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Mientras tantoFotos contadas: la cama de mi abuelo

Fotos contadas: la cama de mi abuelo


 

Esta cama es la cama de mi abuelo. La hizo mi abuelo, quiero decir, que es más, mucho más que comprar una cama o dormir en una cama que han hecho otros. Mi abuelo materno era carpintero. “Ebanista” que dice mi madre. Murió de joven. Cuando mi madre era pequeña. Un primo suyo, que era médico, le dio unas pastillas para el corazón que resultaron demasiado fuertes. Y se murió de repente. De algo que no tenía que haberse muerto. Mi madre y sus hermanas y hermanos se quedaron sin padre. No sé mucho más de mi abuelo materno. Sé que en la casa de campo de mis padres tenemos una cama que hizo él. Y una gran mesa en el comedor. Y un gran espejo. Y luego hay algunos muebles más pequeños, varias cómodas (¿porqué las cómodas se llaman cómodas?) y un aparador, o algo que creo que se podría llamar aparador, y tampoco sé porqué se llama así, porque yo de muebles no tengo mucha idea. Los muebles son muy bonitos y muy buenos, por supuesto, pero están en la casa de campo de mis padres, y tampoco sé bien cómo acabaron allí.

La cuestión es que últimamente vamos muy poco a la casa de campo de mis padres. Bueno, en realidad, debería decir que “mis hermanos y yo vamos muy poco”, porque mis padres van algunos fines de semana. Y luego van varias semanas en verano. Pero eso es muy poco. Muy pocos días al año. Muy poco comparado con lo mucho que hemos ido nosotros, hace muchos años. Cuando éramos pequeños, mis hermanos y yo siempre estábamos allí. Todos los fines de semana. Todas las vacaciones. Verano, pascua, navidades. Luego dejamos de ir. Primero dejamos de ir en navidades, porque allí, aunque no lo parezca, en invierno hace mucho frío. Digo aunque no lo parezca porque el valle donde está la casa de campo es un lugar que tiene fama de ser el lugar más caluroso de la provincia de Valencia, un sitio donde en verano, si sopla el viento de Poniente, no se puede salir de casa porque el aire quema, quema de verdad, te deja tieso, te seca y te convierte en una de esas momias que hay en los desiertos de los Andes. Pero en invierno hacía frío, y aunque teníamos la chimenea, que está muy bien, seguía haciendo frío. Y dejamos de ir.

Ahora ya no vamos nunca, o casi nunca. Los únicos que van son mis padres. Y van muy poco. Yo he tardado mucho en comprenderlo, pero ahora sé que la casa en realidad no es nuestra, en realidad es de las arañas, de los lagartos, de las hormigas, de los mosquitos, de todos los animales e insectos que viven en ella. Y de las plantas, de los árboles, de la hierba. Ellos no quieren discutir con nosotros por esas cuestiones que ponen en los papeles. Pero la casa es suya. Y a nosotros nos dejan entrar porque no quieren discutir, pero un día dejarán de dejarnos entrar. Y la casa será tuya suya. Como siempre ha sido en verdad. Antes me enfadaba mucho cuando veía, por ejemplo, una araña en mi habitación. Ahora sé que ella tiene más derecho que yo a vivir allí, que el extraño soy yo, no ella. Que yo soy el que nunca duerme en esa habitación, mientras que ella ha vivido toda su vida allí.

Pero yo no quería hablar de los Títulos de Propiedad. Quería hablar de la cama de mi abuelo. Por las tardes entra una luz muy bonita, una luz que viene de los naranjos de los campos que rodean la casa (sí, no soy original, pero estoy en valencia, es lo que toca, naranjos y naranjos, antes me resultaba un árbol bastante soso, lo confieso, pero he comprendido que en realidad es un árbol estupendo, sobre todo cuando sales a pasear al atardecer, y te asomas al borde del “bancal” y miras el valle con sus muchos campos de naranjos y sus pinos en la sierra…). Esa luz, decía, deja unas manchas de luz en la madera de la cama de mi abuelo que me gustan mucho. Y les he hecho muchas fotos. O les hacía muchas fotos. Porque ya nunca voy a la casa de campo de mis padres. Y hay muchas razones por las que no voy, ni van mis hermanos, pero serían muy largas de escribir aquí. Así que más de una vez hemos dicho que tenemos que vender la casa. Y sabemos que al final la venderemos. ¿Para qué sirve una casa de campo a la que nunca vas? Y hay muchas razones por las que nunca vamos, pero aquí no voy a ponerlas. Porque yo quería hablar de la cama de mi abuelo, la cama que hizo mi abuelo mientras estaba vivo y hacía muebles, y que ahora la tiene mi madre y es la cama donde ella y mi padre duermen cuando van a la casa de campo (siempre, claro está, con permiso de las arañas y los lagartos, y las hormigas, y las avispas, y hasta las serpientes, aunque últimamente se ven pocas serpientes, tal vez porque los humanos las hemos atropellado a todas, y digo eso porque el valle cada vez se llena más de carreteras, eso lo veo yo, y veo como se llena de otras cosas, vías de tren, fábricas, casas, antenas de televisión, torres de electricidad, y cada vez hay menos campos de naranjos, aunque aún queden muchos). La cuestión, lo que quería decir… Y siempre, perdón otra vez, con permiso de las ramas de lo árboles, y de los matorrales, y de las malas hierbas, que cualquier día taparan el camino… Sí, a lo que iba yo… Que me gusta mucho la luz de la cama de mi abuelo. Solo eso.

Si vendemos la casa, no sé qué pasará con la cama de mi abuelo. Son cosas que no se hablan, que no se hablan hasta que un día no hay más remedio que hablar. No queremos vender los muebles de mi abuelo, de mi abuelo materno. Pero no sabemos dónde los podríamos meter.

Vaya donde vaya esa cama, no tendrá nunca más esas manchas de luz tan bonitas. O por lo menos a mí me parecen muy bonitas.

 

 

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