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Mientras tantoInocencias neoyorquinas

Inocencias neoyorquinas


 

 

 

 

Cruzar la isla por la 14. Es una isla, no puede ser tan largo, piensa uno. Cruzar la isla por la 14 con el calor de julio encima, saliendo de ver un partido en un bar lleno de gente. Las dos cervezas que te tomaste y te protegían del pudor, se te terminan unas cuadras después de Union Square. Lo que resta es la humillación del error, que juras no volverás a cometer. Hasta que vuelve a pasar. Años después.

Encontrar un cuarto. Hasta que ella, que ha tenido de novio a un verdadero neoyorquino, te lleva por detrás de una calle pequeña, susurra «por aquí es» y se acercan hasta una ventana: como de banco, con vidrios reforzados. Pagas y te dejan pasar. Se recuestan mientras el ruido de los trenes y la gente que camina por las calles, penetra las paredes, las ventanas muy delgadas. Como en todas las ciudades del mundo.

Regresar a casa caminando por la nieve. Casi no necesitan explicación las dos horas largas de caminata en que maldices haberte quedado riendo hasta tan tarde. La decisión de enfrentarte al invierno, de no esperar el tren, con una ropa que siempre─recuérdalo─será insuficiente para volver a casa. Lo peor es que se te queda grabada la imagen de ti mismo en esos momentos: insignificante, inútil, vencido para siempre.

Caminar por aquí, alcanzar el próximo tren. Sí. Pero ‘por aquí’ tienes que correr para llegar, y te das cuenta a medio camino que si no alcanzas el tren te quedas una hora más en la plataforma, esperando el siguiente. Ahora transpirado. Ahora con las ganas de estirar los pies en el sillón, de escuchar el silencio de tu casa y no la respiración entrecortada que te queda muy mal en la humedad y a oscuras. Llegas al tren un minuto antes. Sin dignidad.

No te lo encontrarás jamás. Hasta que lo ves. Y sonríe. Hipócrita lector: sonríe. Se le ve viejo y gordo, despreciable. Sonríe porque la vergüenza no le queda bien o porque tal vez piensa lo mismo de ti: que los años te han tratado mal. Más gordo, más encorvado, más canas. Debes caminar pensando siempre que te lo vas a encontrar. Y estar preparado para desviar la mirada.

No te la vas a encontrar jamás. Hasta que la ves. Y en sus arrugas se deshace esa imagen en que los dos eran jóvenes y estaban tumbados uno al lado del otro. Ella ha seguido viviendo en esta ciudad: con otro nombre. Sin vida en ninguna pantalla en que sus víctimas─piensas tú─puedan compartir los sueños que tuvieron con ella. Como tú. Y cuando la ves no sabes qué decir. Un beso en la mejilla. Que ya la buscarás. Qué más se puede prometer cuando  te encuentras a la muchacha que nunca quisiste volver a encontrar.

No va a pasar nada. Hasta que los dos están metidos en tu cuarto muy pequeño y te da vergüenza. Y ella mira el diminuto lugar en el que vives. Y tú pensaste que nunca nadie se iba a dar cuenta.

No nos va a ver nadie. Salen del restaurante, riéndose juntos. Y ahí está el padre del novio.

Ver a un famoso. Hasta que te empuja una pequeña multitud y frente a ti está Nelson Mandela. Y le estrechas la mano.

Se va a ir y nunca más. A veces sí. Pero otras veces vuelve, porque a esta ciudad se puede regresar de mil maneras distintas. Y puede invitarte al cine y besarte antes de despedirse para siempre. Aunque siempre no se acaba todavía. Nunca lo olvides.

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