El camarógrafo de un medio chileno lo obligaba a posar de lado, un poco más abajo o mejor a la derecha. Le pide una y otra vez que se presente, pero no así, no como lo está haciendo. Finalmente, la cámara comienza a grabar a Víctor Parra, un joven de 17 años, de notorios rasgos aimaras, con una sonrisa humilde que destacaba sus grandes y desordenados dientes blancos, color que resalta por su piel oscura y su pelo liso y negro, brillante por la intensidad de un sol sofocante que hace fruncir el seño a Víctor para que pueda mirar bien al periodista que le entrevista.
Ambos están en un pequeño monte de la árida mina San José de Copiapó, ubicada en la tercera región de Chile, lugar donde han permanecido atrapados desde el 5 de agosto los 33 mineros. Víctor Parra está sentado sobre las piedras calientes. Delante de él hay una bandera chilena con el nombre de cada minero enterrado a 622 metros de profundidad por el derrumbe de la mina. Desde 2004 la empresa acumula 42 multas por incumplimiento de normas de seguridad y tres trabajadores han muerto y otro ha sufrido la amputación de una pierna en anteriores derrumbes.
Sus propietarios, Marcelo Kemeny y Alejandro Bohn, de la Minera San Esteban, aún no han pedido disculpas, según familiares de los mineros, pero han ofrecido una solución. Todo indica que la empresa cerrará y que 300 trabajadores quedarán sin trabajo.
Tras las indicaciones del camarógrafo, Parra se presenta: “Bueno, yo soy Víctor Parra e inventé una canción para nuestros 33 hermanos mineros. Esta canción está en primera persona ya que habla como si yo fuera el minero número 34. Es bastante empática y para ustedes va con mucho cariño”. De inmediato comienza a rasgar imperfectamente su guitarra, pero a los pocos segundos, al sonido amateur lo acompañó una voz dominante, afinada y tan fuerte como para ser escuchada en la profundidad de la mina:
Ese sol que alumbra sobre mí, me da fuerzas para seguir aquí.
Con mis manos llevaré a mi hogar, el sustento del trabajo que hice allí.
Pero en aquel día como otros, no fue igual, todo oscureció.
Una niebla espesa sin retorno, con 33 amigos me inundó.
Cómo puedo estar aquí, si mi familia espera por mí.
Pero no me rendiré, con fuerzas yo me mantendré de pié.
El parque más concurrido
A 45 kilómetros al noroeste de Copiapó, capital de la Región de Atacama, en el desierto más seco del mundo, se encuentra la mina San José, que durante 70 días ha acaparado la atención de todo el mundo.
El día del rescate, el control policial es estricto. Tres barreras hay que superar para llegar a la mina y cada una más difícil que la anterior. El serpenteante camino de tierra concluye en el último eslabón, el que se sobrepasaba únicamente con credencial en mano, ya sea de familiar, rescatista o prensa. Una vez dentro se respiraba un aire distinto, como si esa muralla invisible que era la última barrera policial, separase dos ambientes, con ruidos, olores y colores diferentes. El de antes, rutinario, pasivo y desértico. El segundo, el mismo desierto, pero tapizado en banderas de Palestina, España, Argentina, Bolivia, Chile, Canadá, México y Marruecos.
También hay carpas que sirven de comedores comunales, estantes con las fotos y mensajes de apoyo para cada uno de los atrapados, antenas de televisión y móviles de las cadenas más grandes del mundo. El búnker de la BBC, al lado de un pequeño puesto de un grupo de radioaficionados locales. El ruido de los generadores de electricidad, los helicópteros que aterrizan y despegan sin tregua, las barreras de contención, el campamento Esperanza, donde duermen las familias directas de los mineros, son los matices más destacados del entorno.
Sobre los cerros, la policía custodia a caballo por si alguien intenta pasarse de listo y quisiera entrar a la mina desde una zona alternativa. Desde las alturas se puede ver al enorme grupo de periodistas con cámaras que, a punta de golpes, corren en grupos a medida que aparece alguna autoridad con una noticia nueva. Más abajo, Rolli, un payaso que viajó desde Iquique, entretiene con globos y bromas a los niños que recién salían de La Sala, una escuelita para los hijos de los mineros que abandonaron por los acontecimientos sus colegios. “A mí nadie me pagó nada, yo solo vengo para alegrar a los niños en un momento tan difícil. Mi sueldo es ver a estos pequeños sonreír”, afirma con emoción Rolly. Al costado otros pequeños persiguen una pelota de fútbol y una joven quinceañera se divierte sobre la moto de un policía que amablemente le daba un paseo.
En medio del jolgorio, una pantalla gigante emite transmisiones en vivo de un canal local de noticias. La voz relata los detalles de la mañana del 12 de octubre, a pocas horas del rescate que sacó a la superficie a los 33 mineros. Tras el monótono tono de voz de los reporteros, que solo se distingue por el idioma, camina con un encendedor en la mano, David, hermano del minero Mario Sepúlveda, más conocido como Súper Mario, un hombre extrovertido e inquieto. “Trato de prenderle una vela a mi hermano”, dice mientras el viento frustra su noveno intento. Al instante se detiene y sigue: “En verdad yo no sabría decir en qué lugar saldrá Mario… Yo no lo veo hace tiempo ¿sabe? Porque el lleva tres años trabajando en la mina y la verdad de las cosas es que no nos hemos visto casi nada. Con esto nos vamos a unir como familia, va a servir para eso, para reencontrarnos, porque el Mario vuelve a nacer”.
El reencuentro es el tema más tratado por los familiares de los mineros atrapados, a quienes durante el año se acostumbran a no verlos, sin importar si tienen una semana libre o no. “Las circunstancias de la vida los separan de sus seres queridos y esta tragedia sirve para la unión. Todo gracias a la fe y a Dios”, cuenta Pabla González, una pastora cristiana que viajó desde Antofagasta para dar apoyo en la mina. Tras ella, bajando del monte con las 33 banderas, un grupo de oradores evangélicos vuelven de una jornada espiritual. El grupo es liderado por un viejo guitarrista que canta con una fuerte voz añeja y raspada, seguido por nueve mujeres que repiten desganadas lo que el orador dice, como si estuviesen obligadas a hacerlo.
El día comienza a irse y corren fuertes rumores de que el rescate será a las siete de la tarde o incluso una hora antes. No hay confirmación oficial, sólo rumores. Ningún medio quiere perderse la primicia de ser el primero en instalarse en la plataforma, un lugar destinado a la prensa, lejos de la cápsula por donde los mineros serán literalmente succionados del fondo de la tierra. El aparato que los sube se llama Fénix 2 y está pintado con los colores de chile.
A las cinco los rumores del eventual adelanto del rescate se desmienten. Ahora los secretos a voces insinúan que a las diez asomará la primera cabeza, la de Florencio Ávalos, el primero en salir, el único nombre publicado por las autoridades hasta ese momento.
La atención mediática se disipa, pero de inmediato vuelve a centrarse en un nuevo punto de la mina. Esta vez los combos y patadas entre periodistas, que corren juntos como una manada de elefantes, se concentran cerca del comedor del campamento Esperanza, nombre que le pusieron los propios familiares de los mineros. Al lugar ha llegado Miguel Piñera, El Negro, hermano del presidente de Chile, un famoso hombre de la noche que hace fama en los programas de farándula y que a menudo canta, pero con una voz poco fina. Es gordo, moreno y de pelo largo, oscuro y seco, pajoso. Siempre viste la misma ropa negra, una camisa con un pantalón y una boina que nunca nadie se la vio antes. Entre las cámaras está Víctor Parra con su guitarra. El Negrole escucha atentamente interrumpiéndole en ocasiones en un intento de un coro a dúo. El pequeño Parra canta:
Esa luz hermosa de mi corazón, de a poco se apaga en este socavón.
Siento que han pasado ya mil años, la espera es dura, pero vivo.
Vivo porque sé que allá afuera, mi familia sin cesar se esmera.
Y esa luz que en mi oscureció, de nuevo retoma sus fuerzas.
Cómo puedo estar aquí, si mi familia espera por mí.
Pero no me rendiré, con fuerzas yo me mantendré de pié.
“Es tan lindo como canta mi hijo oiga”, comenta Celestina Bugeño, de 78 años, delgada y pequeña como casi todos los nativos del desierto de Atacama. Dientes chuecos, pelo negro y liso, piel morena y mirada triste, pero habladora como nadie en el campamento. “Él no es mi hijo”, dice sin que nadie le pregunte. “Su canción es emocionante, nos llegó al corazón porque el Víctor es bueno, está haciendo cosas lindas por nosotros. Nos trae alegrías y todo eso gracias a Dios hermano, porque somos todos iguales y todos tienen que tener lo mismo”, continua la mujer, mientras Piñera abraza a Parra, que sin quererlo casi lo estrangula. El joven tan sólo ríe incómodamente.
Celestina es en realidad la madre de Víctor Zamora, minero atrapado a más de 600 metros bajo tierra, con quien había perdido todo contacto hasta antes del derrumbe. Madre e hijo casi se habían olvidado mutuamente y nada parecía reunirlos, sin embargo la tragedia lo ha hecho. Está en el campamento desde el primer día en que se habilitó un lugar de acogida y asegura que todo cambiará.
Celestina habla de Parra como si fuera su hijo porque así lo ha sido en el último mes. Fue ella quien le apadrinó cuando el joven apareció en la mina solo, sin un techo donde dormir ni qué comer, al saberse la tarde del 19 de agosto que los mineros estaban con vida. “Yo llegué con mis propios medios, sin dinero, dejando la escuela y a mi familia. Pero cuando me escucharon cantar, El Americano, un diario de Calama, me financió el viaje y la estadía en el campamento, luego de varios días en que la señora Celestina me ayudó”.
La madre adoptiva de Víctor es para él la definitiva. El joven nortino perdió a su mamá cuando era un niño. Según cuenta Celestina Bugueño en voz baja “este niño vio morir a su madre ¿sabe? Ella murió por él, dejó la vida a cambio de su hijo cuando notó que lo iba a atropellar un auto. Así murió su mamá, por salvarlo”.
“¡C-H-I, chi. L-E, le. Chi-chi-chi, le-le-le, los mineros de Chile!”
El afamado grito comienza a escucharse cada vez más. Ya es de noche y el sol seco del día comienza a transformarse en un helado viento, que empuja la temperatura hasta cero grados. Los cámaras instalan sus equipos de televisión en la plataforma para grabar de frente el rescate mientras otros corresponsales de prensa abarrotan una carpa desde donde informar el minuto a minuto la operación San Lorenzo. El lugar parece un bar moderno, con dos plasmas; unos ríen y otros hablan al mismo tiempo en todos los idiomas posibles. Un estadounidense agradece vía contacto telefónico que lo hayan seleccionado como corresponsal.
Son las once de la noche y la tensión es fuerte. Ya ha pasado una hora del último anuncio del ministro de minería, Laurence Golborne, informando que el rescate se produciría a las 22 horas. Entre tanto, dos periodistas argentinos, que unas horas antes se juraban amor eterno, ahora se enfrentan en una discusión que termina con un botellazo. El enviado especial de la BBC practica reiteradas veces qué dirá en el momento en que se vea la cabeza de Florencio Ávalos.
Debajo de la plataforma está el campamento Esperanza, donde han vivido durante 70 días los familiares directos. Es una pequeña aldea con carpas blancas de techos amarillos y naranjas. Ninguna persona externa puede entrar, aunque sí asomarse. Se celebra todos los días misa a las 18 horas. La rutina es siempre la misma: orar y esperar, comer, dormir cinco horas y volver a orar.
Alrededor, el acoso informático, con más de 200 medios de prensa y 2.000 periodistas convive con 300 familiares. En el único callejón, donde viven los familiares no directos, se concentra toda la atención del rescate. Bordeada por rejas, como si fuera un recital, se han instalado televisores de los distintos canales nacionales.
En el lugar se reparte té y café gratis, hay banderas chilenas por todos lados, se escucha el C-H-I cada minuto, los niños inflan globos e incluso hay caras pintadas. Todos esperan el gran momento. Dos hermanas rezan el rosario entre lágrimas, un viejo toca la guitarra con los ojos cerrados y unos cuarenta policías, que terminan su faena, son despedidos por los familiares entre aplausos y gritos de agradecimiento.
Finalmente, a las 23:15, la espera culmina. La cápsula Fénix 2, de 3,95 metros de alto y 460 kilos de peso, desciende hasta el refugio con el primer rescatista, Manuel González, acompañado por otros tres más. Será el último en salir del refugio, el encargado de apagar la luz, el que selle la faena donde trabajó Codelco -Corporación Nacional del Cobre-, la ACHS -Asociación Chilena de Seguridad- y la empresa minera Geotec. Al final, en una bandera chilena escribiría: “misión cumplida”. Esa era la promesa bajo el derrumbe entre el Gobierno y los mineros.
Diez minutos pasada la media noche se siente un silencio corto, pero completo. A pocos centímetros de la aparición del primer minero, la tensión es tanta que nadie dice nada, a pesar de los gritos previos. Pero cuando Florencio Ávalos aparece en la superficie, la mina San José explota en gritos de emoción, abrazos entre personas que no se conocían, llantos, rezos y plegarias al cielo. Abajo, en el campamento, todos entonan el himno nacional, incluidos los familiares del minero boliviano, Carlos Mamani, único extranjero entre los atrapados. “Hoy día somos hermanos, no existe la distancia, están todos igual de vivos, por eso me uno a los chilenos, porque somos hermanos”, dice Edwin Mitamita, amigo de Mamani, emocionado al saber que su presidente, Evo Morales, había llegado a la mina para ver a su compatriota salir desde las profundidades.
Bernardita Lorca, corredora minusválida, recorrió 32 kilómetros en su silla para llegar a la mina partiendo a dedo desde Santiago, 800 kilómetros al sur de Copiapó. Ella está sola mirando atónita cómo todos celebran. Su cara expresa emoción, sus grandes ojos azules no dejan de parpadear y dice con una voz tímida que intenta sobreponerse al ruido de la muchedumbre: “esto es emocionante. En una oportunidad. A ellos los parió una mujer, ahora los está pariendo la tierra y Dios les está dando otra nueva vida y por eso yo he venido aquí esta noche”.
Como Bernardita también llegó Alfides, un maratoniano uruguayo que ganó una carrera en su país para instalar en la mina su bandera en señal de apoyo. Recorrió 52 kilómetros y llegó justo a tiempo la noche del rescate.
Hasta el final
La mañana siguiente sigue siendo eufórica. A las diez ya se han liberado once mineros y cada uno de los rescates desata la misma algarabía que los anteriores Arriba, en la plataforma, Sebastián Piñera inicia su discurso de misión casi cumplida junto a Evo Morales, el presidente de Bolivia. Morales lleva un chaleco de lana negro, unos pantalones de cotelé y unas zapatillas simples. “Bolivia jamás va a olvidar. Porque éste es un hecho histórico, inédito. Y estos hechos nos unen cada día más y más. Estos acontecimientos traen mayor confianza entre Bolivia y Chile (…) De verdad una gran sorpresa y agradezco a los 32 mineros que acompañaron a mi hermano Carlos Mamani”.
Pocos minutos después de las declaraciones de Evo Morales, fuera del campamento Esperanza, Cristina Núñez, la mujer que le pidió matrimonio al minero Claudio Yáñez mientras éste permanecía atrapado, espera que algún auto le acerque hasta Copiapó. Finalmente se detiene uno. Cristina, robusta y morena, de carácter rígido y serio le dice al chofer que tiene que bajar rápido para volver a subir en la tarde. ¿El motivo? “si bien a mi marido ya lo sacaron de la mina y lo enviaron al Hospital de Copiapó, aún quedan familias esperando a su minero. No vamos a dejarlos solos hasta que salga el último”.
La acompañan cinco primos y hermanos. Todos tararean una canción que se les quedó grabada para siempre:
Cómo puedo estar aquí, si mi familia espera por mí.
Pero no me rendiré, con fuerzas yo me mantendré de pié.
Y una vez fuera de aquí, con ellos he de compartir.