatura como Jorge Luis Borges por incluir un paraíso, el Walhalla, donde la ocupación y el placer de sus moradores sería una continua guerra, con sus 400 puertas que pueden cruzar 800 guerreros y cuya multiplicación da la cifra de 432.000, la duración del año cósmico hindú, señala otro estudioso de esta mitología y de sus relaciones con el mundo ario. Esa extrañeza nos lleva a buscarle filiación con otros mundos culturales, incluso con una corriente del “sincretismo” helenístico que llegaría desde Roma a las selvas germanas – sugiere Joseph Campell, el mismo autor que señala las cifras anteriores–; también con cultos chamánicos, como habíamos señalado, Wotan colgado nueve días del árbol Yggsidril, sacrificado él mismo a sí mismo para obtener la sabiduría de las runas. Para un estudioso de nuestros orígenes –y nuestra decadencia– como Oswald Spengler, la imagen del Walhalla es ya propiamente occidental, creada al gusto de la aristocracia germánica, como el Olimpo homérico lo fue con la griega, mientras el Hell –el infierno– siguió vivo en el imaginario popular; literatura de corte y castillo que se opone al libro de iglesia, el que contiene la verdad.

¿Qué relación puede establecerse con la época histórica en que nacen, o se ponen por escrito, estas leyendas y toda una mitología? ¿Nuestra imagen histórica asume ese carácter guerrero, casi suicida, de la cosmovisión vikinga? ¿También nuestra idea de destino? Es curioso el hecho de que la inspiración para comenzar su monumental tetralogía del Anillo le llegara a Richard Wagner mientras intentaba emprender una opera sobre la figura de Federico Barbarroja, el emperador alemán que añade el reino normando de Sicilia al Sacro Imperio romano-germánico, pulsión de los hombres del norte por acercarse a una tierra donde los mitos clásicos estaban todavía presentes. Federico se enfrentará al Papado por el dominio del mundo, en una lucha donde ambas partes resucitan el Anticristo, imagen del enemigo, y los gibelinos, los Weibling, serán la encarnación de esos Walsengos que Wotan había destinado para el futuro dominio del mundo. La imagen de Federico recuerda al mismo Wotan, el viejo barbado, y a su furor germánico autodestructivo, incapaz de conciliarse con la razón latina, hasta llegar a ese ejemplo de sadomasoquismo apocalíptico que señalaba Salvador Dalí para la figura de Adolf Hitler. Pues Federico, tras su muerte, se convertirá en el Emperador “durmiente”, a quien los movimientos mesiánicos alemanes esperarán para liderarlos en su batalla contra los poderosos.

El sueño de lograr esa síntesis entre el valor germánico y la serenidad latina, sueño de un dominio político del mundo, estaría destinado para el niño que es criado por una madre solícita, el Puer Apuliae Federico II Stauffen, el nieto de Barbarroja, con quien florecería el árbol del Preste Juan y será considerado por sus seguidores, como el poeta Dante, un nuevo Adán, venido a instaurar un reino de justicia en que a una salvación por la fe se une otra puramente cívica, inspirada en la época en que Cristo mismo era “romano”. Pero esta figura ya no remite únicamente a la leyenda nibelunga, o a los Edda, mas bien recuerda la de otra que también será inspiración de Wagner, la de Percival o Parsifal, otro héroe que desconoce su origen, como Sigfrido; nos referimos a la leyenda del Grial, en que otra lanza puede curar el dolor que trajo al mundo la del dios Wotan.

Lunes, 30 de marzo

Sueños: con un viejo amigo, en una visita a lo que sería quizá la ciudad de La Coruña, aunque todo está trastabillado, extraño; el salón de su casa parece el remedo de un destartalado restaurante de hotel, o de un viejo casino, pues alguna gente juega a las cartas y yo intentaba encontrar algún sentido al lugar, incluso práctico: “podríais usarlo para comedor”, insinuaba. Después, lo perdía de vista y charlaba dificultosamente con un par de muchachas, o con sus amigos, pues parecía evitarme.

El paso del tiempo no mejora las cosas que no quieren mejorar, quizá era la lección del sueño; volver atrás no soluciona nada en el mundo de los sentimientos

Hasta ahora, la pandemia no había alcanzado a nadie cercano, pero desde hace unos días un íntimo amigo presenta los síntomas de la enfermedad, aunque por ahora de una forma leve. Lo sentí animado y fuerte, a pesar de todo, y tiene al lado a su ángel para ayudarlo y animarlo en este trance. Pues para los demás solo queda un sentimiento de impotencia ante la frialdad que se nos obliga a vivir con los señalados por la enfermedad; de todas maneras, haremos lo posible por que la simpatía y aún la alegría les llegue a través de nuestros mensajes, o las charlas telefónicas.

Mientras, nuestra propia angustia quiere crecer, matar la flor extraña de la comprensión y el sentido, también para entender nuestros propios mitos, nuestros temores y esperanzas, depositados quizá hace mucho para nosotros por los primeros europeos.

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“Los viejos motivos célticos y germánicos, lo mismo que el tesoro de las formas antiguas, conservado por monjes eruditos, y el tesoro de la fe cristiano-oriental, recogido por la Iglesia occidental, deben considerarse como la materia con que el alma fáustica, en esos siglos, se construyó una propia arquitectura mítica. En este estadio de un alma recién despierta, ¿qué importa que los espíritus y los labios en los cuales toma vida el mito sean los de “individuos” –escaldas, misioneros, sacerdotes– o los del “pueblo”? Y asimismo es de poca importancia, para la interior independencia de lo que nace aquí el hecho de que las representaciones cristianas hayan sido las predominantes en la formación”, afirma con su habitual contundencia Oswald Spengler, para quien toda esa inquisición en el origen y las influencias de esas nuevas creencias y mitos carece de importancia decisiva para entender nuestra mitología, pues una nueva alma recién despertada, un nuevo sentimiento cósmico, cambia todas esas formas y les da una nueva dirección, un nuevo sentido: las significaciones no emigran. El rasgo más relevante de esa alma nueva, que la mitología ayuda a revelar, será un sentimiento del espacio en que las formas corpóreas parecen perder su solidez, así como la pesantez y la masa de los seres diluirse en formas ingrávidas, como ocurre con el legado romano en la arquitectura del gótico. Ese sentimiento de un espacio que puede ya considerarse infinito será la base de todos nuestros esfuerzos intelectuales, deseo de superar todas las barreras físicas, intención última también de nuestra física, curiosamente. El cuento, el folklore que ha conservado la tradición, nos hablan de esa capacidad de traspasar lo material, de cuevas, de lagos, donde viven seres etéreos, de tesoros y de anillos fabricados en las profundidades del mundo; materia ingrávida, como la que traspasa el flautista ante los aterrorizados habitantes de Hamelin.

Nuestra imagen histórica se formaría en esa misma época, horizonte espacial que abarcaría ya todo nuestro planeta, expandido por las expediciones normandas, en primer lugar, después por las cruzadas, que conseguirían el encuentro de Federico II con el Preste Juan, comienzo de un Imperio verdaderamente mundial en que el árbol seco florecería, hasta llegar a las expediciones españolas, encuentro con ese nuevo esqueje del mundo para mejorar y revitalizar a los ya envejecidos, como soñaba el maestro Montaigne; de la misma manera, nuestro horizonte temporal se amplía más y más pues, como hemos visto, del Ragnarök surgirá el reino de Balder, verdadero “símbolo” –nudo– pues, como Cristo, ha bajado a los infiernos y asegura así la unión de las partes de una cosmogonía para que la vida tenga un sentido sagrado. Ese horizonte temporal en nuestra cultura apunta entonces a un fin, a un Tercer Reino, en que descansaríamos de ese mandato de la voluntad libre que nos impide un segundo de tranquilidad, de reposo, alma que debe interrogarse continuamente por sus acciones, acciones que nos llevan a la catástrofe, con la inocencia de Sigfridos. “El fin del mundo como cumplimiento de una evolución interna, necesaria: he aquí el ocaso de los dioses. Tal significa la teoría de la entropía, concepción última, concepción irreligiosa del mito”, apunta Spengler.

Asimismo, en los albores de nuestra alma, aparecen profecías de tipo religioso que señalan un fin, un descanso, como el señalado en el reino de Balder; no nos referimos al Apocalipsis que señalarían los pórticos del arte románico, sino a las especulaciones de un abad calabrés que anunciaban una nueva era en que el final se atrasaba para el cumplimiento de una última etapa histórica, edad del Espíritu Santo, tiempo de los lirios, en palabras de Joaquín da Fiore. Una de las imágenes de esa nueva visión de la historia, que recibió el abad como iluminación, sería la de los anillos entrelazados, conocidos en el Renacimiento como anillos de Borromeo, imposibles de separar sin destruirlos, imagen usada con otras, como el psalterio de siete cuerdas, para obtener una nueva melodía que debe dilucidarse a través de un complejísimo esclarecimiento del Antiguo y el Nuevo Testamento: en el principio –y quizá al final– era el ritmo.

9. Los anillos proféticos de Joaquín da Fiore

Frente al anillo del nibelungo, imagen de la ceguera que causa el deseo de poder, los anillos del curioso abad señalan la esperanza en el futuro, en un destino que, como el de la mitología nórdica, tomará de nuevo forma femenina; pues para la nobleza y el pueblo la figura misma del Dios barbado y omnipotente, que recuerda a Wotan, no representará al destino sino a quien pretende dominarlo, mientras lo verá reflejado en la imagen de la Madre sonriente con el Niño, símbolo de la confianza en el futuro.

Martes, 31 de marzo

Las noticias apuntan a España como un Estado fallido, dividido en esfuerzos que no suman, sino que impiden una actuación eficaz, fiel reflejo de una sociedad y una política enfermas desde hace ya muchos –demasiados– años. Parece que somos ahora un eco tardío de la situación italiana, en la pandemia y en todo lo demás. Mientras, la solitaria actuación heroica de nuestros profesionales sanitarios quisiera convertirse en una imagen mejor de nosotros mismos, esperanza de que la nación pueda sanarse a sí misma, a pesar de todo. Por otro lado, también una inquietud, ¿cuanto tardarán la malevolencia y el veneno en convertirlos en blanco de sus ataques? ¿Hemos perdido, y en esto no nos diferenciamos quizá demasiado de otras naciones, la confianza en el futuro?

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¿Desde cuando alienta ese virus del pesimismo y la desconfianza hacia nuestro destino? Las profecías de Joaquín da Fiore, que señalaban en cambio una confianza primaveral, ¿a quien movilizaron? ¿O fueron únicamente letra muerta en la propia época del abad? Ya hemos hablado del Puer Apuliae, también conocido como stupor mundi por sus enciclopédicos conocimientos, el emperador Federico II, que será visto en cierta manera como el hombre que consolidaría el dominio político del mundo y colgaría su escudo en el árbol seco, sobremanera después que consiga la reconquista de Jerusalén; encarnación del inocente Percival, continuador del destino de los Weibling, como su abuelo, el Barbarroja, y su padre Enrique, tomarán cuerpo también en su persona las profecías de una nueva Edad, pues sus enfrentamientos terribles con el Papado, en las figuras del papa Inocencio III, el tutor del propio Puer Apuliae, y ya después con Honorio III y Gregorio IX, llenarán de esperanza a sus seguidores, o de terror a sus enemigos, que lo convertirán bien en el Mesías de la nueva era de paz y concordia, o en la imagen del Anticristo mismo, ruptura del sexto sello del Apocalipsis. Las doctrinas del abad no se quedaron en los limbos de lo teórico, sino que, corrompidas en muchos casos, sirvieron de bandera a los llamados movimientos “mesiánicos” que agitarán los últimos siglos góticos, rebeliones a menudo sangrientas que enfrentarán a campesinos expulsados de sus tierras, a nobles arruinados y a un sinnúmero de sectas y curiosos líderes, con las nuevas fuerzas del dinero y el comercio, fuertes en los castillos y sobre todo en las ciudades. Curiosamente, los poverelli, los radicales dentro de la nueva orden franciscana, alimentarán estas profecías, generalmente en contra del Emperador, y liderarán en algún caso a los propios descontentos en sus revueltas, pulsión de nuestra alma para convertir en acción aquello que surgió como mero pensamiento. Para sus partidarios, la muerte de los Federicos –los amigos de la paz, en su significado etimológico– y la catástrofe del Imperio les convirtió en “durmientes”, señalados para dirigir de nuevo la batalla contra los poderosos y la nueva Babilonia, la Roma papal.

Un estudioso de la figura de Federico II Stauffen, Ernst Kantarowicz, señalará un parejo destino en dos enemigos irreconciliables, como lo fueron el propio Emperador y el creador de la orden que se creyó destinataria de las profecías del abad Da Fiore, Francisco de Asís. Ambos se creyeron depositarios de una verdad revelada; el primero, un nuevo Adán que traería la redención política al mundo, pues como Adán, que debió dar leyes y estatuto a todos los seres del Paraíso, él haría lo mismo con sus súbditos, imagen cívica de Cristo mismo; Francisco, imagen suya también, ya en el terreno puramente religioso, alianza sellada por los estigmas de la pasión que recibió del propio Cristo. Federico quiere crear los cimientos de un Estado absoluto y dejar a la Iglesia en un papel puramente espiritual, por lo que perseguía implacablemente las herejías, crimen contra el Estado mismo, cuya diosa sería una fría Justitia; Francisco, a su vez, perseguía una relación más cercana entre la divinidad y el hombre, sin necesidad de intermediarios, comunicación de corazón a corazón que considera al Estado una creación superflua, como a la Iglesia misma, aunque no se atreva a enfrentarla abiertamente. Una figura como Dante Alligheri tomará partido a favor del imperio en su lucha con el papado, como deja claro en su De monarchia, defensa del estado como creación necesaria para la civilitas, superior en ese terreno al propio Estado papal, creado por grandes hombres de leyes, pero olvidados de la existencia de Belén. Sin embargo, en su Divina Comedia, imagen de una ascensión puramente individual hacia la salvación con ayuda de esa civilitas que se simboliza en la figura de Catón de Utica, colocará al Emperador entre los condenados, por su indiferencia hacia la vida eterna, junto con los estoicos; nuestro abad estará en el Paraíso, pues une a una salvación puramente personal, otra que viene con la ayuda de la gracia, así como el poverello Francisco y san Bernardo serán los últimos guías que le lleven a través del Paraíso prometido hacia el árbol del conocimiento, hacia Beatriz.

Jueves, 2 de abril

Varado en estas solitarias reflexiones, como imagen misma de nuestro confinamiento, me dedico a releer un libro del que estaba tomando algunas ideas; son textos mucho tiempo “secretos” para los que sondeamos en la historia de nuestra cultura, o para cualquier lector interesado, y que vamos descubriendo  a través de extrañas citas o recomendaciones; los libros solo llevan a otros, no a la vida, o la felicidad, como los higienistas sociales quieren hacernos creer, vaivén delicioso en que escapamos a la tiranía de las novedades y a la cansina vigilancia de los especialistas, atragantados de cifras, estadísticas y demás, convertida la historia en un libro de cuentas y el ser en una extraña amalgama de desvaídas figuras, la “sociedad”. Así, los soñadores escapamos por unas horas al viento huracanado del progreso y creemos recibir durante ese tiempo un brisa limpia y fuerte que viene del origen mismo, de un tiempo donde todas nuestras locuras y nuestro destino aparecen ya in nuce, tejido para nosotros en los poemas de los trovadores, o en los libros proféticos, y donde las cifras, como las atribuidas al abad Da Fiore para señalar la venida de la nueva edad, resumen de sus iluminaciones, señalan un comienzo, no un final.

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Otro anillo hará su aparición, pero este ligado al mundo del estudio de la Naturaleza, la Natura que el Emperador consideraba una de las fuerzas creadoras del Estado; compañera de la Necessitas, ata los lazos del destino mediante la ley de causa y efecto; unida a Providentia y Justitia, constituyen los tres pilares básicos para la construcción del Estado, imagen terrena de la divinidad misma y germen de una nueva idea de naturaleza que rompería, como en tantas otras reflexiones, el dualismo con que se la veía, reino del mal y la corrupción, por un lado, e imagen misma de la obra divina, por otro. Stupor mundi, como creo hemos señalado, era uno de los títulos con que la figura del Emperador era conocida, ligada en este caso a sus conocimientos científicos y a sus curiosos experimentos, pero sobre todo a una insaciable curiosidad por saber de las causas de todos los fenómenos naturales, lo que le hacía dirigir precisos cuestionarios a todo cuanto sabio caía a su alcance, sin distinción de religión o procedencia. De hecho, su única obra literaria, aparte  de las “augustales”, las leyes que creó para su reino-laboratorio de Sicilia, pero obra común de juristas con Piero della Vigna a la cabeza, es un tratado sobre el arte de la cetrería, la altanería española, que llevaba el epígrafe siguiente: “sobre las cosas que son, tal como son” (manifestare ea quae sunt sicut sunt), nueva piedra de escándalo para sus enemigos, pues la naturaleza parecía apresar en sus redes a su creador mismo, a la vez su primer servidor, igual que el monarca se titulará a su vez “Padre e Hijo de la justicia”. En su libro, entonces, no vacila en desdeñar las enseñanzas de Aristóteles mismo cuando le parecen que no dice la verdad del asunto y desde luego no le considera un buen halconero, así como poco experto en el vuelo de las grullas, pues sostiene que no cambian de líder en sus migraciones. Su libro, en el fondo, sería un tratado del arte de la observación, de un entrenamiento de la vista para llegar a fijar los detalles de los seres, sacudiéndose una faramalla de opiniones que no se fundasen en la observación directa, en un curioso paralelo en el arte de la fisiognomia, estudios que también aconsejó, psicología de hombre político para conocer rápidamente el carácter de los que les rodean; saberes de hombre de estado, por tanto, frente a su alter ego religioso, el poverello Francisco, para quien la naturaleza transmitía un mensaje de emoción, el pneuma o espíritu divino, símbolo de unidad entre todas las criaturas con el hombre y de este con el creador. Kantarowicz considera que Dante será el hombre que los heredará en ambas pulsiones.

Su estudio de la Naturaleza, como en lo demás, le rodea por un lado un aire de sabio, de hombre culto y amigo de la ciencia; como era de esperar, otros señalan su aire de nigromante, de mago, en especial cuando querrá comprobar sus teorías mediante los experimentos con que nuestra teoría occidental quiere introducirse en la máquina de la naturaleza misma, para a menudo crear también máquinas. ¿Y qué experimentos se le atribuyen?… Aparte de sus granjas de cría de caballos, perros de caza, palomas, sus viveros de plantas salutíferas, así como su pasión por las aves de presa, que ya conocemos; al parecer, su séquito causaba también un verdadero estupor, pues parecía el de un sultán oriental, animado por la presencia de animales exóticos, como elefantes o camellos, así como de su guardia de sarracenos; también impuso temporadas de veda para la caza, por lo que algún burlón admirador afirmó que los animales de su querida Apulia le hicieron llegar una carta de agradecimiento. Pero esas actividades caerían dentro de aquello que llamaban los sabios natura naturans, deseo de adecuarse al propio ritmo de la naturaleza para mejorar sus frutos; otros, más extraños y crueles a menudo, engrandecen su leyenda demoníaca, como buen Anticristo. Estudiando si una digestión era más rápida en un hombre que ha hecho ejercicio después de comer, o en quien ha permanecido en reposo, incapaz de esperar el resultado, hizo abrirles el vientre a ambos; también otro anillo hace su aparición, en condiciones muy diferentes, pues para descubrir la longevidad de un pez hizo insertarle uno de cobre en una aleta, experimento que tendrá una curiosa coda. Su interés por el origen del lenguaje le llevó a mantener a un grupo de niños de diversa procedencia en un completo aislamiento “lingüístico”, para esperar en cual de los idiomas señeros –hebreo, latín…– o bien el suyo propio materno arrancarían a hablar por sí mismos. El experimento falló porque los niños murieron, sin más comentario; hoy sabríamos que ese terrible silencio los condenaría a una invalidez mental. Otro experimento, este de tipo “teológico”, le llevó a encerrar a un pobre hombre en una cuba de vino, hasta su muerte, para comprobar si el alma sobreviviría al cuerpo. Ya hemos señalado cómo Dante le condena al Infierno, no por ateo, sino por su incredulidad en la inmortalidad del alma, pues el cumplimiento de la ley, la armonía de los individuos en el Estado, sería para este hombre anuncio de la llegada de una nueva Edad de Oro, de un Paraíso en la tierra, suficiente premio para el linaje humano. Por último, cerrando también este círculo extraño, otra leyenda nos cuenta que en 1497 una carpa fue capturada en un estanque en Heilbrom, en cuyas agallas, debajo de la piel, se encontró el anillo de cobre con una inscripción en griego que señalaba cómo Federico mismo la había liberado.

Viernes, 3 de abril

¿Qué destino marca este anillo que recorre entonces los siglos, como la propia leyenda del Emperador durmiente? ¿Anuncia el ocaso de los dioses, como el anillo del Nibelungo? Ya vimos como la imagen de ese dios que domina el destino se va sustituyendo por la de la Madre con el niño, en quien el pueblo y la nobleza, así como los habitantes de las nuevas ciudades, creen ver reflejada su esperanza en el futuro, símbolo de esa libertad que crea las ciudades mismas. Ese Dios omnipotente, a quien el Emperador se iguala, el primero como creador de la Naturaleza, con sus inflexibles leyes, este como creador de un Estado, con sus leyes inflexibles también, y titulándose Padre e Hijo de la justicia misma, ¿está sometido a la Necesidad, como los dioses antiguos, como Wotan mismo? Hemos visto cómo para algunos estudiosos de la mitología nórdica, ese triunfo del destino “fuerte”, marcado por la Nornas en la urdimbre que tejen al lado del fresno Yggdrasil, y que anuncia el Ragnarök, señala que los dioses, siendo destino, no son sus dueños; el destino “fuerte” descansa en ese lado ctónico, femenino y nocturno, al que deben someterse, pues los dioses mismos están sometidos al tiempo, a la decadencia inevitable, representada por las argucias y crímenes del propio Wotan, entregado a la astucia de Loki para conseguir el anillo. Los estudiosos de las mitologías señalan cómo los dioses uránicos, fundadores, se alejan y dejan paso a divinidades más cercanas, seres a quienes poder confiar las íntimas carencias, nuestros miedos y esperanzas, dioses como Balder, o Cristo mismo, aquellos que, como la espiga, mueren y resucitan, imagen de un tiempo cíclico que sujeta el caos y alarga la vida del hombre con la esperanza de la paz, de un Tercer Reino en nuestra propia cultura occidental, alimentada por las profecías de Joaquín da Fiore, por un lado, y por la figura del propio Federico Staufen, con quien se anunciaba la prometida Edad de Oro, paraíso en la tierra. En nuestra cultura, el Dios que viene del Antiguo Testamento trae un regalo desconocido de la mano de su hijo, como Balder lo era de Wotan, y nos  abre a un nuevo destino en que el hombre ha recibido el don del libre albedrío, eterna lucha contra el pecado en que la voluntad será la marca de nuestra alma, en lucha con la razón, capacidad de superar a la mera Necesidad, bien mediante la ley para Federico, o bien mediante la gracia, para Francisco de Asís. Destino como devenir y poder, para el primero, que equivaldrían en la física a las nociones de fuerza y potencia, pues esa sujeción a la Necesidad debe ser resultado de un acto libre, una elección de nuestra propio ser, bien como ciudadanos, o como creyentes, como Dante será capaz de mostrar en su Divina Comedia. El delito, como el pecado, es haber abandonado esa lucha que no cesa jamás.

Nietzsche, último ejemplo de gran alemán seducido por el sur, como el Emperador, habla del “indescifrable enigma” de este hombre y le considera el “primer europeo”, quizá por su intento de unir al valor y la embriaguez de acción germana la serenidad latina, al igual que hará el propio arte con la herencia de la abstracción germánica, para llegar a adoptar el naturalismo latino, imagen del caballero de Bamberg, y ya después del san Jorge de Donatello; maridaje que ya empezaría en la poesía de la propia época de Federico, pues en Alemania su fertilización por el Imperio romano dio lugar a un “renacimiento” del clasicismo, a una nueva poética, escrita en latín a menudo, pero también en alemán, con el poeta Wolfram von Eschenbach a la cabeza, en textos como la Leyenda de los Nibelungos, o el Percival del propio Wolfram, quizá el alter ego poético del Emperador, en los que se lograría una mezcla armoniosa de la leyenda heroica y de espíritu cristiano por una única vez en tierra alemana, afirma Kantarowicz. El hallazgo mismo del anillo fue visto como anuncio de una nueva resurrección del legado clásico. Vemos entonces cómo las leyendas extrañas que sirvieron a los románticos y al propio Wagner como inspiración literaria y política, encuentran un acomodo en la historia misma de Europa y del mundo, no solo signos del destino alemán, como Nietzsche supo. También la historia de Parsifal encierra el enigma de las preguntas que el joven no se atreve a hacer en presencia del Grial mismo, imagen del fracaso del Emperador en lograr finalmente la unidad política del mundo, el florecimiento del árbol seco anunciado por la leyenda del Preste Juan de las Indias.

La muerte de Federico y el destino fatal de su estirpe acaban con el ideal de la unidad política del mundo y la esperanza de la prometida edad de oro; un estudioso de profecías espirituales como Eugenio Trías señala que sobrevivirá como un sueño en comunidades de iniciados, así entre los cátaros o albigenses. También la Edad del Espíritu Santo, profetizada por Da Fiore y madre de los movimientos “mesiánicos”, se estrella una y otra vez contra los poderes de la Iglesia y de los nacientes Estados, pero los propios monarcas la usaran en su favor, vistos como los únicos capaces de poner paz en las continuas guerras y rebeliones de los siglos finales de la etapa gótica. Shakespeare refleja ese paso de la Themis –la alegre e inconsciente fuerza– al sentido de la Diké, la justicia, en que la vida ya no es suficiente en sí misma, sino que conlleva un destino; lo hará en su saga de la guerra de las rosas, triunfo de la idea de nación recogida por ese Estado dinástico que vencerá a la nobleza y del que el Emperador Federico había puesto los cimientos.

Lunes, 6 de abril

La vida de este Puer Apuliae ilumina entonces nuestras contradicciones como europeos, incluyendo su atracción por la civilización musulmana, que le llevaba a presentarse a menudo como un déspota oriental ante sus aterrorizados súbditos sicilianos, mientras en los reinos alemanes era solo primus inter pares. Sus enfrentamientos con el papado –fue excomulgado tres veces por sucesivos Papas–, la terrible propaganda de la Iglesia para convertirlo en el Anticristo de las profecías, así como calamidades políticas y familiares, fueron creando también un aura luciferina a su alrededor que le llevó a exacerbar su crueldad, su frialdad justiciera, un rasgo de carácter que habíamos visto ya en sus experimentos. Para los herejes no escatimaba ninguna de las torturas que ya había inventado la Inquisición eclesiástica, pues los consideraba enemigos del Estado mismo; en algún caso, su identificación con los césares le llevó a resucitar castigos “clásicos”, como encerrar a un perjuro con un gato, una víbora y algún otro bicho en un saco y arrojarlo al mar. Nadie se libraba de su determinación justiciera, lo que llevó al suicidio a su mejor amigo, el jurista y poeta Piero della Vigna, acusado de traición; e incluso a su propio hijo Enrique, el infeliz Rey de Romanos, aquel que al ser depuesto vergonzosamente por su propio padre cantaba en prisión por la mañana, pero al atardecer no podía contener las lágrimas.

La alegría de esta estirpe de los Weibling, que brilla más aún frente al terrible destino de los Wulf, sus enemigos en la lucha por el Imperio, se reflejaba en la propia figura del Emperador, consiguiendo más con su presencia y liberalidad que con las armas, y en su amor a la poesía y al conocimiento; en su propia corte, poetas, músicos y sabios daban el tono, más que los caballeros mismos, costumbre que sus hijos imitaron. Por otro lado, como en su residencia de Castel de Monte, en sus diversiones no había lugar para la mujer, y en el arte la única presencia femenina que nos ha llegado es la imagen de una Iustitia que se diseño en un arco triunfal de Nápoles, tanto más fría frente a la de la Madre con el Niño que presidirá la época gótica. En su corte se poetizará por primera vez en lengua italiana, con Piero della Vigna a la cabeza, poesía de juristas entonces, que será olvidada cuando su admirador y también juez, Dante Alighieri, comience a poetizar en el dolce estil nuovo y la presencia de Beatriz permita alcanzar el Paraíso.

El oscurecimiento del destino de los Weibling alcanza rápidamente a sus hijos, en primer lugar al desgraciado Henry, que se arrojó con su caballo por un acantilado para escapar a la terrible vigilancia paterna. También en vida del padre su hijo favorito, Enzio, fue capturado y pasó el resto de su vida encerrado en Bolonia. El nuevo Rey de Romanos, Conrado, murió apenas dos años después de su padre, de unas fiebres contraídas en Sicilia y poco después Federico de Antioquía, en una batalla contra Foggia. Manfredo, que logró revivir unos años la vida de corte en el reino de Sicilia, así como la esperanza de los Staufen, murió en la batalla de Benevento; su mujer e hijos, prisioneros y reducidos a la miseria por los Anjou, como Conradino, hijo de Conrado, ejecutado en Nápoles, del que la leyenda dice que un águila mojó sus plumas en la sangre del último rey de la casa de los Hohensatufen, antes de desaparecer en el cielo. Para Kantarowicz, el olvido de los alemanes a su legado, su incomprensión, incluso la confusión con su abuelo Barbarroja, ha marcado que la profecía de la sibila –“Vive y no vive”– sea aplicada no al Emperador, sino al propio pueblo alemán. Hacia 1924, unos jóvenes poetas y escritores, bajo la égida de Stefan George, dejaron una corona en la tumba del Emperador con el lema “a los reyes y héroes de la secreta Alemania”, aspiración a crear una nueva conciencia para su país, poco después entregado a la apoteosis hitleriana.

(Más anillos: el hermoso cuento de Isak Dinesen –la baronesa Von Blixen de Memorias de África– titulado El pez, en que un rey danés recibirá en la forma de un anillo, también encontrado en el interior de un enorme pez, una señal de su futuro destino. Las historias, como los anillos mismos, se engarzan unas en otras, pues en el propio cuento su amigo de juventud, el sacerdote Sune Pedersen, señala la del rey Calícrates, a quien su colega egipcio Amadís rehúsa como aliado, pues para poner a prueba su amor a la riqueza le pide arroje al mar un anillo que le es devuelto ese mismo día en el interior de un pez. En cambio, nuestro rey sentirá curiosidad por conocer a la dama poseedora del anillo, nueva historia de la que su amigo ha sido testigo y a la larga causará su propia ruina, incapaz de escapar a la fascinación que nos lleva a desafiar al destino mismo).

 Martes, 7 de abril

Las hasta ahora terribles estadísticas parecen señalar un final para nuestra situación de inermes ciudadanos, pues nuestra obediencia e invisibilidad van venciendo la explosiva conducta de nuestro invisible enemigo. Como en los viejos tratados de política, la prudencia aparece de nuevo como la mayor virtud, pues efectivamente el enemigo no está derrotado, sino agazapado, esperando aviesamente que volvamos a nuestras perdidas costumbres. Tras la retirada estratégica, se impone tomar la iniciativa para hacerlo retroceder, para arrinconarlo, como él ha hecho con nosotros mismos, sus frágiles y desorientadas víctimas, esperando que su anunciado próximo ataque no nos encuentre tan inermes y pasivos. Como no puede dejar de ser, ese futuro que en nuestra cultura se alía con el pasado va dejando ya profecías sobre lo que ocurrirá después de la catástrofe, señalando el fin del mundo tal como lo conocíamos; para unos supondrá la pérdida de nuestra libertad, derrotada por la mejor acción de los regímenes autoritarios; o la escena final, ahora sí, de ese capitalismo que nos lleva a la catástrofe; un escritor francés señalaba en otro artículo periodístico que ya estamos en los momentos finales de nuestra propia vida en la tierra, de la historia misma, para la que ya no quedaría la esperanza de un Tercer Reino, como si ya se hubiera cumplido esa prórroga que nos daban las profecías de Joaquín da Fiore, justo cuando nuestra cultura estaba en su infancia. Lo decía con una cierta chulería, pues como en los relatos de otras pestes, permite declinar ya toda responsabilidad con nuestra propia vida y con los demás, para entregarse sin remordimientos a los placeres; “aluego de menda, el deluvio, como dijo el gitano del cuento”, es el remedo valleinclanesco de la indiferencia del Rey Sol.

Los amantes separados son los verdaderos relojes del tiempo. La sentencia ovidiana alude a una esperanza para los corazones enamorados que podrán encontrarse de nuevo, pues amar no es pecado, como alegremente se repite el protagonista del cuento del Decamerón, ansioso de reunirse con su amante. También, recordaba una vieja película que me maravilló en mis veinte años, Paseo por el amor y la muerte, del gran Huston; en las últimas escenas, la pareja de enamorados, que han vivido infinidad de peripecias, acepta el destino entregados a una última noche de amor y felicidad. Padres e hijos separados, así como amigos y parientes, sentimos también la fragilidad de nuestra civilización, de nuestra propia vida, a la vez que la vida parecía recuperar sus fueros más íntimos, como la Naturaleza misma aprovecha el descanso de nuestra neurótica actividad para recuperar sus fuerzas. 

Martes, 14 de abril

Aquí seguimos, presos de un Estado que parece fallido desde hace ya mucho, defendidos por la heroicidad de la gente que debe estar al pie del cañón, a la vez que sometidos a la ineptitud y a la incapacidad para tomar buenas decisiones, una y otra vez, únicamente medidas manu militari, al estilo numantino que forma quizá parte de nuestro adn histórico.

Es triste estar recluido, pero cuando por cualquiera de los motivos permitidos uno sale a la calle las sensaciones son todavía más angustiosas, pues ya no podemos ignorar la sensación de formar parte de una distopía, imagen de nuestro fracaso como humanos, algo que todos sabíamos y ahora aparece con toda evidencia, sobre todo para aquellos inútiles que debemos pasar la vida encerrados, innecesarios excepto para las estadísticas.

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“—Y me extrañó mientras leía –prosiguió, tras una pausa, emocionado todavía por los versos que él mismo había declamado– que no hayamos comprendido hasta ahora cuánto supera en grandeza moral nuestra mitología nórdica a la de Grecia y Roma. Si no hubiese sido por la belleza física de los dioses antiguos, que nos ha llegado en mármol, ningún espíritu moderno podría considerarlos dignos de adoración. Eran ruines, caprichosos y traicioneros. Los dioses de nuestros antepasados daneses son mucho más divinos que ellos, igual que el druida es más noble que el augur. Pues los hermosos dioses de Asgaard poseían las sublimes virtudes humanas: eran justos, leales, benévolos e incluso, en una época de barbarie, caballerosos”.

Sigamos con nuestros dioses y héroes, con la ayuda de nuevo de Isak Dinesen, de quien procede el fragmento anterior extraído de su cuento el Acre del dolor, historia de una madre que acepta la propuesta del viejo señor del lugar de segar en apenas un día un campo de cebada para salvar a su hijo de la cárcel, o el destierro. Este fragmento se corresponde con una disertación de su joven sobrino, recién llegado de Inglaterra para conocer a la joven esposa del viejo propietario, a quien inútilmente intentará convencer de lo injusto y aún siniestro de su proceder. El poeta al que se cita es al prerromántico Johannes Ewald, combatiente de la guerra de los siete años, temerario, dipsómano y místico, autor de la tragedia Muerte de Balder, donde por primera vez las figuras de la mitología nórdica son poetizadas en lengua danesa; su casa en Rungstedlund fue la última morada de la propia baronesa Blixen, en cuyo jardín se encuentra su tumba bajo un inmenso tilo, digna de que un león se acomode sobre ella. Su apreciación sobre los dioses nórdicos puede parecernos un tanto extraña, si recordamos todas las trapacerías, engaños y perjurios del propio Odín, pero también es cierto que nunca rehuían el combate y eran capaces de enfrentarse a magos, gigantes, endriagos y demás seres malvados, como señala Cervantes del propio don Quijote. O quizá –pues no conozco la obra del poeta– esos adjetivos se adapten a la figura de Balder, el dios que presidirá el nuevo mundo tras el Ragnarök, incapaz de mal, fuente de angustia para su madre que toma juramento a todos los seres de respetar su vida, pero olvida al muérdago, la planta sagrada de los druidas precisamente, que servirá de arma para que su propio hermano, el ciego Hoör, sea el instrumento involuntario de su muerte. Esta tragedia forma parte de las añagazas de Loki, el Loge wagneriano, compañero de trapacerías del propio Wotan, incapaz de prescindir de su astucia; también impedirá que Balder pueda abandonar el Hell al tomar la forma de la giganta Thok, que niega ese favor a la angustiada madre. Curiosamente, consigue así escapar al destino de los dioses, el Ragnarök, y presidirá la nueva época de la humanidad, era de paz y concordia, pues como Cristo, u Osiris, como el propio Perceval, visitantes también del infierno, serán capaces de mantener unidos los dos polos de la estructura mitológica, oscuridad y luz. Frente a su sobrino, el viejo incapaz de conseguir una inmortalidad por la sangre defenderá las viejas mitologías, a los dioses que no conocían rival y debían soportar una soledad cósmica, como él mismo hará en sus propios dominios al dejar que la Fortuna decida el futuro del joven y de su madre; madre angustiada, que recuerda a la del propio Balder, logrará triunfar en el desafío, al precio de su propia vida.

Ante la tragedia, como la que parece desarrollarse ante sus ojos en el terrible esfuerzo de la madre, que sería para el sobrino el signo de la vida como algo noble, divino, el viejo responde que lo trágico es solo privilegio de los humanos, aún en el caso de la figura de Cristo mismo: “Y aquí en la tierra, también –prosiguió–, los que nos colocamos en el lugar de los dioses y nos hemos emancipado de la tiranía de la necesidad, debemos dejar a nuestros vasallos el monopolio de la tragedia, y aceptar lo cómico con benevolencia. Sólo un señor cruel y desabrido (un medrador, en definitiva) se burlará de la necesidad de sus criados, o les forzará a lo cómico. Sólo un gobernante tímido y pedante, un petit-maître, tendrá miedo de hacer el ridículo. Efectivamente –terminó su largo discurso–, la misma fatalidad que al golpear al burgués o al campesino se convierte en tragedia, al golpear al aristócrata se vuelve cómica”.

15 de abril

Desde hace unos días la prensa recoge cómo en algunos casos la gente que debe trabajar en estos días recibe amenazas, más o menos veladas, de vecinos que les conminan a marcharse acusándoles directamente de poner en peligro la vida de los demás. Supongo que ya alguna gente considera este estado de cuarentena como un arreglo bastante cómodo para la vida, imagen de un futuro de feísmo de portería, cuando las juntas de vecinos deban decidir a quien comerse primero para surtir las tiendas de delicatessen. Mejor entonces será quizá ver el lado cómico de esta vergüenza, pues para lo trágico falta un mínimo de grandeza y se corresponde también con nuestros usos políticos, que bordean también a menudo el canibalismo.

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¿Qué moral pueden entonces enseñarnos estas viejas historias, mitos por tanto, de los que hemos intentado extraer una imagen histórica? Pues la relación de los dioses nórdicos conlleva también una visión política en que la autoridad es aceptada libremente, con Wotan como primus inter pares, imagen germánica de un clan familiar, unidos todos por lazos de sangre y juramentos, a menudo desgraciados. Ya hemos visto además como a esta estructura se añade tardíamente la que configura el orden, la ley misma, representada por el dios Tyr, imagen del ario Mitra, pero que cede ante el lado guerrero de esta cosmogonía, así como es incapaz de resistirse al engaño en su trato con el lobo Fenrir, el hijo de Loki. De todas maneras, la idea de una relación de Wotan y sus compañeros divinos basada en esa aceptación libre de su autoridad, recuerda la relación misma de la nobleza europea con el rey, así como la del propio Emperador con los reyes mismos, de los que sería primus inter pares, eso sí, en dura competencia con el Papado; es también un rasgo de nuestra cultura que la parte política, el Estado, quiera constituirse como Iglesia, con el monarca imagen misma de un dios barbado, o ya después como nuevo Adán o Cristo, llegado para redimir a la humanidad, como Dante sostuvo, bajo la sujeción a la ley, encarnación misma de la Providencia; en contrapartida, la Iglesia toma aspecto de Estado y de hecho lo será hasta hoy mismo, en competencia con el Imperio por el dominio político sobre las nacientes monarquías, creando una diplomacia que será imagen de las nacionales y un cuerpo de juristas entre los que saldrán muchos de sus grandes papas, a riesgo de olvidar Belén, como el propio Dante censuraba.

Uno de los libros de nuestro sabio de cabecera en la visión del Puer Apuliae como mito político, Ernst Kantarowiz, lleva por título Los dos cuerpos del rey y constituye una  especie de tratado de teología política, nada menos, en que aborda cómo la figura misma del monarca europeo se desdobla en una doble naturaleza, humana y divina, en que la acción real se sostiene en el carácter “sagrado” de su función como tal rey, tomado de las consideraciones de la propia iglesia sobre el papado. Ese cuerpo “sagrado”, aún estando ligado a una persona falible y pecadora, naturaleza “geminada” como la del propio Cristo, sirve para justificar su acción política y legislativa, especie de unción divina que pasa a su heredero legítimo y se sustancia en la conocida fórmula: “El Rey ha muerto, ¡Viva el Rey!”. De esta manera, la justificación religiosa del poder hecha por Federico II pasará a las monarquías medievales, para intentar imponerse a una nobleza que se sentía con capacidad de inmolarlos a su propio arbitrio, al antiguo estilo germano, como Shakespeare refleja en la obra con la que da comienzo –cronológico– la saga de la guerra de las dos rosas, sobre la trágica figura del rey Ricardo II, y de donde el propio autor alemán tomará la expresión “naturaleza geminada”, empleada por el obispo Carlisle para defender al desgraciado rey ante la figura del terrible Bolingbroke, el futuro Enrique IV, y sus secuaces. Calamidades sin cuento, crisis terribles, enfrentamientos entre hermanos y toda una serie de catástrofes anuncia el obispo, acusado inmediatamente de alta traición, y que la saga del dramaturgo inglés irá desgranando en sus obras sobre el tema, cumplimiento efectivo de la profecía hasta llegar a la casa de Tudor, la dinastía en que se simbolizan la paz y la unión del reino, con la derrota política de la nobleza.

¿Podemos relacionar esta previsión del futuro con nuestra mitología nórdica? Como una figura trágica nos presenta Wagner a Wotan, a pesar de su calidad divina, pues su lanza es una terrible arma para sus enemigos, pero a la vez está marcada por las runas que guardan sus tratos, como le recuerdan los gigantes cuando se niega a entregarles a Freia por sus trabajos. Wotan mismo está sometido a la ley, entonces, a sus propios juramentos y tratados, aunque una angustia mayor le hace a menudo olvidarlos, o romperlos, esclavo él mismo de un destino depositado en el lado ctónico de esa mitología y que solo conocen las Nornas, o Erda, su madre. La maldición, la profecía en este caso, será la que el infeliz Alberich, el nibelungo, lance sobre quienes posean el anillo que le ha sido robado por la astucia de Loki y la complicidad del propio Wotan. Su caída, como la del Imperio romano-germánico y el oscurecimiento del Papado, permitirá la llegada de nuevos reinos, presididos ahora por monarcas más benéficos que traerán la paz a los pueblos, como el de su propio hijo Balder, signo de la alianza entre poder y pueblo, como las nacientes dinastías europeas. Como en el cuento de Isak Dinesen, ligada ella también a la aristocracia por matrimonio, el viejo terrible y severo sabe que deberá ceder su poder ante el joven, en quien apuntan la idea de piedad y amparo, bendecida quizá por la teología laica del progreso.

Es curioso cómo para los pueblos anglosajones quizá ya se habría hecho efectiva la llegada de ese nuevo reino. Pues en las genealogías míticas de algunos de sus reyes aparece Wotan a la cabeza, pero ya después Balder, en la forma Waegdaeg o Baeldaeg, como Jacob Grimm recoge en su Mitología teutónica. He aquí esas genealogías:

10. Genealogía de algunos reyes anglosajones

J. Grimm, al presentarla, indica cómo es normal que si algunos héroes se deificaron también lo es que algunos dioses se conviertan en héroes. Las fechas añadidas a algunos de ellos les confieren carácter histórico.

Una última consideración, pues al asistir a las calamidades de Wotan, y después de conocer estas extrañas genealogías, recordaba la figura de otro rey de leyenda, imagen dolorosa de la ingratitud filial, castigado por la vanidosa pretensión de medir el cariño a través de discursos y sufriendo hasta rozar la locura por ello mismo. Es el desgraciado Lear, imagen de una vejez humillada y abandonada a sus propias fuerzas, en que solo su amigo Glocester –y su hijo Edgardo– acuden al rescate, y la bastardía de su otro hijo Edmundo se iguala en maldad a la filiación legítima de las hijas del viejo Lear. Toda la obra no es sino una fábula moral sobre la incapacidad de la vejez para verdaderamente abdicar, de reinos y vanidades, viaje en la oscuridad de la locura que le lleva a una renuncia mayor y más humana, como al propio Wotan, ligada a una luz de atardecer, a un cumplimiento. El encuentro final con su hija Cordelia, así como su muerte, nos lo ahorra el dramaturgo en el terrible final de la obra, que el enigmático parlamento final de uno de sus protagonistas parece resumir: “Nosotros, que somos jóvenes, no sufriremos tanto, ni veremos tantas cosas”; pues tras la caída de los personajes míticos llegan otros de carácter más humano que presidirán reinos de la justicia y la paz, como el que promete Balder, así como nuestras dinastías buscaron entroncar con la sang real, casa de Provenza ligada a la figura del propio Cristo, epopeya de Parsifal encarnándose en la historia misma.

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Queríamos hablar de moral, y más bien nos hemos referido a una teología política que sirve a conferir al poder un carácter sagrado, pero curiosamente mas humano a la vez, pues se pone bajo la advocación de un dios que se hizo hombre y fue él mismo “ciudadano romano”. En la citada obra de Shakespeare, la trágica abdicación y los sufrimientos del depuesto rey recuerdan verdaderamente el calvario de un ser que se creyó de naturaleza divina y ahora es burlado y ultrajado por quienes le habían jurado obediencia y lealtad, contradicción que él mismo remarca al pedir un espejo en que contemplar si su rostro había cambiado desde el momento de su abdicación; al arrojarlo al suelo y hacerlo pedazos señala ya el abandono de esa gracia que hasta entonces le defendía. ¿En nuestra historia también la trama se impone a la urdimbre, como en el caso de la mitología nórdica? Un destino ciego parece apoderarse entonces de la propia historia, encadenando muerte y traiciones, señaladas por la rotura de los juramentos más sagrados y la violencia permitirá la ascensión de personajes tan terribles como Ricardo III, el último de esta saga de crímenes y traiciones, pero deus ex machina que llevaría a su final la profecía que había causado la abdicación y el asesinato de su homónimo colega.

Jueves, 16 de abril

“—Sin embargo –dijo el rey pensativo, cuando Sune hubo concluido su historia–, en mi opinión, el Señor no ha probado suficientemente las condiciones del hombre. ¿Por qué estuvo sólo entre carpinteros y pescadores? Una vez que bajó, podía haber probado la situación de un gran señor, de un rey. No puede decirse que tenga un conocimiento completo del mundo, dado que no ha montado a caballo. ¿Es posible que haya olvidado con el tiempo que Él mismo creó el caballo, el ciervo, el león, el hierro, la dulce música, la seda?”.

Volvamos de nuevo a la historia de El pez –seguimos bajo la tutela de Karen Blixen– para intentar acercarnos al espinoso tema de la moral, como habíamos prometido, y si acaso encontrar en las viejas leyendas que hemos estado comentando una guía para entendernos, anulando así no solo el paso del tiempo mítico al histórico mismo, sino todos los años que se han acumulado desde que estas historias se pusieron por escrito; ver si es necesario también quitarles el polvo de los siglos y siguen entonces siendo parte de nuestra visión del mundo. El fragmento está entresacado de una conversación entre el sacerdote Sune, recién llegado de París, y el rey danés, mientras se dirigen a la cabaña de Wonze, viejo esclavo del rey, donde degustarán el pez que da título al cuento. El rey le pregunta sobre la felicidad en la tierra y su imposibilidad, a lo que el sacerdote señala que esa queja del género humano la resolvió el propio Dios bajando a la tierra en forma humana y enseñándole el camino para ser injuriado y perseguido; “he dado al hombre la solución del enigma como me pedía: le he confiado su propia salvación”, en palabras del propio dios hecho hombre. El rey entiende que en esta prédica de humildad Sune actúa no solo como hombre de Iglesia, sino como intermediario de sus enemigos, aunque disimula sus sospechas enviándole a su vez la pregunta que recoge el fragmento y queda sin respuesta. También el viejo esclavo conoce la doblez del sacerdote y cómo ha estado a punto de morir envenenado por la acción de una mujer: “si las ratas se estuvieran en los agujeros que Dios ha hecho para ellas, la gente no las envenenaría”.

Como vemos, bajo las palabras y los silencios laten intereses y pasiones que afloran como dardos en algunos momentos, dejando pálido en este caso al sacerdote educado en las maneras de la corte de los Capetos. Pero, las palabras del rey ante el discurso de su amigo de infancia, ¿señalan únicamente su soberbia, paralela a la del viejo propietario que deja a la fortuna la suerte de un muchacho? ¿O hay una moral diferente para los poderosos, para la gente que posee y ama los caballos de raza, las armas, la seda? Inevitablemente, la figura del pensador Nietzsche se hace presente, con su distinción entre una moral de hombres fuertes y otra plebeya, surgida de los dardos que los poderosos clavan en los débiles y que al cicatrizar aparece como una defensa ante la agresión. La religión cristiana sería así la perfecta muestra de esa moral de los débiles que ha presentado el sacerdote Sune, capacidad de sufrir ante la injusticia y la maldad de los poderosos, a ejemplo del propio dios hecho hombre. Frente a ella, la exaltación de una moral del Superhombre, de ese ser que va a llegar quizá en instantes o en miríadas, pero a quien está destinado ese futuro que se regirá por nuevos sentimientos vitales: la fuerza, la posesión, la guerra, para barrer ese rebaño evangélico que lleva a Europa al desastre y la autocomplacencia. Así, compartirá con Wagner esa apelación a la mitología nórdica para encontrar a Sigfrido, el ser que, sin saberlo, se ha enfrentado a los viejos dioses y como Zaratustra se sacrifica para una nueva humanidad. Como en el caso de sus admirados príncipes y podestás del Renacimiento, lo nuevo debe nacer después de una orgía de sangre, entonces fallida por la irrupción de los monarcas absolutos y después los débiles ilustrados; como en el Götterdämmerung, también hay un final para nuestra época y, por lo tanto, un comienzo, que debe fundamentarse en la risa cósmica del profeta, pero también en la del eterno niño. Cuando Wagner cambie la lanza de Wotan por la de Longinos y Sigfrido deje paso a Percival, la ira del profeta será atronadora, lanzando sus rayos y centellas como un Júpiter enloquecido desde las montañas que tanto gustaba escalar, a menudo en compañía de su viejo amigo.

Viernes, 17 de abril

Sueños, sueños… Estaba en México con Ángel M., y una de las personas con quienes compartíamos una feliz mesa de celebración, señalaba: Guanajuato; cuando alguien pedía que expresáramos un deseo, yo exclamaba: “Vivir en México para siempre, en su eterna primavera”. Yo sabía que no era Guanajuato la ciudad que recorríamos, granada asomada a un río oculto, más bien una ciudad formada por retazos de otras muchas, pero bella, con patios, pequeñas plazas y balcones llenas de flores. Poco a poco, nos encontrábamos en lugares más sórdidos, calles y casas desconchadas, grises, como tantas en Hispanoamérica, aunque dispuestos a celebrar una fiesta, interrumpida por ruidos de explosiones, la aparición de aviones que atronaban el cielo, máquinas de guerra sofisticadas, hermosas en su potencia, como una especie de lanzamisiles volador, artefacto brillante, proyectil reluciente en rojo, imágenes de una distopía que a nadie parecía extrañar. El cielo se llenaba de bombas de palenque, aunque quizá eran las explosiones de los cañones antiaéreos en unas maniobras militares, me decía a mí mismo, pero efectivamente nadie parecía asustado o preocupado. (Recordaba también la otra cara de la ciudad, los pasajes subterráneos que han aprovechado el cauce del antiguo río, donde los viajeros teníamos aires de sombras entre sombras, así como los museos que recogen la presencia de los muertos, convivencia con la calavera y el esqueleto que es tan mexicana).

Ayer, conversación con un amigo convaleciente, que ya se encuentra bien y animado después de superar lo que debe ser la famosa infección, aunque todavía no tiene una efectiva corroboración. Con un cierto humor, comentábamos todas las precauciones que se nos piden tomar, a menudo contradictorias o simplemente absurdas, en que debemos lavar la ropa a altísimas temperaturas, a la vez que simplemente lavarnos las manos con agua y jabón será suficiente para desinfectarlas. Expresiones como matar moscas a cañonazos, o disparar con pólvora ajena, eran adecuadas para describir una política errática, con aire de amateurismo y a veces confiada a un charlatanismo de tradición hispánica para anestesiar a la opinión pública y esperar que los problemas se resuelvan por sí solos.

También, imágenes de desolación pueden acompañarnos, pues las noticias oscila entre el júbilo de las estadísticas y la visión de un futuro preocupante, en que deberemos convivir para siempre con la infección, parte ya de nuestra rutina civilizada, alarma periódica en que correremos a refugiarnos en nuestras casas, esperando que las tiendas e hipermercados todavía puedan ser nuestros lugares de encuentro, convertidos en cocineros forzosos, en espectadores de una guerra a escala planetaria, también una guerra de cifras, y donde algunos líderes se declaran en rebeldía. Aquello que no apreciábamos, como respirar un aire viciado, sentirnos parte de una familia, de un grupo, de una humanidad en guerras constantes, ¿será ya una utopía frente a la distopía que nos amenaza? ¿Cómo podemos rearmarnos moralmente entonces los asustados ciudadanos, inertes ante los acontecimientos? Pues vemos parecer ya conductas a menudo poco ejemplares, como el señalado rechazo a quienes precisamente están en lucha contra la pandemia, o el uso de la capacidad ilimitada de información para difundir bulos a menudo miserables, o simplemente ridículos, pero que a veces la conducta de algunos líderes parece autorizar, como ese político que escapa al confinamiento a que está sometido su propio país y se da un baño de impopularidad. También, en los periódicos se habla ya por algunos pensadores de cómo será el nuevo mundo, anunciando ese final que hasta ahora parecía atrasarse indefinidamente, como la aparición del superhombre, o la caída del capitalismo, o de la sociedad del bienestar. Apocalipsis para algunos, en que la especie humana debe enfrentarse a su final, como en el Kismet de las religiones mágicas, tiempo de la historia que coincide con el de la humanidad y donde seremos juzgados en gavilla, tiempo que ha sido necesario para la historia de la salvación y que Occidente cambió por la Tercera Edad, ese tercer reino que no acaba de llegar para los pobres y los desheredados de la fortuna. O quizá, por fin, ese reino en que la guerra, el negocio, la explotación del hombre por el hombre y, sobre todo, la explotación de la naturaleza hasta su extinción será sustituida por una comunidad que vuelva a usos más sencillos, nuevo comienzo en que las culturas primitivas, o los restos de las tradicionales, serán curiosamente los maestros de esa nueva moral. Necesitamos una nueva moral, afirmaba uno de los profetas de la barbarie tecnológica, Octavio Paz, pues vivimos en la edad del lodo, imagen  de aquella peor que la del hierro para Michel de Montaigne: Peioraque saecula ferri/ temporibus, quórum scelei non invenit ipsa/ nomen, et a nullo posuit natura metallo, y que toma en préstamo del poeta Juvenal “Ahora estamos en una edad y en tiempos peores que los siglos de hierro, para cuyas culpas ni siquiera la naturaleza halla nombre ni metal que ponérselo”.

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También los utópicos ilustrados configuraron reinos del orden, como hicieron con la naturaleza los Buffon y Cuvier, reinos donde la naturaleza sería la maestra de la sociedad, una vez que se apague la radiación religiosa y la razón ilumine el camino, imagen del ojo que los masones colocaban en sus fetiches… Esa tendencia nuestra a señalar un futuro, incluso a fecha fija, ¿no descansa jamás? Después, nos enseña Michel Foucault, experto en locuras, las utopías del orden serán sustituidas por utopías de la causalidad, donde la historicidad se habrá superpuesto exactamente a la esencia humana: “El tiempo calendárico deja de existir”, recuperando esa idea estoica de repetir la repetición, con Nietzsche, Marx y Spengler a la cabeza.

Frente al paseo militar del nihilismo, un pensador de temple probado en desastres y guerras, Ernst Jünger, al hablar de nuestro tiempo prefería la expresión de Leon Bloy, “Dieu se rétire”, antes que el certificado de muerte expendido por Nietzsche, más apropiada para un tiempo en que la voluntad de poder señala la presencia del nihilismo, así como un miedo creciente: “automatismo y miedo van íntimamente unidos”. En sus Diarios señalaba a veces su intención de escribir –quizá mejor, recopilar– un libro que recogiera pensamientos, sentencias, aforismos…, y formar una especie de breviario, o “Libro de horas” laico, para enfrentarnos a un destino que ve reflejado en el hundimiento del Titanic. Frente a los intentos de las vanguardias de anular el sentido, característica señalada ya por Baudelaire y que convertiría a la obra de arte en puro objeto, Jünger señala para el arte, o para la escritura en este caso, otra finalidad, “un curso de metafísica realizado entre parábolas: la ordenación de las cosas visibles de acuerdo con su rango invisible”. En fin, que yo sepa no llevó a cabo su propósito, aunque verdaderamente sus Diarios toman a menudo aire de breviario, con referencias a esos pensadores que recogen una moral para hombres civiles, digamos, algunos también sufriendo la caída del caballo como Pablo de Tarso, quien precisamente inspira la anterior. En general, esa pretensión se manifiesta mejor en su admiración por algunos curiosos escritores como Taillement de Roux, cuyas Historiettes recoge a menudo con fruición, alguna de la cuales tienen como protagonista a nuestro duque de Osuna –Ossone, le llama–, hombre burlón y sagaz al parecer, como aquella en que promete a unos padres jesuitas cierta cantidad de dinero para que le ilustren sobre si es posible absolver de un pecado aún no cometido; después de su respuesta afirmativa, el duque les paga con unas letras de cambio que unos pícaros les roban en el camino. Cuando acuden a quejarse, Osuna les responde que ese era justamente el pecado que tenía deseos de cometer y del que ya le habían absuelto.

Lunes, 20 de abril

Siguen los sueños, en ciudades y lugares que creemos reconocer, pero son síntesis de otros muchos; también con gente que quisimos, ya desaparecida, pero que nos hacen una postrera visita; seres entrañables, a menudo aparecen débiles, irreconocibles, frente a su fuerza y carácter en vida. También aparecen aquellas mujeres que nos han dejado una marca de dolor, cicatriz que duele todavía a pesar de los años, o de otras mujeres, como la que permanecía a mi lado mientras otras se desvanecían en tugurios y disfrutábamos de una vista sobre un paisaje de rivera. Siempre los celos acompañan al amor, imagen de nuestra futura infelicidad.

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Entre las figuras que recoge Jünger en sus lecturas de Des Reaux recuerdo la de un personaje terrible, verdadero Tenorio sin ápice de corazón, una de cuyas hazañas fue violar el cuerpo aún tibio de una muchacha que se había arrojado desde la ventana de una torre cuando la acosaba; entre las acciones de las que más orgulloso se sentía estaba la de asestar una estocada a quien había prometido la vida si abjuraba, para permitirse el placer de asesinar a la vez alma y cuerpo. Ojalá pudiera recordar las reflexiones del propio Jünger sobre el personaje, pero supongo que le parecería un ser en que las manecillas de la vida y de la fortuna iban acompasados, con lo que todas sus acciones en este caso tendrían éxito, pues como en el consejo de Maquiavelo, es mejor atropellarla que mostrarse “circunspectivo”, mujer al fin y al cabo. Una duda, una buena acción, y toda esta maquinaria se descompone y fracasa. La seguridad en el destino propio trae el éxito para nuestras acciones, malvadas como en el caso de este “farouche”, o necesarias para la grandeza no solo de una persona, sino de una nación entera; es la “disimboltura” que sir Francia Bacon admiraba en los españoles, como la del propio Mañara, moral de hombres y naciones fuertes, seguros de su destino, lo que les hace dueños del mundo, o de la mujer; puede también llevarles a la soberbia de creerse invencibles, o a despreciar incluso el arrepentimiento, como hará Mañara mismo, incapaz de confiar en esa imagen religiosa de nuestro destino, la gracia, que solo necesita un momento de contrición; el destino les sorprende en mitad de una orgía: genio y figura…, como quizá al espadachín francés, retando como todos los tenorios al cielo mismo. Para los hombres políticos, esa “disimboltura” les hace acertar aún –y sobre todo– en momentos en que todo se juega en un albur, tanto en una batalla como en una negociación. ¿Fanfarrones también, entonces? El cronista de Indias Fernández de Piedrahita señalaba la “rara virtud” de las manos de Pedro de Ursúa, que le hacía triunfar en todas sus acciones, como un don que necesitó la traición del loco Lope de Aguirre para desvanecerse, pero que el cronista sondea en los propios prolegómenos de la expedición, en el asesinato de un sacerdote que Ursúa políticamente ignoró, idea de un destino que alcanzará a casi todos los conquistadores de Indias. Ese don brilla aún más en la crápula, o en una aparente irresponsabilidad, como en el caso del joven Enrique V inglés, contrapuesto a la figura del rebelde Harry Percy, “espuela caliente”; como en todas sus obras, Shakespeare sondea en aquellas acciones que son el “huevo y la progenie del porvenir”, ocultas para los propios actores del drama que se precipitan a su destino con una inconsciencia alegre o terrible, como en el caso del propio Harry Percy, pero no de su tocayo, que reflexiona como sus locuras y hazañas de taberna harán que su estrella brille más aún cuando abandone su vida de crápula y a sus compañeros de farra, como el inmenso Falstaff, pues la alegría y el trono no puede convivir. Frente a la maravillosa figura de ese rey de taberna, aparece la del contrito padre del príncipe, el hombre que depuso al pobre Ricardo II, acción que será el “huevo y progenie” de las calamidades que asolarán el suelo inglés y que, sin embargo, obliga al rey a seguir su destino con toda la fuerza de los hechos, insomne y enfermo, pues el dulce sueño no gusta de lechos reales.

Un pensador poco dado a dramas, heredero de la idea kantiana de sondear las bases mismas de nuestro conocimiento, Ernst Cassirer, señalaba la existencia en los grandes hombres políticos de lo que llamaba una “voluntad histórica”, de carácter espiritual, que enfrentaba a la mera voluntad de vida, de poder, verdadera marca de nuestra época moderna. Como buen alemán, consideraba el saber como una energía que se encontraba en todas sus manifestaciones, desde el lenguaje, o el mito, en la ciencia, no como mero reflejo de la realidad, sino una fuerza creadora de un mundo simbólico de formas que constituyen lo que denominamos la “realidad”. Esa voluntad permitía así la acción, delicada y fuerte a la vez, con que los verdaderos hombres de Estado dejan su huella en la historia misma, poderosa intuición que no puede aprenderse, solo ejercitarse en el trato y conocimiento de los hombres, en esa fisiognomia que el emperador Federico quería establecer como un verdadero arte de la política. ¿Ignorancia feliz, entonces? En modo alguno, pues el propio Emperador sabía muy bien distinguir entre sus intereses intelectuales y aquellos que marcaban su acción política, como hombre que soñaba atemperar la bravura germánica con la serenidad y razón latina; como hemos visto, no perdonaba a su más íntimo amigo, o a su propio hijo, cuando la razón de Estado así se lo pedía, crueldad fría que señala quizá también a estos seres. “Verdaderamente, los reyes no sienten como los demás hombres”, reflexionaba el duque de Saint-Simon, admirado de la indiferencia con que el rey Luis XIV había recibido de sus más cercanos, entre los que se encontraba el propio duque, la noticia del fallecimiento de su nieto y heredero, contrapunto a menudo frecuente entre felicidad pública y desgracias domésticas. También la etiqueta de la corte española de los Augsburgo impresionaba a experimentados embajadores que temblaban en presencia de una majestad imagen de una frialdad inquisitorial, como si fueran capaces de leer en la mente más precavida. Nuestro gran tratadista y político Saavedra Fajardo señalaba la prudencia como centro del arte de la política, pues reside en la razón y desde allí domina a las demás potencias, arracimadas en la voluntad; el arte de gobernar debe aprenderse en la escuela de la naturaleza, de los animales e incluso de rústicos y villanos, más que en teorías a menudo descabelladas y que solo han creado tiranos, reflexiona nuestro estadista.

P. S.; (Días destemplados, fríos y lluviosos, que ayudan a pasar mejor el encierro, esperanzados de que cuando termine, a al menos se relaje, una hermosa primavera nos esté esperando, limpia por una vez de toda la angustia que aportamos los desesperados urbanitas).

Discurseábamos estos días acerca de la moral de hombres fuertes, que a menudo contradice la que comúnmente llamamos con ese nombre, heredera de una visión histórica, de una voluntad que sería la marca de nuestra propia alma, y se manifiesta en una preocupación por el futuro, acompañada de una pretensión de poder y dominio en que ya aparece incluso convertido en pasado –“demos lo venidero por pasado”– y sujeto a esa misma voluntad. Para esta “educación de príncipes”, para el hombre de acción, en suma, valdrían mejor las leyendas y poemas de los trovadores cortesanos, poemas como aquellos de los Nibelungos, o todo el ciclo artúrico y su Santo Grial, con el inocente Percival a la cabeza, las hazañas de Rolando y el ciclo carolingio, o las de Gaiferos y Melisenda que desatan las iras de don Quijote en el episodio de los títeres de Maese Pedro, hasta deshacer el propio retablo a estocadas. Leyendas de hombres valientes recoge nuestro español romancero, con el Cid a la cabeza, o los siete infantes de Lara, que llamaban a la acción y la lucha, pues si bien la inmortalidad la ganan los hombres de iglesia “con oraciones y con lloros/ los cavalleros famosos/ con trabajos y aflicciones/ contra moros”, dirá Jorge Manrique, a quien ya habíamos brevemente citado, moral caballeresca en que sus propias figuras aparecen portando armas en las tumbas, como si el Paraíso prometido fuera el Walhalla de los hombres nórdicos. (Pero también leyendo un libro en hábito guerrero, como la melancólica figura del Doncel de Sigüenza, que ha atisbado la eternidad como biblioteca infinita).

Frente al libro que contiene la verdad, la crónica, reino de los hechos, será la lectura apropiada para los hombres de acción, crianza del noble frente a la educación del fraile y que considerará la historia como saber una de las fuentes de la formación del príncipe. La verdad, “cuya madre es la historia”, dirá con cierta ironía Cervantes, al presentarnos los cartapacios de Cide Hamete Benengeli, el moruno autor de las hazañas de don Quijote, sorpresa para quienes pensaban en la verdad como centro de toda especulación, búsqueda de ese libro donde estaba confinada, como eran los libros herméticos para los hombres del Renacimiento, o para el héroe cervantino las novelas de caballería. Desde los siglos góticos, el estudio de la historia será considerada un saber apropiado para el hombre político, pues permitirá penetrar “en los hospitales de los siglos pasados” y entresacar consejos y remedios para los siglos presentes, afirma Saavedra Fajardo, pues no hay nada nuevo bajo el sol: “lo que es fue y lo que fue será”.

Serán nuestros hombres de la época en que el Renacimiento ya decae y se relaja en su búsqueda de ese Libro imposible quienes traerán un poco de ironía, un escepticismo risueño a las pretensiones de tanto sabio, como esos creadores de repúblicas de letra impresa; hombres que han conocido la vida, la guerra misma e incluso el cautiverio, como nuestro Cervantes, o Michel de Montaigne, crearán una moral para hombres cívicos, al igual que su pensamiento escapa de los entresijos y sofismas de la escolástica…, o de los libros de caballería. También la historia aparece ahora como enseñanza para los hombres, en manos de su contemporáneo William Shakespeare, señalando a las nacientes dinastías como depositarias de las promesas de paz, de una edad de oro en que desaparecería ese azar monstruoso que gobernaba el mundo, lleno de furia y de ruido. Por otro lado, su humor ilumina todo nuestro mundo y recoge a un ser que debe ser entendido en sus contradicciones, sujeto a la melancolía, pero capaz de afrontar los fracasos, y aún la muerte, con ese punto de humor y locura que supera a menudo a la necedad de tanto sabio.

Hemos citado también en algún momento a los elegantes moralistas franceses, así el Des Reaux y sus Historiettes, y sobre todo a François de la Rochefoucauld, que nos hablan de la sinvergonzonería de los poderosos, pero también de caracteres humanos, no de bustos pensantes, el primero; así como el segundo, de nuestra profunda cobardía social, de como nuestro corazón se aprovecha de todo nuestro saber para convertirlo en alimento de sus deseos, a tuertas y derechas: “L’esprit est toujours la dupe du coeur” (La inteligencia es siempre víctima del corazón). Des Reaux representa mejor ese esprit, traducido aquí como “ingenio”, que dará el tono en todas las cortes europeas y cuya última gran representante –literaria– será Ariana de Guermantes, reina en las últimas veladas de la aristocracia francesa, cuando desde hacía tiempo debíamos aprender a amar en las novelas, o a conocer la imposibilidad del amor, y quizá también de una moral para la vida misma. Ingenio que llega a burlarse de lo sagrado, como aquella salida del converso rey Enrique IV al obispo de Evreux cuando le quería hablar del purgatorio: “dejemos ese tema, pues en definitiva es el pan de los frailes”. Valdría también para entender esta distinción entre una moral cívica y otra religiosa la anécdota del burgués cuyo hijo, por encargo del colegio de jesuitas donde estudiaba, le pide unas Vidas de Santos, a lo que el padre responde con un envío de Las vidas de hombres ilustres del latino Plutarco, con la coletilla de que esos eran los santos de las gentes honradas. Esta historia concuerda con la propia experiencia vital de Michel de Montaigne, a quien su padre prohibió se le hablara en otra lengua que no fuera el latín durante los primeros años de vida, de tal manera que los autores clásicos se convertirán verdaderamente en sus santos protectores; se le vendrán a la boca, y a la pluma, en todo momento, coro de música antica a la que suma su propia voz. La prohibición era tan tajante que algunos criados aprendieron expresiones en esa lengua para dirigirse al muchacho.

Hablando también de la persistencia de nuestro carácter y costumbres, moral ligada a la sangre y no a la razón, en momentos en que quizá conviniera ser más flexible, Montaigne cuenta la anécdota del pícaro gascón que al ser conducido a la horca y, como era costumbre, presentarle a una mujer para que le librara del castigo convirtiéndola en su esposa, al ver que cojeaba le pidió vehementemente al verdugo que le ahorcase, con la expresión, “¡rápido, no ves que se tambalea!” (cito de “mémoire”). Esa anécdota recuerda otra de las Historiettes, donde un auditor pide en su testamento que unos frailes mendicantes lleven en sus honras fúnebres cuatro gruesos cirios que tenía en su despacho; en plena ceremonia estallaron con estruendo formidable, causando el pánico en la iglesia, mostrando aún para después de su muerte los rasgos de un carácter burlón. Más dramático, también para reconocer esa persistencia de creencias y costumbres en momentos terribles, es el ejemplo usado por Montaigne de algunos judíos portugueses que, puestos en la tesitura de separarlos de sus hijos si no se convertían, rechazaron la fe católica. Ejemplo quizá no traído por puro azar, pues se dice de su madre que era descendiente de esos mismos judíos portugueses conversos, los “marranos”, que conservaron en algunas regiones de Portugal algunos ritos de su vieja religión hasta bien entrado el siglo XX, como en el maravilloso pueblo de Belmonte; “somos cristianos de costumbres judeas”, decían de sí mismos, muestra de esa misma persistencia de la costumbre y la creencia en medio de las mayores dificultades, frente a la flexibilidad de la razón y aún más de  la inteligencia.

Más profundo, si se quiere, es La Rochefoucald que el autor de las Historiettes, pues si en estas se deja al arbitrio del lector la lección que pueda desprenderse de las anécdotas y hechos peregrinos que nos trae desde el siglo XVII francés, época de pasiones fuertes, en la obra del moralista para gente elegante se encuentra ya la reflexión pura sobre los hombres, que apunta en el título mismo de Máximas. En particular, una característica de esta moral, que se corresponde también con una educación mundana, será darle al cuerpo un lugar, sino preeminente, sí importante, a la hora de entender su extraña unión con el entendimiento, el esprit, pues el alma se la dejan a los frailes: “La fuerza o la debilidad del entendimiento, no son más que efectos de la fortaleza o debilidad de nuestro cuerpo”, y al que por tanto hay que cuidar y fortalecer, ya no el “soma sema” de todas las religiones. También Montaigne pedía que se educase a los infantes según las costumbres “naturales”, para fortalecerlos, como hizo su extravagante padre, que le envió a criar durante sus primeros años con una humilde familia de sus tierras y señalaba, en cambio, cómo la educación que había recibido en una triste institución bordelesa había grabado en la mente de sus alumnos la etimología y evolución del concepto de virtud, pero no les había enseñado a emularla. Frente a la dicotomía virtud-pecado, la moral para hombres de acción señala la nietzscheana contraposición de lo bueno a lo malo, u odio y amor, sentimientos fuertes frente a la religiosa diferencia entre amor y temor; pues los vicios mismos entran en la composición de las virtudes, como los venenos en la composición de los remedios, reflexiona La Rochefoucauld, a la vez que considera cómo la prudencia debe reunirlos y atemperarlos, para servirse de ellos contra los males de la vida. Sin menoscabo de la gracia, que puede salvar incluso al Tenorio más desvergonzado, estos hombres, puesto que hablan de asuntos mundanos, tienden a sustituirla por la más profana y clásica “fortuna”: Fortuna y humor gobiernan el mundo; ya veíamos como para ganarla mucho mejor que la resignación es la intrepidez, la “disimboltura” española, que la hace girar al unísono con las manecillas de la vida misma.

Recuerdo también la figura de madame de Sévigné y sus Cartas, a través del cariño que le profesaba la madre de Marcel Proust, que al parecer llenaba de citas suyas las cartas que enviaba al futuro escritor, a ejemplo de la autora; en su A la recherche…, el autor traslada la pasión entre madre e hija a su propio ámbito familiar, pero al igual que disfraza a menudo sus relaciones maternas a través de la figura de su abuela, las Cartas trasladan al lector a la propia relación, estrecha y a menudo difícil, del autor con su propia madre. Relación que angustiaba a ambos, pues la madre sufría por la inadaptación del muchacho, por su sensibilidad exquisita que le incapacitaba para la vida real, y el hijo temía que la madre conociera sus íntimos deseos, sus paseos por las llanuras de Sodoma. Y es verdad que esa relación de madame de Sévigné con su hija es verdaderamente amorosa, llena de angustia por la separación forzada que la lleva a la Provenza con su marido, y llega al extremo, como en la propia novela del parisino se recuerda, de separarse de aquellos que pretenden divertirla, pues parece que le quitan un tiempo precioso para pensar en su querida hija. También, un humor feliz, como cuando describe la toilette de sus vecinos, desalojados por un incendio, que recuerda la descripción hecha por el Saint-Loup de la novela proustiana de la vestimenta de la aristocracia puesta en fuga por una alarma antiaérea. ¿Más coincidencias? Quizá las páginas en que describe como “un lugar, un recuerdo, una palabra”, le traen el dolor de la ausencia, magdalena espiritual que recuerda a los pregones de las mañanas parisinas y traían al protagonista de A la recherche… el recuerdo de Albertine.

*     *    *

Escribo en otros días diferentes a los señalados en el encabezamiento, pues a menudo no sé en qué día vivo verdaderamente, como todos nosotros, me imagino; parecen amontonarse sin distinción, pues no podemos alterar nuestra rutina con los días de fiesta, o con los momentos que disfrutamos con los amigos, todas las horas repitiéndose iguales, como si el tiempo se hubiera detenido, o transcurriese a trompicones, como en las pesadillas que sufrimos noche tras noche. Las noticias que nos llegan tienen a menudo una carácter extraño, como de pesadilla también, aún las que quieren esperanzarnos, pues nos parece que todo ocurre en una realidad virtual, excepto desde luego para los que sufren, en la que somos espectadores de rifirrafes políticos y científicos, temerosos de que esta situación sea ya una constante para no se sabe cuanto tiempo, forme parte ya de nuestra vida, de nuestras costumbres, como las propias pesadillas.

(También lo escrito no merece el nombre de Diario, pues recoge más bien consideraciones, reflexiones, y no los elementos de una vida en su choque con la vida misma, con los otros, germen de experiencias y que marcarían también rupturas en el sentido, en el propio discurrir de la escritura, no ese aspecto de lava regurgitando, lentamente enfriándose; de todas maneras, si en general todo autor de diarios tiende a ensimismarse, quizá en estas circunstancias sea ya inevitable).

Viernes, 24 de abril

Debo entonces forzarme a colocar la fecha en que me pongo a escribir estas páginas, que ya siguen su propio ritmo y me llevan a menudo donde no pensaba, como una corriente formada por temas y preocupaciones ya conocidas, para que mi ignorancia y también la angustia ante el futuro puedan tomase un descanso; así, nos hacemos la ilusión de que forzaremos a la misma vida a acomodarse a nuestros intereses y miedos, como ha sido siempre y siempre será, nos decimos. De todas maneras, puesto que hablábamos de moral, no sea quizá puro azar la elección del tema para quienes no contamos con una firme creencia, religiosa o de cualquier otro tipo, y buscar así apoyos para sostenernos en estos momentos tan duros y poder ayudar a los demás, sentimiento de solicitud que es la base de toda ética religiosa o civil, lo mismo da en este caso. Recordábamos esa moral propia del hombre “fuerte”, que no se recoge en forma de mandamientos, más bien en un código “caballeresco”, que si bien exige el auxilio de los débiles y necesitados, se rige por la idea del honor, de la propia estima antes que por la verdad o la justicia, lo que llevó a convertir el duelo en la forma de solventar las diferencias entre la nobleza y le costó, por ejemplo, el exilio al padre y la vida al esposo de madame de Sévigné; ética poco cristina verdaderamente, que ya denunciaba un hombre poco inclinado a fanatismos como era Michel de Montaigne, que renegaba de tiempos en los que “se prefiere perder el alma antes que el honor”. Aunque toda la educación política se basa en desarrollar una intuición que lleve a conocer el corazón del hombre, y que las ideas solo disimulan, hemos visto cómo en algunos casos llegan a exponerse, no como un sistema desde luego, como en la moral propiamente religiosa, sino con la apariencia de crónica social, como en Des Reaux, o de memorias políticas en Saint-Simon, en forma de aforismos en las Máximas de La Rochefoucauld, para que podamos echar una mirada a las gentes viviendo sus vanidades y locuras, o sus grandezas y virtudes, en la sociedad misma, no en el refugio de un convento, o de la soledad, monstruo que  hace su aparición en pleno esplendor de la vida cortesana, en la figura de los misántropos.

Habíamos visto en las Cartas de lord Chesterfield a su bastardo la insistencia para que se educara en el espíritu de la escuela francesa, con las clases de baile como materia de primer orden, e hiciera vida de sociedad, para aprender en compañía de damas elegantes los rudimentos de una de las creaciones de la costumbre nobiliaria, la “conversación francesa”, cuya recreación literaria se encontraría en otras Cartas, las de madame de Sévigné, precisamente: “Point d’ennemis!” (¡No hacerse enemigos!) le marcaba su instinto social, pues ser agradable y afectuoso para con la gran familia de la nobleza era el primer deber de la clase. Quizá no tanto con quienes no pertenecían a ella, y desconocían esas reglas no escritas: “¡Quieren saber de todo y no tienen ni mil escudos de renta!”, se quejaba un viejo aristócrata ante la llegada de una plebeyez ilustrada, personificada en Diderot y Rousseau. Pronto, tras las revoluciones, un nuevo sentimiento burgués se irá abriendo paso frente a este carácter iniciático de la educación a la francesa y que un contemporáneo compatriota de lord Chesterfield, el muy plebeyo Doctor Johnson, expresaba en su opinión obre las Cartas: enseñan las maneras de un profesor de baile y la moral de una puta. Vamos por tanto a intentar cerrar las reflexiones sobre ese extraño saber, pues se niega a serlo, que serviría para dirigirnos en nuestra vida como seres sociales, más que para ganar esa eternidad a la que llegaremos acostados, y por tanto le parecía una idea agradable a Antoine de Rivarol, quizá el ultimo tesorero de ese saber mundano; siendo de origen humilde él mismo, llegó a ser el rey de los salones parisinos gracias a su ingenio, y sus agudezas se llegaron a acuñar como “rivaroladas”; circulaban como mercancía valiosa que corría de salón en salón. Esprit, ingenio diríamos entonces, antes que una reflexión sobre la naturaleza humana es lo que parece encontrarse en sus agudezas, ingenio y esa joie de vivre que los aburridos ingleses envidiaban, estupefactos de que su riqueza no les procurase placer, aparente paradoja que había merecido ya el juicio de Francis Bacon, barón de Berulam: las virtudes que sirven para hacer una fortuna, son a menudo las que impiden disfrutarla; y Rivarol apuntillaba, pues él mismo había conocido ambos estados: “Mientras la pobreza hace gemir al hombre, la opulencia le hace bostezar. Cuando la fortuna nos exime de trabajo, la naturaleza nos abruma de tiempo”. Expresiones que se corresponden con sus pensamientos puestos por escrito, pues las “rivaroladas” se le atribuían como a hombre que había puesto “tienda de ingenio”; se cuenta cómo en su exilio alemán durante la revolución que puso fin a la fiesta debían juntarse cuatro sabios para descifrar sus ocurrencias. Pero era hombre de gran cultura y, aunque más conocido por sus agudezas, escribió sesudos tratados de lingüística y sobre la moral misma, que era uno de sus temas de cabecera, de valor superior a la ley, afirmaba, pues en los asuntos de moral somos nuestros propios jueces; aunque, con ese ánimo de no exigir demasiado al género humano, en ese terreno o en otro cualquiera, consideraba como “la razón se compone de verdades que hay que decir y verdades que hay que callar”, relativismo mundano que no siguió un gran admirador de esta escuela, Friedrich Nietzsche, para quien la verdad es aquella mentira que necesitamos para vivir. Y una última advertencia, para quienes desde la idea ilustrada señalaban el oscurecimiento del pasado: “un poco de filosofía aleja de la religión, mucha, hace volver”.

25 de abril

Escuchaba, para entretener ese silencio que hemos ganado, uno fados de Coimbra cantados por el gran José Afonso, el hombre capaz de poner en sus canciones la melancolía, pero también la esperanza en el futuro y en la humanidad del alma portuguesa, voz de una revolución que quiso cambiar el rojo de la sangre por el de los claveles, en tal fecha como hoy mismo. Como en su música, el país portugués no quiso renunciar a sus tradiciones, a esa saudade en que el futuro aparece ya como desilusión, como pasado, y a la vez creer en una utopía, “cidade do homen/ não do lobo mais hermão”. En el cristal de una voz que parecía surgir de una herencia medieval, limpia de la ronquera de la desilusión y el olvido, surgen como nuevos un lirismo de raíz campesina, como si un trovador pudiera vivir en nuestra terrible época, aun para cantar la propia muerte de Catarina, la camponesa abatida por la policía salazarista: “aquela andorinha negra bate as asas pra voar”. Hay también épocas negras en la vida, duras, en que el olvido, la miseria de la necesidad y la dura lucha por la existencia nos acobarda, nos lleva a pensar que solo existe un egoísmo ruin; los fantoches se han apoderado del mundo y no podemos escapar a la mediocridad, a un sentimiento íntimo de traición a los sueños de juventud: “Que amor não me engana/ com a sua brandura/ sei da antiga chama/ mal vive a amargura”. Solo entonces Zeca parecía no rendirse y nos amonestaba cariñosamente para que creyéramos en una solidaridad alegre, frente a quienes se creen reyes por trepar al coqueiro: ¡venham mais cinco! Los hombres buenos son necesarios en toda época, meditaba Montaigne, sobre todo cuando las disputas, las guerras, no consiguen sino aumentar el caos y el dolor; entonces, aquellos que parecieron tibios, como los poetas escandiendo versos, o quienes no quisieron empuñar la espada contra sus hermanos, sino una guitarra, una “viola”, pueden venir en ayuda de los pueblos; ponen voz a ese fondo latente de nuestra condición humana, el deseo de paz y solidaridad. Seres como José Afonso nos esperan cuando perdemos el camino, o se oscurece nuestras más íntimas esperanzas, para enseñarnos cariñosamente ese lado de la condición humana que surge más a menudo en épocas terribles, o mediocres, y volver a lo que quisimos ser, como individuos o como pueblo: “Ha menos um furo no cinto apertado/ e ja primavera/ amar não e pecado”.

Segunda parte. Paseante en corte

Lunes, 27 de abril

Parece que remite la terrible pandemia que tiene al mundo entero en una pausa alerta; esas buenas noticias han despertado esperanzas de que volvamos a ser lo que fuimos y la vida sea sobre todo esa inconsciencia en que olvidamos que estamos viviendo, mortales y frágiles, no esta atención escrupulosa, agotadora, en aquellos actos que pensábamos sencillos, como el hecho mismo de respirar, de pasear, de acariciar a los nuestros, convertidos todos en posibles enemigos. Se dice si algunos padres que han podido salir ya con sus hijos a la calle no han cumplido las normas de “distancia social”, incapaces de aceptar el nuevo protocolo de relación, que quizá recuerda a la vida en las cortes y salones en que nos hemos entretenido estos días, etiqueta rígida sin cuyo conocimiento uno pasa por un patán, como el invitado a la mesa de no sé que monarca cometió infinidad de errores al degustar un huevo pasado por agua; como toda etiqueta, exige un control sobre las emociones más legítimas, que deben expresarse únicamente en cartas o diarios, jamás en público, sustituidas por un ingenio alegre, o mordaz. Todavía estamos aprendiendo esa etiqueta y es lógico que las gentes busquen un aire de normalidad, de calor y cercanía que suponíamos era parte de nuestro patrimonio, volver a sentir la alegría de vivir que existía “prima della revoluzione”, como afirman los expulsados por todas ellas. También la vida íntima, familiar, se vio afectada por las revoluciones, y la vida privada, entendida como ceremonia pública, dio paso a una más íntima, burguesa, donde el afecto se guarda para los más cercanos, como la propiedad misma, y que reflejan bien los nuevos héroes de las novelas, como los advenedizos sthendalianos, empeñados en subvertir ese nuevo orden, o sufriéndolo, como las heroínas de Flaubert. La dureza de sentimientos que se señalaba para los reyes mismos, o Marcel Proust veía en la última floración de la aristocracia, era desde hace tiempo también nuestro patrimonio para quienes no pertenecían a ese círculo íntimo; el virus de la desconfianza es propio de sociedades “abiertas”, lado oscuro de los derechos y libertades, y lleva a que no crucemos palabra con nuestros vecinos durante años, o no sepamos siquiera el nombre del camarero que nos sirve un vino todas las tardes, distancia social compañera del barullo, el ruido y las multitudes con quienes los urbanitas compartimos nuestros ritos diarios, y que este confinamiento había relajado

Volveremos a nuestras costumbres, entonces, después que este silencio atronador pase, a la vigilancia que ejercíamos sobre nuestras emociones, a trabajos que no nos gustaban, para mantener el cerco hermético sobre quienes no compartan nuestras ideas y huir de nuestra responsabilidad en la situación de personas, gentes, países enteros que, como el personal de servicio de los elegantes chateaux, nos resultan necesarios para disfrazar una infelicidad de fondo.

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Cuál es el verdadero tema de la filosofía del siglo XIX, se preguntaba Oswald Spengler, y con la rotundidad que le caracteriza, afirma: la voluntad de poder, en forma civilizada, materialista. La orientación, ahora tiránica, hacia el futuro llevará a una ética de carácter éticosocial y económica; la filosofía del presente, nacida con Hegel y Schopenhauer, sería entonces crítica social cuando representa bien el espíritu del tiempo. Señala el paso de la clase, aquella a la que pertenecían los moralistas elegantes, a la sociedad de clases y la lucha por el favor del rey se sustituye por la lucha por la existencia, la idea de servicio por la de trabajo y la de perfeccionamiento por la de evolución. La ética digamos “capitalista”, es decir una ética para la vida práctica, se inclina ante la nueva causalidad social en que las razas, naciones y clases disputan una dura batalla, pero cuyo vencedor está preestablecido, herencia de la predestinación luterana y no será otro que el contable, fin señero de todo ese esfuerzo.  Las iglesias intentan mantener la vieja alianza con lo sagrado, pero se convierten a menudo en caricaturas de esa nueva causalidad; les resta entonces esa cáritas, que toma también un aspecto social, y atenderá a los desheredados de la fortuna, bola negra en la ruleta de la selección natural. Ese paraíso utilitario tiene como profeta a Darwin y su sacramento por excelencia es el trabajo, ante quien se sacrifican naciones enteras y a la naturaleza misma, si es necesario. La física, y con ella toda la ciencia, se someten a esa tiránica voluntad de poder que supone a la inteligencia como subproducto del cerebro para conservar la vida, al estilo de la filosofía de Schopenhauer; sin embargo, mientras la voluntad triunfa en su metafísica, en su propia ética aconseja la renuncia del sabio ante las pulsiones de la voluntad misma, tomada de su admiración por la filosofía védica y la idea del mundo como “Maya”, ilusión: el mundo es un fenómeno cerebral, paradojas del pesimismo. También de la misma forja surge la idea de que la clase que logró expulsar a la nobleza del centro de la vida económica y política, la burguesía recién estrenada, debe ser sustituida para lograr una adecuación entre la economía y el ser íntimo del ser humano, en que el trabajo supone su esencia, velada por los sucesivos amos y que ahora puede alcanzar su emancipación para llegar al momento en que también la historia por fin descansará, en un paraíso proletario en este caso y no en una oficina siniestra. De las brumas germánicas surge también la creencia en que el Tercer Reino llegará por fin, Reich de los mil años en que ya no la pertenencia a una clase, sino a una raza, sería el pasaporte para lograrlo. Un pensamiento, ese sueño de un dominio político del mundo que habíamos visto reflejado –y fracasado– en el Puer Apuliae de los albores de nuestra propia historia, vuelve a tomar cuerpo ahora en una forma degenerada, nuevo anillo-esvástica que incendiará el mundo en una confrontación terrible, verdadero Ragnarök en que la tierra entera temblará ante el peso de los nuevos titanes. Europa había dejado ya de ser el centro político del mundo, lo que dará paso a otra confrontación entre el Este y el Oeste. El propio Oswald Spengler acierta en su idea de una lucha “final” por el dominio del mundo, que tomará cuerpo en la Grand Guerre, pero su idea de un socialismo de raíz germánica, prusiano, fracasa ante el poderío del nuevo imperio.

Heredera de la Ilustración y de Rousseau, la idea de una humanidad capaz de sostener reglas válidas para todos, nuevo contrato social a escala planetaria, se presentará como la alternativa ética que sustituirá en su carácter universal a las religiosas, pues recoge en su seno a todos los individuos, pueblos, naciones…, heredera también de ese carácter universalista tan francés y que se manifiesta en las Declaraciones de derechos. Esta ética universal, que se presenta como defensa del Estado liberal frente a los fanatismos, supone el deseo de superar las guerras como forma fundamental de la política y sustituirla por una comunidad de sabios que puedan examinar y solucionar los conflictos mediante la razón; negada una y otra vez por los hechos, nos agarramos a esa última esperanza como a ese clavo de la fatalidad donde poder sostener el nudo de nuestras perplejidades. Su lado menos ecuménico representa quizás nuestra soberbia intelectual e ignorancia de otras culturas y pueblos que si antes debieron ceder a nuestro poderío militar y económico, ahora se inclinarían ante nuestra buena fe. Ya desde Napoleón, un uso fraudulento de esta ética de la nueva libertad e igualdad hizo recapacitar a filósofos y artistas, entusiasmados con este nuevo amanecer, y suprimir dedicatorias precipitadas. El humanitarismo es el paso anterior al canibalismo, reflexionaba Fernando Pessoa, hijo de unos padres que habían olvidado a Dios, pero no le habían legado el amor a la humanidad, y para quien un exceso de optimismo sobre el ser humano traería una reacción exagerada hacia su lado más salvaje y terrible. Los sueños de la razón y la ciencia producen pesadillas.

Desde el viejo Inmanuel Kant, o ya desde el propio Dante, como vimos, se buscaba dar cobertura a una ética ciudadana que su imperativo categórico recoge como ese quantum de acción que nace de una libertad insobornable, frente a la terrible ley de la necesidad en la naturaleza, como sospechaba Dante mismo, civilitas que puede ganarse la salvación por sí misma, con la gracia y con la sujeción a la ley, como creyente y como ciudadano, ahora ambos separados y enfrentados a menudo. Terrible soledad le espera al ser humano, entonces, herencia kantiana de la predestinación luterana y su soledad frente a un Dios imposible de conocer e imposible de obviar, también soledad frente al mundo, desde Rousseau, considerado como naturaleza a la que se debe regresar, o como conjunto, como nación; sin amigos, por tanto.

(Esto se está volviendo muy pesado, verdaderamente; esperemos encontrar un venero de pensamiento un poco más amable para estos días en que la esperanza parece florecer).

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Sueños: otra vez en casas que se vuelven enormes; esta última se abría a extraños restaurantes y lugares donde la gente se disponía a disfrutar de comida o bebida –ahora pienso en los nuevos mercados. De todas maneras, yo venía de visita y me sentía extraño, también la presencia de una mujer que se encontraba más en su elemento me llenaba de desasosiego, anunciaba reproches dolorosos. Al salir, había que utilizar un extraño ascensor, no para bajar, sino para acceder a la ciudad que se divisaba en lo alto, mientras el lugar al que se llegaba era como un pequeño pueblo, de callejuelas estrechas y pequeñas plazas; cuando preguntaba una y otra vez a los numerosos grupos de gentes, viejos y niños jugando sobre todo, alguno intentaba orientarme, casi consolarme, verdaderamente, pero yo mismo me daba cuenta que lo que buscaba era algo ya perdido; pues al salir en compañía de algunos amigos y seguir sus indicaciones había perdido la seguridad con que me había movido por primera vez en aquel laberinto.

Ayer, charlaba –por teléfono, claro– con un amigo sobre el destino de fracaso a que está destinadas nuestras creaciones, de una forma inevitable, pues el instinto certero con que se movían los viejos maestros se ha perdido, aunque se tomen atajos como el que aparecía en el propio sueño. También, la armonía entre campo y ciudad era imposible, solo como cuento de viejas para los niños, así como entre el pasado y el futuro, pues no parecía haber un presente, ese león seguro de sí mismo capaz de armonizarlo. ¿Qué podemos hacer, entonces? Intentarlo, conseguir un fracaso que sea personal, superar el miedo a lo desconocido, pues alguna vez volveremos a la facilidad de los niños. También, recuerdo hablar con mi nieta Luna de los libros que ha escrito en este tiempo de reclusión, energía infantil que puede ayudarnos a superar la angustia y la extrañeza.

29 de abril

Parece que la situación de alarma y confinamiento comienza a relajarse, aunque nuestros dirigentes necesitan dar otra vuelta de tuerca a su ingenio y buscar con el desarrollo de normas y sugerencias hacernos creer que saben lo que hacen, dando lugar a un verdadero galimatías, confusión al que se suma entusiasmada el resto de las fuerzas “políticas”. Publicidad, ante todo. ¿Somos ya una caricatura de nación? ¿Necesitamos un psiquiatra que analice nuestro inconsciente colectivo?

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En el Romanticismo, ya desde Goethe, el mundo cobra vida, encierra también un ánima que puede hablarnos si sabemos invocarla, como Wotan hizo con Erda, la gran madre, fuerzas telúricas, arcanos que vuelven a presentarse ante nosotros, escritos ya en las cuevas de Lascaux o Altamira y que preceden a la razón, son existencia misma. Esa nueva revelación no podrá justificarse desde una perspectiva científica, positiva y producirá la cesura que un estudioso de revelaciones y esperanzas como Eugenio Trías llama dia-bálica, como incapacidad de acceder a lo sim-bólico, y en la que estamos todavía, anestesiados por un progreso tecnológico que sirve como coartada, como causa y a la vez solución de los males sociales y económicos, centros de nuestra ética como hemos visto, abismo entre el sueño y la razón que solo el arte intenta salvar, o profundizar, desde don Francisco de Goya. A su vez, lo sagrado degenera en formas de religiosidad fosilizadas, en Iglesias superadas por la mecánica social y política, o en manifestaciones cosmopolitas, como los “thelemas” del satanista Alister Crowley, siempre a la búsqueda de la mujer escarlata. “Somos todos espíritus religiosos sin religión”, la sorprendida reflexión de Cioran sobre los esfuerzos de tantos descreídos por encontrar los restos de lo sagrado y que se llamará en muchos casos etnografía, ciencia de los remordimientos, ¿supone también un deseo de encontrar fundamentos morales, o es solo la constatación de una pérdida?

“Solo el estudio de la naturaleza pueda dar base, o un fundamento, al universo moral, pues en la naturaleza duerme ese mundo espiritual, es el espíritu inconsciente que va dando forma a todo un mundo mineral, vegetal, animal…, vivificada por el anima mundi, y se descubre en fenómenos limítrofes como el magnetismo o el mesmerismo”. Acudo de nuevo a la ayuda de Eugenio Trías para intentar entender nuestra desorientación, nuestra ignorancia respecto al propio mundo en que vivimos, cuando el intelecto y la ciencia parecían poder dar cuenta ya de todas las supersticiones y creencias relacionadas con lo sagrado, con el símbolo, por tanto, y nos encontramos que ese mismo estudio de la naturaleza lleva a los románticos a suponerlo base de una nueva moral que no sea la utilitaria, regida por el éxito y la ganancia. Viejas historias, y aún mitos, reaparecen ahora, como la Edad del Espíritu de Joaquín da Fiore en la obra del extraño Schelling, de la misma manera que los Grimm, o el mismo Richard Wagner, habían alentado las viejas leyendas para curiosamente entender el nuevo mundo, aquél que surge después de 1848 y aterrorizaba a todos los reaccionarios, fecha que el propio Trías señala como punto de esa cesura trágica en que nos encontramos todavía.

En el inconsciente, el nuevo espacio ctónico de nuestra geografía espiritual se refugian ahora todos los viejos dioses, aquellos que mantenían unidos los mundos con los nudos de una humanidad pasada por el dolor y la humillación, para reaparecer en el cielo tras una saison en enfer: Dionisos y la Magna Mater, Wotan, Zaratustra y el eterno retorno de los estoicos, también la alquimia, convertida por C. G. Jung en figuras arquetípicas que aparecen en nuestros sueños y nos aterrorizan, incapaces, como los muertos, de encontrar el camino hacia la nada que ahora se les propone. Surge entonces la psicología cuando todos los símbolos se oscurecen y los arquetipos muestran entonces su lado siniestro, aferrándose a las faldillas de las levitas y fraques del progreso, entorpeciendo lo que parecía una marcha triunfal en la que el comercio sustituiría a la guerra como centro de la historia. Como hemos visto, aparece también la etnografía para levantar acta notarial de esa pérdida, pues lo demoníaco, la fuerza creativa de la infancia del hombre y de una cultura, está siendo exterminada por el avance de la nuestra y ya no podrá crear otra nueva, si recordamos las reflexiones de Leo Frobenius. Sin embargo, la pulsión de llegar por fin a un descanso, a una armonía, fin de nuestra carrera, apasionada o angustiosa, hacia el futuro tampoco cede; en forma materialista, el trabajo marcará el alcance final de una sociedad capitalista, o comunista. Para los románticos, nuestro horizonte histórico se extiende hacia una nueva Edad del Espíritu, en que el símbolo volverá a ser el nudo que sujetará los dos planos del universo mitológico, oscuridad y luz, pues un solo nudo sujeta mejor en el clavo de la fatalidad, reflexionaba Nietzsche, el último romántico. Un poeta que conocía por propia experiencia el peso demoledor de lo social, Fernando Pessoa, el escribiente de la Baixa en la calle Doradores, donde se unen Vida y Arte, había trazado toda una “visión racional” sobre la inminente llegada del Quinto Imperio, anunciado en la obra de los poetas portugueses, último retoño del verdadero mito histórico portugués, el sebastianismo, pues el mundo se mueve por mitos, por mentiras. Como era varias personas a la vez, su alma irónica y descreída suponía también si el verdadero destino de su época, la nuestra, lo descubren esos sellos comerciales –“carimbos”– que llevan todas las facturas.

1 de mayo

Verdaderamente, yo mismo me doy cuenta de cómo al atravesar esa línea extraña de la Modernidad, marcada por la herida del tiempo, mi propio discurso se oscurece, como si adquiriese los tonos de ese carbón británico con que comienza una época en que ya el tiempo no es oro, es trabajo; por eso vale tanto, reflexionaba el buscador de oro de Sierra Madre, por el esfuerzo terrible que cuesta, no por su hermoso brillo, o su sentido solar. Pero el viejo minero también es capaz de comprender la ironía de ese mismo esfuerzo, de la locura que crea la avaricia, cuando en sus carcajadas descubre el sentido último de nuestros esfuerzos: el oro vuelve al origen. Amonedarlo es lo que se llama propiamente historia, la terrible lucha por el poder y el dominio del mundo, hasta que vuelve de nuevo a Sierra Madre, o al Rhin.

En fin, intentemos una última vuelta de tuerca a la cuestión de nuestra necesidad de una moral; puesto que ya no creemos en nada, pero tenemos ilusiones, también necesitamos esa moral civil, base de la civilitas de Dante Alligheri que veía reflejada en la figura de Catón de Utica y encontraba en una alianza de razón y fe; la primera, patrimonio de Estado; la segunda, de una Iglesia que veía reflejada más en la pobreza franciscana que en la corte  papal; el primero ata el caos que la ignorancia de la Necesitas puede crear; la Iglesia, puente entre el hombre y la divinidad. Nuestro moderno Dante, Inmanuel Kant, el Eterno Viejo, lanza una última posibilidad de crear una moral que pueda servir para todos; así, como del círculo familiar del acontecer surge la evidencia de un límite a traspasar, lo que ya es una labor metafísica, nos dice de nuevo Eugenio Trías, de “la voz de la conciencia”, primer quantum ético, surge también un imperativo moral. Pero, ¿quién?, ¡de donde? Solo se sabe que viene del fondo del corazón y su orden habita “en el reino de los muertos”. Puede personalizarse como voz de Dios, o de un modo mítico como Erinnias, o estilizarse de una forma abstracta que propicie el pensar humanista, ilustrado. El sujeto y la orden son, por tanto, también metafísicos, de lo que sería plenamente consciente el pensar ilustrado, cuyos restos a menudo maltratados veíamos en todas las éticas humanitarias. Si este pensamiento mantiene una diferencia entre lo dicho y el decir, se niega por tanto a convertirse en verdad revelada, como las religiones, puede ser ese “decir simbólico” en que la prometida Edad del Espíritu alcance la soñada romántica alianza entre razón e intuición mágica del mundo; llegar a un tercer reino anímico en que se despliegue esa metafísica que carga con el mundo y la propia moral, la obra de arte; su quantum original sería la interjección, la aparición del sentimiento desbordando el cerco físico con una imagen que es física negativa.

“Iris es hija de Taumante. Es el asombro el origen de toda filosofía, la inquisición su progreso y la ignorancia su final”, nos señala Montaigne –de nuevo. Esqueje por tanto del árbol del conocimiento, pero también del árbol de la vida, juntos en todos los paraísos. También sería bueno recordar el origen común de religiones y Estados, pues la orden que llega del reino de los muertos se desdobla en culto a las almas y culto a los antepasados, incredulidad ante la presencia del cadáver, base de una cultura que la niega con una inmortalidad por la sangre, germen de la familia y luego ya del Estado, o por una inmortalidad del alma, territorio de las religiones. En el primero rige el destino, maniatado por la ley; en el mundo religioso, la verdad, maniatada por la moral. Quizá por esa circunstancia, las modernas éticas ciudadanas, fundadas en una razón soberana que busca ampararse en la ley misma, en los Estados nacidos del contrato social, resultan una especie de catecismos “laicos” que a menudo, bajo la hipocresía de una moral ciudadana, dejan descubrir las hilachas de la voluntad de poder, de una necesitas que toma ahora formas de dominio económico y social, precisamente lo que se intenta disimular con el aluvión de derechos. Nuestros grandes moralistas para desenvolverse en el mundo, desde Dante, si bien consideran al Estado como culmen de una civilitas y la ley la atadura que resiste al caos, no se atrevían, no querían atarse a la ley misma ni a ningún dogma, como hemos visto, aunque fueran también seres de honda espiritualidad, en algún caso; sus enseñanzas provienen de una extraña mistura del saber y la experiencia de la vida misma, de ese asombro que todavía no se ha fosilizado en la soberbia de una teoría, como el del propio Dante ante Beatriz.

3 de mayo

Insomnio y, después, sueños. En el agua, los niños se entrelazaban entre sí, con una mansedumbre y un cariño inmenso. Un espíritu del mal observaba la escena. Yo estaba a salvo, pero ¿de qué?

Desde el sábado pasado a los ciudadanos se nos permite pasear en estos días de un delicioso calor, anuncio del verano y aliado al parecer contra ese virus que da aspecto fantasmal a nuestras costumbres, incluso a plena luz. Las calles del viejo Madrid estaban un tanto repletas de gente, pero era agradable pasearse por las viejas plazas de Puerta de Moros, o la plaza de la Paja y aledaños, en un atardecer que se recogía con una apoteosis en rosa, más fuerte que el rosicler mañanero de las pinturas madrileñas de Velázquez, pero parecía anuncio de una paz entre los elementos. La luz más suave difuminaba los perfiles de los paseantes y las máscaras nos daban más bien aire de embozados, como en las viejas estampas.

11. Atardecer madrileño

Alguna gente ha celebrado fiestas espontáneas en plena calle, que han sido rápidamente reprimidas, a la vez que los medios de comunicación mostraban su escándalo por esta violación de las normas para la “desescalada controlada”, que se nos anuncia como una más de las penitencias civiles para llegar al final de esta cuaresma. Es comprensible que la gente joven intente manifestar una alegría ruidosa ante el silencio culpable en que todos vivimos, penitencia por nuestras malas acciones pasadas, aunque, como suele ocurrir, seamos aparentemente inocentes de este último desencuentro con una naturaleza que parecía dominada, humillada casi. No poder abrazarse, ni mostrar nuestros sentimientos como siempre hemos hecho, es duro para todos, pero sobre todo para esos jóvenes obligados a aceptar un futuro de absoluta incertidumbre, no la esperanza en un tiempo mejor que forma parte de nuestra propia herencia.

Encuentro con mi hija, a quien no veía desde el comienzo del confinamiento, para un breve paseo. Reconozco que nos saltamos quizá alguna de las muchas normas que se impone para esta nueva etapa, más complicada que la simple inactividad anterior, y a menudo rozan lo inhumano, aunque sean absolutamente razonables; la razón siempre tiene algo de cruel, se quejan los poetas –solo el que no ama es capaz de razonar su indiferencia, su desvío. Pensaba en el destino de su generación, maltratada por las recientes catástrofes económicas y políticas, más duras en una nación “madrastra de sus hijos naturales”, juventud abandonada a su suerte después de la penitencia de estudios y demás, para encontrarse con la realidad de la incompetencia y el egoísmo de un “mercado” laboral degradado a prácticas cuasi inhumanas, sufre ahora un nuevo desafío que les ha vuelto a poner en la mira de todas esas cifras del desamparo y la catástrofe. Muchos abandonaron entonces su país para ser mejor acogidos en otros que apreciaban su talento, la disposición de una generación que dio a sus mayores ejemplos de una ética solidaria, así como de capacidad de respuesta ante la degradación de la vida política, como en los casos del hundimiento del Prestige –nombre significativo– y la aparición del movimiento conocido como el 15M (marzo, creo recordar), en que fueron capaces de situarse en el centro de los problemas, en el foro mismo de la vida ciudadana, sin enmascarar con sentimentalismos su terrible situación de desamparo. Ahora, este nuevo vendaval quizá los encuentre más fuertes, más curtidos, pero es posible que al precio de que su percepción de nuestro mundo, el mundo de sus mayores, sea todavía más negativa, más desesperanzada.

4 de mayo

Una última (¿?) consideración sobre esa cesura en nuestra visión del mundo que se hace evidente tras la fecha de 1848, nos dicen los maestros del símbolo. Esa incapacidad de conciliar la fantasía y la razón, intuición intelectual que crearía los nuevos símbolos necesarios para que no se extingan las estrellas, llevará a todas las formas de nihilismo en que nuestra época se reconoce, desde Nietzsche, así como al cultivo de lo aberrante, de lo monstruoso, como ocurre en el propio arte desde Goya, pintor de los rosicleres madrileños y después de las fantasías en que un nuevo destino aparece reflejado en sus pinturas negras, tristes presentimientos de lo que ha de venir. También la desesperanza, la incertidumbre ante nuestro futuro, permite la aparición de sentimientos y consideraciones apocalípticas, nueva versión de los mesianismos catastróficos, o esperanzados, que ya aparecieron en los albores de nuestra cultura. Pueden tomar un aspecto más espiritual, como la llamada de Zaratustra al superhombre, donde el camello, el león y el niño constituyen un emblema que sustituiría a la triple cabeza de Serapis que los humanistas señalaron como alianza de las etapas de la vida y vimos en la pintura del maestro Tiziano. También, el Götterdämmerung (¡uf!) wagneriano recrea ese nuevo ser que debe enfrentarse a un mundo donde los dioses mueren –o, más bien, se desvanecen. En otras profecías más puramente políticas, la labor de derribo de lo viejo, nihilismo activo como es el de nuestra cultura, sería obra de gigantescas revoluciones, de la necesidad de romper las cadenas de la tradición, que han tenido presas nuestras potencias en las bastillas de antiguo régimen. También se rompen las cadenas de la sinrazón, que los nuevos tratamientos convierten en camisa de fuerza y permitirán acusar al marqués de Sade no de libertinaje, sino de delito contra la nueva moral cívica. Todas ellas tienen el sello de la confianza en el futuro que es nuestra marca histórica, apertura de ese sexto sello en que las catástrofes, las guerras y matanzas no señalan solo un fin, sino un nuevo estatus; son los considerados reaccionarios los que no mostraran esa misma confianza y por ello condenados al triste papel de aguafiestas, incapaces de comprender los nuevos ritos que los alejaban de un tiempo feliz, “prima della revoluzione”, con el marqués de Tayllerand a la cabeza, culpables de inocular en nuestro optimismo el virus de la decadencia, de un  sentimiento de epigonía, de final. Ya vimos como el conservadurismo político se alimenta de ese esqueje de la división que surge ante las nuevas ideas, y en la filosofía, en la naciente psicología, recoge la idea del símbolo como la misión de esconder la idea bajo la costra dura del concepto y poder replantarla en tiempos más propicios. Ya en tiempos más cercanos, hemos visto que la tierra misma –la Gaia de algunos hombres de ciencia– parece rendirse ante nuestra ansiedad de conocimiento, expresado en una técnica cada vez más sofisticada, raíz de un nuevo pesimismo en que la ética de la renuncia al mundo de los filósofos de la voluntad se ve ahora como una nueva disciplina ascética en que se pide renunciar al confort como la cumbre misma de nuestras pretensiones. Una nueva ética está surgiendo, que ya no considera al ser humano una parte separada, o privilegiada, de la naturaleza, y plantea la necesidad de una nueva alianza con la vida, pues el anima mundi de los románticos todavía puede hacerse oír entre el estrépito del tráfico y las máquinas; toma formas más objetivas, como ocurre en los llamados movimientos ecologistas, o apela a una nuevo pensamiento mágico, donde todas las formas de la naturaleza están contándonos una historia, cantando una melodía hasta ahora inaudible. En el principio –y quizá al final– era el ritmo.

*    *    *

Los llamados primitivos resuelven de una forma sencilla, cotidiana, todos esos problemas que a nosotros nos angustian y desbordan, pues la costumbre, los hechos y el saber nos convierten en hipermétropes, incapaces de reconocer los elementos de nuestra propia vida psíquica, que en cambio nos resulta evidente en cultura exóticas –Frobenius dixit. Las costumbres y los usos serían las formas de expresar lo que entre nosotros hacemos mediante el idioma, el pensar y la consciencia; su saber se desenvuelve entonces en el plano del ánimo (Gemüt) y pone como ejemplo la costumbre del regicidio del sacerdote-rey, así entre los kirri africanos, que en determinadas circunstancias debe ser sacrificado para que la vida de su pueblo recupere su orden natural, hecho que es aceptado orgullosamente por la propia víctima. Su ética surgiría como algo también natural, de sus propias costumbres; así, la oración dirigida a los abuelos muertos, para que regresen en forma de recién nacidos, eterno retorno del paideuma, expresión que le parece más acertada que la de cultura. Las formas sociales y políticas están también íntimamente ligadas al propio proceso vital, pues en las culturas vivas la división por edades es fundamental y así lo reflejan sus instituciones más importantes, las asambleas, dirigidas por los más viejos, pero donde los jóvenes llevan la iniciativa y a menudo hacen valer sus deseos; representan la evolución viviente. Es curioso que para el etnógrafo citado sean las culturas africanas donde podamos aprender sobre el proceso mismo de la creación de la cultura, así como de sus fases, nuevo acercamiento al origen que se une al hecho conocido de que fuese en África donde nazca la propia humanidad. Generalmente, la situación cultural africana, en la zona conocida como el África negra, se nos aparecía como un inmenso caos, un tutilimundi de tribus, pueblos, incluso Estados, pero estos en fase degenerativa, restos de imperios frustrados, con la excepción quizá de la Abisinia, legendario reino de Saba. Solo la influencia de lo que comúnmente se llama cultura podía poner un poco de orden en ese caos, así el islam unificando enormes territorios bajo una idea religiosa, y ya después con los europeos, como tierra de esclavitud, después de aventuras y materias primas.

Por otro lado, quisiera señalar mi extrañeza ante la aparente escasez de estudios sobre esa multitud de pueblos, frente a la inmensa labor comenzada por los frailes en la América hispana; aunque debo decir que no conozco demasiado de la labor de los etnógrafos en África. Recuerdo el conocimiento que los tempranos maestros de la lingüística, como los hermanos Humboldt, tenían de lenguas africanas, como el bantú verbigracia, en la que veían desplegarse no un mero recolectar de impresiones, sino una fuerza creadora que manifestaba una concepción del mundo, partiendo de una interjección que nace del asombro, no de la necesidad y creaba los dioses del “instante”. Nace entonces, a la vez que el lenguaje y en íntima conexión, una mitología que expresa una concepción mágica del mundo, donde los seres se entrelazan a través de cadenas interminables y a menudo incomprensibles para nosotros; así, los cora mexicanos colocan a las mariposas al lado de los pájaros en su clasificación de los seres (pero, reflexiona Ernst Cassirer, ¿no se llama “pájaro de la mantequilla” –Büttervogel– a nuestra mariposa en las lenguas germánicas?). En esa vasta construcción, ¿aparece también una moral? ¿Podemos aprender entonces de los pueblos primitivos? Y no solo una visión mítica o cosmogónica, de la que ya tenemos amplio conocimiento.

5 de mayo

“Aquello que en algún sentido aparece significativo para el deseo y la voluntad, para la esperanza y la angustia, para el esfuerzo y la actividad, sólo a ello le es impreso el sello del significado lingüístico”. Fenómeno que también alcanza al animal, pero sin el contenido temporal, que solo puede imprimirle la expresión simbólica: “Aquello que ha sido creado una vez y se ha destacado del círculo conjunto de las representaciones ya no vuelve a desaparecer una vez que el sonido fonético le ha impuesto su sello y le ha conferido una acuñación determinada”. Para avanzar en el retroceso al origen, debo también retroceder a viejas lecturas de los pensadores que han establecido como la última pretensión de nuestro saber un escepticismo en que el símbolo nos obliga a enfrentarnos con los límites del pensamiento, que somos nosotros mismos, y recojo en esta ocasión de Ernst Cassirer, viejo amigo, que unifica todos nuestras creaciones, desde el lenguaje a la ciencia misma, pasando por la mitología, como maneras de simbolizar un mundo que nunca está dado y solo se deja desvelar a través de una lucha por dar  significado a aquello que pareció darse enteramente a la sensibilidad; a través del sonido, por ejemplo. Heredero de la enorme labor de Inmanuel Kant para entender las posibilidades y límites de nuestro pensar, hereda también una concepción ilustrada de la Historia misma, de un progreso intelectual en que nuestro pensamiento se afina cada vez más para llegar a captar el mundo en una sucesión, en una “fenomenología” en que podamos recoger el aspecto de decurso temporal de los fenómenos, incluido el lenguaje mismo; lo que lleva a cambios en ese significado unido a su expresión fonética y en las culturas míticas alcanza a seres, o actividades, que no nos parecen evidentes a los criados en la lógica “científica”; así, entre los cora mexicanos, de nuevo, danza y trabajo se unen en una misma expresión, pues ambas actividades son necesarias –y complementarias– para la subsistencia. Entre los mexica, la diosa del maíz es a la vez cada grano y la mazorca misma, así como una doncella y una vieja, imagen de su continuo renacer y morir.

¿Es entonces el mito un período válido y respetable del pensamiento? Eso parece, pero ya superado por el desarrollo de una lógica y un saber más capacitados para seguir el decurso de los fenómenos. Las observaciones de Ernst Cassirer, o de tantos otros rastreadores de símbolos que mi ignorancia debe resumir en su figura de una finura y sabiduría exquisitas, suponen un esfuerzo a contracorriente del pensamiento materialista, de sesgo biológico o economicista que parecía arrasar con la idea del idealismo trascendental propio de la escuela kantiana y, aún antes, de un Goethe que frente al concepto mecánico de evolución, prefería un mundo de “figuras” obtenidas por una intuición del mundo como forma viviente y que desarrollarían su destino a través de la “metamorfosis”. Para Cassirer mismo, el pensamiento discurre entonces por etapas que abarcarían el paso del mito a una cosmogonía religiosa y ya después a la ciencia, en que la materialidad del ser, en el caso del mito, así como su ligazón a la divinidad, en el segundo, da paso a un logos en que el pensamiento se enfrenta a sí mismo, para darse sus propias condiciones de verdad, una teoría del conocimiento que llevará a la misma física a considerar que ya no podemos conocer el mundo, si acaso simbolizarlo.

P. S.: ¿Qué resta del mito en nuestra percepción del mundo? La capacidad expresiva del lenguaje, su metonimia, esa sombra que le acompaña y hace inútil el esfuerzo de construir uno en que pensamiento y lenguaje sean idénticos, desafío que recoge también la física moderna para hablar de “imágenes” de las cosas que puedan compararse como posibilidad de la ciencia misma. ¿Sin embargo, no desarrolla cada pueblo, aún el considerado más primitivo, una mitología propia? Y, como el propio Cassirer reconoce, ¿no crea así una imagen coherente del mundo? Pensadores en la estela del símbolo, como Nietzsche mismo, ¿no sostienen que la fuerza del mito no decae, sino que adquiere cada vez más fuerza con el tiempo? Incluso la ciencia, ¿qué es sino nuestro actual mito? Dionisos, Apolo mismo, su contrafigura, la gran Madre, Wotan, los anillos del destino, el Grial y los inocentes héroes, vuelven para señalar esa cercanía una y otra vez, también en formas corrompidas, como en películas de superhéroes y villanos, o en los Telemas de Crowley, en la senda de Ra y los espíritus ocultos por la reacción cristina, y siempre buscando la mujer escarlata. La necesidad imperiosa de salvar la idea occidental de un progreso, también espiritual, llevará a construcciones históricas descabelladas, en que la cumbre de la cultura helénica, después que sociedades “despóticas” o “esclavistas” le cedieran gentilmente el paso, deberá salvarse con la penitencia de los “siglos oscuros” hasta llegar a una Edad Moderna, un Renacimiento en que volvemos a recuperar el logos perdido por la llegada de las religiones salvíficas. Desde el propio Renacimiento, después que el barroco apostara por el mito del retorno de lo mismo, pero con intervención de la Providencia en forma de monarquía absoluta, nuevo retroceso si se quiere, la Ilustración, la escuela hegeliana y sus herederos marxistas, el positivismo, incluso el propio Nietzsche, fueron incapaces de resistir a la fascinación de un devenir en que la caída de los dioses nos acercaría cada vez más al paraíso helénico, retorno de la edad de oro, con Empédocles tomando el aspecto del paseante Inmanuel Kant y Esquilo el de su amigo Richard Wagner, antes de hundirse con el Walhalla en la búsqueda del Grial.

Se salva de esta manera, con los siglos “oscuros”, la necesidad de admitir que en nuestros orígenes se crea una mitología, una visión del mundo que no se corresponde a la científica, al universo mecánico de Galileo y Kepler, unida a veces con una visión propiamente religiosa del mundo. Esta mitología será patrimonio por una lado de la aristocracia, que construye con su ayuda una imagen de la historia, pero también del pueblo, que la conserva en forma de leyendas, historias, sustrato espiritual de una nación que se llamó folklore y el pensamiento romántico recuperó, cuando los anillos de la necesidad y el poder oscurecen el mundo –Wotan prometiendo a Freia a los gigantes–, para construir el mundo de las máquinas por los nuevos titanes que aterrorizaba al poeta Giacomo Leopardi, “Pues han tomado/ tal auge las retortas y alambiques,/ las máquinas que emulan a los cielos, y con el tiempo tanto aumentarán, y aumentarán por siempre sin medida…”. Esa fuerza primaria, ese aliento poético, deben desaparecer para que nadie crea que existió alguna vez un mundo mejor que las inhóspitas –ciudades, u otro color que no sea ese “monótono y londrino” que encontraba el poeta Cesário Verde en los atardeceres de la propia Lisboa. El pasado sería así el equivalente de la oscuridad de la que nos alejamos, gracias a las luces de gas del progreso; no alejamiento de las señales del paraíso, como le parecía en cambio a otro poeta, Charles Baudelaire; o ese lobo en que representaba el pintor Tiziano su propia vejez, conocimiento del pasado para no malograr la acción futura, sino imagen del terror que volvería en cuanto paremos por un instante nuestra actividad. Pues nuestro nihilismo, la nulla que veía Leopardi como signo del tiempo por venir, es una fuerza activa, incansable en su labor de destruir todo resto del pasado y construir sobre él un esplendoroso porvenir, a pesar de todos los desengaños del presente.

11 de mayo

¿Es nuestro país la ínsula Barataria de las burlas a Sancho Panza? Es una expresión que suele usarse para indicar una república de orates, una situación de caos y simpleza a la vez, en que las decisiones se vuelven contra quienes las toman y generan más confusión y desastre al desastre de partida. Pero no estamos para bromas, verdaderamente, y la visión misma de Cervantes revela el cretinismo de una aristocracia necesitada de alambicadas bromas para distraer el aburrimiento, más que la simpleza del propio Sancho, cuyas actuaciones como juez indican su buen sentido y un conocimiento perspicaz de los hombres, base de una política efectiva, diría Saavedra Fajardo, no de repúblicas de “papel”. A quienes quieren perder, los dioses primero los vuelven locos, quizá sea una expresión más apropiada para nuestra nación, ya desde hace tiempo sometida a presiones por todas partes, a una política del presente que olvida de donde venimos y lo que se consiguió con el esfuerzo de todos, para lograr un titular periodístico, o una alianza a menudo quebradiza. Ojalá esta situación de emergencia pueda ayudar a poner a cada uno en su sitio, línea divisoria ahora más clara entre los que buscan de nuevo la ilusión de un acuerdo en nuestro proyecto como nación y la de aquellos que necesitan enfrentarnos para obtener un fruto mezquino. Y no hablo solo de los políticos.

Es agradable pasear al atardecer por una ciudad que va recibiendo a sus atónitos habitantes por las avenidas, sin tráfico apenas, o por calles solitarias; las plazas vacías parecen un decorado para una historia, una ficción que puede ser más o menos terrible o feliz, capullo encerrado que puede dar un fruto acorde con la hermosa primavera que vemos a lo lejos, o en la extraordinaria floración de las rosas encerradas en los parterres, como nosotros en nuestros barrios, prolongación feliz de los patios y balcones desde los que atisbábamos un nuevo mundo. Este rito del paseo diario nos acerca a nuestros mayores, que se engalanaban para esa actividad cívica y convertían las carreteras de los pequeños pueblos en avenidas al modo de las ciudadanas, rito que permitía conocer si la rutina seguía activa, desgranar la lista de agravios y esperanzas, melodía con variaciones como la historias de los primitivos frente al fuego, antes del descanso.

Esa semejanza con la música le permite a algunos etnógrafos señalar el carácter mismo de los mitos, historias que recuerdan el tema original, pues este ya solo puede recrearse a través de las continuas variaciones de los narradores. El sentido brilla entonces por unos instantes, antes de apagarse, como las mismas hogueras, como nuestro saber también, después que su centro, el ser, se desvaneciera en algún momento, y ahora solo sienten como pérdida los soñadores, o como ganancia los abanderados del futuro. Puesto que nuestra propia mitología nos es ya indiferente, o extraña, creemos que ya no nos afecta, que hemos superado los siglos “oscuros”, tanto como la iluminación con candiles y alcuzas, así como la idea de un paraíso original y su pérdida, castigo por preferir la sombra del árbol del conocimiento antes que el de la vida misma, cuando vivíamos en connivencia con todos los seres y las palabras nacían del asombro, no de la necesidad –los paraísos son los lugares de los que hemos sido expulsados; también el paraíso de la infancia, antes de acceder al mundo de los adultos y de las ideas, como las naciones viven en la pura alegría de la fuerza, de la fantasía heroica, antes de necesitar también una idea, un destino. Pero, verdaderamente, ¿la mirada crítica y su visión del mundo a través de conceptos va sustituyendo la visión mítica o religiosa? O al menos, ¿es cierto para el común de los mortales? En estos días de incertidumbre y angustia, incluso algunos gobernantes, o sus detractores, tanto da, pretender basar su política en la ciencia misma, clavo al que agarrarse para superar el miedo ante lo desconocido, ante nuestra fragilidad como humanos y como civilización, especie de mantra que alejaría a los espíritus del mal, siempre irracionales, y así volver a la frivolidad que nos caracteriza, a la confianza en que la fuerza que estaba poniendo en peligro al mundo sea ahora quien lo salve.

¿Con el desarrollo técnico avanza su compañera inseparable, la ciencia? Pues parecería un cinismo a ojos occidentales que no fuera así, como si se quisiera recoger únicamente los beneficios de un balance, negar al padre por la madre, o situar la ametralladora al mismo nivel que el arco y las flechas. Para muchos de nosotros esa asimilación resulta obvia, necesaria, nacida en muchos casos en los monasterios medievales, fascinación por desentrañar la naturaleza replicándola, desde los viejos molinos y las ruedecillas de los primeros relojes; técnica nacida también junto a su condena por las naturalezas más soñadoras o místicas, si recordamos a los románticos, hasta llegar a nuestros ecologistas, es una voluntad de potencia que nace también con nosotros y a la que dará alas el desarrollo de la física desde nuestra modernidad. Pero, si nos extraña que aquellos seres que sufren un bombardeo calculado al milímetro no sean capaces de aceptar la superioridad de la ciencia sobre cualquier otro pensamiento, ¿es ese nuestro caso también? ¿Somos igual de ingratos? Si recordamos las reflexiones de uno de nuestros soñadores, Eugenio Trías, la ruptura de las bodas de imaginación y saber positivo, cesura que abre nuestra época, permitirá el desarrollo de concepciones monstruosas a menudo, de un culto a la fealdad, a lo enfermizo o decadente, a formas pervertidas de sensualidad o de conocimiento, en el que estaríamos todavía, imagen de nuestro mundo contemporáneo trazada ya desde su origen por don Francisco de Goya: El sueño de la razón… Cuando nuestros hijos nos echan en cara toda la fealdad y el egoísmo hipócrita en que vivimos, ¿qué podemos responderles? El símbolo, nuestra última esperanza para unir las dos caras de la moneda, ¿aparece por algún lado, tanto para guiarnos en la vida, o en el conocimiento? Pues a la vez que una técnica cada vez más sofisticada, de logros innegables, surge ya desde hace mucho su lado macabro, terrible, que resulta más doloroso precisamente cuando lo adoptan otros pueblos, caricatura de nuestras previsiones, en que las ciudades se rodean de círculos de miseria, hechos de cemento o ladrillo, o cartón “visto”, imagen de la fatalidad para millones de personas. Lagos a rebosar de suciedad, ríos que se han envenenado por el uso del mercurio en la búsqueda del oro me encontré en el corazón mismo de espléndidas selvas; ciudades de aire irrespirable mientras a lo lejos los picos de las cordilleras brillaban al sol; guías que nos invitaban a visitar glaciares antes de que desparezcan por completo, reclamo inverso, como para un apocalipsis. El clima mismo se ha vuelto indescifrable, excepto como síntoma neurótico de nuestras pesadillas; su extraño comportamiento ya no es señal de catástrofes futuras como en las antiguas profecías, sino él mismo catástrofe.

12 de mayo

No es la ciencia lo que quiere avanzar con la técnica, aunque esta es síntoma de un deseo voraz de conocimiento, sino más bien el nihilismo, la negación de toda trascendencia, la idea de negocio como centro de la vida, y que los pueblos a quienes dominamos entienden a menudo con claridad, negándose a formar parte de un sistema en que la balanza del trabajo y la riqueza solo rinde beneficios a los que se sientan cómodamente en los despachos. Nuestro técnico es para estos pueblos a menudo el equivalente del sacerdote, domina el mundo como naturaleza mediante sus conjuros, una magia en que nos representan a veces como una caricatura: los habitantes de las islas Salomón habían construido una especie de aeropuerto, con micrófonos hechos de latas y balizas de madera, en que intentaban atraer para sí mismos las mercancías que los aviones depositaban únicamente para el disfrute del hombre blanco. A veces se producen asimilaciones culturales curiosas, así entre algunos chamanes amazónicos la gasolina se ha convertido en una fuerza a usar en sus rituales, como el tabaco, el piripiri, o las raíces de la ayahuasca; su función, la quema de almas.

Esa técnica nos separa cada vez más a unos de otros, también a los pueblos y razas; la terrateniente, luego feliz escritora, Karen Blixen, señalaba cómo el ferrocarril había alejado aún más a los blancos de los africanos al anular las distancias, el espacio mismo, así como el tiempo. Estas son pulsiones de nuestro ser desde el origen, con el desarrollo del reloj, o de la pólvora, arma terrible que anula las distancias y fue un juguete sagrado para los chinos, sus inventores, o para los tailandeses, que incendian el cielo en ciertas noches para que las ranas no devoren la luna; pero el espacio para los vecinos de la baronesa está formado por un continuum de sacralidad, sus divisiones se corresponden con las de un cosmos divinizado, como entre los pueblos zuñi su división del espacio en siete partes, a quien se pertenece por vida, asociadas a colores, actividades, rasgos de carácter; así, las mujeres cultivan un maíz que tenga el color propio de su querencia espacial. El tiempo va unido también a funciones sagradas, a ese espacio que ha sido visitado por una fuerza, una pulsión, un acontecimiento que se ha separado de la densa jungla de los signos y se ha marcado como único: tempus/templum, origen de una cronología “espacial”, tiempo sagrado que se separa del torrente de los acontecimientos y que para los mayas era espacio mismo, se marcaba engrosando con carbón los calendarios; lo representaban como cargas que los porteadores llevaban en cada era, mundo dividido en cuatro puntos en que los meses sagrados retornaban en períodos de trece años; en el pecho de un cautivo sacrificado se prendía el fuego sagrado de los mexicas, cada 52 años, su siglo –“gavilla”, como le llamaron los frailes españoles– que luego se repartía entre los expectantes súbditos, escondidos en sus casas sin dejar dormir a los niños, pues se convertirían en ratones. Pueblos que ya nos parecen a punto de entrar en nuestra visión histórica, como los pueblos islámicos, conciben el tiempo como Kismet, su idea del destino, en que el tiempo del hombre es idéntico al religioso, pues la historia lo es de la salvación, tiempo dado al hombre para que la Persona original vuelva al seno de Dios, pues dudó en un primer momento, seducido por Satán, y se dejó adelantar por Arcángeles y Espíritus. Para la cultura china, ligada al culto de los antepasados, aparece como una carga que hay que trasladar desde el pasado al presente, sin cambio alguno, a semejanza de los mayas, en que era trasladado gráficamente por equipos de porteadores.

Todas estas creencias, sus mitos, incluso sus elaboradas filosofías, como la del islam mismo, las sentimos inútiles en el fondo, restos de una visión que debe ceder a nuestra voluntad de poder; excrecencias de un pasado que el desarrollo del capitalismo ha vuelto arcaicas para los pensadores llamados materialistas, o ante el fenómeno de la globalización, su versión light, sugerida en las últimas profecías como triunfo de la cultura anglo-americana, con la democracia y los derechos humanos como sus heraldos; fanatismo que no se reconoce como tal, pues nos consideramos muy tolerantes con aquellos que piensan como nosotros. Entonces, todo ese saber sobre otros pueblos que hemos acumulado desde que el espacio de la historia se extendió por todo el planeta, y ya después, como parte de la historia de un universo infinito, ¿qué supone?, ¿para qué lo necesitamos? “Los remordimientos de Occidente se llamarán Antropología”, sugiere Octavio Paz, pensador que reflexionó sobre los diferentes tiempos en que los pueblos se sienten vivir, frente a la tiranía del futuro en que vivimos los herederos de las profecías de Joaquín da Fiore; pues ya desde Montaigne una idea melancólica de fracaso se cuela entre los intersticios de nuestra historia –al tener noticias del descubrimiento de la Indias por un puñado de aventureros, señala una ocasión perdida, quizá para siempre: habíamos estado a un paso del origen del mito, y aún de la propia filosofía, de una edad de oro que se señalaba en las fábulas, o del buen gobierno de la república platónica, posibilidad quizá perdida de injertar ese joven esqueje del mundo en el nuestro, escéptico y avinagrado, como siempre ha sido y será. Este sentimiento alcanza a todos los sofisticados pensadores que buscaron en nuestras Indias el frescor del origen, necesidad rousoniana del retorno a la barbarie para dar al menos a nuestra condena al eterno retorno la grandeza de los comienzos.

15 de mayo

Cuando ese “puñado” de aventureros llega a las Indias, los propios habitantes de los nuevos territorios debieron buscarles un acomodo espiritual, insertarlos en sus esquemas míticos o religiosos para dar sentido a sus profundos miedos y angustias. La trágica figura de Moctehuozma, sus perplejidades, los terribles sueños y premoniciones que le asaltan –y que recogen los escritos en náhuatl de los discípulos de fray Bernardino de Sahagún–, sus dudas ante la presencia de aquellos pocos hombres aparentemente invencibles, ante ese aparente Quetzalcóatl en que quiere situar al barbado Hernán Cortés, dios propio por tanto; pues solo los dioses son libres y en la quinta era en que viven, último eón de su cultura, deben ser aplacados con sangre para que los demonios no devoren el sol. La resistencia suicida de los caribes la explica Alejo Carpentier en sus Pasos perdidos como resultado de la frustración y rabia que sufrieron cuando su peregrinación hacia el norte, vuelta a la tierra del maíz marcada por sus leyendas más íntimas, se frena bruscamente ante las naves y los cañones de los españoles. Los últimos indígenas del Paraguay, ya después de la utopía jesuita, acomodan sus mitos para explicar su condena irremediable a la desaparición, así en la triste poesía de los mak’a, informe de los pájaros: “El picaflor informe trae/ Dice, ¿dónde están los mak’a, si los hay?/ ¿Se han vuelto ya?/ Se sienten./ Se siente venir./ Es malo el camino./ Hay muchos blancos/ Pueden matarlos./ Están buscando a los indios./ A los indios los buscan”. Los escasos supervivientes axe en el actual Paraguay debieron convertirse en cazadores de sus propios hermanos, sufrir una horrible transformación en Jamö, jaguar, pues ya no son más axe, humanos, desde que el hombre blanco los arrojó de sus queridas selvas y ya no pueden cazar, ni rendir culto a sus antepasados: “Nuestros abuelos, nuestros abuelos,/ los hemos dejado lejos,/ la cabeza doblada sobre los brazos cruzados/ Nuestros abuelos/ que ya han sido osos hormigueros,/ los hemos dejado lejos/ la cabeza doblada sobre los brazos cruzados”, dicen las cantoras axe, en su peculiar lenguaje femenino, siempre sollozando y mirando al suelo, mientras los hombres cantan inexistentes hazañas de caza y de hombría, situándose así el lenguaje fuera de la comunicación, como intermediario entre su realidad y los sueños, en un más allá en que “las palabras dichas por lo que valen son la tierra natal de los dioses”, explican los antropólogos que levantan acta de su defunción como pueblo.

“Voy perdiendo mi ser mientras me voy humanizando”, es la curiosa expresión de un cacique guaraní instalado en las reducciones jesuíticas; recogida por el escritor paraguayo Roa Bastos en una serie de textos acerca de este reino-utopía creado en Paraguay, nos hace sentir la paradoja de los extraños sincretismos que se producía a veces en el encuentro con los pueblos de las viejas Indias. Para los guaraní en este caso, el uso de los elementos de la cultura dominadora le permitía reflejar las propias creencias y sus íntimas perplejidades, como la del cacique, que entendía como la vida en las utópicas reducciones les protegía de un trato más cruel por parte de otras autoridades y de los terribles “bandeirantes” brasileños, pero el sedentarismo forzado les alejaba de la Tierra sin Mal, Yui Maraé, su paraíso en la tierra, íntima peregrinación en vida hacia el origen del mundo, hacia la cabeza de la anaconda primordial, al Oeste; era su propia utopía. Esto explicaría, nos dice de nuevo Roa Bastos, que los guaranís actuales nada saben, nada recuerdan de los siglos que vivieron en esta utopía nuestra, ayudando a construir inmensas iglesias y fortificaciones, pintando y esculpiendo, interpretando la música de Bach, o a sus propios creadores, como señalan las partituras que aparecieron arrumbadas detrás de un órgano y ahora se reviven en las antiguas reducciones de la Chiquitania boliviana. Las contradicciones de esa situación eran dolorosamente evidentes para los hombres que se resistían a perder su ser: “Lo que hace que yo sea un pagano para vosotros”, dijo un chamán a un misionero, “esto mismo hace que vosotros no seáis cristianos para mí”. Los propios jesuitas eran quizá conscientes de ese imposible salto entre culturas, creadores ellos mismo de la antropología, y aún antes los franciscanos como fray Bernardino de Sahagún, pues sentían a veces cómo el cristianismo original estaba más presente entre los indígenas que en los propios europeos, y aún esa edad de oro de los clásicos que soñaba Michel de Montaigne, como al padre Dobrizhoffer le parecían a veces romanos los abipones, con su educación libre y guerrera. Ese sincretismo no fue entonces solo una defensa, bien que activa, de los indígenas ante la pérdida de su tradición cultural, sino también deseo de los hombres de iglesia, creando extraños lazos entre los dioses indígenas y nuestros santos, como el Quetzalcoátl revisitado como santo Tomás, al igual que el Barichara de los bogotanos, o el Paí Zumé de los guaranís; la figura de la Virgen de Guadalupe mexicana será la creación cumbre de ese sentimiento, en que los corazones de los prisioneros, arrancados para los antiguos dioses, se transforman en los frutos del tamal, señal de una nueva alianza entre la diosa y los humanos.

Al primer soplo de la llegada de los nuevos aires de la libertad, tanto estas utopías del orden, como los propios pueblos que las disfrutaron, o sufrieron, se desvanecen en la historia, incapaces de seguir las nuevas utopías de la causalidad, barridos por el huracán del progreso.

P. S.: “(…) el colibrí guardó las chispas/ originales del relámpago/ y sus minúsculas hogueras/ ardían en el aire inmóvil”. Pablo Neruda, Llegan los pájaros.

Como ocurre con los angustiados mka’a, los pájaros siguen informándonos de la pérdida del ser de estos pueblos, seres que ellos fueron algún día, o mejor dicho siguen siéndolo, pues en ese pensamiento que ha sido llamado “mágico” el poder metonímico del lenguaje no exigía esa diferenciación todavía, y así, por ejemplo, los bororo brasileños no imitan en sus danzas a los papagayos rojos, su tótem, son papagayos rojos; así como la golondrina hace verano. El colibrí del poema es en muchos mitos americanos un creador activo, o mensajero del dios creador a quien, como Prometeo, roba el fuego para los hombres al Padre último-último primero, Ñamandui, que dará a los hombres el regalo más importante para los guaranís, el lenguaje, capaz de resucitar a los muertos: “Después de hundirse el espacio y amanezca una nueva era, yo he de hacer que circule la palabra nuevamente por los huesos de quienes portaron la vara-insignia, y haré que vuelvan a encarnarse las almas, dijo nuestro Primer Padre” –himno de los muertos, que Roa Bastos nos había hecho conocer en sus novelas.

19 de mayo

La pandemia va poco a poco cediendo ante la soledad a que la condenamos, como ella hizo con nosotros, y parece esconderse o dormitar para esperar una mejor ocasión, una vuelta a la confianza, o al frío, confundida por las extrañas imágenes que aparecen al pasear por las calles y avenidas en que el asfalto es ahora reino de bicicletas y los escasos automóviles, antiguallas de una civilización asustada. También los mendigos hacen de nuevo su aparición en los bancos, plazuelas y rotondas, fabricando una arquitectura ilusoria, casas de cartón piedra que he visto repetida en diversos barrios de Madrid; casas frágiles, desde luego, con aire también de pajarera, como son ahora las ciudades para sus resignados habitantes.

12. Casa para mendigos

¿Por qué no se van hacia los campos, en esta primavera triunfante, espléndida, que se divisa en el horizonte de las ciudades?, únicos seres capaces de escapar a las infinitas normas ciudadanas, como el vagabundo que encuentra Alfanhuí en sus andanzas, tañedor de una flauta en que el silencio creaba la melodía, rey de los caminos y de un saber perdido, criatura hecha de hierba y musgo como figura de Arcimboldo y de la especie de Bombadil, seres a quienes no afectan los anillos del poder; pero el propio niño criado por el mago de Guadalajara acaba llegando a un Madrid provinciano, de pensiones para viajeros estables. Nuestro destino se juega en el asfalto, últimos rounds de un combate para sostenernos como civilización, a tuertas y derechas.

Un poco de campo viene a la ciudad entonces, así como las especies acaban asentándose en los parques y recorren los caminos de los alrededores; también los pájaros que vienen en busca de nuestro alimento y calor sobrante ¿nos traen un mensaje de paz, o de armisticio al menos, como la paloma, o el colibrí de los mby’a?

*    *   *

El mundo de los mitos parece inabarcable, monstruoso incluso, para los estudiosos que recolectan miles de historias de los últimos indígenas, variaciones infinitas de un tema que ya nunca aparece en su versión original y solo existe brevemente al recrearse una y otra vez por los narradores, melodía que da el silencio, como en el flautista de Alfanhuí, y permite entonces oír todavía la voz de una naturaleza que se siente íntimamente cercana y a la vez en trance de separarse del ser humano. El lenguaje intenta desesperadamente servir de mediador entre ambos, superar el mero significado para llevar a los axe a la tierra de los dioses donde la palabra poética crea una realidad paradisíaca; o como el colibrí de los guaranís, padre del relámpago, la escritura de los dioses, trayendo el fuego a los hombres y quizá el lenguaje mismo, mientras revolotea en la corona de flores del Padre último-último primero. Sus historias mismas están vivas, dicen los pueblos etiopos africanos, pues al contarse crecen y se ramifican, mientras las fábulas de los misioneros cristianos tienen la rigidez de la letra muerta.

Los estudiosos mismos de las culturas indígenas advierten como de todo este entrelazamiento de historias, de personajes y situaciones, van surgiendo temas, “mitemas” los llama Lévi-Strauss, que sirven para acercarnos a una visión del mundo coherente y compleja, incluso a una moral que, como la palabra misma, entiende la naturaleza como un continuum con la humana. Estos mitemas, como unidades musicales, al repetirse en sus infinitas variaciones permiten encontrar la melodía que los pueblos indígenas de toda la América repiten, mitología que señala una extraña familiaridad entre todos ellos, como un tronco común en que se van separando las ramas de los pueblos, desperdigándose por todo el continente. Personajes como los abuelos, o los gemelos, así como seres que toman el papel de ayudantes simples, o astutos, de los dioses creadores, como el colibrí de los guaranís, o su equivalente entre los pueblos mesoamericanos, el tlacuache, que guarda en su bolsa marsupial las brasas de la Vieja para entregárselas al hombre; también, el Puji’ito amazónico, el ser sin ano que no sigue las reglas de la comida. Cuervos, jaguares, el estúpido zorro o coyote de muchos cuentos, los papagayos imagen de la lujuria entre los mayas, pues se alimentan de fruta, alimento secundario frente a la grandeza del maíz… Infinidad de seres mezclados en las historias, que sin embargo van desvelando una melodía común, un mensaje. Las leyendas del origen de la pareja humana presentan en muchos pueblos también afinidades curiosas, como el mito de las vaginas dentadas, presente entre los nivakle paraguayos, en que los hombres, todavía en forma animal, acaban encontrando a las mujeres del agua, dotadas de esa dentadura vaginal y consiguen convertirlas en humanas, tras proporcionarles las cosas que necesitaban: “cada una tenía su pampanilla para cubrirse, tenía sus collares de mostacilla para adornarse y los piojos para divertirse”. Uno de los hombres era Tive.ekla, de inmenso falo, así como Oto, paloma, pierde el suyo por no obedecer a Fiza’k’ayich, el héroe cultural; el primero aparece en una mitología de defensa de los indígenas como un terrible capataz que presume de su sexo, en el Hijo del Hombre, de Roa Bastos, así como el empresario del caucho americano Mr. Thomas, toma el aspecto del Paí Zumé –santo Tomás– marchando en su lancha hacia los rápidos del río, como el santo en su barca de cristal y de quien esperaban una mejora en sus terribles condiciones de trabajo. Entre los mayas, con una cosmogonía ya más elaborada, el mismo mito vuelve a aparecer en la figura de Siete Guacamayo, ser primigenio que presumía del ser el Sol y la Luna; será derrotado por la pareja fundadora, los Gemelos, los nuevos Sol y Luna, a uno de los cuales arranca un brazo; relato muy común en todo México y en comunidades indígenas. En algunas historias el monstruo muere a las doce del mediodía, o también es un águila de múltiples cabezas de la que nacen gavilancitos. En algunas creaciones del arte mesoamericano, aparecen reflejada este mito, como en un incensario de Escuintla. En el Popol Vuh, Siete Guacamayo aparece con unas fauces serpentinas en su vientre, con los que arranca el brazo del gemelo, lo que le relaciona con el mito de las vaginas dentadas.

13, 14. Izqda: Estela 25 de Izapa. Dcha: Incensario de Escuintla. Fuente: Oswaldo Chinchilla, La vagina dentada… En Estudios de cultura maya XXXVI

Así, entre los mixtecos, los gemelos matan a la serpiente primordial y logran dormir a su dueña, que tiene la vagina dentada. La pérdida de un miembro, especialmente del pie, está asociada en Mesoamérica a la sensualidad ilícita o deshonesta, así como algunos especialistas lo relacionan con el complejo de castración: el pie, o brazo, cercenado sería el equivalente del pene perdido por el apresurado Paloma de los nivakle. La sexualidad desaforada de Siete Guacamayo se simboliza en su afán de comer fruta y en el dolor de muelas –“mal de muelas, mal de amores”, dice nuestro refranero–, gran comedor de nuances, la fruta que porta el nombre de la diosa madre Tonantzin. Nuestro colibrí vuelve a aparecer en una variante del mito, en Senaha, pues es la forma que toma el Sol mismo para poder acercarse a Luna y curar su dolor de muelas. Las figuras de Siete Guacamayo y su esposa, Chimalmat, aluden también a la dualidad sexual de las divinidades mesoamericanas, llamadas a menudo padres-madres indistintamente, así como a la dualidad solar-terrenal, pues los pájaros se asocian al sol y la vagina dentada a fenómenos telúricos: en el mito maya, se castiga así al pájaro presuntuoso con la pérdida de ojos y dientes. El hincapié que se hace en la perdida del brazo por unos de los gemelos remite a la agresión sexual, que personifica las fuerzas vitales en su forma más elemental.

20 de mayo

Han aparecido en los mitos anteriores personajes recurrentes en las historias de multitud de pueblos, que sobreviven transformados en las propias culturas mesoamericanas, como hemos visto; así, los gemelos, o la pareja de abuelos, sus tutores o guardianes, a quien a veces se enfrentan. Cientos de mitos hacen referencia a sus hazañas, creadores de un orden en los cielos, aunque antes deberán pasar por una etapa de aprendizaje, así entre pueblos indígenas de la actual Norteamérica los mitos hacen referencia a Sol y Luna viviendo en la cabaña de los abuelos y viajando en diferentes direcciones en busca de esposa, bajando a la tierra a través de un agujero que comunica ambos mundos y de un poste que se corresponde con el que existe en las tiendas de los pueblos nómadas, entre los pueblos siberianos también, base del culto chamánico. Como Sol observa que los seres de la tierra hacen horribles muecas al mirarle, elije una rana como compañera, que pare indistintamente y no come con la debida educación; las risas de Luna provocan a su hermano que le arroja la rana a la cara: serán las manchas de su rostro celestial. En el quinto sol vive los pueblos mesoamericanos, en que el dios pobre y buboso se lanza al fuego antes que el dios rico; será el nuevo Sol, y el rico y cobarde, la Luna; el valor tendrá preeminencia sobre la riqueza en la creación de la nueva era. En las selvas de Lagunas, en Perú, un viejo guía por la reserva de Pacaya-Samiria nos contaba en las noches historias divertidas y entre ellas la tan conocida del impaciente Domingo Siete, pero transformándolo en un astuto personaje que cede sus bubas y la miseria a que le condenan las brujas al rico envidioso, verdadera trasposición del mito mexica. Entre los mayas de San Juan Chamula, una versión cristianizada hace que el Sol-Hijo, celoso de su luz, salpique con agua hirviendo la cara de la Virgen-Madre-Luna, ensombreciendo su rostro. Cuando los gemelos arrebatan el agua al abuelo nacen el Amazonas –Nawa– y el mundo; el gran viaje primordial de todos los pueblos aledaños al gran río será siempre hacia el oeste, aguas arriba según el orden de nacimiento de cada pueblo, como hemos visto al hablar de la Tierra sin Mal de los guaraní.

A menudo en estos mitos se observa el miedo del varón ante la mujer, incluso se habla de un complejo de castración, como el propio Freud señalaba en el miedo a la extracción de una muela por parte de los jóvenes; muelas arrancadas, así como los ojos, a Siete Guacamayo en castigo por una desordenada, o ilícita, sexualidad. Infinidad de ritos intimidantes se aplican al periodo de la menarquía femenina, en especial a su primera aparición, donde la joven es separada del resto del grupo, sometida a tabúes innumerables y a dietas estrictas, ser que puede atraer la desgracia para su pueblo; el antropólogo Lévi-Strauss convertirá este pánico en el centro mismo de la mitología americana, en relación a la historia de Sol y Luna dirigiéndose en sus piraguas en busca de mujer, en direcciones contrarias. Sus mujeres debieron ser educadas por los Abuelos, pues tenían su período de una forma irregular, adelantándose o atrasándose a capricho, o comían de una forma ruidosa, como la rana escogida por esposa por Sol, lo que explica todos los tabúes que se imponen a las jóvenes en su menarquía: “Pues es igual imaginar que las mujeres dejaran de dar a luz y de tener reglas, o que sangrasen sin cesar y pariesen donde fuera. Pero, con una y otra hipótesis, los astros que rigen la alternación de los días y de las estaciones no podrían ya desempeñar su oficio. Mantenidos lejos del cielo por la búsqueda, vuelta imposible, de una esposa perfecta, su afán no concluiría jamás”, en palabras del propio Lévi-Strauss.

Ritos a veces sangrientos recuerdan los episodios de estos gemelos míticos, como el juramento al sol de los sioux tetons en que los guerreros giran colgados de sus músculos pectorales alrededor del poste que deja pasar la luz solar misma. Así, como los chamanes, adquieren prestigio y la protección de un ser que será su tótem, su acompañante continuo a partir de entonces; ese ser será wakan, el término que indica la existencia de un poder, una fuerza que se ha traducido a veces por maná, y en el que algunos estudiosos creyeron ver el quantum originario de la vida religiosa. Pues en toda cultura “mágica” lo más real es la visión, el sueño, y la vida, lo que necesita demostrarse. Entre los mapuches, nuestros araucanos, se practica una especie de hockey en que los jugadores deben hacerlo por parejas que no se separan nunca, mientras el tambor ceremonial manejado por la machi acompasa el ritmo del juego, para que las bolas de madera sigan un ritmo celestial. Los raráramis, los corredores de la Sierra Madre Occidental, golpean durante el día y la noche con sus palos una pelota que siguen incansables siempre en la misma dirección, sin retroceso, vaya donde vaya. El Zachapin es una especie de juego de bolos, en que los palos lanzados por parejas de varones deben quedar encima de los otros; juego que practican los nivakle, se relaciona con el mito del cuervo real que se alimentaba de hombres; su cancha: la Vía Láctea, el gran ñandú primordial.

21 de mayo

Cuando Michel de Montaigne se entrevistó con algunos indígenas, traídos a Francia desde el lejano Brasil por exploradores franceses, se maravilló ante la prestancia y el orgullo de seres cercanos a una Naturaleza que le parecía la maestra inexcusable para la vida, imagen de la necessitas, de la Natura que cultivaba el emperador Federico y daba leyes a las que el propio creador estaba sujeto; si una sola de ellas cediese, toda la obra divina se vendría abajo, sostenía el pensador francés, que anotó la orgullosa respuesta del jefe indígena al preguntarle sobre sus privilegios: ser el primero en el combate, así como su sorpresa al ver como niños mandaban a hombres y la riqueza de algunos mostrada ante la pobreza de los más. Ya hemos señalado su pesar ante la destrucción de esas culturas a manos de aventureros, la falta a la palabra dada a sus reyes por parte de Cortés y Pizarro, o el robo de sus creaciones más insignes, como aquel panel de oro del Coricancha que representaba toda una cosmología y le tocó en el reparto a un ballestero; y se lamentaba que esa conquista no fuera obra de sus queridos griegos y romanos, casi a imagen de nuestro Bartolomé de las Casas, denunciador de los atropellos de los conquistadores y la crueldad de la institución de la encomienda; para ambos, todas las costumbres de los indígenas eran valiosas, también sus creencias religiosas pues estaban protegidas por sus propios sacerdotes, incluso prácticas como el canibalismo, por los mismos motivos. Montaigne daba incluso más valor al hecho de que muchas se fundaran sin auxilio de la escritura, pues permitiría mirarse mejor en el espejo de la naturaleza, sin necesidad de un filtro que a menudo tergiversaba esa luz que llegaba del origen; recuerdo su historia de un lugar gascón, de vida feliz, corrompido por la llegada de un protonotario y un médico.

La ilusión de recrear ese paraíso perdido, esa cercanía a la naturaleza, será ya una característica del pensamiento francés, de una antropología que destila aire roussoneano y señala la necesidad de un baño en la barbarie, como Sigfrido en la sangre del dragón, para así renacer y poder crear un contrato en que lo elemental, la necessitas, agrupara de nuevo a los hombres ante la fuerza terrible de la historia, de la cultura misma, cadena que impide acercarnos al origen, como lo era para el héroe wagneriano el peso intolerable de los dioses. ¿Cómo lograr que la imagen religiosa y la histórica, eternidad y fuerza, puedan convivir? Pues para nosotros mismos, la naturaleza vibrante de Francisco de Asís, o la maestra de Montaigne, se va convirtiendo en una mecánica, ya desde las aves del Puer Apuliae; con Giordano Bruno,  el mundo aparece como una esfera cuya circunferencia está en todas partes y su centro en ninguna, y ya después una elipse en que las leyes del tiempo parecen extrañas, como al pensador francés le parecía ya el decurso de los años y se preguntaba si los cielos no se comprimían al envejecer, asombro ante la idea de infinitud que no hace sino agrandarlos. Lucien Sebag, estudioso de la mitología de los indios pueblo, los keresan y los tewa, explica cómo los fundadores míticos de estos pueblos, las dos hermanas, Nautsti y Yatuki, están asociadas respectivamente a la caza, al espacio, al desorden y la desobediencia, la primera; Yatuki, a la agricultura, al orden de lo sagrado, y a ella se asocian el cacique y el sacerdote, mientras el jefe de guerra lo hace con su hermana, logrando así la convivencia de fuerzas antagónicas que, enfrentadas, podrían destruir la sociedad. Al igual que en Descartes, alma y cuerpo se excluyen, pero de hecho se encuentran reunidos en el hombre, constituyendo una tercera sustancia, “cuya existencia no hay más remedio que reconocer, aún sin poder al mismo tiempo pensarla”, lo que marcaría la no concordancia entre la exigencia del intelecto y las necesidades de lo existente: “La elección que se hace entre la violencia y el discurso –remacha– es anterior a su formulación en el discurso”. Cuando los aztecas, llegados del norte y herederos de esta mitología, se ven derrotados por los españoles, no les queda otra que romper esa dualidad y buscar el último socorro posible: ya únicamente puede actuar Huitzilipochtli, el dios guerrero; es el ropaje de tecolote de quetzal, la última esperanza de resistir el ataque de los españoles, la serpiente de fuego. Nuestra propia mitología heroica se basa en una quiebra temprana de esa confianza, si recordamos, pues Tyr, el dios que representa la justicia, la fe o la palabra dada, engaña al lobo Fenrir para que pueda ser apresado; Wotan, el dios que aprende la sabiduría de las runas a cambio de un ojo, dirigirá las batallas con esa misma lanza en la que están grabadas. Solo el Ragnarök de los hombres del norte traerá un nuevo reino donde triunfarán esas virtudes pacíficas, ilusión que marca su conversión al cristianismo.

22 de mayo

Sueños: trabajaba en la enseñanza, en un lugar donde los alumnos no aparecían; buscaba a un colega que debía corregir ejercicios, pero se escondía o me ignoraba; en algún momento se burlaba de algunos de los trabajos presentados por los alumnos, así uno de ellos había diseñado una brillante espada para relacionarla con las leyendas artúricas; también había otros objetos, creo recordar, como una corona que apenas se dejaba ver. Finalmente, una figura con forma humana revelaba una horrible mutilación y algunos colegas pensábamos que debíamos denunciarlo; quizá el extraño compañero fuera una especie de psicópata. (Pero esto último lo pensaba en un estado de duermevela).

Desde hace días vuelvo a tener funestas impresiones sobre la situación política del país y el desastre de nuestra convivencia, que solo la cercanía a Europa podría al menos atenuar. En algunos momentos llego a decirme que lo que ocurre en nuestro país solo podría analizarse a través de un nuevo saber, la psiquiatría política; pues el motivo oculto en las acciones de algunos personajes y gentes, que algunos atónitos ciudadanos parecemos entrever, sería un deseo inconsciente de suicidio, así como de matar al padre, pulsiones que nadie parece saber como controlar.

Bien, deberíamos ya terminar con estas reflexiones sobre otras culturas, otras costumbres y deseos, que solo parecen señalar una pérdida, así como ese remordimiento que ha creado el propio saber antropológico y a veces se deja oír entre el estrépito de la comunicación, como en esta mañana primaveral las voces de vecinos desconocidos durante años que mantienen conversaciones que se mezclan con los jirones de nuestros sueños, parecen avisos de esperanza o de catástrofe, pero al menos no de esa estadística de muertes solitarias con la que he ¿abierto? el periódico esta misma mañana.

Buscaba ayer mismo entre los pocos apuntes que guardo de mis lecturas algunos ejemplos más para señalar la extraña disposición de un pensamiento que recorre miles de pueblos distintos e incluso alcanza a las culturas más egregias y a las religiones más sofisticadas, pues el salto a la religión desde el mito se daría a través de una cosmogonía en que el poder efectivo de la magia, el encanto del nombre que es parte de un ser, se sustituye por la idea de un creador todopoderoso y que a menudo se aleja después de su creación, atado él mismo a la necessitas. Seres que se corresponden con el cielo mismo, necesitan después repartir entre muchos sus deberes, como entre los egipcios, o los incontables dioses de los hindúes, o se aferran desesperadamente a su causa, como los dioses puritanos, que ya necesitan de los revolucionarios para no perder el tren de la historia. Divinidades unidas a menudo al desarrollo de un saber astrológico, como decíamos, en que los designios divinos pueden entreverse en los astros mismos, sus compañeros más cercanos, corriente espiritual que llega desde los planetas y crea la astrología babilónica, hasta nuestros hombres del Renacimiento, imprimiendo en algunas personalidades ese furor creativo que señala a los saturnianos, a los melancólicos, que pierden así el aire demoníaco que les habían dado los teólogos medievales e ilumina las creaciones de Miguel Ángel: en su tumba de los Médicis señala el carácter, bien activo o contemplativo del ser humano, jovial como Lorenzo, o el saturniano Cosme, caminos distintos para la salvación. Después, nuestro barroco creará una mecánica celeste en que solo restará un Dios entendido como espacio infinito y el libre albedrío de los dramaturgos se impone a la predestinación astral, o cede solo ante un rigor puritano en que la riqueza aparece como una señal de la divinidad misma; la Fortuna ya no necesita ser atropellada, sino objeto de estudio.

¿Nos pueden decir algo entonces esas historias de los pueblos indígenas, a menudo descabelladas, o resto de una crueldad que nos parece infantil? Historias de seres sin ano, como el Puji’to, ranas masticadoras, pájaros cotillas, vaginas dentadas, de dioses que apenas se preocupan ya del destino de los humanos, entregados a fuerzas más cercanas, a atrapar en su conjuro las fuerzas elementales…, las vemos como algo que no nos afecta, si acaso como sentimiento de una pérdida de diversidad pareja a lo que ocurre en la naturaleza misma. Sin embargo, sentimos quizá envidia de una vida en que la alegría y la crueldad no se ocultan y la cercanía del dolor y la muerte, así como del placer y la fiesta, no tiene nuestro aburrido término medio en que necesitamos continuamente estímulos para soportar tanto el trabajo como la diversión. Ayudamos incluso a que sobrevivan estos pueblos en reservas y parques, para que podamos recurrir a su conocimiento cuando el nuestro nos trae el perfume excesivo de la decadencia y la inutilidad. No plantamos a tiempo ese esqueje de un mundo joven, cercano al mito del buen gobierno y la edad dorada, en el nuestro “avinagrado y escéptico” para revitalizarlo, a pesar de los intentos de unos y otros de crear una mezcla armoniosa, como en los deliciosos platos de la cocina criolla, como el mole mexicano, y en la música andina, o caribeña, en que un nuevo ritmo cercano a la sangre se apodera de los cuerpos. ¿Podemos volver a una alianza con las Madres de los románticos, la Pachamama andina? ¿Qué lección puede darnos las víctimas de un futuro que ya no queremos? Pues según los etnógrafos hay un mensaje en esas historias que los contadores de historias actualizan, intérpretes de una melodía cuya partitura original se ha perdido, pero subsiste como ritmo, como torrente de sangre. Uno de ellos lo señala expresamente: “Apreciamos ahora que la mitología esconde también una moral, pero más alejada –ay– de la nuestra que su lógica de nuestra lógica […] En este siglo en que el hombre se encarniza en la destrucción de innumerables formas vivientes, después de tantas sociedades cuya riqueza y diversidad constituían desde tiempo inmemorial lo más claro de su patrimonio, jamás sin duda ha sido tan necesario decir, como lo hacen los mitos, que un humanismo bien ordenado no comienza por uno mismo sino que coloca al mundo antes que la vida, la vida antes que el hombre, el respeto a los demás antes que el amor propio…”.  Lévi-Strauss, huésped de los bororo brasileños, siente también esa melancolía montaignesca sobre nuestra pérdida del origen: nuestro conocimiento de estos últimos pueblos debería al menos servirnos para da a nuestra condena al eterno retorno la grandeza de los comienzos.

(Recordemos a Leo Frobenius y la imposibilidad de una nueva cultura, pues precisamente el avance todopoderoso de la nuestra impide la fecundación de ese paideuma primitivo e infantil que permite un nuevo amanecer; frente a ello, al igual que la corteza protege el árbol, o la cáscara la semilla, las ideas escondidas tras los conceptos –la etapa de decadencia– volverán para vivificar esta última cultura a escala planetaria).

27 de mayo

Pérdida de todo mi trabajo de ayer. Un desastre informático que no logro corregir; en fin…

Hablaba de mis paseos por Madrid, y de la sensación de estar viviendo en varios tiempos; también, mis primeros encuentros con el Museo del Prado. Los madriles de los escritores y los veraneos forzosos de bohemios y aristócratas tronados. Los jardines del Buen Retiro.

Para hoy: paisaje expresivo del alma de un personaje, como en Baroja; en Valle, su idea del carácter social de la novela le da un sentido de ilustración de un alma nacional, desgarrada en este caso.

Valle y su visión del paisaje madrileño.

También, Velázquez y Goya, como exponentes de esas dos Españas.

Sin embargo, aceptando su idea de un dos de mayo como último estertor de una España unida por la religión únicamente, señalar a la propia monarquía como aglutinadora hasta la llegada de la España contemporánea, donde esa doble alma se hace verdaderamente visible, incluso en el paisaje.

Buscar descripciones de Baroja (en el Diario de un soñador, quizá).

28 de mayo

Voy a dejar estas páginas anteriores, una muestra de cómo trabaja mi escasa memoria y poca claridad de ideas, como niño rehaciendo un puzle, pero sin una imagen de referencia, guiándose por una intuición a menudo escurridiza –pero que no desaparece del todo, como mis escritos de antes de ayer.

En ellos contaba mis paseos vespertinos por un Madrid acobardado en que los paseantes parecemos fantasmas salidos de oscuros desvanes, recuperando poco a poco el ánimo para volver a las calles y recibir los últimos –o los primeros– rayos de sol, en una primavera hermosa, pujante, que atisbamos en el horizonte interrumpido por el Palacio Real, o en los jardines de las Vistillas, de vegetación enmarañada por el descuido, como nuestras propias cabezas. También es lindo recorrer el Paseo del Prado, libre de automóviles como en día feriado, repleto de ciclistas y patinadores que nos señalan un futuro diferente, más ascético y fuerte. Vivimos siempre en otro tiempo, señala con acierto Michel de Montaigne, y el presente solo existe cuando lo mezclamos con añoranzas o ilusiones, paraíso perdido de sus queridos clásicos griegos y latinos, o querencia de un mundo que recogiera su ejemplo, como lamentaba no se hubiera hecho con las tierras recién descubiertas, el Nuevo Mundo. También el profeta del eterno retorno soñaba con el del mundo clásico, Dionisos y Apolo hermanados, que acabara con la supremacía del Estado y su compañero el dios Júpiter, el monstruo frío. Así que en estos paseos uno va divagando en el espacio, pero también en el tiempo, ahora que la ausencia les había quitado su rutina; vuelve a ellos como si la ciudad entera se acabara da abrir para nosotros y las estrechas calles de Chueca y Malasaña le traen a la memoria otros paseos, como si ya se hubieran añadido a los de viejos personajes novelescos; o la visión de un Prado sin colas de visitantes, sus primeros acercamientos de provinciano a las galerías de pinturas, deslumbrado por colores y formas de los espléndidos venecianos –donde el dios frío no lo parece tanto– la geometría de los florentinos y las visiones de nuestros barrocos, hasta llegar a los negros de Goya. Recuerdo mi alegría al encontrarme con las siempre enigmáticas hilanderas, situadas encima del dintel de una puerta que daba acceso a salas más elevadas, como la cortina en el propio cuadro se abre para que podamos ver a la hilandera-Atenea girando la rueda del eterno retorno y al fondo, el tapiz de Tiziano que celebra el arte de Aracné y su inmediato castigo; las emociones ante la belleza de los cuerpos nos recuerdan el carpe diem, cuello pleno de la joven vuelto hacia nosotros en el cuadro, presente eterno; emociones y nerviosismo como el que se siente en las primeras visitas a las casas de putas, igualadas en la maravillosa paranoia daliniana y explicarían el asesinato simbólico de la Gioconda; pero yo no quería asesinar a nadie, mas bien sentía una resurrección del tiempo, también del destino que nos marcan las muchachas que lo devanan para nosotros y luego puede reencontrarse en la visiones negras de don Francisco de Goya; ¿no somos nosotros mismos el extraño personaje que ha consultado su destino a las Parcas, las Nornas, como Wotan, o como Macbeth?

15. Francisco de Goya, «Las parcas»

Se han abierto al público los jardines del Buen Retiro, restos del Palacio con que los últimos Austrias intentaron escapar a la frialdad escurialense, o al aire quieto del Alcázar que el gran Velázquez hizo visible en Las Meninas, al igual que el espejo del fondo refleja a los ausentes y con ellos a todos los que nos acercamos a contemplarlo. Esta escasa distancia mediría el paso del deber y el severo ceremonial a los bailes y festividades del nuevo palacio, hecho para escapar de las angustias de la decadencia –aunque todavía se celebrasen las últimas victorias en el Salón de Reinos–, escenario para una alegría como la que sentimos los paseantes en estos días ya de un calor veraniego. Quizá pronto la ciudad comenzará a quedarse vacía, como ocurría ya desde la invención de los veraneos y solo sublimaba el sopor la literatura de los bohemios atrabiliarios, como Valle-Inclán, que proclamaba si la causa del bienestar veraniego no sería que se habían ausentado todos los imbéciles; o la socarronería de algún aristócrata tronado –imagino– proclamando a Madrid nuevo Baden-Baden, eso sí, si se disponía de dinero, leyenda que se amplía después a los rodríguez, pájaros de jaula libres por unos días. Si no es así, quizá vuelvan las verbenas y las veladas musicales que nos cuenta en Los Jardines del Buen Retiro otro ilustre paseante en corte, don Pío Baroja, todavía visitando las librerías de viejo en la cuesta de Moyano; representa ya una sociedad burguesa, aunque de ínfulas aristocráticas, que se reunía en las terrazas de los jardines para gozar del fresco nocturno y de las funciones musicales, incluso piezas de ópera; eran los “aburridos con dignidad”, como señaló un maledicente.

16. Urrabieta Verge, «Las tardes del Retiro», 1883

Vemos en la ilustración de las reuniones veraniegas del Retiro, como característica propia, cierta mezcolanza de clases, que el propio Baroja recoge: “El espectáculo era exclusivamente madrileño, un tanto cortesano, un tanto provinciano, elegante y al mismo tiempo pobretón”; recordemos, por ejemplo, a aquel personaje de peinado a lo náufrago. Aunque en la obra desfilan multitud, como en tantas novelas del autor vasco, el protagonismo mayor se concede a un muchacho de educación yanqui, de hombre de acción por tanto, Jaime Thierry, que pretenderá purificar el aire literario madrileño cargado de amenazas de tormenta como el veraniego de la villa y corte, hombre de voluntad fuerte frente al anémico estado de la vida española; como tantos héroes barojianos será incapaz de superar la rutina y la violencia cainita de nuestra sociedad, de la misma manera que le ocurre al César Moncada valenciano, “aut Cesar aut nihil” era su lema, o el Quintín García Roelas de La feria de los discretos, educados también en ambientes de vida fuerte y activa. En aquel Madrid pobretón y pícaro el joven escritor conocerá un efímero éxito como lion de ese verano prometedor, incluso se convertirá en amante de una hermosa aristócrata, para desaparecer enseguida, castigado por su soberbia y su negativa a las conveniencias, víctima de una sociedad raquítica en sus aspiraciones y de la tisis, la enfermedad romántica, pues la delgadez de los poetas y artistas está hecha para colarse por las rendijas de la sociedad, no para derribarla. Baroja, como toda su generación, parece constatar la existencia de una España “sin pulso”, como la definió un político estupefacto ante la indiferencia de la gente durante la catástrofe de la pérdida de las últimas colonias, imagen de la absoluta ruptura entre pueblo y clase dirigente, de una vida nacional sin esperanza ni destino, y que dará nombre a la generación literaria que señala la catástrofe, testigos de una sociedad ensimismada en riñas, celos y venganzas mediocres, lado siniestro del Buen Retiro.

También me gusta pasear hacia Palacio, a través de las callejuelas del Avapiés y La Latina, por el Pontejos donde tenía su librería el Zaratustra de Luces de bohemia y Max Estrella disertaba sobre una iglesia nacional que curase nuestras beaterías. En sus páginas de El ruedo ibérico el escritor galaico, adoptado como propio por aquel Madrid alucinado y hambriento, traslada una visión de los paisajes que lo ciñen como símbolos de un “antagonismo geomántico” de la propia vida española, que amenaza continuamente con desgarrar al país, desacuerdo que recoge el arte pictórico: “Sobre la pradera de San Isidro gladiaban amarillos y rojos goyescos, en contraste con la limpia quietud velazqueña que depuraba los límites azulinos del Pardo y la Moncloa”. Este apunte le lleva a desarrollar una visión histórica, propia de un escritor para quien la novela contemporánea debe tener un carácter fuertemente social, como su descripción misma señalaba: “la luz de la tarde madrileña definía los dos ámbitos en que se combate eternamente la dualidad del alma española”, mensaje que lleva todas las tardes el sol a los miradores del propio Palacio. El sueño nacional, cimentado durante siglos en el fanatismo religioso, dio su última gran boqueada en la guerra contra los franceses, nos dice, y aquella Corte de los Milagros que retrata en sus obras intenta prolongar esa situación con el apoyo de un ejército glorioso en todas sus retiradas y desastres, acompañada de una retórica bravucona e inane ante la dura realidad: “Dos Españas acendraban sus luces en el horizonte de herrenales y tejares, dos almas dilataban hasta opuestas playas su vasto secreto, en el silencio de la tarde”.

El paisaje –los paisajes, más bien– que recogía el sol cada tarde en Palacio ya no son los mismos, pues el crecimiento de la ciudad ha ocultado la Pradera a los ojos de los paseantes, así como las sierras madrileñas aparecen recortadas por las construcciones y las nuevas torres de la ciudad, pero ¿son vigentes las apreciaciones del escritor? La virulencia de nuestra realidad política, aún más acendrada en días difíciles que debieran vernos unidos, parece señalar lo irremediable de nuestro destino desde la época contemporánea, comienzo de nuestro hundimiento como nación, pese a la ficción mantenida desesperadamente, bien por una retórica liberal, bien por otra de sesgo tradicionalista que indignaban a la otra mitad, o le hacía indiferente a la política, o arrastraba a guerras civiles y a una acción revolucionaria violenta. Para Valle esos dos paisajes que señala la visión desde Palacio reflejan la incomprensión absoluta de esas dos almas, una ligada en la época isabelina a la religión y la intransigencia, manifestada en las rebeliones carlistas, otra a una visión milenarista y violenta, y este antagonismo profundo –que el “geomántico” anuncia– es el que se recrea precisamente en sus novelas de El ruedo ibérico, título significativo.

¿No podrían los rojos y amarillos goyescos convivir con los azulinos y rosicleres velazqueños? Aunque coincido con el escritor en su terrible visión de nuestra historia contemporánea, creo que la del pasado español es quizá sesgada, pues la idea de una nación sujeta mediante el fraile y la hoguera en un entusiasmo “semítico” de intolerancia no me parece ajustada a los hechos. Frente a lo sostenido por cierto pensamiento tradicionalista, la idea de una identidad religiosa como centro de la vida política española no es cierta en nuestra historia, sino que Iglesia y Estado se enfrentan desde el principio por las prerrogativas políticas, ya desde los tiempos de güelfos y gibelinos, e incluso ilustres juristas crearán una “teología política” a imagen de la divina en la figura de los dos cuerpos del rey, defensa de la autonomía de lo político que aparece en los juristas de la corte de Federico II Staufen y logrará el refrendo del propio Dante Aligheri. La monarquía fue el verdadero centro de nuestra nación, unida a la política de regalismo frente a la propia Iglesia, como lo fue de un Imperio en que se acumulaban reinos, territorios y fueros diversos; tanto el tradicionalismo, para defenderlo, como después el liberalismo, para atacarlo, usaron en su propio provecho político esa imagen de fanatismo religioso como base de nuestra política, obviando incluso la tolerancia y bonhomía borbónica, que el propio Valle-Inclán reflejó en deliciosas comedias como La enamorada del Rey. El carácter semítico de nuestra alma se ilustra también en sus propias obras, acogiendo el adjetivo de “judíos” con el que los campesinos carlistas motejaban a los liberales, encarnados a menudo en usureros que ahora encontraban amplio espacio para sus fechorías cobardes; en su Baza de espadas, las reuniones de los conspiradores liberales en la casa londinense de su odiado Prim y Prats, con su gestualidad excesiva y los ojos brillantes de los oradores, recordaban el aire fanático de las sinagogas. Fanatismo frente a fanatismo, sería el fondo verdadero de nuestra historia, entonces, dando también a la política –y la prosa del escritor– un aire de disputa de majos madrileños: “Una jactancia chispona de jeta con chirlos, pasea su gesto bravucón a lo largo del período isabelino. Las fanfarrias militares han trascendido a la conciencia popular, con olés y falsetes de una jácara matona”.

La vida política española contemporánea irá de fracaso en fracaso, pues tras la “gloriosa” revolución que acaba con la reina Isabel en París, el asesinato del general Prim llevará irrevocablemente a las revoluciones republicana y federalista, donde ya se anuncia el anarquismo milenarista, y después a una política de aislamiento en que vivirá una España sin pulso, solo alterada por esporádicos tiempos de violencia, y finalmente, después de un nuevo fracaso republicano, a una guerra civil en que las dos Españas intentarán con rabia y una terrible violencia eliminar físicamente a la otra, imposible acuerdo de nuestros fanatismos en un mínimo de quietud, de perdón. Un triunfador aparente en la disputa, como será el poeta Dionisio Ridruejo, recordaba dolorosamente esa incapacidad de nuestra política para vencer al enemigo asumiéndolo, lo que llevaba a la imposibilidad de un mínimo de acuerdos sobre los que asentar la base de nuestra convivencia. Cuando llegó una nueva restauración monárquica tras la dictadura franquista, muchos jóvenes, como lo era yo mismo entonces, temíamos una vuelta a las andadas de nuestra vieja política, válida solo para acoger a aquellos que comulgasen con los principios de una constitución secreta, miedosa ante la revolución, imagen de las llamadas revoluciones liberales que el conde Salina, el protagonista de El Gatopardo, supo entender: cambiarlo todo para que nada cambie. Los acuerdos a que llegaron políticos que apenas conocíamos, el deseo de llegar a una convivencia para todos, el rechazo a la violencia generada por los extremistas de ambos signos, herederos de las dos Españas verdaderamente, parecieron lograr que esa dualidad encontrara al menos ese marco común en que trabajar en una misma dirección y salir así de un aislamiento cainita. Desde hace algún tiempo, las sucesivas crisis, en vez de lograr renovar esos acuerdos, parece que provocan en personas, personajes y partidos un deseo feroz de reventarlos, de volver a esa política matona y de desprecio hacia el adversario que nos marcó el escritor, especie de eternidad histórica, valga la paradoja, a la espera de un nuevo fanatismo que consiga unirnos.

P. S.: El escritor señala el carácter “eterno” de esta escisión: “la luz de la tarde madrileña definía los dos ámbitos en que se combate eternamente la dualidad del alma española”. ¿Un alma guerrera, entonces, impregnada de dramatismo semita, fanática, y otra, de aliento milenarista, violenta también, presta a arrojarse a la venganza y la revolución, “llanura encendida de ecos africanos”? Esa eternidad de nuestras dos almas le gustaría mucho exponerla a don Ramón, raíz galaica y mítica de su quietismo, para quien el tiempo es el enemigo y la eternidad, eterna. Sin embargo, no podemos olvidar la imagen que desarrollará en sus Divinas palabras, donde el aliento entre popular y veterotestamentario de los escarnios a Mari-Gaila encuentran la paz en la blanca sentencia: Qui sine pecato… El honor “calderoniano” de nuestra vida social, imagen terrible del padre vengador, encuentra en la figura del hijo la manera de lavar las heridas del tiempo.

He comenzado a leer los Cuadernos de Emile Cioran, tras mi primera visita a una librería después de tanto tiempo. Al pronto, cierto desencanto ante su formato cuasi aforístico, que se corresponde a explosiones anímicas de un ser en perpetua lucha consigo mismo, queriendo a la vez ser y no ser, fanatizar y razonar, esquizofrenia bien contemporánea que comienza en Nietzsche, subproducto de una misantropía romántica llena de quejas y signos de admiración. Veremos.

Comentario sobre un colega escritor: su estilo le parecía como lanzar al agua monedas de oro para hacerlas saltar, cabrillear (Rivarol).

29 de mayo

Jardines y paisajes tienen un secreto para nosotros, como veíamos estos días, que los artistas y poetas hacen a veces visibles, no mera fruición de paseante, o de esteta, más bien aviso para caminantes, canción solo para quien “conmigo va” y que un amante de España corrobora, huésped de una taberna: “Todas las hazañas y todos los incumplimientos de España han pasado a sus cantos. Su secreto: la nostalgia, como saber, la ciencia del pesar” (E. Cioran), reflexión que había recogida en su poesía Byron, testigo de la ruina de la vida española: “¿No abunda cada cancioncilla con la gloriosa gesta?/ ¡Ah! ¡Qué desgracia! ¡El destino más grande del héroe!/ Cuando el granito se desmorona y los escritos fallan/ la queja de un campesino prolonga su dudosa fecha”. Cuando Jaime Thierry, el infeliz protagonista de la novela barojiana yace en el que será su lecho de muerte, lee viejos romances para entretener lo inevitable, aquello que los versos mismos parecen presagiar: “Las sierras del Guadarrama/ obscuras nubes cubrían/ y coronando los montes/ triste invierno prometían”.

1 de junio

En las novelas del escritor vasco, trasplantado también en madrileño, se produce en los personajes señeros, también en los considerados hombres de acción, una perplejidad anímica, una dualidad que es íntima y lastra sus intentos de mejorar la vida de la nación. Esta situación lo pone de manifiesto también a través de sus descripciones paisajistas, pero con un carácter expresionista diferente al de Valle-Inclán, en que se trasluce no tanto una historia sino una profunda herida personal, traslación de la eternidad inmutable y fuerte al paisaje mismo, en contraposición a la mentira y cobardía de nuestra vida ciudadana; su estilo mismo, venenoso y feroz a menudo en su descripción de la sociedad española, adquiere un aire de romance viejo cuando se enfrenta a las grandes moles de Gredos y el Guadarrama, como gigantes semienterrados observando las curiosas hazañas y desgracias de los pobres urbanitas que van a buscar consuelo, o un poco de paz, en su presencia. En Camino de perfección, por ejemplo, este papel le corresponde a Fernando Ossorio, médico frustrado, pintor incapaz, ser anulado desde la infancia por una familia de enfermos. Es uno más de esos seres barojianos en que la fuerza y el resorte de la voluntad están ya gastados desde una edad temprana y sin embargo luchan para aclarar su propio destino, antes de que el abismo se abra para ellos en forma de suicidio, o del lento despeñarse por una vida que no les satisface. No puede dormir y por la noche siente presencias y oye ruidos extraños, acompañados de palpitaciones y un sentimiento de no poseer un cuerpo sólido, sino de estar conformado de algodón empapado en alguna sustancia viscosa, de fisiología extraña; las sinestesias más dolorosas confunden sus sentidos: los colores desgarran el oído, o los ruidos de la calle se transforman en visiones, verdadero ejemplo de ese desasosiego que consume la vida del escribiente de la Baixa lisboeta. Un amigo médico le aconseja vivamente salir de Madrid y pasear por el campo, alejarse de sus obsesiones, en definitiva, para lo que decide ir caminando por las faldas de Gredos. He aquí la descripción de un amanecer tras pasar la noche al raso cerca de la laguna serrana, en compañía de un viajero alemán:

“De pronto apareció sobre las largas nubes azules una estría roja, el horizonte se iluminó con resplandores de fuego, y por encima de las lejanas montañas el disco del sol miró a la tierra y la cubrió con la gloria y la magnificencia de los rayos de su inyectada pupila. Los montes tomaron colores: el sol brilló en la superficie terca y sin ondas de la laguna.

—El buen papá de arriba es un gran escenógrafo –murmuró Schultze–. ¿Verdad?

—¡Oh! Ahora no siento haber venido –respondió Ossorio.

En otra ocasión, el amanecer trae visiones siniestras:

De pronto, por encima de un picacho, comenzaron a aparecer nubes de un color ceniciento y rojizo que incendiaron el cielo y lo anegaron en un mar de sangre. Sobre aquellos rojos siniestros se contorneaban los montes ceñudos, impenetrables.

Era la visión algo de sueño, algo apocalíptico; todo se enrojecía como por el resplandor de una luz infernal; las piedras, las matas de enebro y de sabino, las hojas verdes de los majuelos, las blancas flores de jara y las amarillas de la retama, todo se enrojecía con un fulgor malsano. Se experimentaba horror, recogimiento, como si en aquel instante fuera a cumplirse la profecía tétrica de algún agorero del milenario”.

Esta descripción parece superar la experiencia puramente personal del protagonista, anuncio de catástrofes violentas, aunque, a diferencia de la descripción historicista de Valle-Inclán, las majestuosas de Baroja señalan un expresionismo distinto, en que el paisaje aparece mas bien como un testigo majestuoso, distante de la crisis personal que está viviendo el protagonista de la novela, en un vagabundeo que le llevará después a las ciudades levíticas de Segovia y Toledo; tampoco encontrará allí sosiego: la visión nocturna de El entierro del conde de Orgaz le sume en nuevas perplejidades, imagen de tantos seres deseosos de paz espiritual, pero ya incapaces de encontrarla en la religión. Huye de fantasmas e inquisidores del pasado y se encamina hacia Levante, donde el destino le espera y tomará forma femenina, para apaciguar al menos un tiempo su desolación personal y sobrevivir así en un país ensimismado, débil y feroz al mismo tiempo.

En el prólogo a su novela La dama errante Pío Baroja se caracteriza a sí mismo como un hombre de acción frustrado, lo que le lleva en sus escritos: “a deformar las cosas que veo para apoderarme de ellas, por el instinto de posesión, contrario al de contemplación”. Ese instinto le vendría de su sangre vasca y estaría acompañado de una fuerte aspiración ética, rastro de sus ancestros lombardos y que le convierte “en uno de tantos solitarios Robinsones con chaqueta y sombrero hongo, que pueblan las ciudades”. De su maestro Schopenhauer hereda también un profundo sentido antihistórico y antitradicionalista que le lleva a tomar los asuntos de sus novelas de los sucesos del día, de los periódicos y sus páginas de sucesos, y así los personajes de la novela –cuyo germen está en el atentado perpetrado por el anarquista Mateo Morral contra los reyes Alfonso XIII y Victoria Eugenia– son refundiciones de personajes reales y las escenas de la Vera de Plasencia, en la que discurre parte de la novela, son trasunto de un viaje que realizó con su “hermano” Ciro Bayo, llevando en un burro provisiones y una tienda de campaña. La novela trata de las peripecias vitales del doctor Aracil y de su hija María y forma parte de una trilogía, La raza, que continuará su acción en Londres. El doctor Aracil, uno de tantos españoles que sacrifica su talento a una frase con la que encandilar a un auditorio, ha coqueteado con el anarquismo y ha acogido en su casa al terrorista Brull, trasunto de Mateo Morral, lo que le lleva a huir de la policía y realizar un viaje lleno de peripecias y de encuentros con los desheredados y marginados tan queridos por Baroja, que les llevará desde Madrid hasta Lisboa y luego a Londres, pasando como he dicho por la Vera de Plasencia, que describe verdaderamente con perspectiva de águila:

“La sierra de Gredos se erguía a la derecha, alta, inaccesible, como una inmensa muralla gris, sin un caserío, sin una mata, sin un árbol en sus laderas pedregosas ni en sus aristas pulidas, que brillaban al sol. Se hubiera dicho que era una ola enorme de ceniza, calcinada, quemada, rota; una ola que, en la oscuridad de lejanas edades geológicas, formó, al petrificarse, la sierra. Alguna nieve blanqueaba la cresta dentellada del monte, y parecía la espuma de la inmensa ola de granito. El aire era diáfano, limpio, luminoso, como el de un mundo nuevo acabado de crear; sobre las crestas de la sierra era de un azul intenso y radiante. Algún águila, volando suavemente a inmensa altura, trazaba, en la limpidez del aire, grandes y majestuosas curvas; a la izquierda, hacia abajo, brillaban al sol los campos verdes, surcados por las líneas oscuras de las lindes, los bosquecillos de árboles frutales y los cerros cubiertos de jaras y de carrascas”.

Después la novela se interna, como los protagonistas, en un mundo real, sórdido, en que el caciquismo ha chupado toda la savia de la hermosa región y condena a los pocos fuertes a emigrar, mientras el resto dormita, o se resigna; verdaderamente, acota un personaje de la novela, el doctor Iturrioz, trasunto quizá del propio Baroja, “toda nuestra civilización actual ha servido para reducir al español, que antes era valiente y atrevido, y convertirlo en un pobre diablo”, imagen de una decadencia que llega a la sangre misma y le hace considerar la necesidad del “hombre fuerte”, de una nueva oligarquía violenta, brutal incluso, que pueda salvarnos de nuestra degeneración como pueblo. En toda la novela, frente a la charlatanería del doctor Aracil, las simpatías del a menudo misógino escritor se concentran curiosamente en la protagonista femenina, María Aracil, que recibirá también, como el Ossorio de Camino de perfección, la llamada del destino, en este caso después de sus vivencias “londrinas”, ciudad de la niebla y refugio de toda una caterva de revolucionarios que Baroja describe con una pluma ácida también, como si el anarquismo que Valle recrea en la figura de Miguel Bakunin y su discípulo español, el Fermín Salvochea de Baza de espadas, fuera una ilusión atacada ya por el virus de la decadencia y la vulgaridad moral.

En fin…, vamos viajando con nuestros héroes literarios en estos días de final de una primavera calurosa y triste, pues no podemos disfrutar como ellos de los paseos por las sierras de Gredos, la columna vertebral de nuestro país, capaz por tanto de acogernos a todos y enviarnos también por las noches un poco de aire serrano a los aburridos urbanitas; podríamos así situarnos en el limes, la frontera misma de las dos almas de la nación, incongruencia, o paradoja geográfica, como la señalada por Valle-Inclán para Madrid mismo, en que se acercan dos almas que el escritor creía “geománticamente” separadas, y crea a su vez paradojas vegetales, extraño encuentro del roble y el olivo, como en algunas serranías extremeñas entrevistas en las descripciones de Baroja. ¿Pueden guardar un mensaje para nosotros? En ellas el mundo céltico, brumoso, tamizado de nieblas y secretos parece enlazado con el mediterráneo, pletórico de luz y formas, como en unas bodas serranas que pudieran crear una extraña intimidad entre mundos tan diferentes. Los célticos bosques antiguos de robles y melojos nos cuentan historias del origen mismo, leyendas de xanas, gigantes, anillos y batallas de guerreros que graban soles y espadas en las viejas piedras y se asoman estupefactos a las tierras bañadas por la claridad mediterránea. En esos bosques está condensado un tiempo mítico, siempre idéntico a sí mismo, y que, sobre todo en el otoño, nos acerca al oro del origen; cuando surge la historia misma se amonedará, produciendo el oro vegetal del vino y el aceite, de las naranjas y limas que el sol almacena para el invierno. ¿Debemos elegir, entonces? Mito e historia se desvelan para nosotros en esos extraños paisajes, pues podemos pasear por el bosque, padre de leyendas y madre de las fontanillas y gargantas que ayudan a fecundar los huertos y frutales, a la vez que disfrutar de esos mismos frutos en que se desvela la historia de sucesivos pueblos, legando con su trabajo y constancia una deliciosa herencia. La violencia y el cainismo de nuestra historia contemporánea pueden descansar aquí por un tiempo, sentir que el apetito de destrucción no creará nada nuevo, o nada que no estuviera prefijado en el origen mismo.

(La frontera: ese es nuestro hábitat espiritual también).

*    *    *

2 de junio

No se ya qué más decir, verdaderamente, varado en reflexiones traídas al acaso por esta forzada reclusión, aunque la inmersión en nuestra historia quizá tenga un sentido de advertencia, a imagen de la cervantina, que creo ya hemos recogido: “… La verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir”, apreciación que escandalizaba al Pierre Menard borgiano por considerarla madre de la verdad y no justamente al revés, escepticismo algo risueño frente a nuestros fanatismos, pues la solemne declaración se desarrolla en el encuentro de los cartapacios donde aparece la “verdadera” historia de don Quijote, contada por Cide Hamete Benengeli y que  transcribe con la ayuda de un moro aljamiado; unas arrobas de pasas creo fue la paga del traductor. Frente a ese Libro originario que los hombres del Renacimiento soñaban encontrar en los escritos herméticos, viaje a contratiempo hacia la verdad, sus herederos “manieristas” descreen que el saber esté escondido en alguna parte y ese esfuerzo no sea sino trabajos de amor perdidos en los distingos de la escolástica y en el intento de resucitar catálogos de los hombres de la Antigüedad clásica, imposibles de imitar en un tiempo histórico para el que Michel de Montaigne no encontraba ya metal con que bautizarlo. Así marchaba el pobre don Quijote en la búsqueda de la edad dorada de la cabellaría de sus queridos libros, descalabrándose de continuo contra una realidad que tenía ya un peso histórico impenetrable a las fantasías caballerescas. Pierre Menard, el discípulo de Valéry, escribirá de nuevo el Quijote con el esfuerzo y la dedicación fanática de nuestro tiempo, para hacer evidentes las inexactitudes y exageraciones de su autor, y su esfuerzo recuerda quizá el del último hombre que mantuvo un culto sagrado a la búsqueda de ese Libro original, Stephan Mallarmé; pero quizá no contó con la autoría del escritor moruno y se dejó llevar por la creencia de que Cervantes fuese el verdadero autor del Quijote y fueran realmente sus ideas las que allí se encuentran, como su defensa de las armas frente a las letras, que en la figura de Menard solo podrían entenderse como un ejercicio irónico. Pero ¿no lo es quizá en la propia obra de Cervantes?

Una curiosa polémica agitó las aguas de nuestra literatura allá por los años setenta del pasado siglo, en la figura de un prólogo a las aventuras de don Quijote por parte del hispanista Américo Castro, que recuerdo a mi profesor de literatura en la Universidad le parecieron heréticas y solo disculpables como pruebas de una locura senil; así estaba el patio, y no ha hecho sino mejorar. He intentado releer el texto de Américo Castro sobre su visión final del Quijote con relación a los plomos del Sacromonte, pero la web no me ha ayudado y mi ejemplar duerme en un trastero extremeño; algo farragosos sí era, también recuerdo, lleno de un cierto entusiasmo “senil”, como abracadabra tardío. Un artículo de Thomas E. Case desarrolla con bastante claridad el caso mismo de la aparición de los famosos plomos, encuentro “fortuito” de reliquias en un antiguo alminar en que aparecieron noticias sobre las figuras de san Cecilio y otros mártires granadinos, así como un medio paño de la Virgen con unos textos escritos en árabe, castellano y un latín muy castellanizado; esto en el año 1588, y ya siete años después parecen los famosos plomos, escrito “proárabe y pseudo bíblico” que sin embargo entusiasmó al arzobispo Castro –curiosamente– en forma de veintidós libros de hojas redondas de plomo. Fueron declarados heréticos en 1682 por el papa Inocencio, pero su influencia había sido grande, alcanzando al propio monarca. El estudio de Miguel Hagerty, en 1980, revela que se presenta como un evangelio de Santiago el Zebedeo, traducido al árabe por su discípulo Tsifon (Ibn Attar). Los falsificadores debieron ser los moriscos Miguel de Luna, intérprete de Felipe II, y Alonso del Castillo, y se corresponde con un intento desesperado de salvar a la nación morisca en los tormentosos años del reinado de Felipe II. En la obra de Cervantes, la figura del sabio Cide Hamete y el hallazgo de los cartapacios sería una burla de todas esas historias “verdaderas” que aparecen en esos años y el final de la primera parte del Quijote también un trasunto burlesco de esas apariciones, por lo que Américo Castro lo convierte en un libro “erasmista” y a Cervantes en converso, en la línea de Marcel Bataillon, en su propia lucha con los gigantes de la España eterna, que tomó aire de verdadera batalla ideológica en sus enfrentamientos con el granítico don Claudio Sánchez-Albornoz, ambos exiliados políticos curiosamente, polémica que seguíamos a través de artículos en la revista Triunfo ¡Qué tiempos aquellos!

He aquí una de las piedras que ocultaban estos curiosos textos y están en la cripta de la ermita aledaña al propio monasterio del Sacromonte.

17. Secretos del Sacromonte

La fuerte polémica dejaba ver dos diferentes visiones históricas de España, una “eterna”, como decíamos, sangre que se muestra desde el origen, patente desde los historiadores romanos, visión propia de Sánchez-Albornoz, identidad berroqueña que no se pliega a ninguna otra y se materializa en la propia Castilla medieval, cemento de una unidad nacional que todavía deslumbró a los hombres de la generación del 98. Frente a esta visión, nuestro “ser” histórico” sería para su rival una mezcla de las tres culturas que se desarrollan en nuestro medievo, extraña síntesis del mundo cristiano, judío e islámico que sobrevivirá en aspectos tan curiosos como el origen semítico de nuestro concepto del honor y daba a nuestro teatro clásico el aire antipático de todos los catecismos, en opinión de otro noventayochista.

3 de junio

Cada vez que me topo con un político en la televisión doy un respingo y cambio de programa, o directamente la apago. Solamente al cabo de un tiempo puedo enfrentarme a nuestra vida política, pero en forma escrita, tras un filtro que pueda aminorar tanto el autobombo como la bronca. Desde luego, un poco de aire cervantino no nos vendría nada mal, como el azulino que llega desde Gredos y pone un poco de frescor en nuestras noches y en los resecos rastrojos de la llanura manchega, “encendida de ecos africanos”, que reflejó maravillosamente la pictórica escuela de Vallecas.

18. Benjamín Palencia, «Paisaje»

Recuerdo en mi juventud como coleaba esa disputa entre “esencialistas” y “mestizos” al hablar de nuestro ser histórico, polémica no solo literaria, sino ligada a una visión de nuestra historia reciente, al fracaso de nuestra guerra civil y el largo silencio posterior, abriendo así una pequeña rendija por donde colar un poco de aire fresco, dejar que la duda creara nuevos espacios de convivencia entre los españoles del exilio exterior e interior. Aunque la creación de una especie de literatura de “conversos” hoy no interesa a nadie, convertida como todo nuestro pasado en una nada académica, en su tiempo removió las estancadas aguas de nuestro pensamiento, en el que el positivista decimonónico había dejado un marcado aire negativo y pesimista, incluyendo la figura misma de Cervantes, el “ingenio lego” de Menéndez Pelayo (¿o era Cejador?). Los estudios de Marcel Bataillon fueron fundamentales al parecer en el despertar de una nueva visión de nuestro pasado que no fuera el de martillos de herejes, y el estudio de La Celestina, o las obras de san Juan de la Cruz, santa Teresa, o el propio Cervantes, mostraba ahora no la soberbia del triunfador sino la angustia y la opresión de almas que debían disfrazar sus intenciones ante la puntillosa moral oficial de la época, seres a contratiempo deslizando de una forma a menudo sibilina una crítica a la cerrazón de nuestro país a lo nuevo, sobremanera a una corriente erasmista que los conversos adoptarían como aire fresco para poder expresar sus perplejidades, su situación íntima de desclasados. Verdaderamente, en esa España oficial, cerril, ¡carpetovetónica!, que se apoyaba en una visión de nuestro pasado como unidad cerrada y esencialista, visión “tradicionalista”, como vimos al hablar de nuestra dualidad incluso geomántica, en esa atmósfera opresiva era razonable –necesaria, quizá– la simpatía hacia esa corriente en que nuestros poetas y pensadores del pasado parecían haber vivido un exilio que prefiguraba otros. Esa alma secreta española, esa vividura de Unamuno, o Américo Castro, en que el pensamiento se desenvuelve viviéndolo, nos permitía incluirnos en la nómina de nuestra propia historia, no únicamente restos maltratados de una acción política.

Esta polémica, como decía, no fue vivida verdaderamente de una forma modélica por sus principales protagonistas, que se negaban el pan y la sal en sus libros y artículos, remedando, ahora en el exilio, una nueva vuelta de tuerca a las dos Españas; la izquierda intelectual tomó partido lógicamente por la tesis de don Américo Castro, aunque solo fuera para socavar esa pared intolerante en que nos movíamos, bien de desprecio hacia nuestro propio pasado desde la burguesía más o menos liberal, o desde la atronadora fanfarria nacional-católica. Así, conversos a esta nueva visión, podríamos esparcir la nueva fe de la duda y el escepticismo entre los triunfadores, así como la ilusión de un país más complejo y rico para los perdedores de la larga noche de piedra.

No he leído demasiado sobre esta cuestión, que solo alteró la mediocridad académica en algunos foros literarios y por supuesto no cambió ninguno de los planes de estudios de la Historia, mi especialidad, en que se nos servía en general un economicismo de poca altura, verdadero refrito de las corrientes materialistas, o un positivismo cerril que se adaptaba al profundo sentido de nuestras universidades humanistas de hacer imposible el conocimiento, y que deberíamos repetir como profesores una vez superada la prueba de limpieza de sangre, la oposición. La obra de Castro parece un tanto fuera de cualquier corriente europea de pensamiento, con su rechazo de los entornos “culturales” para entender la historia de una nación y de Europa misma, última vuelta de tuerca de un pensamiento centrado en destacar nuestra originalidad como nación, ya como cerriles fanáticos, o bien con esa fusión de culturas en que legaríamos a la unívoca Europa un saber nuevo, oculto a menudo bajo apariencias de ortodoxia. Los escritores de la generación del 98, con la que hemos excursionado estos días, adoptaron en general una postura “castellanista”, quizá con la excepción del anti-historicista Baroja, defensa de nuestra nación como guardiana de esencialidades históricas, para lo que de nuestro pasado tomaron la idea de una disciplina ascética y la necesidad del hombre fuerte para conducirnos a esa Modernidad que nos había rechazado, ligadas a la idea de Regeneración. Nuestros historiadores modernos, al señalar el mediocre paso a la Modernidad, hablaban del “fracaso” de la Revolución Industrial, así en Nadal o Artola, convirtiéndonos también en caso aparte en la dinámica Europa, una originalidad negativa de nuevo, otro paso más en una decadencia que se señalaba ya desde los propios Austrias y de la que verdaderamente nada podíamos aprender, anonadados ante la evidencia de las cifras, cautivos en las redes de nuestro secular atraso. ¿Podríamos llegar a tiempo a las nuevas revoluciones? Pues todavía coleaba la idea de un socialismo universal que iría barriendo la injusticia y el atraso, también el nuestro, a pesar de los propios países en los que se vivía el llamado real. Europa le parecía a nuestra izquierda una especie de provincia del capitalismo, como al franquismo un nido de corrupción moral, lacaya de las políticas imperialistas y condenada a desaparecer en la lucha de titanes.

4 de junio

Es propio también de nuestra mediocre entrada en la Modernidad esa sensación de extrañamiento como españoles, a veces forzada por los continuos exilios a que dio lugar una política cainita y llevó incluso a la existencia de dos cortes monárquicas; los exiliados de uno y otro bando expandían por una Europa indiferente la idea de un país entregado a camarillas de monjas y frailes, o a los “judíos” liberales, enriquecidos con la usura y los bienes de la Iglesia. Conspiraciones y desatinos encontraban también aliados extraños para sus fines, como la señalada por el mismo Valle-Inclán en su Ruedo ibérico, pues la camarilla en que la propia reina se apoyaba trabajaba secretamente para la causa carlista y conseguía una confesión escrita de las dudas reales sobre la legitimidad de su heredero, dirigida nada menos que al propio Papa, y que apareció inmediatamente entre los círculos de los republicanos exiliados, alianza para cavar la tumba de una solución política para nuestros males; incluso las intrigas y las venganzas personales impidieron un acuerdo entre adversarios antes de la batalla de Alcolea, tras el canalla fusilamiento de cristobalón cubano Fernández Vallín, encargado de gestionarlo y evitar así violencias y muertes. Pero en esa España de héroes bufos y payaso trágicos que el escritor recrea nadie está libre de la sospecha de una profunda corrupción moral, y el personaje citado era a su vez un emisario del esclavismo cubano, temeroso de una revolución radical que eliminase la trata, pues una más de las vergüenzas de nuestra historia contemporánea es haber sido de los últimos países en abolir la esclavitud, síntoma de una degeneración política y moral que resalta todavía más frente a las leyes de Indias de los Austrias y Borbones. En fin, una política de tierra quemada en que el poco prestigio exterior de nuestro país era arrastrado por el fango de unos y otros, condena a un aislamiento que nos llevó a no encontrar un solo aliado en el desastre del 98, raíz de esa generación de escritores que no encontraba donde dirigir la mirada “que no fuese recuerdo de la muerte”.

Supongo que estas reflexiones llegan desde una profunda inquietud ante nuestra actual situación, no un mero ejercicio de memoria de lecturas y perplejidades a que me arrastraba en la juventud una situación de desclasamiento como la sentida por algunos españoles ante el desprecio al adversario propio de nuestra vida política y social, incapaz de situarme en cualquiera de los bandos que se nos ofrecía para crear un nuevo orden. Quizá, mi aislamiento era también más personal, más profundo, y podía tener una raíz ética, de asombro y vergüenza ante los ocultos motivos que parecían dirigir ciertas conductas, que los trapicheos y chaqueteos de los comienzos de nuestra transición política y vital parecían autorizar; solo algunos músicos y artistas parecían inmunes a ese virus de la mediocridad y a ellos nos agarramos para sobrevivir a la decepción de encontrarnos a los revolucionarios felices en sus despachos, mientras algunos personajes de la vieja política nos daban lecciones de democracia. En fin, infelicidad sin remedio que solo conduce al suicidio de un Ganivet, o a ese aislamiento forzado que los personajes novelescos nos enseñaban en las novelas de Baroja, a la espera de una nueva regeneración. La explosión de música y arte, como decía, derivó esa infelicidad hacia el colorido del pop madrileño, o la expresividad de los levantinos, deseo de una fiesta continua y así olvidar otros fracasos, pues los artistas parecían los únicos que podían atravesar sin mancharse de gris nuestro último intento de no perder el tren de la historia. En un Madrid pobretón y sucio parecieron florecer de nuevo los colores plenos del Goya feliz, alegría de majas y chisperos, un nuevo carnaval sin cuaresma, una romería de hedonismo y generosidad, en que podríamos despertar y no sentir el runrún continuo de los fondos azulinos de las melancolías de Velázquez; aún menos los grises y negros de una visión del mundo como baile visto por un sordo.

Así, enlazábamos con etapas felices de nuestra propia historia, como el descanso borbónico de no ser ya los dueños del destino, sino unos segundones, pero todavía fuertes y capaces, compartiendo la tarea con el Rey Sol, o con los viejos Augsburgo, corte campechana pintada por Goya en que los reyes aparecen reducidos a una simple humanidad y no sombras desvaídas en el espejo de Las Meninas. Una literatura menos casticista se presentó en sociedad compartiendo una estética que nos acercaba a los afilados europeos, último esplendor de viejos escritores en sagas/fugas, o en los tormentos del monólogo interior de los oficios de tinieblas; como en los tiempos de Rubén Darío y después Huidobro, Reyes, Neruda…, los escritores de la inmensa América llegaron con su español, inmenso también, capaz de expresar la tumultuosa pasión y el fracaso de un Zavalita, o los más exquisitos recovecos del pensamiento, como en un juego de rayuela sublimado. Los más jóvenes se fueron a visitar los viejos colegios de Oxford, aire que refrescaba de nuevo nuestro casticismo excesivo, o crearon nuevos territorios, iluminados por una mirada más amable, para quitarnos el mal sabor de boca de tanta mediocridad con los dulces paños del hotel Murania. Épocas en que sentimos un aire más alegre, una negación, o descanso, de un destino cruel, como nos ocurre cuando los ilusos soñadores recordamos a otra generación que pareció señalar una esperanza, una alegría contagiosa, aire más civilizado y cosmopolita que no se empeñaba en considerarnos una reserva de esto o lo otro. Es curioso como esa generación, la llamada del 27 como es fácil de adivinar, lo fuera de poetas casi exclusivamente, frente a la anterior, mas bien novelística y ensayista, aunque cultivara también la poesía o el teatro, con desigual fortuna, siempre con la excepción de don Antonio Machado. Hombres todos ellos de trato afable, de una cultura cosmopolita y abierta al mundo, herederos del poeta que trazó toda una nueva sensibilidad, pero quizá intuyó lo inevitable, Juan Ramón Jiménez: en el principio era el Destino. Alegría y cosmopolitismo vital que contrasta también con la adustez y el carácter castizo de sus antecesores, e hizo difícil la convivencia entre ambos grupos, pues verdaderamente los hombres del 98 no aceptaron ese remoquete y además mantuvieron a menudo entre ellos relaciones tempestuosas, a veces por motivos nimios, como la disputa entre Valle-Inclán y Pío Baroja por una ejecutorias de nobleza que el último portaba, producto de sus pesquisas novelísticas en la Biblioteca Nacional y a las que Valle consideró no tenía derecho –creo haberlo leído en la biografía de Gómez de la Serna–; aunque tuvieron épocas de relación digamos cordial, colaborando Valle en representaciones teatrales a las que eran aficionados los Baroja, buen amigo del pintor Ricardo. Una terrible venganza literaria llevó a cabo Baroja en sus novelas del ciclo de Paradox, dando aire valleinclanesco al personaje de Pérez del Corral, genio burlón y trapisondista, a quien condena a morir en la miseria de un hospital de caridad.

(Pero no he hablado apenas de la generación del 27: ¿por qué vuelvo rápidamente a los cascarrabias anteriores? Quizá porque sus vidas eran también morigeradas, de una burguesa intimidad, que apenas dejaba espacio para la anécdota, o el disparate. Aparte de un gusto literario en las antípodas a menudo de la generación anterior. Recuerdo haber leído en alguna parte la petición del poeta Luis Cernuda a un colega de libros que le sacasen de ese casticismo y tremendismo de la literatura española: “Nada de Valle-Inclán”, especificaba).

5 de junio

Ya estoy llegando, casi había llegado al presente, pero quizá es mejor dejarlo en manos de gente con mentalidad más periodística que la mía, o en las de los analistas, que sin embargo deben siempre añadir el futuro a sus pesquisas, pues el presente para nosotros es como el agua que vemos en los ríos, la última de las que llegan y la primera de las que se van. Incluso en mis sueños me resisto a aceptar que podamos contentarnos con un tiempo plano, siempre idéntico a sí mismo, igualado a los mecanismos que lo miden, compañero de la velocidad como nuestra forma de retarlo, concebida la vida como un deporte de riesgo donde puedan acumularse records. El sueño mismo transcurría en un presente en que buscábamos a alguien, una víctima quizá, un ser perdido en los laberintos de una playa rocosa y resbaladiza; un avión aparece en el horizonte, especie de caza un tanto trasnochado y humeante que logra hacer un imposible aterrizaje sin apenas alterar la superficie del agua. La gente vitoreaba la hazaña, olvidada de la angustiosa búsqueda, pero yo pensaba en la figura de Agostinelli, el chofer de Marcel Proust que al parecer sirvió para reflejar la angustia y los celos que le causaba al narrador la Albertine prisionera y luego fugitiva.

El chauffer proustiano era un entusiasta del deporte de la aviación y una de sus primeras víctimas, tras caer al mar enfrente de las costas de Montecarlo, creo recordar; quienes fueron en su rescate le vieron durante unos instantes angustiosos encaramado en su máquina, antes de que ambos desaparecieran. Un último golpe para su antiguo patrón, que volvió a sentir la profunda infelicidad que nos causa el amor y como ni siquiera la muerte del ser amado acaba con celos y angustias, pues le llegan todavía retazos de sus premoniciones y pesadillas en forma de cartas recibidas después de la muerte de quien las envía, o el conocimiento de infidelidades, incluso de perversiones sexuales inauditas, antes y después de su relación; también del amor mezclado con miedo que sus extrañas relaciones causaban a Albertine, escondida en casa del narrador como una especie de figura de cuento de misterio, presencia que provocaba en la puritana Françoise un continuo mohín de disgusto y desprecio, y que una dolorosa madre permitía, como sacrificio íntimo por haber causado la infelicidad del hijo. La pasión de la velocidad, del récord, llevó a la muerte al piloto, premonición de su conversión en el picante necesario para una vida concebida como entretenimiento; en la novela del escritor francés la muerte de Albertine se produce por una caída practicando la equitación, como despedida de la vida elegante que su celoso amante quería ofrecerle a cambio de un poco de felicidad y que siempre retrasaba, temeroso de nuevos motivos para sus celos. En sus primeras excursiones en un flamante automóvil por la Normandía veraniega, creo de nuevo recordar, el narrador de A la recherche…, al ver al chauffer inclinándose sobre las palancas y los instrumentos del extraño vehículo que había cambiado su percepción del tiempo y el espacio, y de los que obtenía diferentes sonoridades, le recordaba la figura de santa Cecilia inclinándose sobre su órgano y rogaba que el volante del automóvil fuera signo de su victoria y no de su martirio.

En una ocasión, el chauffer iluminó con los faros de su automóvil la portada de la catedral de Lisieux para que el escritor pudiera contemplarla, luz del presente que solo ilumina el pasado, pero logra revivir en los rostros de los niños que contemplaban los faros y componían la escena del Nacimiento. Un aire todavía naif rodea al vehículo a motor, usado para acercarse a contemplar iglesias y paisajes, para facilitar el encuentro y la privacidad de los amantes; también, en otra ocasión, le lleva hasta la Normandía desde París, para que pudiera contemplar los manzanos en flor desde la seguridad de los cristales, pues le provocaban asma. La velocidad, que ha roto toda la visión de las distancias en que el narrador ha vivido hasta ahora, como le ocurre al viajar en automóvil por las carreteras de Normandía e ir a visitar a los Verdurin en compañía de Albertine, rompe también con el tiempo de su propia memoria, de sus recuerdos, como el París de la coda de sus Amores de Swann que ya no reconoce y le resulta extrañamente gris y mortecino, asustado ante el tráfico de los Campos Elíseos y la prisa de la gente. Es la misma extrañeza, solo que invertida, con ahora que los paseantes madrileños observamos las avenidas vacías de automóviles y sentimos que señalan también una catástrofe, un esfuerzo inútil para atrapar el tiempo, algo que solo puede hacer el arte.

9 de junio

En fin…, volvamos a Cervantes, puesto que hablábamos de épocas y personajes en que pareció amainar nuestra tendencia cainita, e incluso enseñamos al mundo a reírse de la necedad de tanto sabio, acompañados por Michel de Montaigne: “Es necesario un poco más de locura si no se quiere tener más necedad”.

Cuando leemos las obras de estos escritores sentimos que nos hablan desde una cercanía inmediata, cordial, sin querer asustarnos con sus conocimientos, ni exponernos una tesis, o servirse de la literatura para dirimir agravios personales, o de escuela. Esa vena de humor les hace más vivos para nosotros y, como un alegre saludo, nos empuja a querer intimar con la persona que se nos presenta, anticipo de una camaradería y una confianza que solo obtenemos en el trato con los amigos, y que el escritor francés recogió: “El de la amistad es un calor general y universal, que permanece templado e igual, un calor constante y sentado, que es todo dulzura y delicadeza, que no es ávido ni punzante en modo alguno”. Aunque de diferente nacimiento, hijo de un pobre cirujano, el español, y de un rico gentilhombre, el francés, sentimos que su visión del mundo no es producto únicamente de lecturas o meditaciones, sino también de un paso por la vida misma y del trato con seres vivos, no con sistemas ambulantes. En el caso del escritor bordelés nos sorprende, por ejemplo, su desdén hacia la lectura, “ejercicio débil, que no enardece”, frente a la civil conversación, ese arte propio de la vida misma y que los aburridos ingleses intentaban imitar, así como la cortesía y el encanto de la vida en los chateaux, saber apto para hombres civiles, no para doctores o santos, como veíamos en los moralistas criados en salones y en batallas, no en conventos o universidades. Como Erasmo, otro ser que nos resulta cercano, elogiaba la ignorancia y mostraba cierta prevención ante la extensión del saber, pues el conocimiento no hace sino traer a menudo dolor al mundo, o sirve curiosamente para ocultar una ignorancia de fondo, o un intento de usarlo para obtener ventajas pasando por sabio: “¿Hay algo más seguro y resuelto, desdeñoso, contemplativo, grave y serio que el asno?”. Un buen sentido, aprendido de los ejemplos y no tanto de los libros, parece ser la guía de estos seres, y que en el caso del escritor español se transparenta en sus personajes, como el propio cura de la aldea quijotesca, capaz de un donoso escrutinio y de consejos acertados, así como el burlón bachiller Sansón Carrasco, que se gana el reproche del propio Quijote cuando le hace los exagerados halagos de su figura libresca, como le ocurre al estudiante caballero en burro que hace lo propio con el autor y él mismo nos cuenta en el prólogo a los Trabajos de Persiles y Segismunda: “Ese es un error donde han caído muchos aficionados ignorantes. Yo, señor, soy Cervantes, pero no el regocijo de las musas ni ninguna de las demás baratijas que ha dicho vuesa merced; vuelva a cobrar su burra y suba, y caminemos en buena conversación lo poco que nos falta del camino”. Desdichada vida la suya, nos parecería hoy a sus admiradores, teniendo que halagar la vanidad de los morigerados mecenas de sus obras para subsistir, arruinado y aún encarcelado por deudas y trapisondas, hermano y marido infeliz, aún cuando verdaderamente poco sabemos con seguridad de su vida. Un hombre de genio tan contrario al suyo como el del fanático Salvador Dalí señalaba que el conocimiento de cómo España había tratado a sus grandes hombres, a Cervantes en primer lugar, le había afirmado en su pretensión de convertirse en “moderadamente millonario” como mejor prueba de inteligencia social y única manera de escapar a la esclavitud del dinero.

P. S.: En el mismo prólogo citado resulta también curioso, tras su descripción de la figura del estudiante y su conversación, como le anuncia con total seguridad –y tranquilidad– la fecha de su propia muerte: “Mi vida se va acabando, y al paso de las efemérides de mis pulsos, que a más tardar, acabarán su carrera este domingo, acabaré yo la de mi vida”, y finalmente su despedida del mundo: “¡Adiós gracias; adiós, donaires; adiós regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida!”. Todo el episodio tiene un aire extraño, a pesar de la bonhomía y humor con que lo despacha el autor, comenzando por anotar como al discursear sobre la enfermedad que le aquejaba, el estudiante le había desahuciado “al momento”; justo antes de la maravillosa despedida del mundo que hemos reflejado, el autor señala, en su despedida al estudiante mismo, que este encuentro le había dado ocasión para escribir donaires y señala –aparentemente en contradicción con su adiós–: “tiempo vendrá quizá donde, anudando este roto hilo, diga lo que aquí me falta y lo qué sé convenía”. Esta última reflexión nos deja un tanto desorientados, pues el estudiante parece convertirse en otra figura, especie de sibila que anuncia lo irremediable, apurando el paso de su pobre animal para dar alcance al escritor y ya desahuciarlo, como los doctores que Francisco de Quevedo señalaba como la muerte misma a caballo. Por otro lado, su edad no parece adecuada para llevar ese fúnebre mensaje y quizá el autor quisiera señalar como la curiosa escena supone también una despedida de sus jóvenes lectores, considerándose un amigo, un ser con quien conversar tranquilamente “lo poco que nos queda de camino”, no un personaje de cartón piedra como parecía señalar el estudiante mismo, y sus encendidos elogios, “baratijas”. La amistad, los donaires y alegrías que hemos repartido en este mundo serán nuestra herencia en el otro.

15 de junio

Como un “hilo roto” señalaba Cervantes el suceso de su encuentro con el estudiante “pardal” y que resuena de una forma extraña en el prólogo de su obra, a su vez anuncio de su propio final. Como habíamos visto al hablar de los mitos nórdicos, el trabajo de las mujeres que hilan el destino “fuerte” supera al de los propios dioses, incapaces de evitarlo, aludiendo a la finitud de su reinado, al carácter de cumplimiento de una era ya anunciado desde el origen mismo, como Cervantes hace con su propia vida. Ese hilo roto no representaría solo un final, sino que quizá encontraría acomodo en la urdimbre del tapiz, envés de una obra invisible para el espectador, y que en el caso de las Nornas se va desvelando en la historia misma de los dioses, incapaces de cambiarlo. ¿Cuándo podría continuarse ese tejido, recuperar ese hilo roto para completar la historia del estudiante? Las hilanderas continúan su trabajo en la hermosa pintura de Diego Velázquez, aparente victoria del mundo de los dioses sobre el de los hombres, como apogeo de las virtudes cívicas sobre la imaginación y el arte, visibles en el castigo de la muchacha Aracne, condenada a tejer eternamente; pero la dulzura y la melancolía que rezuman de la pintura misma parecen contradecir esta visión del triunfo de una justicia fría, representada por la virginal Atenea, destino que alcanza a las propias mujeres en primer plano, condenadas también a un incesante trabajo que las iguala a la infeliz muchacha lidia; triunfo de los dioses frente a los sueños del arte y la poesía,  que los latinos igualaban en el lema Ut pictura poesis. Pero no nos dejemos entonces engañar por la trama incesante de las semejanzas que vemos en el cuadro, al igual que por la apelación de don Quijote a sus héroes literarios para engrandecer sus acciones. Son la trama de la novela y la pintura, pero no su urdimbre; esta solo las hilanderas la conocen, cuadro ante el que deben ajustar su dibujo, como el propio tapiz de Tiziano que aparece en el fondo del cuadro, cartón que sirve de guía a sus esfuerzos, pero resulta invisible para nosotros y que solo el arte puede hacer visible por un instante fugaz en el tiempo que parece retornar en la rueca de la anciana; pero ya no es el eterno retorno de lo mismo, sino un tiempo en que el futuro, quizá representado por la muchacha de rostro borroso, así como el presente en el goloso cuello de la muchacha vuelta de espaldas, podrá dar sentido a ese esfuerzo, al trabajo incesante del tiempo, de las hilanderas.

Vimos también cómo el otro pintor que para Valle-Inclán había descifrado el enigma de nuestra historia junto a don Diego Velázquez, don Francisco de Goya, había tratado el mismo tema en una de sus pinturas de la Quinta del Sordo, presidido por la imagen de un ser que parece haber sido convocado, no por las Parcas, sino por unas brujas que recuerdan las que engañaron a Macbeth y le precipitaron a su ruina. Si recordamos la sutil alianza de los tiempos que se encontraban en el emblema de Tiziano, con la Prudencia como eje del mismo, ¿qué nos hace presente la figura trazada por Goya? Frente a esa concepción del tiempo, remanso en la continua metamorfosis como la que encontramos en Velázquez, el protagonista parece mirar solo hacia el futuro, maniatado por la voluntad de poder que ha deshecho el sueño ilustrado de una lenta y benéfica lluvia de progreso, para entregarse a una carrera desenfrenada y acabar con la historia misma; pues el destino no puede calcularse, ni se corresponde con lo biológico, aunque tome forma femenina, solo nosotros mismos podemos encauzarlo.

P. S. y final: De nuevo, sueños en que me abro paso difícilmente entre una multitud; en este caso, colapsa las instalaciones de un viejo hotel, de infinitos pasillos y recovecos, patios y salones donde la gente cena, o se relaja, pues es ya de noche; me han dado con facilidad una llave de habitación –número diecisiete, creo– pero cuando consigo abrirla está en desorden y ocupada por gente que se enfada por mi presencia. Ya todo parece mucho más complicado y me pregunto donde voy a descansar; saludo a alguna gente conocida que me ignora, elegantemente vestidos para la velada, mientras yo me pierdo en los recovecos el hotel y de mis propios pensamientos: debes ser astuto, las normas son siempre un engaño para incautos.

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19. Emblema del editor Juan de la Cuesta

Otro emblema se encuentra en el comienzo de la obra cervantina que dio pie a estas últimas reflexiones y es el del impresor Juan de la Cuesta: un halcón en la mano del cazador, con el capirote puesto a la espera de la pieza, y un león dormitando al fondo. Como en la mayoría de los emblemas, viene acompañado por un lema, en este caso tomado del Libro de Job: Post tenebras, spero lucem. Este emblema ya se había utilizado por el editor Juan de la Cuesta en su edición del Quijote, y al parecer venía de lejos utilizándose como emblema por algunos editores; se relacionaría con el de la propia Universidad de París, símbolo por tanto de la búsqueda del saber, para lo que sería necesario una mano que guie al estudiante y le ayude a quitarse la caperuza de la ignorancia. También, al fondo del grabado puede verse un león que dormita, símbolo quizá más extraño, pues más bien se solía utilizar en emblemas con un significado político, como en las Empresas políticas de Saavedra Fajardo, dedicadas a la educación del desgraciado príncipe Baltasar Carlos y donde la Empresa o Figura aparece acompañada de un lema y a menudo de un texto explicativo: “Como el Leon se reconoze Rei de los animales, ò duerme poco, ò si duerme, tiene aviertos los ojos. No fia tanto de su Imperio, ni se asegura tanto de su Magestad, que no le parezca necessario, fingirse despierto, quando esta dormido. Fuerza es, que se entreguen los sentidos al reposo, pero conviene, que se piense de los Reyes, que siempre estan velando”. Verdaderamente no le encontramos relación con la labor de un impresor, aunque quizá para los conocedores de este saber emblemático que tuvo un amplio desarrollo en el Renacimiento y Barroco pueda tener un sentido que lo acerque a la labor de los hombres de letras. (Recuerdo el león que dormita a los pies de san Jerónimo, mientras escribe: ¿el saber puede vencer al animal más fiero?, ¿o quizá la fuerza puede servir para protegerlo?).

Algunos de los temas que hemos tratado en estos Cuadernos madrileños vienen a sentarse a nuestro lado al final, como el león a los pies del santo, y quizá nos indiquen si ese hilo roto del destino, que nos ha convertido a todos en ermitaños, pudimos seguirlo con los ejercicios más íntimos a los que nos hemos entregado en estos días, y no sentir así con tanta fuerza el peso del destino mismo, la angustia de una fragilidad que olvidamos en el tráfago de la vida diaria, así como el sentido de nuestra propia cultura. Los emblemas recogían también en sus figuras y lemas un saber que para los hombres del Renacimiento se hallaba en libros ya escritos, herméticos, como vimos en el Teatro de la Memoria, y que los hombres posteriores usaron para darnos una visión más personal de nuestro destino, como la Alegoría de la prudencia del maestro Tiziano, condensación del tiempo fugitivo en figuras, pero también en los rostros familiares y queridos. Retrocedimos también hasta casi el origen, para observar a las Nornas tejiendo el envés del tapiz –la urdimbre– que solo se desvela en la historia misma, en batallas y acciones aparentemente sin sentido para los que actúan, pero que crea la ilusión de un nuevo mundo donde la paz y la justicia podrían por fin florecer. El sueño de una Nueva Edad aparece ya en nuestro origen, como veíamos en la mitología nórdica y después en las profecías del abad da Fiore, necesidad de llevar nuestra ansia de justicia y paz hacia un nuevo futuro que escape a los horrores del presente. También, una moral cívica quiere crecer al lado de otra puramente religiosa, como vimos en los escépticos risueños, con Montaigne y Cervantes a la cabeza, y ya antes en el propio Dante, avance de una salvación puramente personal para poder disfrutar con nuestros regocijados amigos en un eterno banquete, pues hemos dejados en herencia gracias y donaires a los estudiantes pardales. Y si olvidamos a menudo nuestra propia mitología, sentimos una curiosidad insaciable de las ajenas, para encontrar en otros pueblos y culturas el aroma de un origen que todavía no se ha corrompido con la llegada del progreso, necesidad de un nuevo esqueje que sirva para rejuvenecer un árbol escéptico y avinagrado. Diego Velázquez y Francisco de Goya nos avisan también de nuestro destino como españoles; pero, también como grandes españoles, su mensaje se abre a la comprensión del mundo, esa urdimbre que solo las hilanderas conocen y el arte puede hacer visible por un instante. Cuando las pesadillas nos cercan cada noche y apuntan hacia el fin de los sueños, el emblema que preside las dedicatorias de Miguel de Cervantes a sus protectores viene acompañado de un lema que puede servirnos para avivar, un poco al menos, la esperanza en el futuro: Post tenebras spero lucem.

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