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Los modernos dioses del Olimpo. Jeffrey Epstein y el perverso placer de corromper

 

La culpa de esta diatriba la tiene el libro Mhytos, de Stephen Fry, sobre los mitos de la Grecia antigua, que acabo de terminar. Lo empecé a leer hace dos años, pero leo muy distraídamente, producto de estos tiempos mediáticos, porque lo intercalo con documentales en Netflix, como Filthy Rich, sobre Jeffrey Epstein; la serie Gangs of London, y las noticias que, entre el coronavirus, las protestas antirracistas, los tuits de Trump, y los entretelones de la realeza, son como una verdadera telenovela.

Es que ahora, en medio de esta pandemia, tuve un poco más de tiempo, y en este coctel de realidades, lo leí con renovado interés. Porque, no sé ustedes, pero a mí me parece que algunos mortales se creen que ellos son la divina representación de esos famosos dioses del Olimpo.

Aclaro que no soy una erudita, sino una simple lectora, y seguramente leí estas historias en la escuela secundaria. Pero, cuando, leyendo Mythos, llegué a la parte donde cuenta cómo los dioses Artemisa y Apolo, hijos de la titánides Leto, decidieron vengar a su madre matando a todos los catorce hijos de la pobre mortal Niobe de un plumón y sin problemas, porque ésta había osado criticar y ponerse encima de Leto, pensé, ¡qué crueldad! ¡qué castigo más desproporcionado! Y a partir de esto, y después de leer varias historias de venganzas y castigos similares, llegué a la conclusión de que el poder de estos dioses radicaba en su capacidad para la crueldad sin límites, y les tememos porque sabemos que no dudarán en hacernos sufrir, porque no sienten ni culpa ni remordimiento, ni tampoco están sujetos a la moral o a las normas sociales aplicables a los humanos. Ellos están por encima de nosotros, y para ellos, nosotros no somos más que criaturitas para su diversión, simples mortales, que de ninguna manera pueden llegarles ni a los talones.

Y ojo, me dijo mi padre que es cien veces más erudito que yo flanqueado por sus bibliotecas abarrotadas, ojo que su poder no era tan ilimitado. Lo usaban por necesidad, para castigar a alguno que metió la pata o que cometió el pecado de hubris, como Niobe, el pecado de arrogancia y desafío a los dioses. Aunque también mataban por celos, por venganza, y hasta por placer. Pero cuando leo el tipo de castigos que les imponían a sus mortales veo que no hay mucha diferencia entre los dioses, y digamos, los psicópatas, los gánsteres o los dictadores.

En esa serie que mencioné, Gangs of London, vemos cómo distintas familias de gánsteres, irlandeses, kurdos, albaneses, y de varias otras nacionalidades, se unen para lavar dinero, pero también, compiten por el poder en ese Londres desconocido y subterráneo para la mayoría de nosotros. En uno de esos episodios, un grupo de nigerianos ofendidos porque no recibieron un pago que esperaban, le cortan la cabeza a machetazos a un albanés y a un chino, representantes del partido deudor, y me pareció que los dioses se deben haber visto así en algún momento, cubiertos de sangre, sus ropas y cabellos desarreglados, acabando de terminar su última venganza.

Sémele/ María Farmer

Si Zeus, el más famoso de los dioses griegos, estuviera vivo ahora, estaría en Instagram y sería un influyente con un millón de seguidores. Era un mujeriego, siempre infiel a su esposa Hera. Aunque no solo de mujeres se saciaba. Su lujuria no tenía límites.

Un día soleado, mientras volaba sobre el reino de Tebes en forma de águila, Zeus vio a una doncella lavándose en un río. ¡Ah, qué belleza tan pura e inocente! Decidió darse una vueltita para investigar, aunque ya sabía quién era. Era Sémele, una sacerdotisa de su templo que, justamente, le acababa de ofrendar un toro y se estaba bañando para limpiarse la sangre. Zeus se transforma entonces en un hombre musculoso, atractivo, y se acerca al río. Ella se asusta, pero Zeus la tranquiliza y le dice quién es. Ahí mismo la posee, como se decía antes, y se convierten en amantes.

Hera estaba harta de sus escapadas y sus amoríos, pero, como Hera no podía vengarse de Zeus directamente porque era el dios supremo, se vengaba destruyendo a sus mujeres, y siempre las destruía, sin sufrir, ni ella ni Zeus, ninguna consecuencia. Las consecuencias las pagaban sus víctimas.

Y como reina de dioses que era, tenía ojos y oídos en todas partes así que no tardó en enterarse. Entonces, para vengarse de este nuevo romance de su marido, se disfrazó de vieja, se acercó al río Asopus donde estaba Sémele, y llenándola de adulaciones le sacó el secreto, “Ah, ¿qué decís, que el propio Zeus viene a amarte? ¿Pero estás segura? ¿Por qué no le pedís que te lo demuestre?”. Y así, Sémele cayó en la trampa, y cuando le hizo prometer a Zeus que le concedería cualquier deseo, lo que sea, ella le pidió que se muestre en toda su grandeza para probarle que era, en efecto, un dios. Zeus, acongojado, cumplió aun sabiendo que eso la iba a destruir, pues un humano no podía resistir la presencia de un dios en todo su esplendor. Sémele ardió en llamas. Hera, regocijada.

Y Zeus, bueno, Zeus se encontraría alguna otra mortal o ninfa o chico adolescente que lo pudiera satisfacer y entretener alejado de los ojos de Hera. La vida en el Olimpo continúa.

María Farmer era estudiante en la Academia de Arte de Nueva York en los años 90. Cuando se graduó en 1995 hicieron una exposición. Ella pintó un tríptico de ella misma creando un conjunto muy sensual de belleza adolescente. María Farmer tenía 19 años y vendió sus tres cuadros por 12.000 dólares. Estaba muy contenta. En eso viene la directora de la Academia, Eileen Guggenheim, y le dice, “Te voy a presentar a una pareja y quiero que vos les vendas tus cuadros”. “Pero ¡ya los vendí!”, le dice María. Y Guggenheim le responde que no importa, que se los tiene que vender a ellos, que les tiene que hacer una rebaja, y que tiene que ser muy gentil con ellos porque eran unos benefactores muy importantes de la academia. Ellos eran Jeffrey Epstein y Ghislaine Maxwell. “Y les tuve que vender mis cuadros por 6.000 dólares en vez de 12.000.”

En el verano del año siguiente, Epstein y Maxwell la invitaron a hacer una residencia de arte en la mansión del multimillonario Leslie Wexner en Ohio, donde fue asaltada sexualmente por Maxwell y Epstein. No voy a contar los detalles, pero el hecho es que ella logró escapar atrincherándose en su cuarto. Mas tarde ese año, 1996, ella les presentó a su hermana Annie (qué mala idea, ¿qué estaría pensando?) y a ella también la molestaron cuando la invitaron a su rancho en Nuevo México. Las hermanas presentaron entonces una denuncia ante el FBI.

Pasó el tiempo, y el FBI nunca las contactó, pero sí Maxwell que le dijo a María que iba a quemar todo su arte y su carrera, que conocía a toda la gente importante, que sabía dónde hacía jogging, que no estaba a salvo, que hay muchos accidentes, que no iba a estar a salvo nunca más.

María se mudó una y otra vez, pero siempre, en cada lugar, como a los dos meses de mudarse, la llamaba Maxwell para recordarle que no estaba a salvo. Y así estuvo durante 20 años, cambió de nombre, dejó de pintar, solo se ocupó de sobrevivir, es más, ahora está luchando contra un tumor cerebral, por eso se decidió a hablar. Hasta que un día llamó a la puerta de su casa el FBI y le anunciaron que ahora sí lo tenían. Esto fue en el 2006, cuando lo empezaron a investigar.

Epstein y las chicas

Jeffrey Epstein quiere chicas, muchas chicas, para corromper y darse placer, su placer es corromperlas. En 1990 compra una mansión en Florida, en el barrio Olímpico de Palm Beach, y vuela sobre las escuelas secundarias de la zona, que, del otro lado del puente, West Palm Beach, es mucho más pobre que donde está su mansión, donde sabe que encontrará chicas vulnerables, que vienen de familias destruidas, con pasados problemáticos, dificultades económicas. Presas fáciles.

Ni siquiera necesita recogerlas él mismo. Puede enviar a sus secuaces y esclavas, la misma Maxwell y otras chicas, a hacer el trabajo sucio por él. Sólo tiene que esperar en su camilla de masaje, desnudo, a que lleguen. Luego se sirve de ellas y las despacha.

“Yo me veo, en ese entonces, a mis 16 años, como una flor que se estaba abriendo, y cuando lo conocí a Epstein fue como si alguien hubiera cortado esa flor de raíz, y la hubiera pisoteado y aplastado”. Este es el comentario de una de las víctimas del pedófilo que aparecen en el documental, Michelle Licata. Ella cuenta que, en ese momento, estaba en la escuela secundaria, sacaba buenas notas, era parte del grupo de porristas (animadoras). Y un día, una chica que iba con ella a la escuela, la vino a buscar y le dijo: “¿Tenés ganas de ganarte 200 dólares haciéndole masaje a un tipo?”. Y Michelle dijo, bueno, y juntas cruzaron los puentes hacia el reino mágico de Oz. Cuando llegaron y Michelle vio que era una casa particular ya se empezó a preocupar. Entraron por la puerta de servicio y subieron unas escaleras que se curvaban hacia el primer piso, donde estaba el salón de masaje y donde las esperaba Epstein. Michelle dijo que le pareció un poco grosero, estaba hablando por teléfono. La amiga le dijo que tenían que sacarse la ropa, quedarse en su ropa interior, y después, cuando la amiga se fue, entró en pánico. Pero obedeció.

Todas las chicas que aparecen en el documental cuentan más o menos la misma historia, llorando todavía al contarlo. Yo me imagino, porque soy mujer, y porque, a los 17 años, cuando mi entonces novio católico con el que nunca iríamos más allá de los besos y toqueteos, porque, bueno, eramos católicos, me mostró su pija, así, en un flash, un segundo, fue tal la impresión y el susto que me causó que ahí mismo me levanté y salí corriendo.

Pero ellas tuvieron miedo de salir corriendo. Todas sintieron el mismo pánico que paraliza, que anula, que las lleva a un estado como fuera del cuerpo, y a obedecer. Uno podría creer que, porque son chicas, humildes, sin mucho mundo (la vieja táctica de menoscabar y desestimar: “Su credibilidad podría estar en duda debido al contexto de dónde vienen”, dijo uno de los abogados defensores de Epstein, Alan Dershowitz), que por eso se dejaron manipular, porque eran ignorantes. Pero luego en el documental aparecen los testimonios de algunos de sus asociados, como el multimillonario Hoffenberg, que declarón: “Lo entrevisté para un trabajo en los años 80 y él tomó control de la entrevista inmediatamente. Tiene un don que es extraordinario con el que controla a la gente y los manipula totalmente con su carisma”. Entonces, no, no podemos decir que fue culpa de las chicas, que se dejaron manipular. Viene bien la opinión de un viejo para convencernos. Si lo dice él, debe ser cierto.

“Sentía que nunca lo atraparían”

Eso dijo otra chica que lo acusa de abuso y tráfico sexual, Virginia Roberts Guiffre. Ella dice: “Me hicieron sentir que la policía no ayudaría. Es más, él en varias ocasiones dijo: ‘Soy dueño del departamento de policía’. Y de la gente poderosa decía: ‘Me deben favores’”. En su mansión de Nueva York tenía cámaras escondidas en las paredes. Tenía una habitación llena de pantallas de televisión donde se podía ver todo lo que sucedía en la casa, hasta en los cuartos de los invitados y en sus baños. El jefe de policía de Palm Beach, Michael Reiter, dice que tan pronto como llegó a Palm Beach donó 100.000 dólares al departamento.

En 1999, la revista Vanity Fair le encargó a la reportera Vicky Ward que hiciera un artículo sobre Epstein. En ese momento, él era una figura misteriosa, una especie de Gatsby, un millonario del que nadie sabía cómo había hecho su fortuna. Y cuando ella empezó a investigar alguien le dijo que conocía a unas chicas que lo habían acusado de abuso sexual. Así llegó a las hermanas Farmer. Pero cuando estaban listos para publicar el artículo, Epstein llamó a la reportera y le dijo: “Si no me gusta este artículo, haré que un médico brujo maldiga a tus hijos no nacidos” (Ward estaba embarazada en ese momento). Después de eso, el editor de Vanity Fair encontró una cabeza de gato en su jardín y una bala en el felpudo de su puerta. Después de esa tan sutil táctica de presión, sacaron a las chicas de la historia y publicaron un artículo de propaganda llamado ‘El talentoso señor Epstein’.

Ah, qué gran verdad dijo Quevedo, “Poderoso caballero es don dinero”.

Impunidad

En el 2008, después de casi dos años de investigación, el gobierno federal, sin informar a las víctimas, llegó a un acuerdo secreto con Epstein que le ahorró una potencial sentencia de 15 años de prisión a cambio de declaraciones de culpabilidad por dos cargos menores de solicitar prostitución. Cumplió sólo 13 meses de una sentencia de 18 meses en un ala privada de una cárcel del condado, donde tenía televisión propia y podía salir 12 horas al día, y fue puesto en libertad en 2009. Para sus víctimas, el acuerdo fue una tremenda bofetada que, además, al llamarlas prostitutas, las victimizaba dos veces.

Esto, a pesar de todas las pruebas que tenían de que no se trataba de un caso aislado de abuso de menores si no de decenas, y probablemente de centenares, porque había creado una pirámide de explotación sexual donde, a la primera que reclutaba le ofrecía 200 dólares si le traía a otra, y así sucesivamente, por lo que cada chica traía a otras, algunas dicen que deben haberle llevado hasta 40. Así los números se multiplican exponencialmente. Uno de sus empleados dijo que Epstein recibía “masajes” tres veces al día. Y eso es lo que se permitió decir. Porque casi ninguno de sus exempleados quiso hablar. Le tenían miedo. Lo mismo que las chicas.

Y cuando, finalmente, pobrecito Jeffrey, en el 2009 cumplió su condena, hizo una festichola en Nueva York a la que acudieron sus mejores amigos, entre ellos, el príncipe Andrew y Woody Allen, para celebrar su “libertad”. Ninguno de estos amigos pareció molestarse de que Epstein era un depredador sexual de menores. No, en realidad, todo siguió como si nada hubiera pasado. Chin chin.

Los dioses modernos viven así, creyéndose superiores, porque no tienen miedo de romper las reglas, que, según ellos, no los rigen porque ellos son mejores, más inteligentes, más temerarios, y tienen más dinero, que el resto. Las reglas son para los mediocres, para los cobardes. Nuestras leyes no se aplican a ellos, los Dioses del Olimpo, se aplican a nosotros, los mortales.

El ocaso de los dioses

Epstein está ahora muerto, supuestamente se suicidó en la prisión de Nueva York cuando lo arrestaron nuevamente en el 2019, y sus víctimas siguen buscando justicia. Pero Epstein no es el único. Vivimos en una cultura que necesita de dioses, por eso, adoramos a los Kardashian, a la realeza, y a los superricos tanto como los griegos amaban a sus dioses, aunque a esos dioses, los mortales les importaran un bledo. Nuestra cultura crea a estos dioses, para así tener alguna razón por la que seguir corriendo en la ruedita como los ratones en busca de la zanahoria dorada que nos saque de este infierno mortal.

Pero somos nosotros los que creamos a los dioses a nuestra imagen y semejanza, no al revés. Hasta les ponemos nuestros defectos, como los celos, la sed de venganza, para justificarnos, si ellos se dejan llevar por sus más bajas emociones, ¿cómo podremos nosotros, pobres mortales, ser mejores y resistirnos? Les damos atributos que desearíamos tener, como la sabiduría, el coraje, la inmortalidad, y poder sobre todos los demás seres, además de control sobre sus destinos. Pero algunos mortales, tienen la osadía de creer que es posible satisfacer siempre todos sus deseos y permitirse todas las crueldades y venganzas sin tener que darle cuenta a nadie. Algunos seres humanos creen que son dioses y exigen ser tratados como tales.

Deberíamos recordar que lo que diferenciaba a los dioses de nosotros, simples mortales, no eran solo sus poderes sobrenaturales, su belleza, su riqueza, sus bonitas vidas, sino también su crueldad derivada de la creencia de que estaban por encima de nosotros. Que podían hacer con nosotros lo que quisieran porque no éramos sus iguales. Éramos sus juguetes, inferiores a ellos, nosotros, meros mortales. Nuestras leyes no los tocaban.

Pero si nosotros creamos a los dioses, quiere decir, que nosotros tenemos el poder de hacerlos desaparecer. Los dioses griegos, según Robert Graves, se hundieron en el olvido relegados por los dioses del cristianismo, doce olímpicos reemplazados por doce apóstoles, la inmortalidad por la eternidad de los santos. Les fuimos quitando poder cuando les quitamos la atención, dejamos de erigirles templos y cantarles himnos. De a poco cayeron en desuso, aunque, no me malinterpreten, los dioses griegos siguen presente entre nosotros, pero van cambiando de traje.

En estos días aparecen en la forma de Epsteins, Trumps, y celebridades varias, a los que adoramos con nuestra atención (y clubs de fans), nuestras ofrendas, la impunidad, el perdón, pero ¿qué perdón? ¿Quién en el nombre de qué, los perdonó por violar a chicas de 14 años y por “grabbing them by the pussy”? ¿Quién? Yo no los perdoné, pero alguien sí, y con el perdón injustificado, inmerecido, comprado, también les dieron poder.

Poderoso caballero es don Dinero

En la serie que mencioné antes, Gangs of London, en el último episodio vemos que, por sobre todos los capi mafia, los gánsteres, los jefes, por sobre toda la violencia con la que mantienen su poder, había otros más poderosos todavía, los que realmente tenían el control: los inversores. Ellos, un hombre y una mujer super blancos, pálidos, con caras fofas y muertas, fríos, impersonales, como el dios que representan, desplazándose en el asiento trasero de una limosina a la que invitaban a pasar a aquel que había caído en su tela, a aquel que tendría que hacer algo, sí o sí, por ellos, los inversores estaban por encima de todo. Ellos decidían quién vivía y quién no. Detrás de toda esa brutalidad carnal y humana, está la cara vacía de emociones del dinero. Slick, cold, efficient.

El rey de Holanda, en medio de la pandemia y las bancarrotas (parece que se nos cae Hema), se compró un yate para su villa en Grecia, su Monte Olimpo, un yate de 16 metros que le costó unos dos millones de euros. Qué buen sentido de la solidaridad, Samen Sterk, fuertes juntos, el slogan que creó el gobierno holandés para hacernos tragar el mensaje de que, contra este virus, somos todos iguales. Qué buena cachetada en la cara de las enfermeras con burnout y del pueblo que recibe unos magros 1500 euros (por pareja) después de saltar todos los aritos de circo del papeleo municipal.

Es que, no se olviden, los Dioses del Olimpo están por encima de nosotros por derecho natural. Lo que nos concierne a nosotros, pobres mortales, no siempre les concierne a ellos, como pagar el alquiler.

Y así, con ese pensamiento, absueltos de toda culpa, pueden dormir bien.  A lo mejor, piensan que dos millones no son nada, que no alcanza para salvar a nadie. Y ahí, solo ahí, ya se ve un abismo de distancia.

¿Será un ocaso lento el del dios dinero y el de todos sus representantes en la Tierra? ¿Podremos olvidarlo un día, dejarlo pudrirse dentro de cajones, en cajas de seguridad, nunca más pensar en él ni necesitarlo? Pero, si es así, ¿qué lo reemplazará? ¿Qué otro dios tomará su lugar?

No sé. Por ahora, lo que me preocupa es que la posición más cercana a la de Zeus en este momento está ocupada por un tuitero que proclama su venganza divina hacia los ciudadanos que ejercen su derecho a protestar, diciendo que les enviará los perros, los tanques, la fuerza bruta militar más poderosa del mundo, que les disparará sin dudar. Me preocupa que, en el Palacio Olímpico de la Casa Blanca, un maníaco descarriado, como podían ser muchas veces los dioses, quiera descargar su venganza sobre nosotros, pobres mortales, una vez más.

Y que, como los dioses griegos, tenga el poder de hacerlo con total impunidad, y encima, ser después adorado en los templos de Wall Street y recompensado con cuatro años más en el trono.

Y ahí sí, me pongo a rezar, aunque no sé a qué dios dirigirme, si es que todavía hay alguno que se apiade de nosotros, pobres mortales.

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