Es una historia de amor la que da origen a uno de los libros más apasionantes que se hayan escrito sobre Nietzsche. Dos jóvenes alemanes, Ernst Bertram y Ernst Glöcker, 22 y 21 años respectivamente, se encontraron en 1906 en las reuniones del famoso círculo de intelectuales de Stephen George. Su intensa relación, de la que da testimonio una correspondencia que alcanza la cifra de 5.000 cartas, duró hasta el fallecimiento de Glöcker en 1934. En el mes de abril de 1915, Glöcker, preocupado por la salud de su amigo Bertram, le aconsejó como terapia que escribiera un libro sobre un autor al que parecía predestinado: Nietzsche. Le recomendó que no pretendiera hacer un libro científico sino que “se escribiera a sí mismo” y que si así lo hacía conseguiría hacer el mejor libro sobre Nietzsche. Y efectivamente, tres años más tarde, Bertram publicó Nietzsche. Versuch einer Mythologie, logrando un fuerte impacto sobre algunos de los poetas y artistas del círculo y en particular sobre el propio Stephen George. La trayectoria vital de todos esos intelectuales alemanes y la propia de Bertram, unos más que otros vinculados al nazismo, explica quizá el destino posterior de este libro. En la actualidad existe al menos traducción al francés, al italiano y al inglés: Nietzsche. Essai de Mythologie (1932), Nietzsche. Per una mitologia (1988) y el más reciente, Nietzsche. Attempt at a Mythologie (2009). Por desgracia, no existe traducción al español.
Pierre Hadot prologa la edición actual francesa y no deja pasar por alto que la expresión “escribirse a sí mismo” remite a las reflexiones que Michel Foucault hizo acerca de los ejercicios espirituales en la antigüedad. Tanto Hadot como Foucault han interpretado la filosofía greco-romana más como un modo de vida que como una teoría del conocimiento: a partir de Sócrates, las enseñanzas que encierran los escritos de los pensadores que le siguieron están dirigidas hacia una especie de conversión y de salvación, hablan del cuidado de sí mismo y de cambios en el modo de la existencia, y, si elaboran teorías acerca del saber, es porque la vida dedicada al conocimiento representa para muchos de ellos un modelo de buena vida. Sin embargo, después de tantos siglos de cristianismo en los que las palabras como “conversión” y “salvación” que he utilizado más arriba han sido tergiversadas, la expresión “escribirse a sí mismo” podría entenderse equivocadamente como una especie de confesión en la que uno escribe para descubrirse y decirse. No es así: Hadot y Foucault ponen de manifiesto que la escritura de sí mismo está indicada en los textos clásicos como un modo, no de descubrirse en las historias vividas en el pasado, sino de construirse como algo que se desea; no de decirse lo que ya ha sucedido y ha determinado una existencia, sino de crearse un devenir. La indicación de Glöcker a Bertram habría que entenderla así: puesto que estás pasando un mal momento, ponte a escribir acerca de Nietzsche, un pensador en el que encontrarás elementos para rehacer tu propia vida. El resultado es un estudio psicológico de Nietzsche a través de sus textos, una especie de psicoanálisis que conduce a que el escritor se plantee su propio deseo y su propio devenir, entendiendo, claro está, por psicoanálisis no su versión más ortodoxamente freudiana.
Creo que una de las grandes intuiciones de Freud consistió en demostrar el enorme papel simbólico que el relato puede tener en la configuración de la psique. Desgraciadamente defendió la existencia de un solo relato para todos: el mito de Edipo. Quienes lo critican señalan este extremo, y sostienen, por el contrario, que hay más mitos, que el triángulo familiar no lo dice todo, ni de todos. Desde Jung hasta Hillman, a la unicidad del Edipo se han opuesto la multiplicidad de otras figuras simbólicas. Y este es el sentido del libro de Bertram: ofrecer un recorrido a través de las figuras, mitos o personajes que marcan el imaginario de Nietzsche, que fueron los símbolos de sus aspiraciones. Y así cómo Nietzsche se buscó a sí mismo en ellos, al mismo tiempo Bertram, utilizando a Nietzsche, se construye a sí mismo eligiéndolos y explicándolos.
Cada capítulo de este libro está dedicado a un mito, a una figura simbólica: Sócrates, la música, Lutero, Wagner, Venecia, los alemanes, etc. Bertram demuestra ser un buen psicólogo cuando señala la dualidad de sentimientos que Nietzsche mantiene respecto a la mayoría de los mitos. Un análisis de la mente humana no puede ignorar que nuestros amores y nuestros odios se sostienen mutuamente, que nuestra irreligiosidad, por ejemplo, demuestra la marca profunda en nosotros de la religión. “En la leyenda de la vida de Nietzsche —dice Bertram— admiramos la imagen de una fe bajo la forma de la extrema traición de cualquier fe, una salvación de lo divino mediante un deicidio”. Sólo la indiferencia es muda y opaca. Como dice el propio Nietzsche, si quieres saber quién eres, contesta a estas tres preguntas: a qué o a quién has amado verdaderamente; por qué o por quién te has sentido atraído; qué o quién te ha dominado y al mismo tiempo te ha hecho feliz. La respuesta te ofrece la ley, el sentido de lo que eres, ya que el amor es un camino hacia sí mismo. Y lo que fue amor y ahora es odio, lo que se mueve entre ambos extremos —Sócrates, Lutero o Wagner, por ejemplo— no es prueba de incongruencia, sino de que nos encontramos en un plano simbólico en el que los mitos juegan positiva y negativamente al mismo tiempo.
El capítulo titulado Máscara es esencial porque encierra las claves de interpretación del libro en su conjunto. Nietzsche admira a los griegos por su amor a las máscaras, pero denuncia con fuerza las imposturas. ¿Cómo puede Nietzsche defender la sinceridad de uno consigo mismo como signo de distinción, acusar a Wagner de histriónico y, al mismo tiempo, afirmar que “todo lo profundo ama la máscara”? Si Wagner es despreciable por ser un actor, ¿acaso un actor no es alguien que lleva una máscara? La solución de esta dificultad, nos señala Bertram, es que Wagner pretende no llevar una máscara, aun cuando la lleva. Y esa pretensión lo convierte en alguien alejado de la verdad sobre sí mismo: el que actúa como si fuera auténtico no puede ser auténtico. Porque está claro que todo el mundo actúa, que no hay una naturaleza humana espontánea, que todos estamos precedidos por los discursos y las prácticas que ya han interpretado cuáles serán nuestros sentimientos y en qué consistirán, y todo ello antes de que los experimentemos. Cuando alguien se presenta como espontáneo y natural es porque ha elegido la vía de los más débiles, de los más, de aquellos que no pueden verse a sí mismos como proyectadores de sí mismos, incapaces de realizarse como obra. No pueden ser jardín, no poseen energía ni valentía para serlo, y prefieren decir que son naturaleza salvaje. Es una elección travestida de no elección.
Todos los mitos que se presentan en este libro son máscaras de Nietzsche. Un ejemplo: Bertram nos descubre que Nietzsche, a pesar del poco aprecio que tenía por el arte figurativo, admiró enormemente un grabado de Durero titulado El caballero, la muerte y el diablo. El grabado representa a un caballero solitario, en el centro de la imagen, erguido dentro de su armadura y a caballo, que no pierde su compostura a pesar de estar rodeado de todo tipo de siniestras figuras que lo acechan, entre las cuales la de la muerte y la del diablo. Durero lo realizó el mismo año en que Lutero regresó de Roma e inició su combate (1513). Representa la imagen misma de la valentía, el ideal viril de la lucha. Nietzsche atribuía un enorme valor a la valentía, es su suprema virtud, decía que la prueba de la valentía consistía en tener el coraje de sostener lo que se sabe. Este caballero que no retrocede ante la muerte ni ante el diablo es el caballero de la verdad, el superhumano que sigue avanzando, quizá sin esperanza y en completa soledad. ¿Lutero como antepasado elegido para representar el valor de lo más alto? ¿Un amor fati por el que Nietzsche se siente unido genealógicamente a su familia y a su tradición, aun cuando desea renegar de ellos? Esa es la imagen que Nietzsche quiso tener continuamente presente en los lugares en los que habitó. Este grabado viajó con él a todas partes y lo colgó en las paredes de todas las pensiones en las que se alojó. En el momento de su gran amor por Wagner, le regaló a este una copia.
Venecia, Portofino, Weimar, Eleusis, Napoleón, Goethe, Sócrates, Epicuro, la máscara, la anécdota, la justicia: estos son los nombres de los relatos con los que Nietzsche se modeló a sí mismo. Descubrir esas máscaras sólo se puede hacer, como Glöcker sospechaba, mediante un acercamiento personal: explicar cómo Nietzsche se ha hecho a sí mismo a través de un libro con el que el escritor también se hace a sí mismo. Realizar un psicoanálisis de Nietzsche para salvarse a sí mismo. Si quisiéramos demostrar que es la afinidad entre Nietzsche y Bertram la que produce este libro bastaría señalar aquellos mitos que de manera descarada no han sido elegidos por el autor: ni una sola alusión a las mujeres, ni en la figura de Ariadna, ni en la de Baubo; ni una sola mención a los judíos.
¿Un acto fallido del que Bertram no es consciente o una deliberada supresión porque nada de lo que esos mitos contienen se desea como relato en la construcción de uno mismo? Prefiero esta segunda interpretación: la homosexualidad y el antisemitismo de Bertram son una elección. No nombrar a Ariadna cuando se habla de Dionisos, ni a Lou Andréas Salomé, no escribir ni una sola referencia a los sacerdotes judíos en la historia de la moral, es una opción que habla más de Bertram que de Nietzsche, es decir de lo que Bertram quiere encontrar en Nietzsche. A veces, Bertram tiene que hacer malabarismos, como cuando, citando el magnífico aforismo del prefacio de La Gaya Ciencia en el que Nietzsche habla de la sabiduría griega respecto a la verdad, se salta justo el momento culminante de ese texto en el que se puede leer: “quizá la verdad es una mujer, que tiene sus buenas razones para no dejar ver sus razones. ¿Quizá su nombre, por decirlo en griego, sea Baubo?”.
Baubo hubiera merecido ser el título de uno de los capítulos de un libro que expone la mitología de Nietzsche: esa anciana que hace reír a Deméter cuando se levanta las faldas para enseñarle la vulva. Baubo sabe lo importante que es el velo o las faldas que ocultan sus “razones”, sus “verdades”, pero también sabe cuándo hay que mostrar, aunque sea en una fracción de segundo, esa verdad velada, quizá ante los más temerarios, ante los más valientes. Deméter es una diosa y se ríe, o bien porque se ríe vuelve a encontrarse como una diosa. Superhumana.
La afinidad de Bertram con Nietzsche le hace saltarse a Baubo, la mía me lleva a rescatarla. En definitiva, es este un libro que — coincido con Hadot— releeré y en el que seguiré encontrando cosas o añadiéndolas. Porque los símbolos son muchos y las formas de la vida también.