La película empieza así: Un hombre entra a un bar, habla con la encargada y con gesto desesperado le pide la “suite presidencial”. Ella le detalla el coste en bolivianos de todo: unos baldes con el preparado especial, la lata vacía para hacer sus necesidades, el servicio de camilleros… El hombre paga por adelantado y añade un poco de dinero más para otro baldecito, “por si hace falta”. Después se encierra en un cuartucho miserable y oculto del establecimiento para beber sin descanso durante horas, para beber hasta morir. Los setenta minutos siguientes son una recapitulación obsesiva de su vida en las calles como alcohólico e historia del cine boliviano.
—¿Cementerios de elefantes? ¿Vio la película? La realidad, jefe, la realidad. Aunque nosotros no robamos para pagarnos nuestros traguitos como “el Juve”, ese que hace de protagonista –el tío Leo, niega, sentado en el suelo, guiña los ojos y se tambalea un poco. Entonces baja la voz como si fuese a revelar un secreto y, por si acaso le contradicen, mira desafiante a sus compañeros.
—La pura realidad.
El cementerio de elefantes, la película que el director boliviano Tonchy Antezana rodó en 2008 con un presupuesto ínfimo, obtuvo diversos reconocimientos internacionales, entre ellos la nominación a mejor película extranjera en el Festival de Cine Independiente de Nueva York, en realidad bebe (y nunca mejor dicho), directamente, de la vida y obra de uno de los personajes más indescifrables de la cultura boliviana. El escritor, vagabundo y alcohólico, nunca ha quedado claro en qué orden, Víctor Hugo Viscarra, fallecido en 2006 y conocido como “el Bukowski boliviano”, exaltación del malditismo y cronista de los recovecos más sombríos de la ciudad de La Paz, empapados de pobreza, marginalidad y alcohol, sobre todo mucho alcohol.
“Para el que quiere tragos suaves hay cantinas que así lo sirven: para el que quiere tragos fuertes también hay especializadas; y para los que buscan morir al pie del cañón, es decir los que quieren suicidarse bebiendo sin parar, está el traguerío de Doña Hortensia más conocido como el Cementerio de los Elefantes”. Con este párrafo extraído de su libro Borracho estaba, pero me acuerdo introdujo Viscarra, para siempre en el imaginario colectivo boliviano, una leyenda urbana, realidad marginal o pesadilla genuinamente paceña: “Los cementerios de elefantes”.
* * *
—¡He recaído!
Daniel, mejillas encendidas y ojos vidriosos, intenta mantenerse en pie y componer una media sonrisa de disculpa. Espera la reacción de Nieves durante un rato hasta que al final el equilibrio y la culpabilidad se desmoronan y aparecen las primeras lágrimas. Los otros asienten en silencio, miran al vacío, alguno sonríe.
Nieves Guevara, trabajadora social del Ayuntamiento de La Paz, ha escuchado estas palabras, cientos de veces, en realidad casi todos los días. Recaídas, pasos en falso, vueltas atrás, tropezones, desmoronamientos, momentos de debilidad… Ella siempre les dice que todo esto es parte del proceso y que siempre se acaba saliendo, que uno saca la cabeza y vuelve hacia arriba, que hay que volver a intentarlo, que después de todo la vida casi nunca es en línea recta.
—Bueno Dani, ¡no te preocupes! –le tranquiliza mientras reparte entre el grupo plátanos, mandarinas, botellas de agua…– con este tipo de vida es necesario comer algo, hidratarse. A veces se olvidan de comer durante días.
El lugar está en la 14 de septiembre, una ladera cercana al fondo grumoso de ese tazón que es La Paz. El descampado rebosante de cascotes y basura, las construcciones abandonadas de ladrillo sin enlucir, el grupo amodorrado que mira al sol resbalar sobre los rascacielos del barrio de Sopocachi, el tiempo detenido, los estallidos repentinos de cualquier cosa… aquí confluyen todos los ingredientes imprescindibles para componer ese bodegón de la marginalidad que es un torrante paceño
Torrantes, en La Paz. Se denomina así a los lugares donde duermen las personas en situación de calle, personas que en su mayoría consumen bebidas alcohólicas e inhalantes. Un torrante puede estar en cualquier sitio: los bajos de un puente, un descampado, la orilla de algún río, el solar de algún edificio en construcción… Víctor Hugo Viscarra aporta en sus libros más localizaciones: basurales, casas medio abandonadas, antiguos mercados, zanjas, matorrales. Un torrante puede ser cualquier sitio porque en realidad al torrante lo hacen los torronterros. Nieves y sus compañeros del Programa de Atención a Personas en Situación de Riesgo de la Ciudad de La Paz tienen localizados unos quince torrantes en la ciudad, aunque sospechan que hay más, bastantes más. No son sitios fijos porque el torrontero se mueve, mucho. Los ves por todos sitios, desde la Buenos Aires al Prado, grupos de entre cinco y 10 personas deambulan en busca de espacios vacíos, sin construir. Algo difícil en una ciudad en la que el ladrillo avanza, como la termita, devorando implacable el terreno de las laderas en dirección al cielo.
—No hay motivo para llorar jefe –reprocha el tío Leo, la gorra blanca encasquetada en el cráneo huesudo de anciano, el cuerpo flaco, los ojos chinos, retadores a lo Clint Eastwood. Dice que fue boxeador, además de albañil, un tipo duro. A estas alturas la llorera de Dani se ha contagiado a varios miembros del grupo.
Miguel Ángel se restriega la piel hinchada, moquea y se limpia sobre la manga de su abrigo mugriento, tiembla un poco al hablar. “Yo soy separado de mi pareja y ya no veo a mis hijos, por eso estoy aquí no es por gil ni por tonto, sino por estar mal de la cabeza”. El último estallido contagia a Paty que además de VIH y un hígado destrozado tiene dos hijos a los que ve poco, cuando se acuerda de ellos se pone a pensar en por qué está aquí y que la mayoría de los días no duerme en su casa y entonces también llora.
—Da igual, no hay motivo para llorar, no –repite obstinado el tío Leo.
—¿Ustedes duermen aquí?
—No, no, sólo vengo de vez en cuando –se indigna– está bien si quieres estar un rato con los amigos. Aquí nos vemos, echamos un trago y estamos todos tranquilos, mucho mejor que un bar. ¿No ve?
Los últimos datos son de 2014. El censo realizado en por Seguridad Ciudadana con ayuda de la ONU decía, aún dicen, que hay 726 personas con problemas de alcoholismo que viven en las calles de La Paz, 3.278 en toda Bolivia. A Patricia Velasco, gerente del Programa de Atención a Personas en situación de Riesgo Social del Ayuntamiento, esas cifras le parecen muy escasas. “Frente a la realidad que vemos cada día esos datos muy reducidos, sabemos que hay muchas más, aunque es difícil llegar a toda la población”. Patricia dice que hay tres tipos de personas en situación de exclusión vagando por las calles paceñas: “Están aquellos con trastorno mental, que se perdieron fuera de la realidad con cuadros de esquizofrenia, que han creado su propio universo y caminan solas. Un segundo grupo que son personas sin hogar pero que no consumen, algo poco frecuente, y por último las personas sin hogar y en situación de consumo, éstas suelen ir en grupos grandes de tres, cinco, 10 o hasta 20 individuos. Establecen un sistema de protección colaborativa es una forma de tener una familia, para poder compartir lo que tengan: comida, una manta, alcohol. Muchos han hecho de la calle su territorio y de su vida. Si un grupo invade el territorio de otro tendrá problemas”.
¿Se conocen de hace mucho tiempo? Cinco o 10 años al menos, eso seguro. El tío Leo duda e intenta recordar quién llegó antes. Los demás lo intentan también, pero se pierden y no llegan a ninguna conclusión. En cualquier caso, mucho tiempo. “Yo, si puedo, vengo todos los días”, confirma aún entre hipidos temblorosos Miguel Ángel.
De vez en cuando sobre el descampado pasan las cabinas de la línea blanca del teleférico, orgulloso símbolo del desarrollo paceño. Pompas de jabón ligeras y transparentes en las que pueden distinguirse a algunos de sus ocupantes; inclinados contra el cristal, señalan, toman fotos, intentan averiguar qué hay debajo.
—Yo subí una vez, en la línea roja que va a El Alto, pero iba “tan chueca” (borracha), que ni me acuerdo. Me mareé y me tuvieron que bajar rapidito –Paty ha dejado de llorar y ahora, de repente, se ríe al recordarlo.
—Es como estar flotando en el aire, como volar –Miguel Ángel se lleva la mano a los testículos y después al cuello–. Aquí se te ponen, ¡aquí! Mucho más que la vez que subí en avión para ir a Buenos Aires.
—Este qué va a subir a un avión. Es un bruto como nuestro presidente, un campesino no más. No le haga caso, campesino es como el Evo, pues.
—Pero don Leo: ¿Hay muchos bares clandestinos? ¿Usted conoce?
—Claro que conozco, en la Buenos Aires, la Eguino, la Garita de Lima, el Tejar junto al cementerio… la gente se queda durmiendo ahí, en un cuarto con una lata de trago. La gente se queda. La gente, pero yo no. Yo no me quedo.
Nieves termina de repartir la fruta, anuncia los horarios del refugio Zenobio López, algunos la llaman “mamita” y le dicen que la quieren. “Claro que te afecta si recaen, pero es así, o lo asumes o no haces este trabajo, pero claro que te afecta”.
Desde que hemos llegado está en todas partes, en sus alientos, en sus pupilas dilatadas, en la mugre del suelo y los zapatos sucios. En la alegría y en los silencios. El “trago”, como una ausencia estruendosa, está en todas partes, pero desde que hemos llegado no hemos visto una sola botella.
El tío Leo ha sido constructor –“no sólo albañil; constructor”–, puede calibrar de un vistazo cuánto cuesta levantar cada edificio de los que tenemos enfrente. Frente al terraplén, en el centro de la hoyada, los rascacielos del barrio de Sopocachi, cada vez más numerosos, estiran sus cuellos de diplodocus para ramonear las nubes.
—¿Ve esos edificios? Los entierran allí.
—¿Pero eso ya no pasa, no?
—Debajo, están todos llenos, ¿No ve, Sullu?
—¿Qué?
—Sulluuuu, ofrenda.
—¿Pero eso quién lo hace? ¿El constructor?
—Para que no se caigan las torres, Sullu, ya dije pues: ofrenda.
—¿Pero usted no lo ha visto, no?
—No, pero lo sé. Cogen a estos pobres… a estos pobres borrachitos –señala a Dani, le palpa la cara, le da un abrazo– y los empujan dentro. Una noche estás bien, das un paseo, te invitan a tomar y al otro “sos piola”.
—¿Y no le da miedo?
—Claro, hay que tener cuidado… shhhhhhhhhhhhhh –confirma Miguel Ángel filtrando al llevarse el dedo a los labios una vaharada etílica.
—Uhhhh, esa es la vida del boliviano, cuando uno se decepciona, cuando uno está cagado… Se va allí y ya no vuelve –el tío Leo bizquea, se queda callado y de repente agita los puños, ensayando una arremetida retadora contra los mastodontes de cemento–. Un dos, un dos. Tenga cuidado –advierte, a nadie en particular– fui boxeador. –De repente parece recordar algo.
—Cementerios de elefantes, eh… ¿Vio la película?
* * *
“Esconden las botellas para que otros grupos no se las quiten si llegan de improviso. Por eso casi nunca las ves cuando estamos con ellos, si acaso aparecen cuando ya están vacías. A veces incluso las entierran para otro día, siempre se acuerdan de donde están”, dice Nieves. Frente al Hogar Zenobio López, descansando bajo los árboles, hay un grupo de personas que dormitan. No parecen tener intención de entrar, aunque tampoco podrían si quisieran. Al Zenobio sólo se accede en un estado de completa y absoluta sobriedad.
—Es una población a la que La Paz le tiene mucho miedo.
El hogar empezó hace año y medio y, según cuenta Patricia Velasco, se planteó para reducir el daño y tratar de cambiar la forma en que la ciudad veía a su población alcohólica. Los requisitos para entrar no son tan exigentes, tan sólo hay que evitar estar ebrio y no consumir dentro el día que están allí. “Pueden llevar a la puerta su traguito, pero no entrarlo. Si deciden entrar pueden bañarse, tener atención psicológica, prepararse aquí su comida. La idea es trabajar en la dignidad de la persona, tú puedes tener un problema de consumo, pero eso no te impide bañarte, cortarte el cabello… Tratamos de recuperar su dignidad y que pasen algunos días sin consumir. Más tarde ya les preguntamos qué quieren hacer con su vida”.
Cada miércoles y viernes acuden al refugio entre ocho y 35 personas, muchos, sin metáforas, a sanarse las heridas. “Realizamos suturas, curaciones, de contusiones, vienen sobre todo con lesiones por corte punzante, se pelean entre ellos, se golpean con palos, etcétera”. Leonardo, el médico del hogar, hace recuento de daños y enfermedades. “El 80% de nuestros pacientes ya tienen cirrosis, casi todos tienen úlceras gástricas. Tratamos con omeoprazol, pero es como ponerle diques al mar. Les damos el tratamiento, pero sólo aquí dentro; afuera ya es cosa de ellos”.
La edad es importante. Mirko Terán es psicólogo y coordinador del programa de Atención de Población en Situación de Calle de la Alcaldía y dice que dice que la edad a la que se empieza a beber es clave, “muchos comienzan con doce, trece, otros con ocho. Si has empezado con 20, el hígado está más formado, te sirve como protección. Pero si empiezas tan pronto es complicado, tienes menos posibilidades. Los que han sobrevivido y ya tienen 30 años también tienen más opciones porque su consumo va disminuyendo. Pero hay que sobrevivir hasta esa edad, claro”.
—¿El suicidio? ¿Es habitual?
—En los años que llevo aquí, no he visto nunca nadie que se haya suicidado, pero sí que hay muchos cuadros de sintomatología depresiva… que lo pasan muy mal. Esto es más bien un proceso de morir cada día un poquito”.
Hoy los chicos no han tomado, pasan el tiempo, comen golosinas, alguno trabaja en la construcción de una nueva pista de fútbol sala para el Centro, dan patadas a un balón a medio hinchar, caminan lentamente por el espacio enrejado, las casetas de uralita, el lavadero, el consultorio médico, el psicológico, dan vueltas por el santuario libre de alcohol en el que podrán refugiarse hasta las 20:30. Afuera, el grupo de formas tendidas bajo los árboles espera a que salgan.
* * *
“Puedo decir que a los doce años me sumergí de cabeza en la noche. En sus oscuras entrañas aprendí muchas cosas, buenas y malas. La noche en La Paz es un laberinto que, al no tener principio, tampoco tiene fin y uno pude perderse para siempre. Aprendí a vagar sin extraviarme por la noche paceña, pero debo aclarar que ha sido a costa de un gran sacrificio. Sea verano o primavera, lo peor es el frío, y por supuesto, la soledad; cuando uno no tiene compañía tampoco sabe dónde irá a descansar”
Víctor Hugo Viscarra (Pasaje de Borracho estaba, pero me acuerdo).
“Era un tipo que había leído, no puedes manejar el castellano como lo manejaba él sin haber leído”. La primera vez que me dieron algo para leer de Víctor Hugo dije: “puta madre, este cojudo sabe poner las palabras”.
Armando de Urioste, cineasta, fotógrafo, crítico de cine, todoterreno de la escena cultural boliviana, el hombre que enterró a Víctor Hugo Viscarra tras conocerlo en la última etapa de su vida, recuerda, sobre todo, la primera vez que lo vio:
—Yo leí por casualidad un fragmento suyo en un periódico, ya había publicado cuentos en una editorial casi desconocida de Cochabamba. Entonces intento ubicarlo, aunque me dicen que es un hombre de la calle y era difícil, se me ocurre llamarle de jurado para un premio cinematográfico: el Premio de cortos Amia de Gallardo; quise invitarlo como “no especialista”. Llegó tarde, por supuesto. Cuando ya estábamos reunidos me llama un guardia y me dice: “disculpe, hay un señor que lo está esperando ahí afuera con un trancazo del carajo”. Me asomo en la puerta y aparece un hombre de la calle; sucio, hediondo, bañado en alcohol. Entró y estuvo mirando los vídeos muy callado, al marcharse dijo que todo lo que vio le habían parecido “huevadas”.
—¿Pero existen realmente los cementerios de elefantes sobre los que escribió Víctor Hugo?
—En La Paz hay dos mundos diferentes, pero a veces muy relacionados, el de la literatura y la bohemia y el de la calle. Víctor Hugo es un puente entre los dos. El problema de los escritores bolivianos relacionados con esa bohemia, como Arturo Borda, Jaime Sáenz o como el propio Víctor Hugo, es que desde el punto de vista estético se pierden demasiado en el alcohol. Al final esa fascinación acaba por diluir su talento. Él (Víctor Hugo) nunca quiso que lo asimilasen a autores como Sáenz, de él siempre decía: “es un charlatán que no conoce el alcohol ni la noche”. Cuando vi la película de Antezana pensé en Víctor Hugo y creo que le hubiese gustado, aunque nunca se sabe. Aunque a él le costaba reconocer las cosas que le agradaban, era siempre un sí, pero no… ¿Si existen los cementerios de elefantes? No lo sé, pero sí sé que en Víctor Hugo, a diferencia de los otros, esa vida no era una pose, era una vida real.
* * *
Don Carlos tiene 48 años. Pablo, 42. Los dos son paceños. Pablo no llegó a conocer a su padre, Don Carlos en cambio creció con su familia. Ambos se iniciaron en “el trago” durante su adolescencia, entre los 14 y los 15 años. Los dos empezaron en fiestas familiares, por experimentar, ambos con alcohol etílico mezclado con un poco de gaseosa. Pablo con un soldadito, como así llaman en Bolivia a la botella pequeñita de 20cl. Don Carlos en cambio eligió para de su desvirgamiento una graduación más señorial. Su primera vez fue con un “general” de a litro, rebajado con un poco de agua. Los dos se toman hoy una tregua en el Zenobio López, ninguno sabe a ciencia cierta dónde dormirá esta noche.
A Pablo siempre le ha gustado la música; toca la guitarra acústica, electrónica, el bajo y el charango. La música fue durante mucho tiempo su prioridad –“me levantaba a las cuatro de la mañana para tocar”–, casi su obsesión –“íbamos a los pueblos del Altiplano, en las ceremonias, se necesitaban músicos, tienes todo gratis con el grupo, harta bebida, bien atendido… Yo ya estaba casado, pero me quedaba cuatro días enteros de fiesta, a veces una semana…–”.
Don Carlos dice que estas cosas suelen ser muy progresivas, aunque el detonador siempre suele estar ahí, como en su caso, listo para explotar. La década en la que incendió su vida fue la de los 30. Conductor de autobuses, perdió su trabajo a los 32 años, su madre fallecería un par de años después, su esposa al año siguiente. A partir de ahí, arrastrado por el peso de sus muertos, emprendió la pendiente abajo: “decía, esta semana voy a tomar por mi mamá, la siguiente por mi esposa… otra porque no tengo trabajo… Pequeñas justificaciones para tomar. Manipuladores, mentirosos, en realidad así somos los alcohólicos…”. A los torrantes ha empezado a ir los últimos años, cuando perdió su casa –“antes no, nunca”–. A él siempre le ha gustado, en realidad, aún le gusta, beber solo.
Mirko Terán dice que desarrollar un consumo problemático muchas veces es como jugar a la lotería. Tienes que cumplir los cinco números premiados, que todo lo que pueda salir mal, salga mal, cinco factores: empezar alrededor de los 14 o 15, tener una familia desestructurada, perder una red de protección familiar, tal vez sufrir un trauma personal y estar en el entorno inadecuado. “Todos empiezan en un contexto muy permisivo, los prestes, las celebraciones, la fiesta del Barrio, de la zona. Estas fiestas son un símbolo de posición social para la cultura aymara, en zonas como la Rodríguez o la Garita de Lima hay prestes todos los días, las familias chupan juntas, la gente bebe hasta caerse y los niños aquí crecen contemplando esto con normalidad”.
—¿Te refieres a La Paz?
—A toda Bolivia.
* * *
A los paceños el alcohol les preocupa, o al menos eso dicen los datos. La Secretaría Municipal de Seguridad Ciudadana de La Paz ha publicado recientemente una encuesta sobre Victimización y percepción de seguridad ciudadana por parte de los habitantes de la ciudad. A la pregunta ¿cuáles son los principales problemas de inseguridad que afectan a su barrio?, El 28% de los encuestados señalaron en primer lugar la presencia de bebedores consuetudinarios (frecuentes). El consumo de alcohol en la vía pública, con un 26,5%, ocupa el siguiente lugar de sus desvelos. A la pregunta ¿cuáles son los principales factores de riesgo social que usted advierte en la ciudad?, más de la mitad (56,7%) señalaron la tolerancia al consumo de alcohol, seguido (17,8 %) por la tolerancia a actividades folclóricas y fiestas. El coronel José Luis Ramallo, secretario general de Seguridad Ciudadana, enseña las estadísticas y los esfuerzos entre el escepticismo y la resignación.
“La venta de alcohol en tiendas y bares clandestinos está prohibida, si los vecinos denuncian se cierran. La zona de la Max Paredes y el Centro es donde se concentra una mayor cantidad de establecimientos que expenden bebidas alcohólicas, tanto legales como ilegales, pero hay cientos de locales clandestinos en la ciudad, es complicado focalizarse solo en un sitio, además administrativamente no puedes hacer mucho más allá que decomisar. Aunque se decomisen las bebidas y se cierren los bares ilegales por 15 días como establece la ley ellos tienen facilidad para conseguir de nuevo el mobiliario y habilitarlos. Si los clientes quieren en poco tiempo están funcionando de nuevo. Y los clientes, por el momento, quieren”.
“Intentamos modificar patrones de comportamiento, tenemos 106 unidades comunicativas que trabajan en los colegios e institutos, para prevención de consumo de alcohol y otras drogas. Tenemos reuniones con Intendencia y con la policía todas las semanas. La solución pasa por una toma de conciencia ciudadana. Hay colegas de la policía que me dicen que el aymara tiene esa tradición cultural de encontrarse en la calle para compartir comida y alcohol. En La Paz tenemos más fiestas que días del año”.
“¿Cementerio de elefantes? Los hay, o eso dicen. Aunque con seguridad no puedo darle más información, tendría que preguntar en Intendencia”.
El Agente Marcos Chura, asesor legal de Intendencia Municipal de la ciudad de La Paz, puede contar esa pregunta por el número de veces que ha recibido a un periodista, dibuja con sus cejas un gesto que parece solicitar ayuda divina para reforzar su paciencia y retoma el hilo de lo que estaba contando.
—La tipología de bares clandestinos es muy variada, imposible encontrar un estándar. Pequeños, grandes, la mayoría no tienen buenas condiciones y apenas son una casucha, pero otros tienen incluso cámaras de seguridad o personas controlando fuera. La mayoría de los clientes son personas sin recursos, alcohólicos y las bebidas que se expenden son preparadas en muchos casos por los dueños, puro veneno.
—¿Han encontrado algún cadáver en ellos?
—Rara vez, aunque imagino que si hay alguno los dueños los botan lejos. Los cadáveres de alcohólicos se encuentran normalmente en un descampado o en plena calle. Lo que si hemos encontrado en muchas ocasiones han sido cultos, altares con calaveras humanas. Ya sabe, “las ñatitas” que utilizan los aimaras para atraer a la buena suerte. Aquí las usan para que el negocio vaya bien, para que no haya problemas, para que nosotros no lleguemos a intervenir…
—¿Pero qué define a un cementerio de elefantes?
—La característica que define a un bar ilegal para ser considerado como “cementerio de elefantes”, como popularmente se les conoce, es cuando dentro del local existe un cuartito. Un cuartito cerrado que sólo puedo abrirse desde fuera. Luego entras y sueles encontrarte un colchón en el suelo, a veces un balde… En 2018 hemos encontrado ya tres o cuatro por la Garita de Lima y la Max Paredes con estas características. Se les pregunta al dueño ¿para qué es eso? y siempre dicen es el cuartito del cuidador, de la limpieza, la bodega, un cuartito más…
—¿Pero para qué suelen usarlos los clientes? ¿Para beber solos? ¿Para suicidarse?
—No sabría decirle.
* * *
La última denuncia acerca de un cementerio de elefantes se produjo hace unas semanas en el cruce de Villa San Antonio, cerca de la parada de la nueva red de autobuses del Puma Katari. El lugar es escarpado, casi en el borde de la caldera paceña. Las calles en esta zona son paredes casi verticales con pintadas de “Evo no se va” o “Goni preside” como única nota de color sobre el ladrillo desnudo. El corazón protesta acelerado con cada esfuerzo y los jadeos subrayan la dificultad evidente de vivir a 3.600 metros de altura. Cuesta encontrar el sitio exacto que me han facilitado en Seguridad Ciudadana, cuando se pregunta a los vecinos por un bar clandestino. Algunos aprietan el paso, una señora se ríe, “¿cuál de ellos? Sí, por aquí hay decenas”.
—¿Cementerio de elefantes?, Ah, se refiere a la casa de los borrachitos. Sí, es allá arriba.
Junto a la casa hay restos de botellas rotas, perros que ladran, regueros de chatarra abandonada y un montón de vecinos que salen de todos lados dispuestos a quejarse. Dicen que les da miedo, que son agresivos y a veces intentan entrar en las casas de los vecinos, que no para de subir gente de los torrantes a cualquier hora del día, que hace poco ahorcaron un perro grande y lo tiraron un poco más allá… Todos contemplan la casa amarilla a una prudente distancia. Varias mujeres aimaras cuentan varios intentos de atraco.
—Dicen que el dueño es hijo de una familia que se fue a España, es alcohólico desde siempre y el único de ellos que se quedó en La Paz. Le deben mandar dinero para pagar la luz y el gas.
Llegan como un goteo, de dos en dos, figuras titubeantes con botellas de plástico en la mano, indiferentes a los ladridos de los perros y las miradas rencorosas de los vecinos, llaman a la puerta, los cristales de las ventanas tapados con posters de David Bowie no disimulan el ruido de música, de vidrios rotos. Al acercarnos una cara oscura se asoma a vigilarnos desde una ventana, una sobra oscura y sonriente, desaparece después de un momento.
—No, muertos no han encontrado, pero el ruido, la delincuencia, así no se puede vivir. Cuando empiezan a beber pueden estar días enteros encerrados ahí dentro, días enteros sin parar.
* * *
Para algunos de sus habitantes La Paz es una ciudad en guerra.
“Cuando entro en guerra y empiezo a tomar, mi cuerpo puede aguantar varios días, cinco, seis, siete… pero al noveno o al décimo ya no puede más y se cae. Agradezco a Dios darme un cuerpo así de pequeñito. Hay gente que cuando le entra puede tirarse meses”. “Entrar en guerra” en el argot de los alcohólicos de La Paz significa empezar a tomar durante días y dejarlo todo, olvidarse de comer, de dormir, de bañarse, olvidarse del frío y del calor, de las penas y la soledad, dedicarse sólo a tomar hasta romperse.
Fernando, ojos chinos, mejillas rojas como cerezas, hablar pausado, como si las palabras fuesen a hacerle perder una calma hoy conseguida, es cruceño y tiene 40 años, lleva 20 en La Paz, de esos últimos 20 años sólo ha pasado un año sin beber. Raro, ese año lo recuerda raro, todo el tiempo se sentía flotando, como en una burbuja. Estos días trabaja en la pista de fútbol sala del Zenobio Gómez, ayuda a hacer la mezcla, una carretada tras otras, acarrea el hormigón, dice que le hace bien, que lleva casi veinte días sin beber, uno de sus periodos más largos en los últimos años. Para conseguirlo tiene que salir temprano por la mañana de la pensión en la que se queda ahora, salir temprano y muy rápido para huir de sus amigos, sin mirar a los lados, hacerse el sordo a las llamadas que ya desde bien temprano le ofrecen un trago.
¿Pero en la calle hay amigos?
“El trago te transforma, cuando tomas mucho, a partir del tercer día se distorsiona todo, al cuarto, puedes haber estado con alguien tomando al lado y de repente dejas de reconocerlo, le pegas, le robas, etcétera. Hay muchos casos de gente que se mata entre ellos tras pasar días bebiendo porque ya ni distingue. Aunque también hay gente buena, que te ayuda. Yo me he encontrado de todo”.
“Como en la guerra y en el amor, en el vicio todo vale”. Juvenal, el protagonista de Cementerio de elefantes dice eso cuando vende por cien dólares a su amigo “el Tigre” al capataz de una obra para que lo entierre vivo en los cimientos del edificio como ofrenda a la Pachamama.
“No, ahí no hay amigos, eso es un mundo aparte”. Don Carlos parece tenerlo bastante claro. “Entre nosotros, amigos, amigos no hay. Hay consumidores abusivos, agresivos, violentos, la gente ebria es imprevisible y uno está muy vulnerable Aparentemente son tus amigos, pero sólo hasta que beben, luego te hacen daño si te ven indefenso. A mí me han pegado y robado varias porque no podía reaccionar. Luego vuelves a verlo al día siguiente y hacen como si nada, yo es algo que no comparto. En la calle mucha gente no es sincera”.
“Hay una valoración social, colectiva del alcohol, aquí… Bolivia toma como pocos países en Sudamérica, y desde muy temprano. El abuelo chupa con el nieto, hay un resabio de esa función social que cumplía el indígena en el ayllu”. Armando Urioste defiende que Víctor Hugo en sus libros hace una recreación completamente real y humana de la vida en la calle. “Nunca se fiaba de sus compañeros, siempre decía: ‘En cuanto me duerma el cojudo este me va a deshacer’. La ciudad de La Paz es una ciudad de brujos, hay un espíritu de resistencia surgido del cerco al conquistar la ciudad. El paceño no sabe muy bien dónde quiere ir, pero le importa un carajo porque mientras se pueda chupar y bailar todo está bien”.
* * *
—Buenas noches, mi nombre es F y soy alcohólico.
Sillas de plástico colocadas en círculo, rituales ceremoniosos, la pizarra que enumera los doce pasos redentores y un cartel de advertencia: “Lo que oigas aquí, lo que veas aquí, déjalo que se quede aquí”. Una visión para ti, así se llama uno de los 28 grupos de Alcohólicos Anónimos que existen en la ciudad de La Paz. Entre seis y ocho personas se dan cita todos los lunes, miércoles y viernes. Basta un vistazo a F para identificarlo como un habitante de la Zona Sur, uno los barrios más prósperos de la ciudad: zapatos elegantes, gafas de concha, teléfono caro, pinta de que podría estar aquí como dirigiendo en una reunión de su departamento, lleva viniendo casi todos los días desde hace diez años. “Alcohólicos Anónimos no es una parte de mi vida, es mi vida. El día que deje de venir estoy perdido”. F empezó como muchos aquí: “de jodas para adolescentes, en boliches, hasta que me di cuenta de tenía un problema”. El problema provocaba que su madre y su abuela acudiesen varias veces a buscarlo hasta a la morgue tras una semana sin aparecer por casa. Hoy lleva diez años sin beber, pero: “mi obsesión me hace estar pensando en el alcohol en todo momento”.
M preside la reunión, lee fragmentos de textos como La sobriedad recobrada y escucha atentamente. M es metalero, literalmente: anillos, cruces, collares pulseras, camisetas de Metálica y una gravedad casi litúrgica en todo lo que hace. Sostiene que los problemas con el alcohol no comienzan desde el trago sino a veces desde el vientre de la propia madre: “mis padres estaban borrachos a veces dos y tres días. Yo empecé a beber a los 13 años, mis hermanos mayores venían a visitarnos y se armaban fiestas grandes de familiares en casa”. Al grupo de Alcohólicos Anónimos vienen cada día desde personas sin hogar a estudiantes o ejecutivos, aunque F señala que a las clases medias y altas les cuesta mucho más reconocer que tienen un problema. “Aquí decimos que el alcohólico para reconocerse como tal tiene que tocar varios fondos: materiales, físicos y emocionales. Las clases altas no se dan cuenta del problema porque aún no han perdido nada”.
Para M la relación con el alcohol en su país es especial, aunque tal vez no tanto. “En Bolivia no se entiende la fiesta si no hay alcohol, fiesta y borrachera. Aunque un alcohólico es un alcohólico aquí y en cualquier parte del mundo”.
* * *
—Él siempre decía: “yo no soy alcohólico, yo me abrigo con el alcohol de la noche paceña”.
Armando de Urioste conoció a Víctor Hugo a sus 46 años, no tuvo mucho tiempo, el autor ya había dejado por escrito que sólo quería llegar hasta los 49 años. Su intención era pegarse un tiro antes de los 50.
—Nunca se tomaba en serio que escribía, nunca quería que le dijesen escritor. Pero luego cuando había que buscarlo por Chijini, donde estaban los cementerios de elefantes, decía: “preguntad en los bares donde estaba el escritor”. Yo no me lo tomaba muy en serio y siempre le preguntaba: ¿Víctor Hugo, tienes miedo a la muerte? Y él respondía: “El que tiene que tener miedo es Dios, debe estar con el culo apretado porque cuando lo veo le pienso decir: ¿Por qué me has hecho vivir la vida que he vivido?”.
* * *
“Me duermo a medianoche, me despierto de 5:00 a 5:30, dejo las cosas en algún rinconcito que no sea visible y luego comienzo a beber. ¿Qué si bebo todos los días? Sí, para contrarrestar el frío, lo peor en La Paz y más de noche es el frío. Me da igual, lo que sea, cualquier cosa, lo más económico es el alcohol puro. Lo mezclamos con agüita porque purito no se puede beber. A algunos les gusta beber acompañados. Yo siempre he preferido beber solo”.
¿Y “la perseguidora” cómo es?
Don Carlos: “Es como un síndrome de abstinencia cuando uno ha bebido en exceso. Estás alteradísimo de los nervios y al final acabas por beber de nuevo para lograr calmarte”.
Pablo: “Lo que sientes es que necesitas un trago urgente, estás sobrio y tienes lo labios azules, toca la movilidad, la bocina y te saltas, estás susceptible y tienes miedo a todo”.
Fernando: “Te sientes como si hubieses hecho algo malo, como si hubieses matado a alguien”.
¿Conocéis gente que lo ha logrado?
“Sí, conocemos gente que ha salido de esta enfermedad”.
¿Os alegráis cuando os enteráis de eso?
“A veces te frustras y piensas ¿por qué él lo ha logrado y yo no? Luego te los has encontrado y no te tratan mal, te dicen ‘don Carlos ¿cómo vas? ¿Estás en guerra?, dale duro pues, resiste… mucho ánimo’. Otros, sin embargo. antes de que les pidas ya te están dando plata y se están yendo para evitar hablar contigo. ‘Dame unos cuantos pesos, ya chau, chau…’, y así se aseguran de que desaparezcamos rápido”.
Fernando, ¿u esos sitios existen?
“Yo no lo sé, pero lo he visto en un vídeo, la película del señor que se suicida bebiendo ¿no? Eso sí, he visto mucha gente que mueren en la calle, jóvenes, viejos, hipotermia, intoxicación… Viene homicidios y se lo lleva a la morgue si no tiene parientes. Al cabo de los 30 días creo que los entierran en la fosa común. Da miedo ¿no? Claro, yo quiero morir en una casa, con honores, morir en la calle es feo”.
Nieves Guevara cuenta que muchas veces son los propios alcohólicos los que entierran a los suyos cerca de los torrantes, que prefieren eso antes de dejarlos ir a la morgue. Los chalecos amarillos de la Municipalidad de La Paz se dirigen hacia el torrante Paraguay cerca del río Choqueyapu. Allí, más allá de los carteles en los que se vende terreno, seis personas se apretujan contra un matorral y la alambrada que les separa de la autopista. Todos miran hacia la corriente, que corre sucia y exigua. Unos metros más allá, como en un altar triste, están los restos de la chabola de lata desparramados en el suelo. Hay un perro de ojos amarillos tumbado junto a sus dueños, apenas respira y parece medio muerto. La chica del grupo abraza un osito de peluche y se balancea con los labios amoratados y la cara color frío.
Nieves cuenta que los miembros de otro torrante a los que llaman “los tortus” han venido esta mañana y les han atacado destruyendo su cabaña. Las peleas entre alcohólicos son constantes, también lo son los maltratos por parte de la Policía Municipal.
—Abusivos, abusivos son –María aprieta más fuerte el osito y murmura que las palizas le han hecho ya tener tres abortos.
Bebo –“así me llaman porque bebo de noche y de día”– es el hermano de María, y está en una escuela evangélica, formándose para ser predicador. De vez en cuando recae y todos saben que pueden encontrarlo aquí, cerca del río, con la voz temblorosa se empeña en intentar hablar en inglés, mientras José que tiene la cara desfigurada por el ácido –“probablemente debido al ataque de uno de sus compañeros”, como aclara Nieves– lo hace en portugués. Chococuip, el perro que parecía moribundo, de repente despierto luce mejor que sus dueños y contribuye con ladridos a esta especie de Babel disparatada en la que cada uno parece encerrado en su propia burbuja, juntos, pero a océanos de distancia. La rutina se repite, reparto de fruta y agua, recomendaciones para ir al Zenobio y recuento de daños y heridas.
—Abusivos, abusivos son.
Gary trabajó durante años como policía municipal en la ciudad de La Paz. Durante años se dedicó a desmontar torrantes, confiscar bebidas o mandar a comisaría a algunas de las personas que hoy visita desde que cambió de trabajo. Hoy, Gary es chofer para el equipo Programa de Atención en Situación de Riesgo Social de la Alcaldía. “La mayoría le agarra un pánico atroz a la policía, la verdad es que se cometen muchos abusos. Desde que lo veo desde este lado la verdad es que te vuelves muchísimo más empático con cómo son, lo que hacen, como piensan”. Gary conduce de vuelta a la sede central del programa y dice que tras años conviviendo con la gente de los torrantes hay cosas que tiene cada vez menos claras. Que enfrentarse a los problemas de la vida a veces es muy difícil, que esos problemas a veces te quiebran por dentro y que incluso a él hay días que le dan ganas de no levantarse de la cama.
—Tal vez ellos sean más felices así, no preocupándose de nada más que de tomar. Viviendo al día. ¿Quién puede saberlo?
* * *
El Sótano, la Curva, el 777, el Putunku, las Ventanas, el Tejar, la Ch’ascamaria, El Averno, Las Carpas… La Paz está llena, cientos de nombres; bares, locales, antros, boliches con una reputación más o menos sórdida, muchos de ellos desaparecidos disueltos en la bruma de malditismo de una ciudad que muda constantemente su piel de ladrillo. Hoy la la Ch’ascamaria en la 16 de julio es apenas un edificio en ruinas y el Putunku en la Buenos Aires una pensión familiar. No importa, me dice un vecino, hay más, muchos más. En esa calle, la Buenos Aires, una de las más largas de La Paz, al final del día “la trancadera” del tráfico repta lenta y trabajosamente por el asfalto, al fondo el Ilimami aparece y desaparece rodeado de guirnaldas de nubes mientras el aire se llena de bocinas impacientes y voceadores que anuncian destinos, de olor a sopa de verduras y humo de los anticuchos. A esta hora hace frío, otra vuelta de tuerca más en esa conjunción de microclimas que es la ciudad; sol ardiente por la mañana, chubascos repentinos y agresivos que descargan al mediodía y atardeceres mortecinos y otoñales que dan paso a un frío polar que cala los huesos al escapar el sol. Entre las movilidades hay un grupo de hombres borrachos, ennegrecidos, acuclillados, se apretujan contras los neumáticos, tiritan, comparten con manos temblorosas un general de alcohol de caña mientras esperan, con miradas vacías e indiferentes la llegada de la noche paceña.
Y la noche paceña llega y se enciende de golpe, con miles de luces amarillas y azules que tililan entre los cerros oscuros, como un árbol de Navidad, una invasión de enormes luciérnagas extraterrestres o una verbena a punto de cerrar, el camino de la Plaza Eguino a la Garita de Lima es aún un hervidero de gente, los niños aymaras parecen muñecos asomados a los aguayos de sus padres que esperan a las movilidades, un grupo de hombres se aprieta contra una televisión de un puesto de comidas para ver un capítulo de los Simpons, los goterones de ají vuelven a las escudillas desde las bocas abiertas. A esta hora miembros de las decenas de grupos evangélicos y sectas de la ciudad reparten propaganda y con un altavoz un predicador anuncia la llegada del fin del mundo y el seguro ingreso en el infierno de todos los presentes. Los aparapitas (cargadores) de la Calle Granados se van dormir sobre las tablas de madera de los tenderetes, envueltos en sus mantas y abrazados a sus botellitas, hay un olor a fruta podrida y desechada del mercado de la mañana y a gasolina almacenada para el día siguiente. La ciudad se prepara para entrar en un estado de duermevela, pero en la Illampu las droguerías permanecen abiertas. En La Paz las tiendas donde se alimentan los alcohólicos no son licorerías sino droguerías. Cajas y cajas apiladas de cartón, algunas abiertas, dejan ver su esqueleto con botellas de plástico. Junto a un dibujo de un caimán y con una tipografía que pretende ser llamativa, pero sin estridencias, todas dicen lo mismo:
“Alcohol potable de caña: Caimán. 1L. Consumo interno. Industria Boliviana”.
Llegan en parejas o solos, ordenan una botella y se dispersan, el encargado abre y cierra el enrejado cada cierto tiempo. La Paz de noche se llena de sombras y todo, edificios, personas, movilidades y perros sarnosos, adquiere un relieve extraño y furtivo, como las figuras de trazo grueso de Toulouse-Lautrec. En la plaza Garita de Lima hay un edificio hecho a base de bloques de adobe, vestigio de una La Paz antigua que poco a poco ha ido desapareciendo. A sus pies, las estructuras de madera de las carnicerías que despachan cada la mañana, detrás de ellas una puerta de hierro pequeña y medio oxidada, tras ella el boliche Las Ventanas continúa abierto día y noche.
Tardan en abrir y al descubrirnos lo hacen a regañadientes. Sólo hay cinco o seis mesas de plástico, sillas desvencijadas, paredes desnudas pintadas de verde, algún póster de la selección boliviana en el 6 a 1 que le endosó a Argentina en el 2008, o de mujeres en topless que sostienen una Huari bajo la leyenda “siempre hay algo por lo que celebrar”. En un rincón hay un televisor que parece no haber funcionado nunca y dos altavoces por los que se escapan a duras penas canciones conocidas de los Kjarkas. La mayoría de los clientes beben chuflays, singani, el aguardiente tradicional boliviano mezclado con 7Up. Los clientes, no hay muchos, parecen ser habituales. Varias mujeres, una de ellas con la cara desfigurada por las cicatrices, ríen con un tipo de cara color ceniza rodeados de botellas vacías. De vez en cuando hacen amago de bailar entre ellas aunque apenas pueden mantener el equilibrio unos segundos. En las otras mesas hay varios tipos solos, taciturnos, alguno parece dormir, los ojos cerrados y las piernas extendidas, la mano firmemente cerrada sobre su vaso. El más borracho de todos parece ser el camarero.
Unos treinta años despeñados, cazadora vaquera y mirada turbia, como un cliché barato del hampa. Va de un lado a otro con un coronel casi vacío que de vez en cuando vuelca infructuosamente sobre dos vasitos de cristal. Está empeñado en que somos artistas de cine, presentadores de Canal 16 o algo que hemos ido allí a grabar localizaciones, desde luego él nos ha visto en algún sitio y si vamos a hacer algo él quiere salir en la película. Va y viene insistente mientras apura la botella. El hombre que está con las mujeres en la mesa de enfrente no nos quita el ojo de encima.
—¡De la tele! Seeeeguro, son ustedes de la teleeee, les he visto en algún sitio segurooo. Los progrmaaaas que vienen a hablar de los borrachitooosss muertos.
Las Ventanas tiene dos servicios con el suelo de cemento y más o menos limpios, entre ellos perfectamente visible, hay una puerta de metal cerrada con un candado.
—¿Detrás de esa puerta? El almacénnnn y las cosas de limpiar. Más bebida, ¿qué va a haber? –el camarero se inclina sobre el vaso, se rasca la cabeza y se la agarra con las manos, así permanece unos minutos, los ojos entrecerrados. Se incorpora poco después con la mirada vidriosa y agarra amenazador la botella vacía–. ¿Seguro que no habéis venido a filmar?
Cancelamos las Huaris y nos levantamos para irnos, el hombre de la mesa de enfrente se incorpora, también tambaleante, para acompañarnos a la salida. Le pregunto hasta qué hora está abierto el local.
—Todo el día, veinticuatrosiete, mi hermano.
El camarero ha comenzado a bambolearse de nuevo repitiendo a quien quiera oírlo que ha llegado la televisión, la mayoría de clientes lo ignoran, dormitan en silencio sobre las mesas. Afuera ya amanece y los aguayos de las cholitas se abren de nuevo, llenos de mercancías, para comenzar la jornada. Apenas hemos salido y el cerrojo ya gime ya al otro lado atrancando la puerta.
* * *
Víctor Hugo Viscarra siempre fue un hombre de palabra y por eso logró morirse antes de los 50 gracias a una cirrosis hepática. A su entierro apenas fueron unas diez personas; su madre, Manuel Vargas, su editor, el propio Armando de Urioste y varios delegados de La Guerra (La Guerra era un bar mítico para los alcohólicos paceños de la época).
“Unas semanas antes de morirse, le dije: ‘Víctor Hugo, has salido de la tuberculosis, ahora debes entrarle a la novela’. Me dijo que estaba trabajando en un tema sobre un hombre que quiere saber cuál de los 17 hombres que estuvieron con su madre la noche en que fue concebido es su padre. No tenía ninguna gana de morirse. Parecía que esos últimos tiempos se quería morir, pero en realidad no, siempre fue una pura contradicción”.
En la literatura y en el entierro, la madre que lo maltrató y abandonó de niño sería la protagonista de sus últimos días. “En el último momento, la madre se puso a reñirle al ataúd: ‘carajo, eras inteligente, hubieses podido ser un hombre brillante, pero te metiste al alcohol…’. Habría que haberle dicho a esa señora: ¿usted es en parte responsable de esto’. “Tras la filípica de la madre, los borrachitos de La Guerra preguntaron que si se podía abrir el ataúd. Entonces van y sacan varios soldaditos y le rocían todo el cuerpo ‘toma, papito, para que no te falte en el otro lado…’. En una feria, durante una charla, recuerdo haberle escuchado ‘ustedes envidian en muchos casos el grado de libertad que yo tengo, pero no la merecen porque no están dispuestos a pagar el precio…’.
—¿Si hubiese podido hubiese tenido una vida convencional?
—No.
—¿Pero se sentía desgraciado?
—Sí, por supuesto.
* * *
Muere mucha gente. Por la bebida, por los enfriamientos, por la policía, por un ataque al corazón. Ha muerto mucha gente que conocía en la calle, dice Don Carlos antes de puntualizar que jamás ha oído hablar de Viíctor Hugo Viscarra, pero que no le extraña que a pesar de ser escritor acabase así:
— Esta vida o bien te manda al cementerio o al psiquiátrico.
—¿Y conoces a algún amigo que haya decidido quitarse la vida?
—No, pero da igual, en la calle te vas matando poquito a poco.
—Don Carlos ¿A usted le gusta vuestra ciudad?
—Claro, la llaman la ciudad maravilla ¿no?
—¿Qué te gusta de ella?
—A mí me gustan sus noches.
—¿Sus noches?
—Sí, las noches, mis paseos de madrugada, cuando recorro todo. Empiezo por el Prado, subo por la Camacho, cruzo a la Plaza Murillo, ahí me descanso, saco un cigarro, le doy un traguito, luego lo guardo, chequeo de qué habla la gente, luego agarro la Comercio, luego la Montes, vuelvooo a subiiirrrr, luego paso junto a la terminal de buses, ahí ando un poco más ligero para calentarme, me voy por la Armentia, de ahí a la Sucreeee, luego a la Miraflores… echo otro traguito, luego me duermoo un rato, miro las luces, el Illimani, el teleférico… de noche La Paz es la mejor ciudad del mundo.